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Los duendes de la camarilla/24

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Como animal derrotado y herido, a la fuga se lanzó la hija de Ansúrez, sin reparar en las frases melosas que a su paso veloz por la tienda se le dijeron, y en la calle corrió, tropezando con transeúntes y vendedores, ignorando hacia dónde caminaba, pobre bestia huida. Creyérase que alejarse quería de sí propia, o que en la rapidez de la marcha veía como una forma o procedimiento de olvidar... Sin darse cuenta de su itinerario, pasó por Puerta Cerrada, calle del Nuncio, hizo un breve descanso en el Pretil de Santisteban, bajó a la calle de Segovia; metiose luego por la calle del Toro a la Plazuela del Alamillo; tiró hacia la Morería vieja, y en las Vistillas tomó resuello... Apoyada en la jamba de una de las enormes puertas del caserón del Infantado, echó mano con furia a su propio pescuezo, diciéndose: «Me ahogaría; lo merezco por tonta, por estúpida y cobarde. Debí matarla, fue gran burrada compadecerla, y darle tiempo a que con sus despotriques me enfriara la voluntad de hacer justicia... ¡Y se ha reído de mí... se ha quedado riendo, y yo sin cuchillo...! no sé ya cómo me quitó el cuchillo... Pero si fui con la idea de matarla, con toda la justicia de Dios dentro de mí, ¿por qué no la maté?... ¡Perra traidora!... ¡Y aún está viva, y gozando de su robo!... ¡Sabe Dios a dónde habrá ido en el coche!... Merezco su desprecio, merezco todo lo que me pasa. Me caigo de boba... Entré águila y he salido abubilla... Me ha engañado con mil embustes dichos como ella sabe... Abogada como ella y ministrila como ella, no han nacido, no. Engañará al demonio, a Dios mismo engañará... Lucila, eres digna de que esa ladrona, después de robarte las guindas y de comérselas, te arroje los huesos al rostro. Aguanta y límpiate, triste pava... escóndete donde nadie te vea».

En su delirio, tuvo la feliz idea de esconderse en su casa. Aquella noche, Antolín de Pablo, recién llegado de su excursión por los pueblos, le confortó el ánimo con hidalgas ofertas de hospitalidad. Si no quería recibir ya los socorros de la cerera, y gustaba de mantenerse honrada, allí tenía su casa, allí no le faltaría lecho en que dormir y un panecillo con que matar el hambre. Donde comen dos comen tres, y alabado el Señor que a él y a su buena Eulogia les daba medios de mirar por el prójimo. Este generoso proceder fue gran consuelo para Cigüela, tan infeliz como hermosa. Por la noche, dormida con pesado sopor, soñó que se ocupaba en la sabrosa faena de matar a Domiciana. Sobre el cuerpo yacente de la cerera descargaba golpes y más golpes con el fiero cuchillo, clavándoselo hasta el mango; pero no conseguía dar fin de ella, ni aquella vida se dejaba rematar. La víctima recibía sonriente las puñaladas, cual si su cuerpo fuera un saco relleno de paja o serrín, y de él no salía sangre... ¿Dónde demonios estaba la sangre de aquella mujer? ¿Habíasela sacado para hacer con ella un elixir de amor, un bebedizo con que emborrachar a Gracián y filtrar en su ser el olvido y la degradación?... Lucila se cansó de acuchillar a su enemiga, y el cuerpo de esta coleaba siempre, siempre...

Al día siguiente, recobrada del furor homicida, se apoderaron de su espíritu las historias contadas por Domiciana. Cierto que el odio a esta no se extinguía; pero las historias tomaban en la mente de la guapa moza cuerpo y aires de cosa real. Nada de aquello era inverosímil. Bien podía resultar que fuese verdadero. El efecto buscado por la exclaustrada no se había hecho esperar, y su ingenioso artificio formaba un estado anímico ya indestructible. Dentro de sí llevaba Cigüela razones y aparatos lógicos, hechos bien tramados, que unas veces lucían como verdades, otras se apagaban en dudas dejando siempre algún destello. Momentos había en que reconstruidas las famosas historias con elementos de realidad, las vio Lucila como novela verosímil; horas hubo, en los días siguientes, en que fueron para ella como el Evangelio.

