Los lanzallamas: 06

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Los lanzallamas
de Roberto Arlt

A las once de la noche el Rufián Melancólico seguía a lo largo, con paso lento, de la diagonal Sáenz Peña.

Involuntariamente recordaba la conversación soste­nida con Erdosain. Un ligero malestar acompañaba a este recuerdo; hacía mucho tiempo que no experimen­taba una sensación de repugnancia liviana como la que lo acompañó después de apartarse de Erdosain.

En la esquina de Maipú y la diagonal se detuvo. Obstruían el tráfico largas hileras de automóviles, y observó encuriosado las fachadas de los rascacielos en construcción. Perpendiculares a la calle asfaltada cor­taban la altura con majestuoso avance de trasatlán­ticos de cemento y de hierro rojo. Las torres de los edificios, enfocadas desde las crestas de los octavos pisos por proyectores, recortan la noche con una cla­ridad azulada de blindaje de aluminio. Los automóviles impregnan la atmósfera de olor a caucho quemado y gasolina vaporizada.

El Rufián soslaya de una mirada el perfil de una dactilógrafa, y continuó su soliloquio.

—Tengo ciento treinta mil pesos. Podría irme al Brasil. O podría convertirme en un Al Capone. ¿Por qué no? El único que “jode” es el gallego Julio, pero el gallego va a sonar pronto. Cualquier día se la “dan”. Además, le falta talento. Está El Malek… Santiago. Aquí el único que “traga” es él. Habría que industriali­zar el contrabando de cocaína. Después está la Migdal… ese gran centro de rufianes tendría que ser exterminado en pleno. ¿Pero aquí hay gente dispuesta a trabajar con ametralladora? ¿Quién se atreve? ¿Y si me fuera al Brasil? Es tierra virgen. Un malandrino inteligente puede hacer negocios extraordinarios allá. Instalarme en Petrópolis o en Niterói. Llevármela a la Cieguita. Por las otras tres mujeres pagarían diez mil pesos en seguida. Y me la llevaría a la Cieguita. Ella tocaría su violín y yo haría la vida de un gran burgués. Compraríamos un chalet frente a una playa… Niterói es precioso. ¿Por qué iba a cargar con la Cieguita? Cuando camina parece un pato. Sin embargo eso es lo que ha tratado de sugerirme indirectamente Erdosain. ¡Cargar con la Cieguita! Erdosain está loco con su teoría de la castidad. Aunque no ha leído nada, es un intelectual que sintoniza mal. Por las tres muje­res me darían volando diez mil pesos. Todo esto es descabellado. Ilógico. Y yo soy un hombre lógico, po­sitivo. Plata en mano y culo en tierra. Eso. Bueno. Examinemos el problema de acuerdo a la teoría de Erdosain. Yo me aburro. ¿Erdosain cargaría con la Cieguita? La Cieguita está embarazada. Toca el violín. A mí me gusta el violín. Hay sabios que se han casado con su cocinera, porque sabían hacer un guisado im­pecable. La Cieguita no me pondría cuernos nunca. ¿Podría desearlo a otro hombre? Para desearlo tendría que verlo, mas, como es ciega, no puede verlo; en consecuencia, me querría incondicionalmente a mí. Por amor, por deseo, por gratitud. ¿Quién se casaría con una ciega? Un pobrecito; no un rico, menos que menos. Es “macanudo” ese Erdosain. Las gansadas que le hace pensar a uno. Bueno, vamos por partes.

Con el cigarrillo humeando entre los labios y las manos en los bolsillos, Haffner se detiene frente a la excavación de los cimientos de un rascanubes. El tra­bajo se efectúa entre dos telones antiguos de murallas medianeras que guardan en sus perpendiculares ras­tros de flores de empapelados y sucios recuadros de letrinas desaparecidas. Suspendidas de cables negros, centenares de lámparas eléctricas proyectan claridad de agua incandescente sobre empolvados checoslova­cos, ágiles entre las cadenas engrasadas de los guin­ches que elevan cubos de greda amarilla.

