Los lanzallamas: 05

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Los lanzallamas de Roberto Arlt

Las diez de la noche. Erdosain no puede conciliar el sueño…

Los nervios, bajo la piel de su frente, son la doliente continuidad de sus pensamientos, a momentos mez­clados como el agua y el aceite, sacudidos por la tem­pestad, y en otros separados en densas capas, como si hubiera pasado por el tambor de una centrífuga. Ahora comprende que bailen en él distintos haces de pensamiento, agrupados y soldados en la ardiente fun­dición de un sueño infernal. El pasado se le finge una alucinación que toca con su filo perpendicular el borde de su retina. El espía, sin atreverse a. mirar demasiado. Está atado como por un cordón umbilical al pasado. Se dice: “puede ser que mañana mi vida cambie”, pero es difícil, pues aunque el sueño termine por disolverse, siempre quedará allí en su interior un sedimento pá­lido: Barsut estrangulado, Elsa retorciéndose entre los brazos de un hombre desnudo.

Mas de pronto se sa­cude: Barsut no existe, no existe ni como el pálido sedimento, y esta certidumbre no aliviana ni rompe el nudo que eslabona la franja de sus pensamientos, sino que introduce un vacío angustioso en su pecho. Este semeja un triángulo cuyo vértice le llega hasta el cuello, cuya base está en su vientre y que por sus catetos helados deja escapar hacia su cerebro el vacío redondo de la incertidumbre. Y Erdosain se dice: “Podrían di­bujarme. Se han hecho mapas de la distribución muscu­lar y del sistema arterial; ¿cuándo se harán los mapas del dolor que se desparrama por nuestro pobre cuer­po?” Erdosain comprende que las palabras humanas son insuficientes para expresar las curvas de tantos nudos de catástrofe.

Además, un enigma abre su paréntesis caliente en sus entrañas; este enigma es la razón de vivir. Si le hubie­ran clavado un clavo en la masa del cráneo, más obsti­nada no podría ser su necesidad de conocer la razón de vivir. Lo horrible es que sus pensamientos no guar­dan orden sino por escasos momentos, impidiéndole razo­nar. El resto del tiempo voltean anchas bandas, como las aspas de un molino. Hasta se le hace visible su cuer­po clavado por los pies, en el centro de una llanura castigada por innumerables vientos. Ha perdido la cabeza, pero en su cuello, que aún sangra, está em­potrado un engranaje. Este engranaje soporta una rueda de molino, cuyo pistón llena y vacía los ven­trículos de su corazón.

Erdosain se revuelve impaciente en su lecho. No le quedan fuerzas ni para respirar violentamente y bramar su pena. Una sensación de lámina metálica ciñe sus muñecas. Nerviosamente se frota los pul­sos; le parece que los eslabones de una cadena aca­ban de aprisionarle las manos. Se revuelve despacio en la cama, cambia la posición de la almohada, en­trelaza las manos por los dedos y se toma la nuca. La rueda de molino bombea inexorable en los ven­trículos de su corazón la terrible pregunta que bam­bolea como un badajo en el triángulo de vacío de su pecho y se evapora en gas venenoso en la vejiga de sus sesos.

La cama le es insoportable. Se levanta, se frota los ojos con los puños; el vacío está en él, aunque él prefiere el sufrimiento al vacío.

