Los gozos de los elegidos

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Los gozos de los elegidos
de Félix María Samaniego


Iba un guardia de corps, lector amado,

a más de media noche, apresurado

a su cuartel y, al revolver la esquina

de la calle vecina,

oyó que de una casa ceceaban

y que, abriendo la puerta le llamaban.

Determinó acercarse

porque era voz de femenil persona

la que el lance ocasiona,

y sin dudar, a tiento,

de uno en otro aposento,

callado y sin candil, dejó guiarse

hasta que, al parecer, llegó la dama

donde estaba la cama

y le dijo: -Desnúdate, bien mío,

y acostémonos pronto, que hace frío.

El guardia la obedece

metiéndose en el lecho que le ofrece,

cuyo calor benéfico al momento

le templa el instrumento,

y mucho más sintiendo los abrazos

con que en amantes lazos

la dama que le entona

expresiva y traviesa le aprisiona.

Entonces, atrevido,

intentó la camisa remangarla

y rijoso montarla;

mas quedó sorprendido

al ver que ella obstinada resistía

la amorosa porfía,

y que, si la dejaba,

también de su abandono se quejaba,

hasta que al fin salió de confusiones

oyendo de la dama estas razones:

-¿Cómo te has olvidado

del modo con que habemos disfrutado

siempre de los placeres celestiales?

¿Los deleites carnales

pudiera yo gustar inicuamente

cuando mi confesor honestamente

sabes que me ha instruído

de cómo gozar debe el elegido

sin que sea pecado?

¡Pues bien que te has holgado

conmigo en ocasiones

sin faltar a tan puras instrucciones!

El guardia, deseando le instruyera

en lo que eran delicias celestiales,

dejó que dispusiera

la dama de sus partes naturales;

y halló que su pureza consistía

en que el varonil miembro introducía

dentro de su natura

por cierta industriosísima abertura

que, sin que la camisa se levante,

daba paso bastante,

como agujero para frailes hecho,

a cualquier recio miembro de provecho.

Con tal púdico modo

logró meter el guardia el suyo todo,

gozando a la mujer más cosquillosa

y a la más santamente lujuriosa.

Mientras los empujones,

ella usaba de raras expresiones,

diciendo: -¡ Ay, gloria pura!

¡Oh celestial ventura!

¡Deleites de mi amor apetecidos!

¡Ay, goces de los fieles elegidos!

El guardia, que la oía

y a su pesar la risa contenía,

dijo: -Por fin, señora,

no he malgastado el tiempo,

pues ahora me son ya conocidos

los goces de los fieles elegidos.

Al escuchar la dama estas razones,

desconoció la voz que las decía;

mas, como en los postreros apretones

entorpecer la acción no convenía,

exclamó: -¡ Ay, qué vergüenza! ¡ Un hombre extraño...

!No te pares...! ¿Se ha visto tal engaño...?

¡ Angel del paraíso...! ¡Qué placeres...!

¡Ay, métemelo bien seas quien fueres!