Los gusanos/Primera parte
Primera parte
No he de callar por más que con el dedo,
ya tocando la boca ó ya la frente,
silencio avisen ó amenacen miedo.
No me caso con Petra -dijo Manolo- hasta que yo no tenga una casa mía, para que á mi mujer no la puedan echar de ninguna parte: ni el casero.
Y Manolo, que era mozo de mulas, y ganaba nueve reales diarios, dejó de fumar, de beber vino, de jugar al mús, de ir al baile, y hasta de ir á paseo. Cuando estaba libre, tejía capachos de esparto para los molinos aceiteros, y se los pagaban bien. En un año ahorró setecientos y quince reales. No quiso prestarlos á réditos; y cuatro años después, compraba á Crisanto una casita que poseía de ochocientas cincuenta pesetas.
Lo supo el tío Gusano y dijo á Manolo:
-Hombre: ya sé que has fincado. Que sea enhorabuena. Y ¿á quién le has robado la casa?
-Yo no robo á nadie.
-Parece milagro.
-Abur.
-Convidas?
-Ya tiene usted de más con lo que tiene.
-Lo mismo digo.
No bastaba que Crisanto asegurase que vendía la casa, y que había recibido el importe: era preciso que de ello diesen fe el Notario, el Liquidador, el Registrador, y el Secretario del Ayuntamiento. Manolo pagó á estos señores los derechos personales y los derechos del Fisco; y entonces, supo que la sociedad no le reconocía la propiedad indiscutible sobre la casita, sino el derecho á litigar si alguien se apoderaba de la casa, ó creaba en ella servidumbres. Y supo entonces que, si llegaba ocasión del pleito, y lo perdía, y la sociedad le dejaba sin casa, no le devolvían el dinero que había pagado á esa sociedad; y que sería él quien abonase los derechos de sus imprescindibles abogado y procurador; más los derechos del abogado y del procurador de la parte contraria; más las costas designadas por los escribanos; más el papel consumido. Y también supo que, si la sociedad necesitaba dinero, se lo pediría á él, que era propietario, y ya no podía ocultar su riqueza como antes la ocultaba en una pata del catre.
Y, porque hay una relación íntima y desconocida entre las vísceras y el espíritu, llegó á las vísceras el malestar del espíritu, y Manolo cayó enfermo.
Entonces supo que, por ser propietario, no tenía derecho al socorro de la beneficencia municipal, y estaba obligado á pagar al médico y las medicinas.
Manolo pidió que le llevasen al hospital, pero el Estado había intervenido la fundación particular, quedándose con los fondos de ella, y creando un patronato caprichoso que, ateniéndose á la escasez de recursos, sólo socorría á los pobres; y el Ayuntamiento sólo pagaba las estancias de los toreros heridos en las fiestas de Agosto; y así evitaba, las reclamaciones de éstos.
El tío Gusano abrió la entornada puerta.
-¡Ave María!
-¡Sin pecado concebida! ¿Quién es? -dijo Manolo desde la cama.
-Soy yo.
-Adelante.
-Hombre: no creas que vas a morirte porque vengan los gusanos á verte.
-Nada de eso.
-Pero supe que estabas malo; y he venido para servirte.
-Muchas gracias.
-Y para decirte que, hace días, te incomodaste con este pobre viejo porque te dije que habías robado la casa; y ahora verás que, si no se la robaste á otro, te la robaste á ti mismo; y, por eso, estás en la cama.
-Puede que sí.
-El Evangelio.
-Ya sabe usted que no tengo médico ni botica ni hospital.
-Los tenías, y te los has robado.
-¡Qué posma se pone usted!
-Hombre: las fuentes nunca echan más que agua.
-Pero sirven para algo.
-Y yo.
-Usted regaña y no aconseja.
-Si no eres hombre de bien, roba lo que necesites; y si eres hombre de bien, devuélvete lo que te has robado.
-Es decir: que venda la casa.
-Bueno.
-No hay quien la compre.
-El señor Romualdo, el Pastor.
-¿Ha venido usted por mandado de Romualdo?
-¿Lo preguntas para pedir más caro?
-No, porque no la vendo.
-Es el trato que menos produce.
Se marchó el tío Gusano; y sobre el ruín catre quedó el recio cuerpo de Manolo, que latía sin esfuerzo, con intervalos breves y fijos: como el reclamo mecánico que pregona las horas en un reloj de cuco. Durmió, y se despertó sediento. No había agua en la jarra. Se levantó, y también halló el cántaro vacío. Se dió cuenta de su soledad, y se sentó en el borde de la cama. Después se vistió, cogió el cántaro, salió, cerró la puerta, y se marchó á la tienda. Compró pan y dos chorizos y, al regresar por la fuente, halló á Petra y la madre de ésta.
-¡Gracias á Dios, hombre!¿Y tú eras el malo?