Es inútil que trate de interesarse por algo, sufrir por la desaparición de Hipólita, desazonarse por el destino de Elsa, arrepentirse de la muerte de Barsut, preocuparse por la familia de los Espila. Es inútil. El vacío auténtico, como un blindaje, acoraza su vida. Se detiene junto a una silla, la toma por el respaldar, hace ruido con ella golpeando las patas contra el piso; pero este ruido es insuficiente para desteñir el vacío teñido de gris. Deliberadamente hace pasar ante sus ojos paisajes anteriores, recuerdos, sucesos; pero su deseo no puede engarfiar en ellos, resbalan como los dedos de un hombre extenuado por los golpes de agua, en la superficie de una bola de piedra. Los brazos se le caen a lo largo del cuerpo, la mandíbula se le afloja. Es inútil cuanto haga para sentir remordimiento o para encontrar paz. Igual que las fieras enjauladas, va y viene por su cubil frente a la indestructible reja de su incoherencia. Necesita obrar, mas no sabe en qué dirección. Piensa que si tuviera la suerte de encontrarse en el centro de una rueda formada por hombres desdichados, en el pastizal de una llanura o en el sombrío declive de una montaña, él les contaría su tragedia. Soplaría el vien­to doblando los espinos, pero él hablaría sin reparar en las estrellas que empezaban a ser visibles en lo negro. Está seguro que aquel círculo de vagabundos comprendería su desgracia; pero allí, en el corazón de una ciudad, en una pieza perfectamente cúbica y sometida a disposiciones del digesto municipal, es ab­surdo pensar en una confesión. ¿Y si lo viera a un sacerdote y se confiara a él? Mas, ¿qué puede decirle un señor afeitado, con sotana y un inmenso aburri­miento empotrado en el caletre? Está perdido, ésa es la verdad; perdido para sí mismo.

Una vislumbre de la verdad asoma su cresta en él. Con o sin crimen, ahora padecería del mismo modo… Se detiene y dice moviendo la cabeza:

—Claro, sería lo mismo.

Sentado en la orilla de la cama observa las venas borrosas en la superficie de las alfajías y repite: “Evi­dentemente, estaría en el mismo estado”. Lo real es que hay en su entraña, escondido, un suceso más gra­ve; no sabe en qué consiste, pero lo percibe como un innoble embrión que con los días se convertirá en un monstruoso feto. “Es un suceso”, pero de este suceso incognoscible y negro emana tal frialdad que de pronto se dice:

—Es necesario que aprenda a tirar. Algo va a su­ceder.

Revisa el revólver, estira el brazo en la oscuridad como si apuntara a un invisible enemigo. Luego guar­da el revólver bajo la almohada y de un salto se enca­rama, sentándose a la orilla de la mesa. Bambolea las piernas, quiere ir a alguna parte, irse, olvidarse de que es él, Remo Augusto Erdosain, olvidarse de que tuvo mujer, fue abofeteado, olvidarse en absoluto de sí mismo, de que es él, y con desaliento deja caer la cabeza. Diez centímetros cuadrados de un grabado en madera han pasado ante sus ojos. Es el recuerdo de la viñeta que ilustraba su libro de lectura cuando iba a la escuela ¡hace tantos años!: un artesano colocan­do tejas de plomo en un país que se llamaba Francia y tenía un río que se llamaba Sena. Eso, y además la pregunta del maestro: “Pero ¿usted es un imbécil?”, es todo lo que ha dejado la escuela en él. Erdosain salta de la mesa. Una indignación terrible sacude sus miembros, hace temblar sus labios, le enciende los ojos. Le parece que el ultraje acaba de repetirse, y grita:

—¡Ah, canallas, canallas!… ¡Mi vida echada a per­der, canallas!…

Por qué no habrá en la noche un camino abierto por el cual se pueda correr una eternidad alejándose de la tierra…

—¡Mi vida, canallas, echada a perder!…

Alguien llora en él misericordiosamente, por su des­gracia. Una piedad terrible refluye de su alma para su carne. A momentos se toca los brazos, se palpa las piernas, se acaricia la frente, le parece que acaba de salir del choque ocurrido entre dos locomotoras. La puerca civilización lo ha magullado, lo ha roto inter­namente, y el odio sopla por sus fosas nasales. Aspira profundamente, sus ideas se aclaran, sus cejas se crispan, le parece que avizora una distante carnicería de la que él es el único responsable. Va recobrando su personalidad terrestre. Apoyada la mandíbula en la mano, mira torpemente hacia un rincón. Su vida ya carece de valor; esa sensación es evidente en su entendimiento, pero hay otras vidas, millones de vidas que dan pequeños grititos despertando al sol, y se dice que estas pequeñas vidas son las que se necesita salvar. Ahora sus pensamientos se iluminan, como el desastre de un naufragio nocturno revelado en la no­che por el cono azulado de un reflector, y se dice:

“Es necesario ayudarlo al Astrólogo. Pero que nues­tro movimiento sea rojo. No sólo al hombre hay que salvarlo. ¿Y los niños?”. El problema se afiebra en su interior. Le arden las mejillas y le zumban los oídos. Erdosain comprende que lo que extingue su fuerza es la terrible impotencia de estar solo, de no tener junto a él un alma que recoja su desespera­do S. O. S.

