Los lanzallamas: 18

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Los lanzallamas de Roberto Arlt

Caminan ahora.

La Bizca, tan ajustada la blusa y el corpiño que sus pezones se marcan en la seda roja de su bata. Erdosain marcha a su lado, con una mano apoyada floja­mente en su brazo.

Atraviesan calles, van a la ventura, sin rumbo. Si­lenciosos. Piensa despacio, mientras que la Bizca hace observaciones pueriles respecto al tráfico, que Erdosain no escucha ni ve. Camina ensordecido por la baraúnda de sus pensamientos. Se dice: “¿Por qué, viviendo, realizamos tantos actos inúti­les, cobardes, o monstruosos?”

Las fachadas de las casas pasan ante sus ojos, bo­rrosas como estampas de un filme. Se oye en la distan­cia un silbido ronco de sirena. Es algún barco que entra al puerto. Erdosain cierra los ojos. Una voz inte­rior le dice: “En estos instantes más de una barca se separa de un puerto de tablas, en la orilla de un río. La barca cubierta de oscuridad lleva su cocina encendida y hombres silenciosos que, en círculo, escuchan a otro que toca un acordeón”.

Erdosain camina, automáticamente, tomado del bra­zo de la Bizca. Soliloquea:

—No es posible seguir así, no es posible.

La muchacha, tomada de su codo, observa curiosa parejas de novios conversando en otros balcones. Y se dice a sí misma: “¿Por qué Remo no será amable como los otros novios? Mamá tendrá razón, pero yo preferiría otro hombre…”

Erdosain marcha cavilosamente. Tiene la sensación de que “hay algo en él” que se aproxima insensiblemente al drama final. Erdosain sabe que contiene la “necesidad del drama”. Un drama definido, terco, preciso, material. Sabe que aflojando su fuerza de voluntad en una mínima cantidad ―como la que equivaliera al esfuerzo tenue de respirar―, toda su vida se volcaría en el drama. Desvía el pensamiento: “Hay ríos en todas las zonas del mundo. Y barcas con hombres silenciosos”. Quiere fijar su atención en el río. Un río cuya ancha lámina de plata puede lamer confines con cabañas, malecones, depósitos de auto­móviles. Se aleja cautelosamente de su drama, pronunciando nuevamente estas palabras mentales: “Hay ríos con barcas silenciosas”. Consigue así postergar la explosión que tiene que advenir en él. “Ríos a cuyas orillas corren ratas grandes como perros”. El alma le duele como una torcedura de pie. Ahora se ha movido la piel de su frente; aprieta los párpados y enreja su semblante entre los diez dedos de sus manos.

—¿Qué tenés, querido? —murmura la muchacha.

—Me duele la cabeza. Es la neuralgia.

Duda o no en acercarse al recuerdo de Elsa. En cuanto pronunció mentalmente la palabra “recuerdo de Elsa”, el contenido cúbico de su drama se acerca, como si una zorra aproximara por un desvío de rieles la carga de un cajón monstruoso. Erdosain sabe per­fectamente lo que hay dentro del cajón. Por cualquier rendija de éste puede espiar. Retrocede y se niega a mirar. Mueve con precaución los pies. Cierra los ojos y llama piadosamente hasta él al circular horizonte del mundo. El circular horizonte del mundo se acerca, y entonces lo rechaza. No, tampoco es eso.

Se restriega despacio, con precaución, las manos. “Hay ríos y barcas con hombres silenciosos”. Y durante un instante piensa en fugar.

Si se fuera muy lejos, a vivir ignorado, cerca de un río a cuya orilla hubiera un aserradero donde corrieran ratas grandes como perros, se tendería junto a la Bizca, purificada por el olor de la madera; apoyaría la cabeza en la puntuda altura de sus senos redondos. Ella le haría dormir su fatiga. Desfilarían de tarde en tarde barcas silenciosas con hombres dormidos entre las es­tibas de tablas. “Entonces, ella tendría que estar siempre despier­ta”, piensa Erdosain.

Aprieta estremecido de emoción el brazo de la Bizca y le pregunta:

—¿No te gustaría vivir conmigo, en un aserradero a la orilla de un río? Yo llevaría la contabilidad y vos colgarías la ropa de las ramas de los árboles…

—Querido mío… vos sabés que con vos todo me gus­ta. ¿Por qué? ¿Te han ofrecido algún empleo?

—No, pensaba…

—¿Por qué no buscas un trabajo así? A mí me gus­taría.

