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Los duendes de la camarilla/7

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Sirviendo a su amiga el dulce rosolí, e invitándola a no ser demasiado melindrosa en el beber, la exclaustrada dio principio con desordenado plan y gracioso estilo a sus cuentos monjiles: «Yo entré en el Convento cuando aquel mal hombre y peor Rey Fernando casó con Cristina... no: cuando ya estaban casados, y Cristina encinta de Isabel. Me movió a ser monja una tema de chiquilla tonta y cabezuda, y el odio a mi madrastra, Faustina Baranda, de esa familia de peleteros establecida en la calle Mayor, y cinco años estuve en aquella vida boba sin percatarme del gran desatino que había hecho. Fue mi madrina en la profesión Doña Victorina Sarmiento de Silva, dama de la Infanta Carlota... Pues como te digo, caí de mi burro a poco de tomar el hábito y cuando ya mi locura no tenía remedio. De novicia, vi los primeros milagros de Patrocinio, que en el siglo se llamó Dolores Quiroga y Cacopardo, y las entradas del Demonio en nuestra santa casa... Terribles dudas tuve al principio; pero como ya entonces era yo muy reparona y todo lo observaba, llegando hasta no creer en ningún fantasma que no viese con mis ojos y tocara con mis manos, pronto me convencí de que el diablo intruso y visitante era un fraile de Sigüenza, que entraba por las habitaciones del Vicario y a los tejados se subía, y a los claustros y celdas bajaba. Otra novicia y yo, las dos valientes y decididas, le acechamos una noche, y corriendo tras él y agarrándole por donde pudimos, yo me quedé con un pedazo de rabo en la mano, el cual era como una cuerda forrada en bayeta roja, y mi amiga le arrancó un cuerno, que resultó ser al modo de un gordo chorizo de sarga verde, relleno de pelote... Como se confunden en mi cabeza los recuerdos y no puedo fijar bien el orden de los sucedidos, te diré que antes o después de aquellas visitas infernales recibía nuestra Comunidad en el locutorio las de D. Carlos María Isidro y su mujer Doña Francisca, y con ellas las de innumerables señorones del bando absolutista, que era el de nuestra devoción. En clausura entraban cuando querían un capuchino llamado el Padre Alcaraz, el Padre la Hoz, que a muchas de nosotras confesaba, Fray Cirilo de Alameda y otros del mismo fuste. El Padre Arriaza, que luego nos pusieron de Vicario, no creía en la santidad de Patrocinio, y tuvo con ella y con la Priora no pocos altercados. Nosotras, acechando fuera de la puerta de la celda prioral, oíamos el run run de las voces, y luego veíamos salir a la Priora sofocada, a Patrocinio fresca y sonriente, desafiando al mundo entero con aquella serenidad que nos llenaba de admiración.

»Que todas allí éramos carlinas furiosas, no tengo por qué decírtelo. Adorábamos a D. Carlos, y aunque en Patrocinio veíamos actos de la mayor extravagancia, creíamos en ella, por aquel don magnético que tenía y tiene para imponer sus ideas, sus propósitos y hasta sus milagros. Podían ser falsas las llagas, pero las reverenciábamos; podía ser impostora la llagada, pero embargaba los ánimos con la blancura de su rostro y con su voz meliflua, con aquel modito suave de decir las cosas y de hacerlas, con aquel amor verdadero o falso que a todas mostraba, y al cual correspondían nuestros corazones, tan necesitados de un querer entrañable en vida de tanto hastío y soledad... La queríamos, Lucila, porque cuando una es monja, no se satisface con el amor de los santos o santas de palo, y quiere santos vivos, sean como fueren. Patrocinio, mujer extraordinaria, tuvo el arte y el valor de hacerse santa viva: de este modo conquistó el afecto de sus hermanas, y de muchas personas de fuera que la visitaban con admiración, con fervor, con todo el sentimiento místico que el alma guarda y acaricia para emplearlo en lo primero que salga... ¡Pues no te quiero decir lo que nos maravilló el caso de desaparecerse Patrocinio sin que en la casa quedara rastro de ella, y aparecerse luego a horcajadas en el tejado, con el rostro tan bien encendido en un divino resplandor que parecía una celestial visión!... Bajada de aquel lugar eminente, y después de ponerse a orar nos contaba que, arrebatada por el Demonio en una nube densa, fue conducida al camino de Aranjuez, y del camino al Palacio del Real Sitio, donde había visto con sus propios ojos a la Reina María Cristina en tal descompostura de ademanes, que con ella bastaba para tenerla por malísima mujer... que luego la transportaba el mismo diablete a la Sierra de Guadarrama y al Real Sitio de San Ildefonso, y allí veía y comprobaba que Isabel no podía ser Reina de España; por fin, después de otras milagrosas visiones y avisos, en demostración de que D. Carlos ceñiría la corona, el Demonio nos traía de nuevo a nuestra compañera montadita en la nube, y nos la ponía en el tejado, no sin algún quebranto de huesos de la monja volandera... ¡Habías de ver su cara y sus modos cuando nos contaba tales prodigios! Yo, sin creerlos, me dejaba vencer de no sé qué respeto al arte superior y nunca visto de tal mujer, y hacía coro a las alabanzas, a los regocijos, a las esperanzas de mis compañeras, que veían en todo ello días gloriosos para la Orden.