Y coloca su mano sobre las cejas a modo de visera. Parece que quiere protegerse de un sol invisible. Vis­lumbra distancias que ahondan una fiereza en su cora­zón. Por allá, en la distancia, camina su multitud. Su poética multitud. Hombres crueles y grandes que cla­man por un cielo de piedad. Y Erdosain se repite: “Es necesario que a nosotros nos sea dado el cielo. Concedido para siempre. Hay que agarrarlo al terrible cielo”. El sol invisible rueda cataratas de luz ante sus ojos, en las tinieblas. Erdosain siente que el furor ate­nacea sus carnes, se las coge como pinzas y le re­tuerce los dientes en los alvéolos. Es necesario odiar a alguien. Odiar fervientemente a alguien, y ese alguien no puede ser la Vida. Se acaricia las sienes como si no le pertenecieran. La carita de la criatura que un día besó en el tren, con su calco desnivela la ternura que él almacena. El relieve de amor encrespa sus nervios, inclina la cabeza y se dice: “Pensemos”.

¿Qué es el hombre? Esta pregunta surge como un terrible S. O. S. (Salvad nuestras almas). Allí está el equivalente. Cuando él se pregunta qué es el hombre, otro grito clama en él, abocándose al universo invisi­ble: “Salvad nuestras almas”. Grito de sus entrañas. Y se dice: “Yo estoy más allá de la tierra. Yo, con mi carne masturbada y mis ojos lagañosos y mi mejilla abofe­teada. Yo, yo, siempre yo”. Hunde la cabeza en la almo­hada. Así se ocultaban los soldados bajo las bolsas de tierra cuando silbaban las granadas. Quiere parape­tarse contra el sol invisible que arroja en su espíritu oleadas de luz. Cielo, tierra. ¿Qué sabe él? Está per­dido. Tal es la verdad. Perdido entre los hombres co­mo una hormiga en la selva removida por un cata­clismo. Y se dice despacito: “Es necesario que yo lleve sobre mis espaldas esta selva. Que cargue con el gran bosque y la montaña, y Dios y los hombres. Que yo lleve todo”.

El semblante de la criatura amanece en su corazón. No quiere hacer este milagro: llevarse la mano al pecho y sacar como de adentro de un estuche el corazón, cubierto por esa película de sangre pálida que conserva el calco de su amor. Erdosain se revuelve como una fiera en el cuartujo. Es necesario hacer algo. Clavar un suceso en medio de la civilización, que sea como una torre de acero. En torno se arremolinará la multitud, y la hu­manidad. ¿Con qué hay que castigarlo al hombre? ¿Con odio o con amor? Se acuerda de la muchacha que le hablaba del alto horno, de las muflas y de la fundición de cobre. Rápidamente alinea ante sus ojos los muñecos de carne y hueso. Luego se dice: “Esto mismo lo hace el Astrólogo. Esto mismo lo hace el Buscador de Oro. Esto mismo lo hace el Rufián Me­lancólico.”

