Los lanzallamas: 04

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Los lanzallamas
de Roberto Arlt

Erdosain encendió la lámpara eléctrica. Haffner, sin cumplimiento, tiró su sombrero en la punta de la ca­ma, recostándose en ella. Una onda de cabello negro, engominado, se arqueaba sobre su frente. Restregán­dose una mejilla empolvada con la palma de la mano, miró agriamente en redor, y al tiempo que se corría el pantalón sobre la pierna, rezongó:

—No está mal usted aquí.

Erdosain, sentado en la orilla de una silla, junto a la mesa, examinaba encuriosado al Rufián. Este sacó cigarrillos y, sin ofrecerle a Erdosain, barboteó:

—En esta ciudad se aburre todo el mundo. Ayer lo vi al Astrólogo. Me dijo que hacía tiempo que no lo veía a usted.

—Lo vio… dice que…

—No sé… estaba un poco preocupado. Ese hombre va a terminar mal.

—¿Le parece?

—Sí… piensa demasiadas cosas a la vez. Cierto es que es capaz de otro tanto… yo he tratado de intere­sarme por lo que él planea… en el fondo, le seré sin­cero, nada me interesa. Me aburro. Me aburro horrible­mente. Estoy “seco” de “escolazo”, de putas, y de filósofos de café. Aquí no hay absolutamente nada que hacer.

—¿Usted no era profesor de matemáticas?

—Sí… ¿pero qué tiene que ver el profesorado con el aburrimiento? ¿O usted cree que puedo divertirme extrayendo raíces? ¿Usted sabe por qué el “cafishio” se juega toda la plata que la mujer trabaja? Porque se aburre. Sí, de aburrido. No hay hombre más “seco” que el “fioca”. Vive para el juego, como la mujer tra­baja para mantenerlo a él. Lo tenemos en la sangre. ¿Usted no leyó la Conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo? Encontraría cosas curiosas. Tan timberos4 eran los conquistadores que fabricaban naipes con el cuero de tambores inservibles. Y con esos naipes se jugaban el oro que le arrancaban a las indígenas. Lo traemos en la sangre. Está en el am­biente…

—Es la falta de sentido religioso —objetó seriamen­te Erdosain—. Si los hombres tuvieran un sentido re­ligioso de la vida, no jugarían.

Haffner largó una carcajada de buenísima gana.

—Qué rico tipo que es usted. ¡Cómo quiere que un “cafishio” tenga sentido religioso de la vida! Los es­pañoles de la conquista eran religiosísimos. No entra­ban en batalla antes de oír una misa. Se encomendaban a Dios y la Virgen. Eso no les impedía jugarse la ca­misa y quemar vivos a los indígenas.

—Eran fórmulas. El sentido religioso de la vida sig­nifica una posición dentro del mundo. Una posición mental y espiritual…

—¿Cómo se consigue?

—No sé.

—¿Y cómo habla entonces usted de lo que no sabe?…

—Porque el problema me preocupa tanto como a usted.

—Y por eso trata de resolverlo con frases.

—No, ahí está, no son frases… yo conjeturo algo. En qué consiste el algo… A momentos me parece que atrapo la solución; en otros momentos se me derrite entre las manos. Por ejemplo, mi problema. Enca­remos mi problema… no el suyo. Mi problema consiste en hundirme. En hundirme dentro de un chiquero. ¿Por qué? No sé. Pero me atrae la suciedad. Créalo. Quisiera vivir una existencia sórdida, sucia, hasta decir basta. Me gustaría “hacer” el novio… no me inte­rrumpa. Hacer el novio en alguna casa católica, llena de muchachas. Casarme con una de ellas, la más des­pótica; ser un cornudo, y que esa familia asquerosa me obligara a trabajar, largándome a la calle con los indispensables veinte centavos para el tranvía. No me interrumpa. Me gustaría trabajar en una oficina, cuyo jefe fuera el amante de mi mujer. Que todos mis com­pañeros supieran que yo era un cornudo. El jefe me gritaría y yo lo escucharía. Luego a, la noche, vendría de visita a mi casa, y mi mujer y mi suegra, y sus hermanas estarían jugando a la lotería con el jefe, mientras que yo me acostaría temprano, porque a la mañana tendría que ir volando a la oficina.