Erdosain se sumerge de nuevo en sí mismo. ¿Dónde estoy? ¿Dónde quisiera estar? ¿Soy yo que estoy así, o es el mundo, el dolor del mundo que por un prodigio maravilloso me ha sido dado escuchar a toda hora? ¿Y si existiera el dolor del mundo? ¿Si realmente el mundo estuviera quejándose y sufriendo a toda hora? ¿Si fuera verdad la posibilidad de escu­char el dolor del mundo? Ríos con cargas de hombres silenciosos. Puestas de sol. Cuerpos cansados. Hombres que desnudan sus órganos genitales en cuartos os­curos y llaman a la mujer que pasa hacia la cocina con una sartén. ¿Por qué eso… eso? ―la palabra “eso” resuena en los oídos de Erdosain como el lo­garitmo de una cifra terrible, incalculable―. El órgano genital se congestiona e inflama, y crece; la mujer deja su sartén en el suelo y se tiende en la cama con una sonrisa desgarrada, mientras entreabre las crines que le ennegrecen el sexo. El hombre derrama su semen en la oscuridad ceñida y ardiente. Luego cae desvanecido, y la mujer entra tranquilamente a la cocina para freír en su sartén unas lonjas de hígado. Esa es la vida. ¿Pero es posible que ésa sea la vida? Y sin embargo, ésa es la vida. La vida. La vviiddaa…

“¿De qué modo dar el gran salto?”

De un pechazo, Erdosain ha mandado a un transeún­te contra la fachada de una casa. El otro lo mira consternado, y la chiquilla se ríe a carcajadas:

—Querido, vos estás ciego. Mirá lo que hacés. Abrí los ojos, querido.

El fulano se marcha, mascullando malas palabras, y Erdosain menea la cabeza, diciéndose: “Rige la existencia de los hombres un poder mis­terioso, sobrehumano, aplastante e indigno”. Repara en un mequetrefe que lo viene siguiendo, y continúa: “¿Será necesario humillarse, hacer una comedia hipócrita para engañarlo a ese poder inhuma­no, y arrancarle de esa manera el secreto?”

De pronto Erdosain observa que el mequetrefe con­tinúa siguiéndole. Su mirada se ha encontrado en tres bocacalles con él, durante el paseo nocturno, bajo los focos eléctricos. Erdosain suelta bruscamente el brazo de la Bizca, se enfrenta con el tipo, y le lanza el exabrupto:

—Si no deja de seguirme, le rompo el alma.

El desconocido lo mira asombrado a Erdosain; far­fulla un “disculpe” y desaparece en la primera esquina que encuentra. Remo rezonga:

—Siempre vas por la calle excitando a los hombres.

La Bizca lo miró extrañada. Ella no le había dado mayor importancia al hecho de ser seguida. En subs­tancia, no era ni más ni menos bruta que las mucha­chas de familia, a las que Erdosain podía aspirar para desgraciarse por completo.

Ahora marchaba malhumorada junto a Erdosain. No le quería. Apenas si lo estimaba, pero los largos con­siderandos de su madre ―que no pensaba en absoluto en ella― la persuadieron de tal manera, que si Erdosain la hubiera abandonado la muchacha habría sufrido lo indecible. Erdosain constituía para ella lo inme­diato, es decir, el eterno marido.

A su vez, él ―que tenía la sensación de esta composi­ción de lugar de la muchacha― la trataba con rencor sordo, como a cabra bruta que sólo puntapiés merecie­ra. Además, Remo iba indignado secretamente. Ella inflamaba de lujuria, con el descaro de sus senos pun­tiagudos y la pollera que, a la menor presión del vien­to, dejaba ver las puntilladas ligas a los tenderos. Estos, parados en las puertas entreabiertas de sus comercios a oscuras, miraban ávidamente a la mu­chacha que, sin pudor ninguno, les clavaba la vista hasta que había pasado.

Erdosain sumerge las manos en los bolsillos al tiem­po que le dice a la Bizca:

—Mirá, vos caminás correctamente a mi lado o esta noche terminamos mal.

—Querido… pero ¿qué hago yo? ¿Tengo la culpa de que me miren?

“Realmente”, se dice Erdosain, “ella no tiene la culpa de que la miren”. Y contesta:

—Vos los incitás a que te miren. Pero… mirá, es mejor que no dis­cutamos.

Caminan en silencio, como un matrimonio antiguo, y Erdosain sonríe malignamente. Se imagina casado con la Bizca. La revé en una casa de inquilinato, desventrada y gorda, leyendo entre flato y flato alguna novela que le ha prestado la carbonera de la esquina. Holgazana como siempre, si antes era abandonada ahora descuida por completo su higiene personal, emporcando con sus menstruaciones sábanas que nunca se resuelve a lavar. Tendrían algún hijo, eso era lo más probable; y a la mesa, mientras que la criatura, con el traserito enmerdado, berreaba tremen­damente, ella le contaría alguna pelea con una vecina, reproduciendo todas sus frases atroces e injurias im­posibles. Y el pueril motivo de la pelea habría sido el robo de un puñadito de sal o la utilización indebida de una cuerda de colgar ropa.

Erdosain se ríe solo en la oscuridad, mientras que la Bizca marcha enfurruñada a su lado. Y es que la revé erizada como un puercoespín, con las mejillas arreboladas y los senos danzando dentro del corpiño, historiándole el suceso del puñadito de sal o de la soga de colgar la ropa.

