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Los no fanáticos

De Wikisource, la biblioteca libre.
Los no fanáticos (27 jul 1901)
de Ramiro de Maeztu
Nota: Ramiro de Maeztu «Los no fanáticos» (27 de julio de 1901) El Motín, año XX, nº 26, pp. 1-2.
LOS NO FANÁTICOS
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Esta tolerancia y esta «amplitud» del corazón, que perdona todo, porque comprende todo, es para nosotros como un siroco.... He aquí la fórmula de nuestra felicidad, un sí, un no, una línea recta. Un fin.
F. Nietzsche

Me admira la sensatez mostrada por el Congreso de los diputados al debatir la cuestión religiosa. Nuestros representantes en Cortes no están por los fanatismos. Por declararse partidarios de la unidad católica se han burlado del señor Irigaray, como de un ser estrambótico que hubiera caído á nuestro planeta desde la más lejana de las constelaciones. Por iniciar la hipótesis opuesta oyó el señor Soriano el antipático adjetivo cursi. Nada de violencias ni de exageraciones. Nuestros señores diputados no son creyentes, ni tampoco incrédulos, no van á misa, ni dejan de ir; no acatan los consejos del Vaticano, ni los desobedecen; no cumplen los preceptos de la Iglesia, ni sienten el deseo de confesarse francamente fuera de ella. «En la duda, abstente», dice un sabio consejo. «Ni rojos, ni negros», añade don Melquiades Alvarez. «¡Chocolates» replica Nocedal.
Y nuestros diputados no se conforman con abstenerse; necesitan que los demás se abstengan de manifestar sus opiniones con alguna energía. «¡No prevalecerán, vino á exclamar don Alfonso González en el discurso que le lleva al ministerio de la Gobernación, no prevalecerán aquellos ideales que traten de imponerse por medio da la fuerza!» «¡No prevalecerán!» repitió don Segismundo Moiret. «¡No prevalecerán!» exclamó don Melquíades Alvarez. «¡No prevalecerán!» corearon
los cines unánimes en el lago de azur,
que es como Rubén Darío, plagiando á Mallarmé, llamaría á los gansos del Parlamento y de la prensa... Y en vista de tan perfecta unanimidad, queda sentado que las turbas militares ó civiles que en Pamplona ó en Valencia interrumpían las procesiones de los católicos, lejos de ser perjudiciales al clericalismo contribuyen á afirmar su poderío.
Es lo que pensaba Libanio, el panegirista de Juliano el Apóstata, cuando á fines del siglo IV de nuestra era, quejándose de las violencias cometidas por los cristianos contra los paganos, escribía al emperador Teodosio: «En cosas de esta naturaleza lo necesario es persuadir y no obligar. Quien no pudiendo persuadir, emplee la violencia, solo logrará éxitos aparentes y no reales.» El buen Libanio decía á los cristianos de su tiempo, lo que nuestros parlamentarios á las multitudes enemigas de las procesiones: «¡No prevalecerán!»
...¿Y en qué consiste que han prevalecido durante quince siglos?... ¿Es que los cristianos eran tolerantes para con los paganos?... ¿Es que no se atrevían á negar los dioses lares en la plaza pública como ahora se hace, con grave indignación de don Melquíades Alvarez?... Para saber cómo las gastaban los antecesores del señior Irigaray, me atengo al testimonio del propio Libanio: «Esa gente vestida de negro, y que come cual manada de elefantes, corre á los templos, abate los techos, socava las paredes, destruye las estatuas, derriba los altares... Y los sacerdotes han de callarse ó han de morir... Se atreven á hacer eso en la ciudad y más en los campos, que recorren, como torrentes, devastándolos, bajo pretexto de destruir los templos. Y cuando en un campo se ha abatido el templo, es como si se hubiere despeñado y asesinado el alma, porque los templos son el alma de los campos y en ellos ponen los labradores sus esperanzas por la prosperidad de los hombres, de las mujeres, de los niños, del ganado y de las cosechas; porque juzgan inútil su trabajo cuando se les priva de dioses que lo hacen fecundo...» ¿Verdad, ¡oh don Melquiades!, que aquellos cristianos vestidos de negro sentían más respeto por los ideales agenos que esas horribles turbas librepensadoras que hoy se atreven á pedir la neutralidad de la vía pública?...