Si con delicada piedad Eulogia la socorría, no gustaba de que estuviera ociosa. Mañanas o tardes la tenía lavando ropa en la artesa, y luego tendiéndola en las cuerdas del corral. En costura y plancha invertían las dos no poco tiempo, y por la noche, cuando estaba en Madrid Antolín de Pablo, solían jugar a la brisca o al burro. Entre San Antonio y San Juan, tuvieron que ir Antolín y su mujer a la boda de una sobrina carnal de él, en la Villa del Prado, y llevaron consigo a la huéspeda, que se reparó de sus quebrantos en veinte días de vida campestre. Allí le salieron amadores sin cuento; de los pueblos vecinos acudían a verla los mozos y a celebrar su hermosura. Con buen fin le hablaron muchos, y otros con fines equívocos, que se habrían trocado en buenos, si ella pusiera de su parte algo de amoroso melindre; pero ninguno de aquellos requerimientos venció la frialdad y desvíos de la guapa moza, que era como linda estatua en quien faltaba el fuego de los deseos y el estímulo de la ambición. Para que ninguno de los inflamados pretendientes se quejase, Lucila rechazó también, no sin gratitud, los obsequios y finas proposiciones de un labrador muy rico de aquellas tierras, viudo y entrado en años, que de ella se prendó con amor incendiario, y en una misma frase expuso su petición de afecto y su oferta de inmediato matrimonio. Contestó Lucila negativamente, con razones que al pobre señor dejaron tan confuso como lastimado.

A poco de este memorable suceso, regresó la joven a Madrid con sus patronos, y a medio camino, en el alto que hizo la tartana a la entrada de Navalcarnero, oyó Lucila de boca de Antolín este substancioso sermón: «Pues, hija, si apuestas a boba no hay quien te gane. ¡Hacerle fu al amigo Halconero, riquísimo por su casa, y más bueno que rico!... No sabes tú lo que te pierdes. ¿Qué pero le pones, alma de cántaro? ¿Que peina canas y va para Villavieja? Pues no podías soñar proporción más al auto de tus circunstancias. Cásate, simple, con Vicente Halconero, que es hombre sano, y ya verás como no tardas en tener familia, con lo que has de distraerte y apagar todo el rescoldo que te queda de tus pesadumbres. Y aún tendrás tiempo ¡cuerpo de San Casiano! de ser una viuda joven, que tu marido, en ley natural no debe vivir mucho. Ea, tontaina, yo le diré al amigo que aunque le has dicho que no, por el punto, que se dice, luego soltarás el sí...». Reforzó Eulogia esta homilía con argumentos aún más especiosos, y ya en Madrid, volviendo a la carga, se admiraban de que Lucila estuviese tan rebelde, no teniendo más que el día y la noche. Tanto le dijeron, y memoriales tan llorones envió desde el pueblo el bendito señor, que al fin la moza, sin abrir camino a las esperanzas, propuso y suplicó que le dieran para pensarlo todos los días que restaban hasta fin del año corriente. «Pero, chica -le dijo Antolín-, considera que el hombre no es niño, y que la esperanza es un pájaro que no gusta de anidar en las cabezas canas». No hubo manera de apear a Lucila de la transacción propuesta; en ello quedaron, y notificado al buen señor el emplazamiento, se puso tan alegre, según decían, que le faltó poco para echarse a llorar del gusto.

Al volver a la Villa y Corte, encontró Lucila en ella los ardores del verano, y mayor soledad y tristeza. Las aliviadas penas se recrudecieron en el paso del sosiego campestre al bullicio urbano. Agitada fue de nuevo por furores de venganza, y por el prurito loco de revolver el mundo en busca de la verdad. Con la verdad se contentaría, ya que el hombre no pareciese. Por la Capitana, que algún día la visitaba, supo que la cerera se había ido con Doña Victorina a San Ildefonso, donde estaba la Corte. La ausencia de su enemiga fue un motivo de sosiego para Lucila. ¡Qué descanso no verla más ni saber nada de ella! Así cayendo irían sobre su memoria esas capas de polvo que traen el lento olvidar, la renovación pausada de las ideas. De este modo se llega, por gradación suave, a ver y apreciar el reverso de las cosas.

