Los lanzallamas: 09

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Los lanzallamas de Roberto Arlt

A pesar de disponer de dinero, Hipólita ha alquilado una mísera pieza amueblada en un hotelucho de ínfimo orden.

Después de cerrar la puerta asegurándola con la llave y de extender una toalla sobre la almohada, tiró los botines a un rincón, y en enaguas entró en la cama. Apretó el botón de la corriente eléctrica y su cuarto quedó a oscuras. Entre los resquicios de una celosía se distingue una claridad verdosa, proveniente de un cartel luminoso que hay en la fachada frontera. Hipólita se frota las sienes.

Sobre su cabeza gira un círculo pesado. Son sus ideas. Adentro de su cabeza un círculo más pequeño rueda también, con un ligero balanceo en sus polos. Son sus sensaciones. Sensaciones e ideas giran en sentido contrario. A momentos, sobre las encías siente el movimiento de sus labios, que fruncen de impaciencia; cierra los ojos. La cama ―que conserva un soso olor de semen resecado― y el balanceo lento del círculo de sus sensaciones la sumergen en un abismo. Cuando el círculo de sensaciones se inclina, entrevé por encima de la elíptica el círculo de sus ideas. Gira también un vértigo de espesura, de recuerdo, de futuro. Se aprieta las sienes con las manos y dice despacito:

—¿Cuándo podré dormir?

Hay un guiño de dolor en sus rótulas; las piernas le pesan como si toda la pesantez de su cuerpo hubiera entrado a sus miembros. El Astrólogo, a la distancia de dos horas de conversación, está más lejos que su infancia. Sufre, y ninguna imagen adorada toca su corazón. Y sufre por ese motivo. Luego se dice:

—¿Cuántas verdades tiene cada hombre? Hay una verdad de su padecimiento, otra de su deseo, otra de sus ideas. Tres verdades. Pero el Astrólogo no tiene deseo. Está castrado.

“Reventaron mis testículos como granadas”, resuena la voz en sus oídos, y la visión del eunuco pasa ante sus ojos: un bajo vientre rayado por una cárdena cicatriz.

Una sensación de frío roza el oído de Hipólita como saeta de acero. Le taladra los sesos. Cada vez es más lento el balanceo de sus sensaciones. Arriba de su cabeza puede distinguir casi el círculo de sus ideas. Son proyecciones fijas, pensamientos, con los que nacen y mueren un hombre y una mujer. En ellos se detiene el ser humano, como en un oasis que el misterio ha colocado en él para que repose tristemente.

¿Qué hacer? Cierra nuevamente los ojos. El esposo, loco. Erdosain, loco. El Astrólogo, castrado. Pero… ¿existe la locura? Busca una tangente por donde salir. ¿Existe la locura? ¿O es que se ha establecido una forma convencional de expresar ideas, de modo que éstas puedan ocultar siempre y siempre el otro mundo de adentro, que nadie se atreve a mostrar? Hipólita mira con rabia la fosforecente mancha verde que brilla en las tinieblas. Quisiera vengarse de todo el mal que le ha hecho la vida. Células revolucionarias. El Hombre Tentador aparece ante sus ojos, sentado en la orilla del cantero, deshojando la margarita. No puede más. Murmura.

—¿Dónde estás, mamita querida?

El corazón se le derrite de pena. ¡Ah, si existiera una mujer que la recibiera entre sus brazos y le hiciera inclinar la cabeza sobre sus rodillas, y la acariciara despacio! Busca con la mejilla un lugar fresco en la almohada y pone atención a su pecho, que despacio se levanta y baja, en la inspiración y espiración. ¡Ah, si esa oblicua de la almohada coincidiera con la pendiente por la que se puede resbalar al infinito desconocido! Ella se dejaría caer. Claro que sí, mil veces sí. Una voz de adentro pronuncia casi amenazadora: ¡El hombre! Y ella repite furiosamente. en pensamiento: el Hombre. Monstruo. ¿Cuándo nacerá la mujer que venza al monstruo y lo rompa? Sobre las encías siente el rasponazo de los labios que tascan saliva. Y nuevamente una voz estalla: “Reventaron mis testículos como granadas”. Mas ¿para qué sirvió eso? ¿Dejó de ser un monstruo? Claro, estará siempre solo, sin una mujer en el lecho. Bruscamente Hipólita vuelca su flanco hacia la derecha. En el cuarto hay un terrible hedor a humedad. El tabique deja pasar el ruido del taco de las botas de un hombre que se desviste. Un punto amarillo luce en el tabique. Es luz del otro cuarto. Piensa: aquí espían. Se acuerda de que el cuarto tiene el tapizado rojo, y se dice: Quizá saquen fotografías pornográficas. Se muerde los labios. Allí al lado hay un desgraciado. Yo podría pasar, entrar a su pieza y hacerlo feliz. Y no lo hago. El pondría los ojos grandes cuando me viera entrar, se arrodillaría para besarme el vientre, pero después que me hubiera poseído la cama le parecería demasiado chica para dormir los dos.