Y pensar —continúa él— que éste es el plato de todos los días, el amargo postre de los empleados de la ciudad, de los cobradores de las compañías de gas, de las sociedades de ayuda mutua, de los vendedores de tiendas. Un panorama lividecido por los flujos blan­cos de todas esas hijas de obreros, anémicas y tu­berculosas, cuya juventud se desploma como un afeite bajo la lluvia a los tres meses de casadas. Un panorama de preñeces que espantan al damnificado: la visita después de cenar al farmacéutico de la esquina pidién­dole confidencialmente un abortivo, la esterilidad de los baños de mostaza y agua caliente, y luego la inevi­table visita a la partera, a esa partera “diplomada en la Universidad de Buenos Aires”, y que entre sonrisas agridulces se resuelve a “colocar la sonda”, “pero como un favor”, hablando entre paréntesis de la partera de la otra cuadra, “que dejó morir por falta de escrúpulos a una muchacha que estaba lo más bien”. Anonadado, Erdosain amontona ante sus ojos, con el espanto de un condenado a muerte, la inmundicia cotidiana que extenúa a los empleados de la ciudad, imaginándosela a la marrana de la Bizca chismorrean­do con la vecina de enfrente, creándole espantosas pejigueras1 con mujercitas que temblando de cólera irían a injuriarlo para pedirle explicación de los chismes de su mujer, y la intervención de los otros maridos, esas grescas de tumultos conyugales que a la puerta del conventillo incitan a “intervenir a la autoridad”.

Erdosain lanza una carcajada, y zamarreándola ca­riñosamente a la muchacha le dice:

—¿Estás enojada todavía?

—Dejame. Hasta que no me hacés enojar no estás contento.

Remo se sumerge en la escena del aborto, en una noche terrible, que transcurriría en compañía de la Bizca. Ella revuelve sus piernas de jamón de Westfalia2, y los dolores cruentos desfiguran el semblante de la muchacha que, en cuclillas sobre una “chata”3, espera expulsar el maldito feto. La partera, trasijada como una prostituta de bajo fondo, expone preocupaciones técnicas: “¿Saldrá o no entera la placenta?”. Erdosain se achu­cha, afiebrado ante la perspectiva de un raspaje a la matriz, alternado todo ello con los alaridos de la muchacha y el ruido de un irrigador que se prepara y cuyas cánulas ahora no aparecen.

Le pregunta por tercera vez a la partera: “¿Saldrá entera la placenta?”, pues entre sudores mortales piensa que si hay que efectuar un raspaje, tendrá que endeudarse con un usurero que le cobrará el veinte por ciento mensual.

Más vivos que los relieves de un pirograbado salta­ban los espantables detalles ante sus ojos.

Luego el “ya está” de la partera, el golpe de lástima al contemplar un cuerpo color pizarra y sangre, el afán de cuervo de la comadrona revisando la placenta, introduciendo el brazo hasta el codo en la vagina de la paciente, desjarretada como una res, y la media­noche, esa terrible noche en que suenan los pitos de todos los vigilantes mientras la partera examina pe­dacitos de tejido parecido al hígado podrido y deja correr el agua del irrigador, que arrastra hasta la pa­langana un lodo de sangre negruzca, de filamentos de tejidos y telarañas de glóbulos rojos.

Sudaba como si una fuerza misteriosa lo hubiera centralizado en el trópico.

Pasada la borrasca, Erdosain se imaginaba las rela­ciones sexuales con la Bizca después del aborto, la malevolencia de la mujer en entregarse, temerosa de que suceda “eso” otra vez, las fornicaciones incomple­tas, como de las que hablan las escrituras refiriéndose a Onán4, la impaciencia casi frenética a fin de mes en saber si ha “venido” o no la menstruación, y toda la realidad inmunda de los millares de empleados de la ciudad, de los hombres que viven de su sueldo y que tienen un jefe.

Cuando amontona el desastre cotidiano de un millón ochocientos mil habitantes que tiene la ciudad, Erdo­sain se dice, como el hombre que sale de una clínica y acaba de constatar el éxito de una innovación qui­rúrgica: “Tiene razón el Astrólogo. Esto hay que barrerlo con cortinas de gas… Aunque sea inútil, aunque nos despedacen a “gomazos” en el Departamento” 5. Su cora­zón se dilata como un coco en el corazón de la selva. Piensa que los profetas tenían razón cuando hacían caer, sobre las ciudades agotadas por la inmundicia, sus hipotéticas lluvias de fuego entre hedores de ácido sul­fúrico.

Ahora están próximos a la casa de pensión. Erdosain, de buen humor casi, la toma de un brazo a la Bizca y lanza por tercera vez la pregunta:

—¿Todavía no se te pasó el enojito?

La muchacha, molesta internamente, insiste:

—Decime, ¿por qué te enojás conmigo si los otros me miran?

—¿Y vos todavía venís pensando en eso?

—Claro, ¿qué culpa tengo yo de que me miren?

—Bueno, querida, mirá y deja que te miren todos los que te gusten y gusten de vos. ¡Qué vamos a ha­cerle!

Y tomados de los dedos como dos escolares entran al abovedado corredor de la casa de departamentos.