Los gozos de los elegidos
Iba un guardia de corps, lector amado,
a más de media noche, apresurado
a su cuartel y, al revolver la esquina
de la calle vecina,
oyó que de una casa ceceaban
y que, abriendo la puerta le llamaban.
Determinó acercarse
porque era voz de femenil persona
la que el lance ocasiona,
y sin dudar, a tiento,
de uno en otro aposento,
callado y sin candil, dejó guiarse
hasta que, al parecer, llegó la dama
donde estaba la cama
y le dijo: -Desnúdate, bien mío,
y acostémonos pronto, que hace frío.
El guardia la obedece
metiéndose en el lecho que le ofrece,
cuyo calor benéfico al momento
le templa el instrumento,
y mucho más sintiendo los abrazos
con que en amantes lazos
la dama que le entona
expresiva y traviesa le aprisiona.
Entonces, atrevido,
intentó la camisa remangarla
y rijoso montarla;
mas quedó sorprendido
al ver que ella obstinada resistía
la amorosa porfía,
y que, si la dejaba,
también de su abandono se quejaba,
hasta que al fin salió de confusiones
oyendo de la dama estas razones:
-¿Cómo te has olvidado
del modo con que habemos disfrutado
siempre de los placeres celestiales?
¿Los deleites carnales
pudiera yo gustar inicuamente
cuando mi confesor honestamente
sabes que me ha instruído
de cómo gozar debe el elegido
sin que sea pecado?
¡Pues bien que te has holgado
conmigo en ocasiones
sin faltar a tan puras instrucciones!
El guardia, deseando le instruyera
en lo que eran delicias celestiales,
dejó que dispusiera
la dama de sus partes naturales;
y halló que su pureza consistía
en que el varonil miembro introducía
dentro de su natura
por cierta industriosísima abertura
que, sin que la camisa se levante,
daba paso bastante,
como agujero para frailes hecho,
a cualquier recio miembro de provecho.
Con tal púdico modo
logró meter el guardia el suyo todo,
gozando a la mujer más cosquillosa
y a la más santamente lujuriosa.
Mientras los empujones,
ella usaba de raras expresiones,
diciendo: -¡ Ay, gloria pura!
¡Oh celestial ventura!
¡Deleites de mi amor apetecidos!
¡Ay, goces de los fieles elegidos!
El guardia, que la oía
y a su pesar la risa contenía,
dijo: -Por fin, señora,
no he malgastado el tiempo,
pues ahora me son ya conocidos
los goces de los fieles elegidos.
Al escuchar la dama estas razones,
desconoció la voz que las decía;
mas, como en los postreros apretones
entorpecer la acción no convenía,
exclamó: -¡ Ay, qué vergüenza! ¡ Un hombre extraño...
!No te pares...! ¿Se ha visto tal engaño...?
¡ Angel del paraíso...! ¡Qué placeres...!
¡Ay, métemelo bien seas quien fueres!