En el curso de aquel verano, el estado de melancolía en que se fueron resolviendo las amarguras de Cigüela, llevaba su espíritu a las expansiones religiosas. No había consuelo más eficaz, ni mejor arrullo para dulcificar y adormecer los dolores del alma. Oía misa en la Orden Tercera o en San Andrés, y algunas mañanas corríase hasta San Justo, donde entraba con la confianza de no ver a la cerera. Confesó y comulgó más de una vez en San Pedro y en San Isidro. Su padre, el veterano Ansúrez, acompañarla solía en estas devociones elementales, de dulce encanto para las almas doloridas. Más de una vez se tropezó Lucila con Rosenda, que diferentes iglesias frecuentaba, y de su mal humor coligió que no había sido muy dichosa en sus cacerías, sin duda por el sacrilegio de intentarlas en lugar sagrado. En San Justo, ya muy avanzado Agosto, se encontró una tarde a Ezequiel, vestido de monago: palideció el muchacho al verla, y después, en el blanco cera de su rostro aparecieron rosas... «¡Qué guapa estás, Luci! -le dijo-. Nos contaron que te casabas con un señor muy rico, de ese pueblo de donde vienen las buenas uvas. ¿Es cierto?». Negó Lucila, y el cererillo le dio noticias que no la interesaban: que D. Gabino había tenido un ataque a la vista, quedándose medio ciego; que Domiciana seguía en La Granja, y que D. Mariano estaba colocado en la Comisaría de Cruzada, con ocho mil reales. Luego se acercó a ella D. Martín Merino, y la saludó secamente, recordando haberla visto con la cerera. «¿Es esta señora la amiga de Doña Domiciana Paredes?... Por muchos años... yo bueno... ¿y en casa?... ¡Qué calor!...». Esto dijo, retirándose con la fórmula vulgar: «Vaya: conservarse». Díjole después Ezequiel que D. Martín era un buen sacerdote que cumplía muy bien su obligación. Domiciana le prefería con mucho a los demás confesores que en San Justo había: últimamente, con D. Martín se confesaba, y él también, por recomendación expresa de su hermana. Trabajillo le costó acostumbrarse, porque el Sr. Merino era muy rígido, no ayudaba, no hacía preguntas, y el penitente tenía que ir desembuchando pecado tras pecado por orden de mandamientos, pasando muchas vergüenzas, hasta que no quedara nada en el buche, pues de otro modo no había absolución. Y ya es uno un poco hombre, Lucila -decía con inocente orgullo-, y cuesta, cuesta el rebañar bien la conciencia, sacando a pulso todo, todo, hasta los malos pensamientos, hasta las tentaciones que son y no son... Bueno. Pues hablando de otra cosa, te diré que mi padre, que ya no ve el pobre, pregunta por ti, y cuando le decimos que no sabemos nada, se le cae una lágrima... Vete a verle, mujer, que aunque él padezca un poquito por no poder verte el rostro, se consolará con oírte la voz...».

¡Fecunda creadora es la madre Fatalidad! La idea de que Domiciana tuvo por confesor a D. Martín arrastró hacia el austero sacerdote toda la atención de Lucila. Pensaba mucho en él; fue a San Justo movida del afán de observar su fisonomía; y viendo, no sin cierto terror, al depositario de aquella negra conciencia, al que había sido como espejo en que el alma de la traidora se mirara, dio en cavilar si no habría medio de hacer salir de nuevo a la superficie del cristal las imágenes que en él se habían reproducido. Pero esto era imposible. No hay confesor que revele los pecados que se le confían. «Este lo sabe todo -se decía la moza, oyéndole la misa-. Este conoce la historia infame, y cuando se vuelve para decirnos Dominus vobiscum, paréceme que veo a Domiciana en sus ojos negros de pájaro de rapiña, penetrantes». Un día que D. Martín, bajando del presbiterio, la miró de lejos con fijeza casi desvergonzada, Lucila, estremeciéndose, dijo esto dentro de su pensamiento: «Sí, D. Martín: yo soy, yo soy la víctima de aquel crimen, soy la pobre mujer engañada, robada. Esa ladrona, esa farisea, esa Judas, me quitó lo que yo amaba más que mi propia vida, mi único bien, mi único amor, y quitándomelo me ha dejado tan sola como si toda la humanidad se hubiera concluido... ¿Verdad que fue gran felonía, y una maldad de esas que no tienen perdón? ¿Verdad que era justicia matarla?... ¿Verdad que no debí flaquear cuando llegué a ella con el cuchillo, y que fuí muy necia en salir dejándola viva?». Y en su delirio, creyó Cigüela que el clérigo, al retirar de ella su mirada, le decía: «Sí, mujer: Domiciana merecía la muerte. ¿Y tú, zanguanga, por qué no la aseguraste bien?».