-Ya estoy mejor.
-Porque el mal no ha sido cosa, según se ve, y no has dado tiempo á que mi marido fuese á verte, porque nosotras no está bien que vayamos á casa de un mocito.
-Claro.
-Y menos por interés ninguno; porque á ésta nunca le han faltado dos libretas, á Dios sean dadas; y ya ves si está gorda.
-Muchas gracias.
-Y ya ves que, si fuéramos al interés, pues te hubiéramos dicho que al comprar la casa, la hubieras puesto en la cabeza de ésta, que es lo regular.
-Yo creía...
-Y que te esperasen un poco; porque ya me ha dicho el sacristán que ahora no podéis casaros por pobres, y que por ricos hay que pagar todos los derechos; y que te costará los cuartos.
-¡Paciencia!
-Dios nos la dé á todos. Conque digo que nosotras vamos con los cántaros á cargar, y que celebro tu mejoría. Conque, adiós, y tú, chica, que no te tardes.
Echó á andar la vieja, y quedó Petra con Manolo.
-No has enviado una mala razón.
-Creí que lo sabías.
-¿Por quién?
-No, ha venido nadie á verme: la Alfonsa, la tabernera, para ver si me ponía el avío corno todos los días, y el tío Gusano, y Pocapena, el alguacil, para decirme que no me daban socorro ni cama.
-Ni te hace falta.
-Porque estoy mejor.
-Y porque eres rico.
-Parece que también te burlas.
-¿Yo?
-Pues ya sabes que para ti he comprado la casa.
-No es mala intención. Pero ahora buscarás otra propietaria.
-Yo no busco á nadie. ¿Que quieres decir?
-No te acalores. Pero que no te creas tu, ni nadie, que voy á casarme contigo sólo por el interés.
-Pero ¿qué riquezas pinta una nada de abrigo con cuatro paredes y cuatro tejas?
-Eso digo yo, pero que te atajo porque da que pensar que así que te fincas, haces que te da un mal, y no me dices nada.
-¿Es que crees que no he estado malo? Pues bien se me conoce.
-Yo no te noto sino que hueles á cerdo.
-Gracias, mujer.
-Bueno; á embutidos.
-Eso es otra cosa.
-¡¡¡Chica!!!
-Allá voy, madre.
-Hasta luego, Petra.
-Adiós, hombre, y que no te repita.
-¿El qué?
-El mal.
-Ni á ti el olor.
Reunióse Petra con su madre; y juntas, y riendo bajaron hacia la fuente. Volvió Manolo á su casa, y dejó sobre la mesa el pan y los chorizos.
Se sentó Manolo en la silla, y con los codos sobre las piernas, y la cabeza sobre las manos, estuvo en pertinaz meditación. Llegó la noche; volvió Manolo á la realidad, y aterido de frío, se echó sobre la cama, y se durmió.
Despertó al amanecer, según tenía por costumbre, y se sintió fuerte. La madrugada era agradable, y Manolo sacó agua del pozo; se lavó, comió gran parte del embutido crudo; bebió un sorbo de vino, y se dispuso á reanudar su labor en casa del amo, á comer en la taberna, como siempre, y á desposarse pronto.
Llegó á la casa del amo, cruzó el patio para ir á las cuadras, y vió á Pajitas, que salía de ellas.
-¡Hola, hombre!
-¿Ya estás bueno?
-Me parece. ¿Es que vienes por ganado para una huebra?
-Ya no estoy con mi tío Cayetano.
-¿Por qué?
-Me llamaron para quedarme en tu puesto.
-¿En mi puesto?
-Chico; á mí no me acumules nada. El amo me, llamó, me dijo que tú estabas rico, que te habías echado á no trabajar, que te hacías el enfermo, y que si me convenía, que antes era yo. Y yo le dije así: que yo no era de entra y sal si no es por hacer un favor. Y él me dijo que para siempre y que, si quería, a seco o como quisiera. Y yo le dije que á seco, porque tenía el calor de mi tío. Y él dijo que bueno. Y yo le dije otra vez que si sería para siempre, y más me dijo: que para ti no sería nunca, porque antes era el jornal para un pobre que para un rico como tú.
-¿Dónde está el amo?
-Pa mí que se ha ido á la ribera, porque se ha ido en la mula, porque dice que vadea mejor.
-Ya le veré.
-Y tú haces tu conveniencia, pero tan amigos, porque yo... ¿no es eso?
-Sí, hombre
Salió Manolo en busca del amo, y cuando llegó al ruedo y á las empedradas eras, brillaba, iluminada por los rayos del sol, la piranosa cúpula de la iglesia parroquial.