»Patrocinio, cuando no estaba en oración, se pasaba las horas en su celda escribiendo cartas. Llevaba larga correspondencia con personas desconocidas de fuera, que la tenían al tanto de todas las intrigas y diabluras masónicas... Pero un día vino el Demonio, por cierto todo vestido como un oso, y arrebatándole los papeles, salió, dejando tal peste de azufre que no podíamos respirar. ¿Era este diablo el mismo que se la llevó en una nube a los Reales Sitios? Yo entonces nada sabía. Después entendí que el segundo Lucifer era el Padre Alcaraz, que había reñido con el Demonio de marras; supe también que el viaje no había sido por los aires, sino por tierra, y no a los Sitios Reales, sino al convento de Cuéllar, donde desterrado estaba el frailón de Sigüenza, confesor que fue de Patrocinio. Bien podíamos decir: riñen los diablos y se descubren los hurtos.

»Pues ahora daré un brinco en el relato: tengo que decir lo primero que me salta a la memoria. Si no es por la traición de Maroto, no habría quien le quitara la corona a D. Carlos... Patrocinio, mujer de gran pesquis, en cuanto tuvo noticia del convenio de Vergara, empezó a entenderse con los diablos cristinos, y con los angélicos o isabelistas... Mucho antes de estos días... y ahora doy otro brinco para atrás... empecé yo a sentir en mí el hastío y la repugnancia de la vida monástica; y de tal modo se me iba sentando en el alma el desconsuelo, que no tenía un rato de paz; perdí la salud, y me entraron las murrias más horrorosas que puedes figurarte. Y es que como había visto tantos diablos que entraban y salían, y a más de los diablos, diabluras tantas dentro y fuera de la casa, me sentí también un poco diabla, y harta de convento, no vi mejor remedio que las diabluras para salirme de él...

»Déjame que pegue ahora otro brinco, no sé si hacia delante o hacia atrás, porque el encadenado de las cosas en el tiempo se me borra de la cabeza... Por aquellos días empecé a sufrir los achaquillos de no dormir, de querer pegar a dos monjas que solían hacerme burla, y el irresistible deseo de clavarle un alfiler gordo en la nalga a la Hermana que tenía más próxima. Cuando me entraba el mal, o daba satisfacción al antojo, o me entraban unos vapores que me ponían a morir... Y cátate aquí a Patrocinio procesada. Después de tanto absolutismo, vinieron al poder progresistas masónicos, y la emprendieron con nuestra santa. Del disgusto que a todas nos causaron aquellas trapisondas (y el proceso fue por los papeles que le robó el maldito diablo), yo me puse peor; me entró una tristeza tal, que en ella me hubiera consumido si no quisiera Dios enviarme una distracción, un consuelo, con que me fui recobrando, y al fin se me fortaleció el seso y me volvieron las ganas de vivir. Desde los primeros años de la vida claustral solía entretenerme cogiendo hierbas en la huerta, aprendiendo a distinguirlas y a conocer sus cualidades y virtudes. Esta, en cocimiento, es buena para las muelas; aquella, en infusión, inspira pensamientos alegres; tal otra, purga a los pájaros; cuál otra, blanquea y afina las manos.

»Y ahora otro saltito. Cuando el tribunal masónico dispuso que, para observar a Patrocinio y ver si eran verdaderas o fingidas sus llagas, la trasladasen del Convento a una vivienda particular; cuando fue llevada nuestra santa a la casa de D. Wenceslao Gaviña, en la calle de la Almudena, y de allí a las Recogidas, se ordenó también desocupar el Convento del Caballero de Gracia. Al de la Latina nos mandaron, donde por ser la huerta muy chica y pobre de vegetación, no encontré el solaz que me daba la vida, y tan mala me puse, que medio muerta me despacharon para Torrelaguna. ¡Oh! allí fueron mis delicias, porque a más de encontrar abundancia de toda la maravilla vegetal que derramó Dios por el mundo, también me deparó su Divina Majestad a Sor Facunda de los Desamparados, valenciana, que es la primera sabedora del mundo en achaque de hierbas y sus virtudes, y sobre la ciencia y experiencia, poseía una divina claridad para dar razón de todo. Allí mis goces de hortelana, de herbolaria y de farmacéutica fueron tan vivos, que hasta las obligaciones religiosas se me olvidaban, y más de una vez me reprendió y castigó la Priora... Pero yo lo llevaba con paciencia; no se me ocurría clavar alfileres gordos en las caderas de nadie, y me sentía fuerte, rebosando salud...