Para demostrar cómo merced á su tolerancia pudo triunfar el ideal cristiano, está patente el edicto de Milán, dictado por Constantino el Grande: «Concedemos á los cristianos el derecho libre y absoluto de practicar su culto, pero la misma libertad á cuantos quieran tomar parte en los actos de cualquier otra religión que les sea propia.» La Iglesia libre en el Estado libre; con esta fórmula, que es la de usted, señor don Melquíades, creía Constantino haber asegurado para in eternum la paz del Imperio. Transcurren cuarenta años y sus hijos Constancio y Constante decretan: «Que en toda ciudad y en toda aldea sean cerrados los templos (los paganos, naturalmente), que nadie penetre en ellos, que todos se abstengan de hacer sacrificios y que si alguno perpetrase algo parecido sea muerto con la espada vindicatriz...» Y no se sabe, ¡oh don Melquíades! que estos sufrimientos hayan retrasado lo que denominaría Merej-Kovosky La muerte de los dioses.
Los ideales—y perdóneme el señor Alvarez si dejando de lado la ironía repare con una leccioncita de filosofía de la historia los olvidos involuntarios de la universidad ovetense—los ideales no triunfan cuando son tolerantes, sino cuando se ajustan á las necesidades de su tiempo. Por el contrario, los ideales no son tolerantes, sino cuando agonizan.
Si el cristianismo hubiera podido aparecer en los tiempos de Homero, ¿no lo habrían destruido los rayos de Júpiter Olímpico?... Cuando Júpiter perdió el uso de sus rayos se hizo más apacible... Y cuando el pobre Papa León XIII repite, con motivo de las leyes Waldeck Rousseau, idénticos conceptos á los proferidos por Libanio contra las violencias de los cristianos, se debe deducir lógicamente que han llegado para el cristianismo los días de prueba, ¡la hora de Libanio!...
¡Qué quiere decir usted, señor Alvarez! Hubo una época en que la humanidad degenerada se hizo débil y enferma y necesitó reemplazar la religión antigua, cantora del placer y de la fuerza, por otra religión, amiga de los débiles, á quienes consoló, con la perspectiva del paraíso, de su impotencia para gozar de la tierra... Hoy parece que la vida es menos despreciable... Se ha producido una raza de gentes que colocan en este mísero planeta el centro de gravedad espiritual. Estos hombres adoran la tierra y quieren mejorarla embelleciéndola. Ser gentes alegres que juzgan pecaminosa la tristeza... Les ofenden los colores sombríos y estiman blasfemias las negaciones de la tierra... Estas gentes renuncian generosamente al cielo, pero entienden que el planeta sólo á ellas puede pertenecer su posesión legítima... ¿Fanatismo rojo, señor Alvarez?... Del color que usted quiere, pero lógico, porque esas gentes, adoradoras del placer y del arte, ¿cómo han de tolerar la proximidad de aquellas otras que se han propuesto perpetuar en la tierra los horrores de los siglos pasados?... ¿A quién representan los Estados?... ¿Al cielo?... Pues suprímase, si es posible, la incredulidad. ¿A la tierra?... Pues impídase que se trate de afearla.
He aquí algunas ideas, tal vez desconocidas en Oviedo, que explican la causa de que ante la proximidad de una gran batalla religiosa vayan tomando posiciones los hombres de corazón. Claro está que no faltan los que esperan á que triunfe uno de los dos bandos para sumarse al vencedor... Sin perjuicio, entre tanto, de hacerse diputados, de aspirar á ministros... Son los razonables, los sensatos, los hombres de gobierno, alejados de todo fanatismo, ni rojos, ni negros. «¡Chocolates!», gritan desde la izquierda. «¡Chocolateros!» desde la derecha... No están con el cielo, no están con la tierra... acaso con el vientre... quizás...

Ramiro de MAEZTU