-Y, si le encuentro, me dirá lo mismo que me ha dicho Pajitas. ¿Voy á ir con amenazas? ¿Por qué? Pero le diré que no soy rico; que soy más pobre que antes, cuando él me daba trabajo y yo tenía más dinero que ahora; porque tenía lo que vale la casa, y lo que he tenido que pagar á los de justicia. Y antes, porque tenía guardado mi dinero y no lo veían, nadie me lo echaba en cara. Y, ahora, todo se vuelve desprecios y...
Sentóse en el pretil de una era, y, mucho después se levantó. Había decidido vender la casa; y fué en busca del señor Romualdo.
El señor Romualdo, hombre viejo y rico, estaba sentado á una mesa, y entretenido en liquidar, sin escribir, las cuentas de un montón de tarjas: con la suma de las mesadas que marcaban comestibles, jornales y préstamos en especie ó en dinero, las marcaba con centenas, decenas y unidades en las tres aristas de otras tarjas dedicadas á este fin.
Recibió agradablemente á Manolo; y le hizo sentarse.
-Me han contado de ti un favor y un disfavor, como en los juegos de prendas. Me han dicho que habías fincado, y que estabas enfermo.
-Verdad: sí, señor.
-Pero ya estás bueno.
-Parece que sí.
-Me alegro. Y, ¿traías algo?
-Venía para ver de vender la casa.
-¿Es mala?, ó ¿la quieres comerciar con ganancia?, ó ¿te ha salido mejor colocación para el dinero?
-Eso: sí, señor.
-Entonces, se te puede comprar la casa.
-Bueno, y ¿cuánto da usted?
-Digo que esto no será como los Oleos, que no tienen espera; y me dejarás que lo piense algo.
-Usted verá.
-Te lo digo porque tu casa ha cambiado mucho.
-¿En quince días?
-En media hora. Y lo vas á ver. Siempre se ha dicho que las escuelas se harían en aquel barrio; porque el municipio tiene las láminas para ello, que no las puede tocar; y el terreno para ello, que está al lado de tu casa, vamos que entre tu casa y el terreno de las escuelas, está una tira mía que se la doy regalada á Pocapena para que la labre con lo que va hasta la cañada, y es lo de las escuelas. Y ya habrás visto que la labor de mi tierra va cruzada con la labor de la otra; y si te dicen que Pocapena, cuando labra, mete todos los años en mi tierra un pie de la otra, di que no es verdad; porque, aunque el municipio y yo no tenemos fijada nuestra cabida, porque el fijarla cuesta los cuartos, todo el mundo sabe que yo soy incapaz de robar á nadie y menos al Ayuntamiento, que sería robaros á todos. ¿Eh?
-Verdad.
-Pues ahora se trata de llevar las escuelas junto á la ermita de San Roque, comprándole al señor Segundo una fanega, y una cuartilla, en lo hondo, y que no cría nada; y que dice que es suya; y aguarde á que se acuerde el traslado para hacer la información posesoria. ¡Un apaño de los muchos que hay!
-¡Qué granujas!
-Esa es mi palabra. De modo que, si las escuelas se hacen en la cañada, vale tu casa algo.
-¿Y si no se hacen?
-Pues, hijo, di que nada; ó di una onza ó veinte duros: que eso no va á ninguna parte.
-¿Y por una onza se quiere usted quedar con la casa?
-¡Pero si yo no quiero quedarme con ella. Tú ofreces; y ofrezco yo.
Salió Manolo aturdido. Ante su espíritu habían pasado miserias ciertas ó presuntas; y sentía en el alma un asco súbito, mi olor de podredumbre social, insoportable é inevitable, que no era posible enterrar como el cadáver descompuesto; que no era posible evitar como los miasmas de pantano; y, que no era posible curar con energía y con amor como la úlcera. Y que tampoco era posible denunciar públicamente para prevenir la salvación propia y la salvación de todos los hombres; porque aquella podredumbre se ajustaba, como parásito, al derecho constituido. Y para vivir en él y medrar en él, se había de ser como el señor Romualdo, como el gusano de lo infecto: el gusano pardusco y baboso cuya fealdad ofende, cuyo hedor asquea, cuyo contacto es tóxico, y que nunca ha merecido un verso de los poetas que cantan las grandezas de la libertad y las grandezas de la tiranía; ni ha brotado de la paleta brillante y policroma de esos pintores que encierran en el plano de un breve lienzo las maravillas de espacios y de sentimientos inmensurables.
El pobre Manolo halló que, al comprar la casa, había perdido sus ahorros, y el salario y la beneficencia municipal, y la caridad privada, y la estimación pública, y... y, ¿por qué?
Y, pensando en ello iba, cuando vió, á lo lejos, que, en la puerta de su casa, había un grupo de gentes. ¿Serían amigos que le visitaban? ¿Habría fuego? No se veía humo. De todos modos, sería necesario asegurar la casa, como lo hacían los ricos.
