Los duendes de la camarilla/27

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Halconero había venido a la Corte de paso para tierras de Guadalajara, en donde pensaba arrendar pastos para la trashumación de sus merinas. Detúvose en Madrid sólo cuatro días, con ánimo de permanecer más tiempo a la vuelta, y por estar más cerca de su presunta felicidad se aposentó en la posada de San Pedro, en la Cava Baja. Bien aprovechadas fueron las cuatro noches: en ninguna de ellas dejó de llevar al teatro a Eulogia y Lucila, armonizando el gusto de ellas con el suyo, pues los lances de la escena le divertían e impresionaban grandemente. Vieron y gozaron en El Drama (Basilios) La Escuela de los maridos; en Variedades, García del Castañar, y en El Circo, la preciosísima zarzuela Jugar con fuego. Aunque por no contrariarle, Cigüela no decía nada, le causaba cierta inquietud el frecuentar sitios públicos, temerosa de encontrar en ellos personas que con sus dichos o sólo con su presencia la trastornasen. Ya por aquellos días estaba la joven muy metida en el tráfago de sus estudios, los cuales, por el múltiple beneficio que le causaban, eran entretenimiento saludable y bálsamo instructivo.

Partió D. Vicente para sus diligencias de ganadero y labrador, y quedó Lucila compartiendo su tiempo entre las lecciones y el corte y hechuras de su nueva provisión de ropa. Con Eulogia iba alguna vez de tiendas; acompañábala también Ansúrez, que, harto ya de verse mal señalado por servir al impopular Chico, se había despedido, y no tenía más ocupación que vagar por calles, visitando amigos, o arrimándose a los corrillos de este y el otro mentidero. Atendido por Lucila en su primera necesidad, que era el comer, no se apuraba gran cosa por la cesantía. Sabedor ya de que le tendría por suegro el rico labrador de la Villa del Prado, casi bailaba de contento por la feliz y casi milagrosa colocación de su querida hija; pero a él no le petaba el vivir a lo parásito, yedra pegada al tronco de un yerno; gustaba de la independencia, y no había de parar hasta establecerse. A ello le animaba el buen cariz de sus negociaciones con Merino, para el consabido préstamo. Si en la quincena que siguió a la visita de Cigüela, el adusto clérigo le había mareado y aburrido con largas y promesas, que hoy, que mañana, ya parecía que iban las cosas por mejor camino. No se descuidaba el buen celtíbero en tener siempre bajo la mano al sacerdote prestamista; y si no le divertía visitarle en su triste y lóbrega casa, gustaba de acompañarle algunas tardes en su paseo, que era infaliblemente por la Cuesta de la Vega, saliendo alguna vez por el Portillo, y metiéndose en el polvoroso plantío que llaman La Tela. Hablaban del mal Gobierno y de lo perdido que está el país. «Es Don Martín tan filosófico -decía Jerónimo-, que se queda uno con la boca abierta oyéndole. Gran meollo tiene todo lo que dice... sólo que cuando uno está en el punto de cogerle la idea, el hombre se arranca por latines, y... a obscuras me quedo».

En un comercio de telas de la Concepción Jerónima se encontraron una mañana Lucila y Rosenda, esta trajeada tan a la moda, que sólo con ello declaraba el reciente hallazgo de su remedio. A las preguntas de Lucila contestó que en efecto tenía el mejor arrimo que ambicionar pudiera, en circunstancias y condiciones inmejorables. «¿Quién...?» -preguntó Lucila. «No puedo decirlo -replicó la Capitana-. Hice juramento de no revelarlo a nadie, ni a las personas más íntimas. Y antes reventará que faltar a lo jurado, porque en ello me va el ajuste, que es superior. Valiente necia sería yo, si por boquear más de la cuenta perdiera esta ganga». Celebrando Lucila lo que su amiga le contaba, limitó su indiscreción a preguntar si la pesquería había sido en la iglesia, conforme a los planes de marras... «En la novena del Rosario -contestó Rosenda-, eché mis primeros anzuelos... Picó en la novena de Santa Teresa, y saqué el pez en las mismísimas Ánimas... y no me pregunte usted más». Hablaron inmediatamente de trapos para la estación, y de las nuevas evoluciones de la moda. «Esa tela marrón con rayas le irá muy bien para traje de señora rica de pueblo. Hágaselo usted con faldetas, el cuerpo muy abierto por delante, con camisolín bordado, alto, honestito. Aquí encontrará usted un organdí precioso, o si no, barege. La manteleta es de rigor». Enterada ya Rosenda del proyectado casamiento de su amiga con un ricacho viejo, siempre que la veía se extremaba en felicitarla. Dios había trocado todas sus desgracias en beneficios, su pobreza en abundancia, y su esclavitud en la más preciosa de las libertades.»