¿Quién será entonces el demonio, el gran demonio que los retuerza a todos? ¿Quién traerá la gran verdad, la verdad que ennoblezca a los hombres y a las mujeres, que enderece las espaldas y los deje sangrando a todos de alegría? Esta vida no puede ser así. Como un bloque de acero que pesara toneladas, como una cúpula de fortaleza subterránea, la palabra pesa en él: “Esta vida no puede ser así. Es necesario cambiarla. Aunque haya que quemarlos vivos a todos”. Inadvertidamente ha vuelto los ojos a sus flacos bra­zos desnudos, y las venas hinchadas erizan el vello de la epidermis. Quisiera ser lanzado al espacio por una catapulta, pulverizarse el cráneo contra un muro para dejar de pensar. La vida, de un rápido tajo, ha descubierto en él la fuerza que exige una Verdad. Fuerza desnuda como un nervio, fuerza que sangra, fuerza que él no puede vendar con palabras. Él no puede ir a la montaña a rezar. Eso es imposible. Ne­cesita obrar. Hay que crear entonces la Academia Revolucionaria, filtrar esta necesidad de cielo en los hombres que estudiarán el procedimiento de crear sobre la tierra un infierno transitorio, hasta que los hombres enloquecidos clamen por Dios, se tiren al suelo e imploren la llegada de un Dios para salvarse. Ahora Erdosain sonríe fríamente. Ve el interior de las casas humanas. Cada casa. Con su alcoba dormitorio, su sala, su comedor y su “water-closet”. Los rincones: el rincón de los hombres y mujeres bandea este cua­drilátero que tiene una arista dorada, una arista de espasmo, otra de gasa y otra de excremento. Ese es el hogar o la pocilga del hombre. Arriba del techo de cinc, dos milímetros de espesor de chapa galvanizada, se mueven los espacios con sus simientes de creacio­nes futuras, y los oídos sordos y los ojos ciegos no ven nada de eso. Sólo alguna vez la música. Sólo algu­na vez una carita. Dulzura definitiva, porque es la primera y la última. El hombre que gustó su sabor acre no podrá amar nunca más. ¿Por qué tangente escaparse hacia las estrellas? Y Erdosain insiste en repetir ese pensamiento que pesa sobre su alma. con el tonelaje de la cúpula de una fortaleza subterránea.

—Es necesario cambiar la vida. Destruir el pasado. Quemar todos los libros que apestaron el alma del hombre. ¿Pero no terminará nunca de pasar este tiem­po? —grita.

Millares de sucesos se entrechocaban en su mente, los ángulos reverberaban luces de fantasmagoría, su alma desviada en una dirección vive en un minuto largas existencias, de modo que cuando regresa de ese viaje lejano le causa terror encontrarse aún dentro de la hora en que ha partido. “Mi día no era un día”, dijo más tarde. “He vivido horas que equivalían a años; tan largas en sucesos, que era joven a la partida y regresaba envejecido con la experiencia de los suce­sos ocurridos en un minuto-siglo de reloj”.

“Con mi pen­samiento se podría escribir una historia tan larga como la de la humanidad”, decía otra vez. “Más lar­ga aún”.

“No sé si existo o no”, escribió en su libreta. “Sé que vivo sumergido en el fondo de una desespera­ción que no tiene puestas de sol, y que es como si me encontrara bajo una bóveda, sobre la cual se apoya el océano”.

A instantes, Erdosain piensa en la fuga. Irse. Pero a medida que las horas pasan, como un fuego que flota sobre la descomposición del pantano que lo alimenta, el sufrimiento de Erdosain interroga:

—Irse… ¿Pero adónde?

―Más lejos todavía.

Una piedad enorme surge en Erdosain por su carne. Si él pudiera convencer a esa forma física que cons­tituye su cuerpo que no hay más “lejos” en la tierra ni en los cielos…; pero es inútil, es su carne la que clama despacio: más lejos todavía. ¿Adónde? Cierra los ojos y repite: “¿Adónde te podría llevar? Donde vayas irá contigo la desesperación. Sufrirás y dirás como ahora: «Más lejos todavía», y no hay más lejos sobre la tierra. El más lejos no existe. No existió nunca. Verás tristeza adonde vayas”.

Las manos de Erdosain caen sobre sus ingles. El rostro se le enrigidece; la espalda se le endurece; permanece así, con los párpados caídos y pesados co­mo si lo petrificara su angustia. Un “yo” maligno le dice:

—Aun cuando bailaran las más hermosas mujeres de la tierra en torno tuyo, aun cuando todos los hom­bres se arrodillaran a tus pies, y los bufones y adu­ladores saltaran, danzando volteretas frente a ti, esta­rías tan triste como lo estás ahora, pobre carne. Aun cuando fueras Emperador. El Emperador Erdosain.