Aceleró la marcha; le vieron llegar, y llegó.
-¿Qué pasa?
-Entre usted, y todo el mundo ahí fuera.
-¿Qué ocurre, señor Mariano?
-Habla usted con el juez.
-Para servirle.
-En uso de mis facultades he mandado abrir la puerta, porque usted no la abría.
-No estaba aquí. Si hubiera estado...
-Y ayer tarde, ¿dónde estuvo usted?
-En casa.
-Al hecho de autos. Esta mañana, en el lavadero, la tía Fulgencia Redondo y su hija Petra, su novia de usted, han dicho á cuantos las han querido oír, que ayer tarde, al regresar usted á su casa-habitación, olía usted á cerdo. ¿Está usted conforme?
-Sí, señor.
-Juez.
-Sí, señor juez.
-Ahora bien... Otrosí: el juzgado ha descubierto en esta misma casa, que es morada del procesado, un trozo de chorizo, del que el Juzgado se ha incautado como cuerpo del delito. El juzgado no necesita saber más. Puede usted retirarse: es decir, puede usted esperar. Extienda usted la declaración; y que la firme el reo. Y la diligencia para que el cabo envíe un guardia. Queda usted detenido desde este preciso instante. ¡Pocapena!
-Pero yo... ¿por qué?
-El juzgado no puede dialogar.
-Me parece que yo tengo derecho.
-Usted ejercitará ese derecho ante la vindicta pública, por sí, ó por el letrado que tenga su causa de usted, ó séase su causa-habiente; porque la ley no desampara al reo. ¡Pocapena! Pero, ¡jorobar!, ¿dónde está ese hombre?
Salió el juez municipal al patio; abrió la puerta de la calle y preguntó por el alguacil.
-Está aquí junto: ¡como es suyo el sembrado!
-¡Pues, que venga!
Fué Pocapena á la casa-cuartel de la Guardia Civil; y con él, volvieron el comandante del Puesto y un guardia.
-Señor secretario: ¿ha firmado el reo la requisitoria?
-Sí, señor.
-Pues extienda usted la diligencia de entrega á la Guardia Civil; y la firmará usted, cabo. Lleva usted este hombre á la cabeza de partido, y lo pone usted á disposición del señor juez del distrito. Y lo lleva usted atado, porque ya sabe usted que es suya la responsabilidad.
-Perdone usted, señor juez; yo tengo dispuesto el servicio de mi fuerza. No hay á mí disposición nada más que este guardia, que está de puertas; y, si fuese lo mismo hacer la conducción esta tarde, cumpliría la orden la pareja que vuelve de celebrar una entrevista.
-No es lo mismo.
-Está bien. Guardia, hará usted esa conducción.
El comandante del Puesto se encaró con el preso.
-¿Tiene usted que recoger algo?
-La manta.
-Y que no se lleve más -dijo el juez-.Todo esto se ha de embargar para costas; y el Juzgado sellará la puerta.
Salieron del patio á la calle que estaba llena de gente; y, cruzando el pueblo, fueron el guardia y Manolo hacia la carretera que conduce á la cabeza de Partido. Cuando los curiosos volvieron á sus cubiles dijeron, con la ligereza y con la solemnidad propias de los ignorantes, estas sentencias:
-¡Así ya podía comprar Manolo casas! ¡Ahora resulta que había robado unos cerdos en el cortijo de D. Esteban! ¡Ya lo decía yo!
Entretanto caminaba Manolo, y no llevaría andando un cuarto de hora cuando se le adelantó la tartana en que iban el juez municipal y el secretario.
Manolo fué ál juzgado, y después á la cárcel. Allí le dijo el alcaide que no podía dar el socorro de dos reales á los presos que tenían bienes; y Manolo vendió su manta, y se arranchó con los socorridos.
Por fallecimiento de su suegro se hallaba ausente el juez de instrucción y de primera instancia; y le sustituía el juez municipal, caciquillo sin cultura, obediente á las órdenes del escribano; y que tenía, como asesor, á un letrado viejo que pasaba su vida tras el mostrador, ó la caja, de su gran tienda de drogas.
Y reunidos en aquel establecimiento los dos jueces municipales, el secretario del uno, y el asesor y el escribano del otro, se acordó lo accidental, que era procesar y encarcelar á Manolo, designado por la opinión pública como autor de un robo de cerdos; y lo esencial, que era lograr de los altos poderes, ó sea del gran cacique D. José, que los comandantes del Puesto, y los jefes de línea, tuvieran el respeto debido á los jueces municipales que, por ser legos en derecho, en cortesía, en sintáxis y en delicadeza, habrían de encarnar mejor el espíritu democrático que informa las constituciones de las modernas colectividades sociales.
Y los reunidos aplaudían esta frase del guasón escribano, mientras Manolo dormía al arrullo de su pura conciencia.