Dos días después de esta entrevista, volvieron a verse en el mismo comercio, no ciertamente de un modo casual, sino porque Rosenda, advertida de los tenderos que esperaban a Lucila para cambiar un retal por otro, allí la cogió descuidada, sorprendiéndola con este jicarazo: «Despache usted a su padre con cualquier pretexto, para que podamos irnos solitas a dar una vuelta por la calle. Tengo que decirle cosas de remuchísima enjundia». Tembló Cigüela como el pájaro herido; y atontada despidió al viejo y aceleró sus quehaceres en la tienda. En la calle las dos, Rosenda le dijo: «No se encampane usted con lo que voy a notificarle, ni pierda su serenidad. Prométame por cien mil coros de serafines que ha de ser juiciosa. ¿Lo promete?... Pues allá va. Una persona, que no necesito nombrar, ha visto a Bartolomé Gracián».

La impresión de Lucila fue de intenso frío. Dando diente con diente, pudo balbucir estas cortadas expresiones: «No me engañe... ¿Está segura? ¿Y esa persona le conoce bien?... ¿Sería él de verdad?... ¡Oh! siento una pena horrible... una alegría loca... ¿Con que vive? ¿No le han matado?... Pero no es alegría lo que siento; es pena, y pienso que ha de matarme.»

-No dudes que es él... La persona que le ha visto le conoce como nos conocemos tú y yo -dijo la Capitana, que, para inspirar mayor confianza y explicarse con desahogo, inició el tratamiento de tú, necesario ya entre dos amigas-. ¿Pero qué... te pones mala? No, borrica: tómalo con calma, y que este notición no te saque de tus casillas...

-Rosenda, no me mandes que tenga calma -dijo Lucila aceptando el tratamiento familiar sin darse cuenta de ello-. Me has removido toda el alma, sacando arriba lo que ya estaba debajo de todo, y parecía que se iba ahogando... ¿Le ha visto ese señor?... ¿dónde... dónde?

-Serénate. Si te pones muy nerviosa y empiezas a soltar chispas, me callo.

-No, no: háblame... di... Ya me veo corriendo por un precipicio, y aunque quiera volver atrás no puedo. Puede más la pendiente que yo. ¿Dónde?...

-Por hoy punto en boca... Tu padre no puede tardar con los paquetes de horquillas y el tarro de pomada. Además, como te excitas tanto, estamos llamando la atención en medio de la calle. Arrimémonos a esta rinconada... Sólo puedo decirte hoy que el pobre Gracián no debe de andar bien de salud. Parece que está enfermo, aburrido...

-¡Ay, qué dolor! ¿Y se sabe... esto sí podrás decírmelo... se sabe si sigue debajo del poder de la boticaria?

-Eso no lo sé hoy, pero es seguro que lo sabré esta noche. Oye lo que te digo. Vete mañana a mi casa. Vivo calle del Factor, número 6, piso segundo. Apúntalo bien en tu memoria. Toda la mañana estoy solita... ¿No sabes dónde está mi calle? ¿Sabes la parroquia de San Nicolás?... Pues por allí. No tiene pérdida. Vas mañana... me encuentras sola, y hablamos... Verás qué casa tan linda tengo, y qué mueblaje... todo nuevecito, acabado de comprar... Y ahora, chitón, que aquí viene ya papá Jerónimo. Te espero. Con él irás, y allí nos le sacudiremos mandándole a casa de mi modista, que vive donde Cristo dio las tres voces...».

Nada más hablaron. Lucila volvió a su casa sin saber por dónde iba, ni enterarse de lo que por el camino le contaba el buen Ansúrez, cosas políticas de interés, que la inatención de la guapa moza convirtió en insignificantes. Todo el alivio ganado perdíase súbitamente, y la honda enfermedad del ánimo, sentimientos despedazados, dignidad ofendida, ideas fuera de quicio, razón deshecha en locura, recobraba de golpe su aterrador imperio. Por la noche, el insomnio renovó en ella los suplicios de los días más tristes de su existencia, y el sueño la sumió en las tenebrosas cavidades de la idea trágica. Cuchillo en mano, daba muerte a la boticaria una y cien veces, sin acabar nunca de matarla... Por la mañana, fatigada del insomnio y del sueño, que tan vivamente reproducían su amor como sus odios, trató Lucila de confortar su alma ideando alguna contingencia placentera, que bien podía resurgir en los acontecimientos que se avecinaban. «Si encuentro a Tomín -se dijo-, y me propone que huyamos sin pérdida de un instante, me iré con lo puesto... a donde él quiera. Si fuese menester que volviéramos al mechinal indecente de la calle de Rodas, iría sin vacilar, apechugando con toda la miseria que Dios quisiera mandarnos... y si hubiéramos de ir lejos, a un monte cerrado, a una cueva separada de todo el mundo, también iría con él... como si me llevara a un desierto, de esos en que hay tigres y leones... No me importa que haya leones y panteras, con tal que no haya Domicianas».