»Tendrías carruajes, automóviles, criados perfectos que besarían, a una señal tuya, el orinal donde te sientas; ejércitos de hombres uniformados de rojo, verde, azul, caqui, negro y oro. Mujeres y hombres te besarían di­chosos las manos, con tal que les prostituyeras las esposas o las hijas. Tendrías todo eso, Emperador Erdosain, y tu carne endemoniada y satánica se en­contraría tan sola y triste como lo está ahora.

Erdosain siente que los párpados le pesan enorme­mente. Ni un solo músculo de su rostro se mueve. Adentro suyo el odio desenrosca su elástico. En cuanto este odio estalle, “mi cabeza volará a las estrellas”, piensa Erdosain.

—Estarían arrodillados a tus pies, Emperador Erdosain. Traerían sus hijas núbiles los ancianos camarlengos que se enorgullecerían de soportar tu orinal, y permanecerías inmensamente triste. Te visitarían los Reyes de los otros países; llegarían hasta tu palacio rodeados de escuadrones volantes de hombres con casacas de piel blanca prendida de un hombro y mo­rriones negros con plumas verdes y amarillas. Y tú filtrarías a través de los párpados una mirada estúpida, mientras que los Diplomáticos se estrujarían en torno de tu trono con todos los nervios del rostro contraídos para dejar estallar la sonrisa en, cuanto los soslayaras. Pero continuarías triste, gran canalla. Entrarías a tu cuarto, te sentarías en cualquier rincón, harías rechi­nar los dientes de fastidio y te sentirías más huérfano y solo que si vivieras en la última mansarda del último caserón de un barrio de desocupados. ¿Te das cuenta, Emperador Erdosain? Erdosain siente que las espirales de su odio alma­cenan flexibilidad y potencia. Este odio es como el resorte de un tensor. En cuanto se rompa el retén, “mi cabeza volará a las estrellas. Me quedaré con el cuerpo sin cabeza, la garganta volcando, como un caño, chorros de sangre”.

—¿Qué dices, Emperador Erdosain? Eres Empera­dor. Has llegado a lo que deseabas ser. ¿Y? Ahora mismo puede entrar aquí un general y decir: “Majestad, el pueblo pide pan”, y tú puedes contestarle: “Que lo ametrallen”. ¿Y con eso qué has resuelto? Puede entrar el Ministro de la potencia X y decirte: “Majestad, re­partámonos el mundo entre Vuestra Gracia y mi amo”. ¿Y con eso qué has resuelto? Te cuelga la mandíbula como la de un idiota, Emperador Erdosain. Estás tris­te, gran canalla. Tan triste que ni tu carne se salva.

Erdosain aprieta los dientes.

—Siempre estarás angustiado. Puedes matar a tus prójimos, descuartizar a un niño si quieres, humi­llarte, convertirte en criado, dejar que te abofeteen, buscar una mujer que conduzca sus amantes a tu casa. Aunque les alcanzaras la palangana con el agua con que se lavarán los órganos genitales ―mientras ellas permanecen recostadas y desnudas acariciándoles―, y tú humildemente buscaras las toallas en que se han de enjuagar; aunque llegues a humillarte hasta ese extremo, ni en la máxima humillación encontrarás consuelo, demonio. Estás perdido. Tus ojos siempre permanecerán limpios de toda mancha y tristes. Te podrán escupir al rostro, y te secarás lentamente con el dorso de la mano; o pueden hacer un círculo en torno tuyo los hombres y tu mujer, befarte, ha­ciendo que te arrastres apoyado en las manos para besarle los pies al último de sus criados, y no encon­trarás, ni soportando aquel ultraje, la felicidad. Esta­rás triste aunque grites, aunque llores, aunque te abras el pecho y con el corazón sangrando en la palma de las manos camines por los caminos más polvo­rientos buscando quien te raye el rostro con la punta de un puñal, o con los garfios de las uñas.

