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Los gritos de la calle

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Los gritos de la calle

En mi paseo cotidiano, cuando el sol se pone, desde la Puerta del Sol a las Ventas del Espíritu Santo encontré a poco un hombre viejo, encogido, trémulo, vestido de blusa y calzones de algodón, que llevaba en la mano una cesta y gritaba de rato en rato:

-¡Mojama y cangrejitos de la mar!

Miré el contenido de la cesta. En una parte de ella había unos paquetes de cecina de atún, y en la otra un par de docenas de crustáceos rojos, el bicho antipático que es todo tripa y tenazas. El vendedor me ofreció su mercancía, diciendo:

-Lo más fresco. Anteayer andaban estos cangrejos en los peñascos de la Isla... ¿Quiere el señor una docenita...?

Contesté que iba a darle en perros chicos el importe de una docenita de cangrejos sólo porque se detuviese cinco minutos en su marcha y contestara a mis preguntas. El viejo accedió y, dejando sobre la acera el cestón, se puso en jarras, actitud de descanso de los que tienen los brazos fatigados aunque se estime como silueta de la bizarría amenazadora.

-Bien -me dijo el cangrejero-. ¿Qué desea usted?...

Mi curiosidad, apenas excitada, hubiera necesitado un período de preparación para ser expuesta. Hube de improvisar.

-Supongo que este oficio -le contesté- no le dará lo bastante para vivir... ¿En qué otra cosa se ocupa?

Y el viejo contestó:

-Soy un rebuscador de maneras de vivir. Cada día vendo una cosa... Extraordinarios de periódicos... libros de lance, y gritó: «¡Don Ramón de Campoamor por dos reales!...» «El arte de no pagar al casero...» Otras veces vendo libros... Y si no hay otra cosa, expendo cuadernillos de papel y librillos de papel de fumar... Ahora ha llegado una partida de mojama alicantina y de cangrejitos de la mar... Y aquí me tiene usted con la cesta al lado.

-Y antes, ¿qué fue usted?

-Antes fui... cien oficios. Mil modos de trabajar... ¿Pero es que quiere usted que le cuente mi historia...?

-Eso quisiera, pero no aspiro a tanto. Sólo deseo que me diga dónde y cómo aprendió su adaptabilidad mercantil a tanta variedad de negocios, y el secreto de cada uno de ellos, y el tono y música de cada pregón... Porque he oído su manera de anunciar esta mercancía, y he hallado en su grito el recuerdo de los vendedores de mariscos de la Isla gaditana...

Entonces el viejo me contestó:

-Es que hay una Universidad...

-¿Dónde?

-¡Ah, señor, yo soy maestro de ella!... Cada cosa que se vende en la calle a pregón, tiene su música, su tono, y en cada pueblo cambia todo ello. Sólo son iguales los pregones en algunos artículos, como lo es este de los cangrejos, y el de las bocas de la Isla, y alguno otro más... que traen su aire del lugar de donde vienen... o de donde se dice que vienen... No se vocea lo mismo en Sevilla que en Madrid o en Zaragoza... Oiga usted, señor, algunos pregones madrileños.

Y el viejo maestro de la venta callejera, entonó a media voz, mudando, según convenía, la modulación, el estilo músico, y hasta el son de la voz, una serie de anuncios de mercancías de los que estremecen el ámbito matritense a toda hora:

-«Plátanos de la Habana... A peseta la docena...» «Pichones, pichones... a siete reales la pareja. Pichones...» «Los ricos guisantes... los guisantes del caldo blanco...» «Y rábanos... la rabanera...» «La churrera, calentitos...» «Alcachofas de la tierra...» «Naranjas, naranjitas, y limones...» «Botijos de la Rambla... Alcarrazas que hielan el agua...» «Barreños, platos, y fuentes... El lañador... Se gobiernan paraguas y sombrillas...» «Las buenas plantas de alelís dobles...» «Pericos de Aranjuez...» Y así, muchos más... ¿Tendría usted un cigarrillo?

Encendido el que le di, siguió el vendedor ambulante:

-He dicho que soy maestro, y es verdad. Muchos chiquillos que se dedican a esto no saben cómo han de gritar su mercancía, y a esos los enseño yo. Me los llevo a la caída de las Vistillas o a la Huerta del Bayo, allí los doctrino. Los hay torpes que tardan mucho en aprender. Otros salen cantando desde el primer día.

-¿Y le pagan las lecciones?

-¡Ca, no señor...! Lo hago de balde... Algún medio de vino... El tío Ventosillas... Jerónimo Ventosillas para servir a usted, no es interesado. Es preciso que ande el comercio...

Después quedó silencioso el maestro pregonero, y recogiendo sus cestas, dispuesto a continuar su paseo por la villa y corte, me dijo:

-¿Usted ha conocido a Don Federico...? ¡Santa gloria haya!

-¿Qué Don Federico es ese?

-Don Federico el músico... Don Federico Chueca...

-Sí que le conocí, y me honraba con su amistad.

-Muy buen señor que era, no agraviando a lo presente... Pues Don Federico me llevaba alguna vez a su casa, para que le cantara yo pregones, y él los imitaba, y luego los ponía en música, y tocaba en el piano cosas que talmente eran el pregón tecleado... ¡Vaya un tío con talento! Cuando iba a hacer una obra sobre los vendedores, fue y se murió... ¡Lástima!

-¡Lástima grande...! No puede usted figurarse cuán grande lástima. Era lo que quedaba de alegría madrileña... No lo olvide usted nunca... Ni olvide la honra que le ha cabido: la de que aquel maestro le llamara para buscar en sus gritos la inspiración...

Alejose el viejo, y yo le miré con simpatía, porque aquí, que casi nadie sabe lo que se hace, él, a lo menos, sabe lo que se grita.

Entre el ruido de coches, autos y tranvías, iba sonando por la calle abajo la voz anunciadora:

-¡Mojama y cangrejitos de la mar!