El viento frío barre el polvo de la diagonal. El Rufián Melancólico escupe por el colmillo y sumer­giendo más las manos en los bolsillos avanza con lento paso gimnástico mascullando su cavilación.

—Nadie puede negar que soy un hombre positivo. Plata en mano y culo en tierra. La Cieguita me ado­raría. No molestaría para nada. Se atracaría de dulces, me despiojaría y tocaría el violín. Además, como es ciega, piensa cien veces más que el resto de las muje­res, y eso me entretendría. En vez de tener un perro feroz, como algunos, tendría una cieguita que, hecha una flor, andaría por la casa dale que dale al violín, y yo sería absolutamente feliz. ¿No es esto macanudo? Yo, un “fioca”, hombre de tres mujeres, hijo de puta por cualquier costado, me permitiría el lujo de cuidar una azucena. La vestiría. Le compraría preciosas sedas, y ella, tocándome con los dedos el semblante, me diría: “Sos un santo; te adoro”.

»Razonemos. Hay que ser positivo. ¿Otra mujer puede hacerme feliz? No. Son todas unas yeguas. Con cualquiera de ellas tendría que hacer el “mishé”. Y terminaría rompiéndole alguna costilla de un palo. En cambio, yo sería el Dios de la Cieguita. Viviríamos a la orilla de una playa, y el día que me aburre la tiro al mar para que se ahogue. Aunque no creo que eso ocurra. Por otra parte la música me gusta. Cierto es que podría sustituir a la Cieguita por una victrola, pero una colección de buenos discos es carísima, y además con la victrola yo no me podría acostar.

»Claro está que casarse con una ciega no deja de constituir un disparate. No seré tan obcecado de ne­garlo. Pero casarse con una mujer que tiene los ojos habilitados para ver lo que no le importa es más dis­parate aún. En cambio, la Cieguita, con su cara pálida y los brazos al aire, no me molestaría para nada, y quién sabe si no me cambiaría la vida. Erdosain esta­rá loco, pero tiene razón. La vida no se puede vivir sin un objeto. Además, se me ocurre que Erdosain no tiene esta sensación, que es importantísima: ¿La vida se puede transformar de manera que una ciruela ten­ga la sensación de haber sido siempre guinda? Cuando pienso en la Cieguita tengo esa misma sensación. Dejaré de ser el que soy para convertirme en otro. Posible­mente en esto influya el magnetismo de que está car­gada la Cieguita. Como vivió en las tinieblas, cada vez que uno la mira le da las gracias a Dios o al diablo de tener los ojos bien abiertos.

El Rufián Melancólico ha entrado ahora en una zona tan intensamente iluminada, que visto a cincuenta me­tros de distancia parece un fantoche negro detenido a la orilla de un crisol. Los letreros de gases de aire líquido reptan las columnatas de los edificios. Tube­rías de gases amarillos fijadas entre armazones de acero rojo. Avisos de azul de metileno, rayas verdes de sulfato de cobre. Cabriadas en alturas prodigiosas, cadenas negras de guinches que giran sobre poleas, lubrificadas con trozos de grasa amarilla. Más arriba, la noche enfoscada por el vapor humano. Haffner gira lentamente la cabeza, como un fantoche hipnotizado por el reverbero de un crisol.

En las entrañas de la tierra, color de mostaza, sudan encorvados cuerpos humanos. Las remachadoras eléc­tricas martillean con velocidad de ametralladoras en las elevadas vigas de acero. Chisporroteos azules, bo­cacalles detonantes de soles artificiales. Chrysler, Dunlop, Goodyear. Hombres de goma, vertiginosa consu­mación de millares de kilovatios rayando el asfalto de polares arcos iris. Los subsuelos de los edificios de cemento armado vuelcan a la calle una húmeda fres­cura de frigoríficos.