Erdosain siente que el corazón le crece, calentándole las costillas. Respira con dificultad. Quiere arrodillar­se. Su terror es blando, como el concéntrico dolor que dilata los testículos cuando han sido golpeados. “Por favor”, gime. Un sudor frío le barniza la frente. “Me vuelvo loco; callate, por favor”.

—Donde vayas, donde estés, es inútil…

—Callate por favor… Sí…

La voz se calla. Erdosain ha palidecido como si lo hubieran sorprendido cometiendo un crimen. Su dolor estalla en un poliedro irregular, los vértices de sufrimiento tocan sus tuétanos, el costado de su nuca, una inserción de sus rodillas, un trozo de pleura. Aspira profundamente el aire con los dientes apretados. Su mirada está desvanecida. Cierra los ojos y se deja caer con precaución en la orilla de la cama. Se tapa la cabeza con la almohada. Le queman las pupilas co­mo si se las hubieran raspado con nitrato de plata.

—Lejos, lejos —susurra la otra voz.

—¿Adónde?

—Busquemos a Dios.

Erdosain entreabre los ojos. Dios. El Infinito. Dios.

Cierra los ojos. Dios. Una oscuridad espesa se des­prende de sus párpados. Cae como cortina. Lo aísla y lo centraliza en el mundo. El cilíndrico calabozo ne­gro podrá girar como un vertiginoso trompo sobre sí mismo: es inútil. Él, con sus ojos dilatados, estará mirando siempre un punto magnético proyectado más allá de la línea horizontal.

―Más allá de las ciudades —grita su voz—. Más allá de las ciudades con campa­narios. No te desesperes —replica Erdosain.

—Más allá —ulula la voz.

—¿Adónde?… ¡Decí adónde, por favor!…

La voz se repliega y encoge. Erdosain siente que la voz busca un recoveco en su carne, donde refugiarse de su horror. Le llena el vientre como si quisiera ha­cerlo estallar. Y el cuerpo de Erdosain trepida del mismo modo que si estuviese colocado sobre la base de un motor que trabaja con sobrecarga.

—¿Qué hacer en esta “séptima soledad”?. Yo miro en redor y no encuentro. Miro, creeme. Miro para todos lados.

Apenas es perceptible el suspiro de esa voz que gime.

—Lejos, lejos… Al otro lado de las ciudades, y de las curvas de los ríos y de las chimeneas de las fábricas.

—Estoy perdido —piensa Erdosain—. Es mejor que me mate. Que le haga ese favor a mi alma.

—Estarás enterrado y no querrás estar adentro del cajón. Tu cuerpo no va a querer estar.

Erdosain mira de reojo el ángulo de su cuarto.

Sin embargo, es imposible escaparse de la tierra. Y no hay ningún trampolín para tirarse de cabeza al infi­nito. Darse, entonces. Pero ¿darse a quién? ¿A alguien que bese y acaricie el cabello que brota de la mísera carne? ¡Oh, no! ¿Y entonces? ¿A Dios? Pero si Dios vale menos que el último hombre que yace destrozado sobre el mármol blanco de una morgue.

—A Dios habría que torturarlo —piensa Erdosain—. ¿Darse humildemente a quién?

Mueve la cabeza.

—Darse al fuego. Dejarse quemar vivo. Ir a la montaña. Tomar el alma triste de las ciudades. Matarse. Cuidar primorosamente alguna bes­tia enferma. Llorar. Es el gran salto, pero ¿cómo dar­lo? ¿En qué dirección? Y es que he perdido el alma. ¿Se habrá roto el único hilo?… Y, sin embargo, yo necesito amar a alguien, darme forzosamente a alguien.

—Estarás enterrado y no querrás estar dentro del cajón. Tu cuerpo no querrá estar.

Erdosain se pone de pie. Una sospecha nace en él:

—Estoy muerto, y quiero vivir. Esa es la verdad.