Arregló las cosas y dispuso sus diligencias de aquel día en forma que su salida y tardanza no inquietaran a Eulogia, y a hora conveniente, salió con su padre en dirección de la parroquia de San Nicolás, en cuyas cercanías vivía la endiablada Rosenda. Ávida de llegar pronto, aceleró su marcha, y como Ansúrez, sofocado, la incitase a moderar la andadura, díjole que urgía el arreglo de cierto vestido en el término de la mañana, y que se preparara a llevar recados a puntos distantes... Entre los innúmeros desatinos, engendro de su loca pasión, que pasaban vertiginosos por la mente de Lucila, prevalecía el que formuló de este modo: «¡Estaría bueno que ahora se me presentara Tomín en casa de Rosenda; que Rosenda le hubiera encontrado y allí le tuviera escondidito para darme la gran sorpresa! Ello no será; pero bien podría ser... cosas más raras se han visto».

Entró en la casa con sobresalto semejante al de las personas muy nerviosas cuando saben que sonarán tiros, y por segundos esperan la detonación y fogonazo. Apenas se fijó en la limpia vivienda de su amiga, mujer arreglada y de gusto, que había tenido el arte de dar aspecto risueño a una casa viejísima. Los muebles eran flamantes, de clase barata con apariencia; las esteras de lo más fino, y la alfombra de la sala y gabinete, del tipo industrial, a la moda, colores vivos que durarían muy poco. Preparado había Rosenda la copa de aljófar con cisco bien pasado, y a ella se arrimó Lucila para calentar sus manos ateridas, con mitones. Aunque ya usaba manguito, no podía acostumbrarse a llevar las manos metidas siempre en él... Le costaba entrar por los hábitos del señorío. Despachado Ansúrez a los recados distantes, quedaron solas. Ponderaba Rosenda su casa y sus muebles, y aun quiso llevar a su amiga a que viera la cocina, despensa y otras piezas. Pero la guapa moza, impaciente y con su imaginación en esferas muy distantes, lo dio todo por visto y admirado, diciéndole: «Luego lo veré. Ya supondrás que vengo muerta de curiosidad, que he pasado una noche terrible, que no viviré hasta saber...»

-Pues aquí tienes a tu amiga -dijo Rosenda sentándose a su lado-, con ganas de traerte al buen entender, y de apartarte de los malos caminos. ¡Ay, hija! ayer tarde, cuando vine a casa, me pesaba, créelo, haberte dicho lo que te dije... Mejor habría sido reservarlo para después, y echar por delante el consejo que ahora te doy tocante al orden de las cosas. Por cien mil coros de arcángeles te pido que te fijes, que me hagas caso, y te percates bien... Allá voy... Lo primero que tienes que hacer es acelerar tu casamiento por los medios que puedas... Todo el tiempo que ganes en rematar la suerte con Halconero, es tiempo ganado en tu bienestar y en tu independencia... Y ahora viene la segunda parte: en cuanto te cases, y tengas a ese magnífico buey bien cuadrado, empiezas con él una brega superior, muleta por aquí, muleta por allá, para que el hombre abandone la vida del campo y venga a establecerse contigo en Madrid... Bien sé que por de pronto ha de cerdear. Es un viejo gañán, que no podrá vivir lejos de los montones de estiércol... pero una mujer... es una mujer... y en luna de miel lo puede todo... Te aburre el campo, te entristece; las aguas gordas de aquella tierra te revuelven los humores... te pones malísima, pierdes la salud, y hasta podría ser que se te malograra el fruto... Figúrate cuántas razones puedes emplear para convencer a tu marido, cuántos mimos echarle y cuántas banderillas ponerle...».

Absolutamente contrarias a estas ideas eran las de Lucila. Le gustaba el campo, y en su soledad y augusto sosiego, esclavizando la atención con amenos quehaceres, pensaba llevar su alma mansamente a un bienestar tranquilo. Pero como Rosenda no quería satisfacer su curiosidad, si antes no prometía someterse y adaptarse a las sabias reglas de la filosofía del vivir, la guapa moza, como el sediento que entrega toda su voluntad por un vaso de agua, le dijo: «Haré todo lo que me aconsejas, Rosenda... Y ahora, sepa yo pronto: ¿Han vuelto a verle? ¿Dónde le han visto?... ¿Qué ha pasado, qué más pasará?»