—Usted está loco.

—Eso ni se duda.

—Es que usted está loco de veras.

—¿Hay locos en broma, acaso?

—Sí; a veces hay locos en broma. Usted es en serio.

—Bueno… Hay en mí una ansiedad de agotar ex­periencias humillantísimas. ¿Por qué? No sé. Otros, tampoco se duda de esto, rehuyen todo lo que puede humillarlos. Yo siento una angustia especial, casi dulcísima, en imaginarme en esa casa católica, con un delantal atado a la cintura con un piolín5, fregando platos, mientras mi mujer en el dormitorio se solaza con mi jefe.

—Es inexplicable… me hace pensar…

—Primero dijo que estaba loco… ahora dice que lo hago pensar…

—Sí, antes dije que usted era un loco… espere un momento.

Y el Rufián, levantándose, comenzó a caminar por el cuarto, luego se detuvo frente a Erdosain, y aquí ocurrió un episodio curioso. El Rufián se acercó a Erdosain, lo miró inquisitivamente a los ojos y dijo:

—Mientras usted hablaba, yo pensaba, y me dio frío en la espalda. Se me ocurrió un pensamiento casi des­cabellado, pero que debe ser verdadero…

—A ver…

—Usted lleva en su interior un remordimiento…

—¡Eh!, ¡eh!, ¿qué dice?…

—Sí… Usted ha cometido, vaya a saber cuándo… no puedo adivinarlo… un crimen terrible.

—¡Eh!, ¡eh!, ¿qué dice?

—Ese crimen usted no lo ha confesado a nadie… nadie lo conoce…

—Yo no he asesinado a nadie…

—No sé… No es necesario asesinar para cometer un crimen terrible. Cuando yo le digo un crimen terri­ble, es un crimen que nadie sobre la tierra puede perdonárselo.

—Yo no he cometido ningún crimen…

—No le pido que me cuente nada. Eso es asunto suyo. Pero yo he puesto el dedo en la llaga. Aunque usted diga que no con la boca, usted sabe en su inte­rior que yo tengo razón… Sólo así se explicaría esa “ansia de humillación” que hay en usted. No se ponga pálido…

—No me pongo pálido…

—Y ahora usted… posiblemente esté en la orilla de otro crimen. Me lo dice no sé qué instinto. Usted pertenece a esa clase de gente que necesita acumular deudas sobre deudas para olvidarse de la primera deuda…

—Es notable…

El Rufián, detenido frente a Erdosain, con las manos en los bolsillos de su traje gris, el pecho abombado, porque inclinaba la cabeza hacia Erdosain, insistió, tenazmente fijos los ojos en el otro:

—Le diré otra cosa. Yo, con toda mi cancha de malandrino, me creía a su lado un gigante; ahora me doy cuenta que todos nosotros somos junto a usted unas criaturas. No se ría. Si hay un criminal entre nosotros, un hombre que vaya a saber qué horrores cometió en su vida, es usted, Erdosain. Y usted lo sabe. Sabe que yo no me equivoco. Vaya a saber qué crimen cometió. Debe ser algo sumamente gravísimo para que le remuerda tanto adentro. Ya la primera vez que lo vi a usted, me dije: “qué raro este hombre”. Luego el Astró­logo me contó algo de usted; eso me hizo pensar más. Y cuando usted hablaba ahora me dio un frío en la espalda. Fue el presentimiento, y tuve una impresión nítida: este hombre ha cometido algún crimen terrible. Esa necesidad de humillación de que habla no es nada más que remordimiento, necesidad de hacerse perdo­nar por la conciencia algún acto espantoso del que no se puede olvidar. De otro modo no se explica.. .

