Los hombres de pro/Capítulo IX

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Los trabajos preliminares fueron un aluvión de cartas que inundó el distrito. Para todos hubo: para el que debía, para el que deseaba y para el que valía, y a cada cual se le hablaba en el tono conveniente.

Las que escribió don Simón, menos relacionado que sus auxiliares con la gente del distrito, venían a decir, salvas ciertas contingencias y otras pequeñeces de estilo, lo siguiente:

«Muy estimado amigo y señor mío: Las aflictivas circunstancias por que atraviesa la nación, obligan a los hombres independientes y de recta voluntad a hacer grandes sacrificios. En tal concepto, y cediendo además a las exigencias de mis amigos y de otras muchas personas de saber y de arraigo, me he decidido a presentarme candidato independiente para diputado a Cortes por esa circunscripción, en las próximas elecciones; y como usted es uno de los hombres que más legítima influencia ejerce en ella, a usted acudo en demanda de su cooperación, en la esperanza de que me la prestará cumplida; por lo cual le anticipa las gracias y se ofrece nuevamente de usted afectísimo amigo y seguro servidor Q. B. S. M.

SIMÓN DE LOS PEÑASCALES.»

Las respuestas más placenteras que obtuvieron éstas y otras cartas, fueron como la siguiente:

«Muy señor mío y amigo de toda mi consideración y respeto: Grande ha sido mi complacencia y la de mis amigos al tener conocimiento, por su grata del tantos de los corrientes, de que usted se presentaba candidato por este distrito; y desde luego puede contar con nuestra escasa importancia. Pero debo advertirle, para su gobierno, que ya se le han anticipado a usted otras influencias que pesan mucho entre esa gente, por lo cual temo que el éxito de nuestra batalla no sea tan cumplido como deseara.

De todas maneras, y por aquello de que «al ojo del amo engorda el caballo», será muy conveniente que usted se decida, sin pérdida de un momento, a recorrer el distrito. A este fin, y para cuanto le ocurra, me ofrezco de usted, como siempre, afectísimo amigo y seguro servidor Q. B. S. M.

CELSO LÉPERO.»

Hecho el primer estudio del terreno por medio de éstos y otros datos parecidos y no más lisonjeros; oído el dictamen del centro electoral, y corridos los indispensables propios con las necesarias cartas e instrucciones, arregló don Simón la maleta; rellenó todos sus huecos con cigarros del estanco; vistióse un traje coquetón de camino, hecho ad hoc; adornó las manos con sus sortijas más voluminosas; echó sobre el pescuezo la cadena más larga, más gorda y más relumbrante de cuantas tenía; y cabalgando en un rocín de mal pelo, pero de mucha resistencia, partió de la ciudad al amanecer de un día, quince antes del en que había de dar comienzo las elecciones.

Llegó al primer pueblo del distrito, y allí le esperaban, a la puerta de un viejo mesón, a cuyos postres y rejas estaban atados otros tantos caballejos enjaezados a la usanza del país, hasta seis agentes electorales de nota. Recibiéronle los seis sombrero en mano; alargó don Simón la suya a cada uno, con el aditamento de afectuosa sonrisa; y abriéndole después ancha y respetuosa calle, obligáronle a pasar, delante, al comedor, donde había una mesa preparada para docena y media de convidados, y hasta doce nuevos personajes envueltos en burdas capas, que, al ver entrar al candidato, se levantaron y se descubrieron. Estos doce eran los edecanes, como si dijéramos, de los otros seis, que bien pudieran llamarse el estado mayor del aspirante a diputado.

Olía el salón aquel punto peor que una caballeriza; pues de esencia de ella, de aguardiente, de tabaco de hoja común, y de otras no más suaves ni voluptuosas, se componía el ambiente que allí se mascaba; pero de ámbar y ambrosía le pareció a don Simón, juzgándose ya electo con el esfuerzo de aquellos auxiliares, todos famosos en el país por sus gloriosas campañas electorales.

Diose al candidato, por aclamación, la presidencia de la mesa, y sentáronsele a cada lado tres de su estado mayor y seis de los subalternos. Cumplido este requisito, y dichas las indispensables agudezas, y hechos los acostumbrados restregones de manos, sirvió una Maritornes, en abismo de sopera, media arroba de fideos; vertióse negro y abundante mosto en los vasos al efecto; circuló el cucharón de estaño de plato en plato; y entre sorbos, resoplidos, eructos y taconazos, diose comienzo a la discusión del punto que allí reunía a tan insignes ciudadanos.

Según las noticias traídas por los doce encapotados que conocían el distrito como la palma de la mano, y acababan de recorrerle todo, cumpliendo previas y acertadas instrucciones de los seis jefes, presentes también, la batalla iba a ser muy reñida, y ofrecía un éxito muy dudoso.

Tres eran los candidatos que habían de luchar. Uno ministerial, otro de oposición radical, y otro, don Simón, indefinido, independiente. El primero, aunque desconocido en el país y sin arraigo en ninguna parte, era el más temible, porque con la tenaza del Gobierno tenía cogidos por los cabezones a casi todos los ayuntamientos. El de oposición se llevaba las grandes masas inconscientes; y en cuanto a don Simón, no contaba en aquel instante más que con lo que le rodeaba; pero, así y todo, bien sabía él que no era el más desamparado de los tres. Había sonrisas a su lado que valían media elección, y gestos y caras y, sobre todo, antecedentes, que, cuando menos, le garantizaban una lucha a muerte y una derrota gloriosa.

Hízosele saber, como dato muy importante, que el candidato de oposición daba, a cada elector que le votara, media libra de pan y un trago de vino. Del ministerial nada se sabía, porque corría la elección por cuenta de los ayuntamientos, al decir de la fama. Era, pues, necesario, para ganarse simpatías y prosélitos, hacer por los electores un poquito más que el más rumboso de los candidatos; y como don Simón era rico, y en ciertas ocasiones no se paraba en barras, autorizó a sus agentes para que hiciesen saber en el distrito que él daba a sus votantes lo mismo que el candidato de oposición, más dos docenas de castañas, y, en caso de apuro, un cigarro de a dos cuartos.

Estas larguezas, en opinión de sus auxiliares, podían facilitar algo más el triunfo. Pero si, en último caso, la batalla ofrecía ciertas dificultades, ¿no era don Simón candidato independiente? ¿No podía, sin mengua de su dignidad, declararse, in extremis, adicto y obtener de este modo los auxilios del poder, que se los daría con preferencia al otro candidato, simple aventurero político?

En éstas y otras, y devorados por los comensales, amén de los pucheros bien atacados, dos docenas de pollos en salsa, media arroba de carne estofada y una calderada de arroz con leche, repartió entre ellos don Simón un mazo de puros del estanco; encargó a cada uno de los doce subalternos el mayor esmero en el cumplimiento de la comisión que se les había dado; los favoreció con un afectuoso apretón de manos; pagó la comida a los diez y ocho, y los piensos de otros tantos caballos, más algunas herraduras que hubo que poner a tres o cuatro de los últimos; y seguido de la consabida media docena de personajes que formaban su estado mayor, bajó al corral. Allí montaron los siete, y partieron a trote menudito, entre las sombreradas de los que quedaban en el mesón a la afanosa curiosidad del vecindario, que había acudido en masa a las inmediaciones de la venta para conocer al candidato, de cuya riqueza se contaban maravillas en el pueblo.

Allí empezaba para don Simón, si no lo más difícil, lo más penoso de la campaña electoral.