El Rufián escupe y camina. Rechupa la colilla de su cigarrillo y llena de aire sus pulmones. La ciudad entra en su corazón y se vuelca por sus arterias en fuerza de negación:

—Por otra parte, ¿qué hago aquí, en esta ciudad? Estoy aburrido. Mi vida no tiene objeto. Cualquier día me matan. No es únicamente el pibe Repollo el que “me la tiene jurada”. ¿Y el Marsellés? “Cafishear” a una desgraciada no puede ser considerado un objeto en la vida. Nada tiene objeto en la vida, ya lo sé, soy un hombre positivo… pero la luz… ¿Dónde está esa luz? ¿Existe la luz o es una invención de los muertos de hambre? ¿Creen en la luz los que hablan de ella, por ejemplo, el Astrólogo? ¿En qué puede creer el Astrólogo? En nada. En cambio, la Cieguita cree en mí. Cuando me dice que me quiere me dan ganas de reír­me, pero en cuanto toca el violín y serrucha el cielo con su música, mi vida puerca se reparte entre estos dos términos: se es feliz o no se es feliz. Y la verdad es que no soy feliz. Podría organizar el “malandrinaje”, ser un segundo Al Capone, pernoctar en un auto blin­dado y ayudar a las células comunistas de todo el mundo, y continuaría tan aburrido como una ostra. Mujeres honradas no existen. La ciega de nacimiento es la única mujer absolutamente honrada, pura. Ella es pura aunque se entregó a mí. Es maravilloso des­cubrir semejante singularidad después del asqueroso espectáculo que ofrecen hombres y mujeres. Ella es absolutamente pura, químicamente pura. No la ha contaminado la porquería del mundo, porque el mun­do es una noche sin alternativas para ella. Las tinie­blas completas. ¿A ver? Dentro de estas tinieblas ca­mina con la sensación del latido de su corazón. Yo existo para ella como un relieve que tiene un especial timbre de voz. ¡Pobre Cieguita! ¿Y yo que pensaba prostituirla? ¡Qué bestia!

A medida que camina, Haffner se empapa de la po­tencialidad sorda y glacial que emana de estos edifi­cios, frescos como una refrigeradora eléctrica. A veces sus ojos tropiezan con un ascensor negro que cae vertiginoso, encendidas sus luces verdes y rojas. Junto a las jaulas hexagonales de hierro y cemento que perforan el cielo con una claridad pálida y vertical, en potreros baldíos se extienden, como en un Far West, sobre pisos de tablas, chatos cotages de madera pintada de gris. Fruteros napolitanos venden sandías y manzanas reinetas a “cocottes” con gestos de grandes señoras, que le ofrecen un ramo de flores a una primera actriz.

—No, no, la vida tiene que ser otra. Lo evidente es su crueldad. Unos se comen a los otros. Es lo evidente. Lo real. Los únicos que escapan a esta ley de ferocidad son los ciegos y los locos. Ellos no devoran a nadie. Se les puede matar, martirizar. No ven nada los pobrecitos. Oyen los ruidos de la vida como un encalabozado la tormenta que pasa.

¿Qué es lo que se opone, por otra parte, a que me case con la Cieguita? Sería el día más feliz, más brutalmente extraordinario de su vida. Supongamos que yo pudiera convertirme en Dios. ¿Qué haría yo? ¿A quién condenaría? ¿Al que hizo mal porque su ley era hacer mal? No. ¿A quién condenaría, entonces? A quien habiendo podido convertirse en un Dios para un ser humano, se negó a ser Dios. A ése le diría yo: ¿Cómo? ¿Pudiste enloquecer de felicidad a un alma y te negaste? Al infierno, hijo de puta.

Haffner se detiene y observa.

Entre la blancuzca suciedad de muros antiguos y que conservan rectangulares rastros de piezas de inquilinato, eliminadas por la demolición, trabajan en las grúas hombres rubios de traje azul. Los camiones van y vienen cargados de greda. En la calzada, autos a los que les falta el cuarto de baño para ser perfectos, con chóferes tan graves como embajadores de una potencia número 2, conducen en sus interiores mujercitas preciosas, perfil de perro y collares de cuentas gordas como las indígenas del Sudán Negro.