—¿Qué crimen puede haber cometido un tipo que es un idiota como soy yo?

—Usted no es ningún idiota.

—Usted sabe que me dejé abofetear por el pri­mo de…

—Sé todo… Eso no tiene importancia… Por el con­trario, confirma mi punto de vista. Usted vive aisla­do del resto de los hombres. Esa “ansia de humilla­ción” que hay en usted es la siguiente sensación: usted ha comprendido que no tiene derecho a acercarse a nadie, por el horrible crimen que cometió.

—¡Qué notable!… No le basta que sea crimen, sino que además tiene que adjuntarle lo de horrible.. .

—Yo sé que estoy en lo cierto. Usted sabe que si el mundo conociera su delito, quizá lo rechazara ho­rrorizado. Entonces, cuando usted se acerca a alguien, inconscientemente sabe que si ese alguien lo recibe afectuosamente usted lo ha estafado, porque, de cono­cer su crimen, lo rechazaría espantado.

—¡Pero qué fantástico es usted, Haffner!… ¿Qué crimen puedo haber cometido yo?

—Erdosain, juguemos limpio. Usted hace mucho tiempo… vaya a saber cuántos años… ha cometido un crimen que ha quedado impune. Nadie lo conoce. Ninguno de los que lo conocen a usted sospecha nada. Usted sabe que nadie puede acusarlo… Posiblemente los protagonistas de su crimen han muerto, pero usted no se ha olvidado.

—Se ha vuelto loco, Haffner…

—Erdosain, permítame… Algo conozco a los hom­bres. Usted desde hoy que está cambiando de color. Tiene la boca reseca, a momentos le tiemblan los la­bios… Si le molesta la conversación, cambiemos de tema.

—Es que yo no puedo permitir que usted se quede con esa convicción.

—Mire, si usted me dijera que para probarme su inocencia se pegaba un tiro, y efectivamente se ma­tara, yo me diría: “Erdosain hizo una comedia. A pesar de haber muerto, era culpable de un crimen que no pudo confesar… Tan espantoso es”.

—De esa manera no hay discusión posible…

—Naturalmente.

—Ahora también se explicaría su angustia… Esa an­gustia de la que usted hablaba…

—Perfectamente… Cambiemos de tema.

Quedaron durante algunos minutos silenciosos. Erdosain, cruzado de piernas, las manos sobre el pecho, miraba al suelo; luego dijo:

—¿Sabe una cosa, Haffner? A momentos se me ocurre que el sentido religioso de la vida consistiría en ado­rarse infinitamente a uno mismo, respetarse como algo sagrado…

—¡Ep!… ¡Ep!…

—No entregarse sino a la mujer que se ama, con el mismo exclusivo sentido con que lo hace la mujer al entregarse al hombre.

—¡Hum!…

—Observe usted… Pasa una prostituta que le agra­da, y la compra. Ese hecho es, en sí, una simple mas­turbación compuesta. Bueno, para el hombre que sostiene que yo digo la verdad. Si no, no sentiría ganas de me­terme un tiro en la barriga. Usted sabe que ahora no podrá vivir como antes; es inútil. Adentro le ha que­dado un gusano y, quiera que no, tendrá que ser per­fecto… o reventar…

Haffner entrecerró los ojos, pensando: “Maldito sea el día que he conocido a este imbécil”. Se levantó, y mirando fieramente a Erdosain, dijo:

—¡Salud!…

—¿No se lleva la plata?…

Haffner entrecerró los ojos, luego miró su reloj pulsera y, sin tenderle la mano a Erdosain, dijo:

—Me voy… ¡Salud!…

—¿No se lleva la plata que me prestó?

—No, ¿para qué?… A usted le hace más falta. Hasta pronto.

Y salió sin esperar contestación de Erdosain.