Los hombres de pro/Capítulo XXIV

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Y salieron, en efecto; mas no como principio de un largo viaje de recreo, según afirmaba el periódico, sino porque a don Simón le urgía mucho volver a su casa para enterarse del verdadero estado de sus negocios, y prevenirse, si le era dable, contra nuevos desastres.

A su llegada tuvo visitas sin cuento, felicitaciones sin número, y hasta serenatas; pero todo ello le supo a rejalgar, porque la quiebra que le había cogido los cuarenta mil del pico, había hecho vacilar a otras casas, con las cuales tenía también la suya no pocas relaciones, resultando de semejante complicación, que se vio muy mal para llenar sus compromisos a fin de mes.

Cumpliólos al cabo; pero no sin ver mermada su fortuna en más de dos terceras partes, y lo que fue aún más triste, su crédito comprometido.

Entonces enteró a su yerno de cuanto le ocurría; y Arturo, que se había propuesto brillar en el ancho campo de la política a expensas de su suegro, halló más conveniente, si no más placentero, pedir a éste un atril en su escritorio, y ayudarle con todas sus fuerzas a levantar el edificio que parecía desmoronarse.

Aceptó la oferta de buen grado don Simón; y como el otro no era tonto, ayudado de su interés particular, ya que no de sus inclinaciones naturales, que eran bien opuestas al comercio, hízose en poco tiempo un pinche de primera fuerza, y llegó a ser un comerciante en toda regla.

Las últimas noticias que yo tuve de esta apreciable familia, la pintaban en camino de recobrar la hundida fortuna, pero muy lejos todavía de conseguirlo; doña Juana se había quedado mema, de un aire perlático; Julieta tenía dos hermosos niños; Arturo dirigía la casa de comercio, y don Simón había sido expulsado del Casino, por haber dicho en pleno Senado, en una de sus tertulias más borrascosas, estas sencillísimas palabras, hijas legítimas de sus desengaños que tan caro le costaban:

-«El mal no está en que, por casualidad, salga de un mal tabernero un buen ministro, o un gran alcalde, o un perfecto modelo de hombres de sociedad; la desgracia de España, la del mundo actual, consiste en que quieran ser ministros todos los taberneros, y en que haya dado en llamarse verdadera cultura a la de una sociedad en que dan el tono los caldistas como yo.»