—Yo puedo convertirme en un Dios para la Cieguita. Puedo o no puedo. Claro que puedo. “Fioca” con todos los agravantes, puedo convertirme en un Dios para la Cieguita. Al convertirme en un Dios para la Cieguita, dejo de ser el marido de la Vasca, de Juana y de Luciana. Además, la Cieguita no necesita saber nada de estas cosas. Ni yo decirles a esas vagas que me “rajo”. Puedo traspasarlas con una simple documentación. Mosió Yoryet me compraría inmediatamente a Luciana. La Vasca podría endosársela a Tresdedos. La ropa que tiene Juana vale mil pesos. ¿Quién no paga dos mil pesos por Juana? Habría que estar loco para no cerrar trato al galope. En última instancia, que se arreglen. Yo no voy a ser más rico ni más pobre con diez mil pesos. Podríamos ir al Brasil, aunque el Brasil me pone triste. Nos iríamos a París. Compraríamos alguna casita en el arrabal, y yo leería a Víctor Hugo y las macanas de Clemenceau.

»Bueno, lo indispensable ahora es casarse con la Cieguita. Lo siento en el alma; es como un fervor… no de sacrificio, yo soy un hombre positivo…, sino de felicidad, de vida limpia. Aquí todos vivimos como puercos. Erdosain tiene razón. Hombres, mujeres, ricos, pobres, no hay un alma que no esté enmerdada. Al campo tampoco iría. A un pueblo de campo, no. Al campo, al campo sí. Podría tener una chacra y entretenerme… ¡cómo le va a gustar a la Cieguita el proyecto de la chacra! Me voy a fijar en los avisos de “La Prensa”. Una chacra que tenga muchos árboles frutales, vacas con cencerro y una noria. La noria es indispensable. El alma se me limpiaría junto a un árbol en flor. Una estrella vista entre las ramas de un duraznero parece una promesa de otra vida. La chacra no impediría que la Cieguita tocara el violín. Viviríamos solos, tranquilos… ¿Acaso la vida es otra cosa que la aceptación tranquila de la muerte que se viene callando?

Ahora el Rufián va a lo largo de vitrinas inmensas, exposiciones de dormitorios fantásticos de maderas extravagantes; dormitorios que hacen soñar con amores imposibles a los muchachos de tienda que llevan del brazo a una aprendiza pecosa cuyo ideal, como el título de un fox trot, podría ser: “Te amaría en una voiturette de 80 H.P.”.

Los letreros tubulares se encienden y se apagan. Los baldíos negrean de automóviles custodiados por guardianes cojos o mancos. Dos hombres correctamente vestidos caminan tras de Haffner, manteniendo siempre una distancia de cincuenta metros. Cuando el Rufián se detiene, ellos hacen alto para encender un cigarrillo o cruzan la vereda.

Las calles son ahora sucesiones de jardines sombríos, con pinos funerarios que el viento dobla, como en las soledades del Chubut. Criados con saco negro y cuello palomita levantan la guardia frente a las negras y marmóreas guaridas de sus amos. Ruedan automóviles silenciosamente. Los dos desconocidos caminan en silencio tras de Haffner, que a su vez persigue a la Ciega en su imaginación.

—Los que deben tener una sensación precisa de la muerte deben ser los ciegos. Supongamos que yo la quiera ahogar a la Cieguita. Ella se daría cuenta. Lo presentiría.

El Rufián pasa por la vereda frontera sin distinguir a los dos individuos que cruzando la calle le siguen rápidamente. De pronto tres estampidos llenan la calle de humo. Haffner gira vertiginosamente sobre sus talones, divisa dos brazos esgrimiendo pistolas. Instantáneamente adivina la nada. Quiere putear. Nuevamente, a destiempo, dos estampidos perforaron con manchas bermejas la oscuridad. Una quemadura en el pecho y un golpe en el hombro. Más cercana retumba otra explosión en su oído y cae con esta certeza:

—¡Me jodieron!