Reciamente, Hipólita gira sobre sí misma. Aquel circuito amarillo le es intolerable. “Células femeninas revolucionarias”. Es cierto entonces. Todo es cierto en la vida. Pero ¿en dónde se encuentra la verdad que pide a gritos el cuerpo de uno? Y de pronto, Hipólita exclama:

—¿Qué me importa a mí la felicidad de los otros?

Yo quiero mi felicidad. Mi felicidad. Yo. Yo, Hipólita. Con mi cuerpo, que tiene tres pecas, una en el brazo, otra en la espalda, otra bajo el seno derecho. ¡Qué me importan los demás si yo estaré así, siempre triste y sufriendo! Jesús, Jesús era un hombre. Hipólita sonríe; le causa gracia una idea. Jesús no tenía pinta de “cafishio”. Lo seguían todas las mujeres. El la hubiera podido hacer “trabajar” a la Magdalena. Se ríe despacio, tapándose la boca con la almohada. ¿Qué dirá el de al lado? Luego, temerosa de haber concitado alguna ira misteriosa y alta contra su cabeza, se dice: “Una no tiene la culpa de pensar ciertas cosas”. En realidad, se ha reído porque ha pensado en el escándalo que hubieran provocado esas palabras si las hubiera lanzado en una asamblea de mujeres devotas.

El cansancio la aplana lentamente en la cama. Su rostro queda otra vez más rígido. ¿Y por qué no? ¿Por qué no hacer la prueba? Sublevar a las mujeres. Tiene fuerzas para ello. Repite: “Tengo sueño y no puedo dormir. Pero ese maldito tampoco tiene sueño. Todavía no apagó la luz”. En efecto, el disquito amarillo continúa en el muro. ¿Quién será? ¿Algún viejo ladrón que no encontró a quien robar? ¿Algún asesino? ¿Algún pederasta? ¿Algún muchacho que se fugó de su casa? ¿Algún marido desdichado?

Hipólita se levanta. La cama está tan gastada que ni rechina el elástico. En puntas de pie avanza hacia el muro. Encoge el cuerpo. Pone un ojo a la altura del agujero.

Es un viejo, que permanece sentado a la orilla de la cama. Las puntas de sus pies casi tocan el suelo. Se ha quitado una media. La otra, rota, sirve de fondo rojo al amarillo pie desnudo. Hipólita mira la cabeza. Tiene sobre el cogote la nuez de la garganta aguda, el perfil con la mandíbula caída, la frente des­mantelada, un ojo inmóvil y globuloso, los labios despegados. Con un pie descalzo, el hombre, sin pes­tañear, mira al frente. La luz de la lámpara sus­pendida del techo cae sobre su espalda encorvada. Las vértebras dorsales marcan anfractuosidades en la lustrina del saco. La nuez de la garganta, el labio despegado, el ojo caduco.

Hipólita mira, cierra los ojos, los vuelve a abrir y ve el pie desnudo, calloso, inmóvil sobre el dorso de la media roja. Hipólita se siente anonadada ante la inmovilidad de ese cuerpo, separado de ella por el espesor de un tabique de ma­dera. Tendrá cincuenta años, sesenta. ¡Vaya a saber! El hombre no se mueve, mira a su frente con fijeza de alucinado. Hipólita siente que en la superficie de su cerebro estallan burbujas de ideas que al hundirse en ella se ahogan. Le duelen las espaldas de estar tanto inclinada. Pero… ¿cuándo ha hecho el hombre ese mo­vimiento que ella no vio? Sin embargo, estaba miran­do y no ha visto que el viejo apoyaba en la franela de su camiseta el cañón de un revólver niquelado.

—No —susurra rápidamente un fantasma en el oído de Hipólita.

El ojo globuloso y el labio despegado continúan inmóviles mirando el muro del cuartujo, la mano que soporta el revólver se separa despacio del pecho, cae sobre la pierna y el hombre entrecie­rra lentamente los párpados, mientras que su cabeza cae sobre el pecho. A Hipólita le parece comprender ese deseo del hombre de dormirse para siempre, sin morir, y se arrodilla. Instantáneamente ha pensado: “Sufriría menos por él si se hubiera matado”.

Ha pronunciado la oración sincera. Piensa: “Si es­tuviera Erdosain, comprendería”. No quiere ya mirar por el agujero. Lo ha visto todo. Se le cae la cabeza de fatiga, como si hubiera girado mucho so­bre sí misma. Las tinieblas dan grandes barquinazos en el vértice de sus ojos. Con las pupilas deslumbradas y con las manos extendidas en la oscuridad, se deja caer en su cama. Una náusea profunda solivian­ta su estómago. ¡El viejo ha tenido miedo de matar­se! La frente de Hipólita suda. Una fuerza misteriosa la inclina horizontalmente de pies a cabeza con tan suave vaivén, que el sudor frío brota ahora de todos los poros de su cuerpo. Sus brazos yacen caídos, va­cíos de energía. En el estómago le golpean blanda­mente viscosidades repugnantes. Y se sumerge en la inconsciencia pensando:

“Mañana le diré que sí al Astrólogo”.