»Y con tu permiso, pego aquí otro salto, en el espacio más que en el tiempo. Viéndome repuesta me llevaron a Madrid. ¡Adiós mi Sor Facunda del alma, adiós alegría de mi huerta y de mis queridísimos hierbatos! ¡Oh, qué tristeza me causó Madrid! En el tiempo de mi feliz residencia en Torrelaguna, habían ocurrido muchas cosas: cambio de personal y aun de casa, porque ya la Comunidad no estaba en la Latina, sino en Jesús... Por cambiar, hasta la política era otra, pues los carlinos figuraban poco, y eran amos de España los isabelinos con su Reina imperante. Sor Pilar Barcones, ancianita, seguía de Priora; pero la que nos gobernaba realmente era Patrocinio, maestra y madre de todas nosotras. Con satisfacción y orgullo veíamos el sin fin de personajes que iban a platicar con ella. El señor Infante Don Francisco presentó a su hijo, ya Rey o marido de la Reina; este llevó a su esposa, y tras estos egregios visitantes, iban Duques, Condes y Marqueses con sus mujeres y otras que no lo eran... Jubileo más lucido no se vio nunca. Patrocinio, a mi regreso de Torrelaguna, me pareció una figura enteramente celestial. ¡Qué blancura de tez, qué caída de ojos, qué majestad en las posturas, y qué modito de hablar echando las palabras como si fueran ecos de otras que sobre ella en invisibles aposentos se pronunciaran! Comprendí entonces su poder, y que Reina y Rey se postraran ante ella... Tan mística era su hermosura, tan soberanos sus modos de andar, de sonreír, de llamar a una de nosotras para que se acercase, y tan dulce el timbre de su voz, que causaba en los que la veían y oían por primera vez efecto semejante al de la presencia de un ser sobrenatural. Te contaré un caso para que te maravilles. Cuando la llevaron a las Magdalenas, una monja de fe muy viva, que había oído contar sus milagros y creía en ellos como yo creo en la luz del sol, en cuanto la vio quedose como pasmada; se le doblaron las rodillas; el rostro de Patrocinio fue para ella como un conjunto de la claridad de todos los rayos y centellas del cielo... La pobre monja dijo: '¡Ay, Jesús!', y se quedó ciega.»

-Pues esa era la ocasión -dijo Lucila prontamente-, de probar la Madre su santidad, porque debió llegarse a la pobre monja, y ponerle la santa mano en los ojos y decir con arrebato: 'Ojos engañados, en nombre de Dios os mando que veáis'.

-Algo de eso hizo Patros; pero no consta que la otra recobrara la vista, y sólo al cabo de unos días empezó a ver algo por el ojo derecho, quedándose con el izquierdo a obscuras... En fin, yo te cuento el prodigio como me lo contaron, y lo que haya de verdad ya lo dirán las escrituras... Pues sigo: si me fue muy grato ver que la Madre me tomaba cariño, por otra parte me causó un dolor muy acerbo cierto día, diciéndome que moderara mi afición a la botánica y a la composición de menjurges caseros... así lo llamaba, con desprecio de cosa tan útil como aquel arte mío mal aprendido. Ya ves: yo que no me había puesto tasa en la admiración de ella, ya la temía tanto como la admiraba... Disimulé un poco mis aficiones, que cada día se apoderaban más de mi pobre alma sepultada en aquella región del fastidio. Hablando yo conmigo misma o con Dios en la soledad de mi celda, me comparaba con Patrocinio; llegaba a creerme que tenía delante de mí su rostro blanquísimo, sus ojos que ven los pensamientos, sus manos de cera con los estigmas de las llagas, sombrajo entre rosado y verdoso... Y viéndola de presencia, como hechura de mi imaginación, le decía: Tú haces milagros, y yo combinaciones naturales, que son los milagros de la tierra; tú trabajas con las cosas que están por encima de las nubes, con lo invisible y espiritual; yo trabajo con plantas humildes que tú pisas creyéndolas cosa despreciable. De estas plantas extraigo zumos, de otras aprovecho las flores, las raíces, las cortezas, y preparo bebidas medicinales, ingredientes que sirvan para realzar la hermosura, o para mil usos y aplicaciones útiles de la vida que, por ser tantas, no se pueden contar. Tú haces tus arrumacos y tu arte de los cielos para dominar a las criaturas y someterlas a tu mando, para ayudar o estorbar a Reyes y Ministros en el mangoneo de la dominación, o en guiar a ese ganado hombruno que, como el ovejuno y el vacuno, se deja llevar por el miedo o por el engaño. Yo no aspiro a gobernar a nadie, sino a ser útil a unos cuantos, y a emplear mis días en un trabajo modesto que a mí me sostenga y me dé mejor y más cómoda vida. Tú manipulas con lo divino, yo con la Naturaleza, y en mis milagros no entran para nada el Dogma, ni la Pragmática Sanción, ni la Legitimidad; no entran más que las hierbas de Dios, el agüita de Dios, y el fueguito de Dios...

»Esto le decía yo en mis pláticas solitarias, y aun creo (no puedo asegurarlo) que se lo dije de palabra viva, frente a frente, en alguna de las agarradas que tuvimos cuando me llamaba a su celda para reprenderme».