Los nudos

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​Los nudos​ de Félix María Samaniego

Casarse una soltera recelaba

temiendo el grave daño que causaba

el fuerte ataque varonil primero

hasta dejar corriente el agujero.

La madre, que su miedo conocía,

si a su hija algún joven la pedía

con el honesto fin del casamiento,

procedía con tiento,

sin quitarle del todo la esperanza,

hasta que en confianza

al galán preguntaba sigilosa

si muy grande o muy chica era su cosa.

Luego que esta cuestión cualquiera oía,

alarde al punto hacía

de que Naturaleza

le había dado suficiente pieza.

Quién decía: -Yo más de cuarta tengo;

quién: -Yo una tercia larga la prevengo;

y un oficial mostró por cosa rara

un soberbio espigón de media vara.

Tan grandes dimensiones iba viendo

la madre y a los novios despidiendo,

diciéndole: -Mi niña quiere un hombre

que con tamaños tales no la asombre:

un marido de medios muy escasos;

y así, ustedes no sirven para el caso.

Corrió en breve la fama

del extraño capricho de esta dama,

hasta llegar a un pobretón cadete

que luego que lo supo se promete

vivir en adelante más dichoso

llegando con astucia a ser su esposo.

Presentose en la casa

y, lamentando su fortuna escasa,

dijo que hasta en las partes naturales

eran sus medios en pobreza iguales.

Oyendo esta noticia,

la madre le acaricia,

y, como tal pobreza la acomoda,

al cadete en seguida hizo la boda.

Ajustada conforme a su deseo,

en la primera noche de himeneo

se acostó con su novio muy gustosa,

sin temor, la doncella melindrosa;

mas, apenas su amor en ella ensaya,

cuando enseñó el cadete un trastivaya

tan largo, tan rechoncho y desgorrado,

que mil monjas le hubieran codiciado.

La moza, al verlo, a todo trapo llora;

llama a su madre y su favor implora,

la que, en el cuarto entrando

y de su yerno el cucharón mirando,

empezó del engaño a lamentarse

diciendo que le haría descasarse;

y el cadete, el ataque suspendiendo,

así la habló, su astucia defendiendo:

-Señora suegra, en esto no hay engaño;

yo no le haré a mi novia ningún daño,

porque tengo un remedio

con que el tamaño quede en un buen medio.

Deme un pañuelo: me echaré en la cosa

unos nudos que escurran, y mi esposa,

según que con la punta yo la incite,

pedirá la ración que necesite.

Usté, que por las puntas el pañuelo

tendrá para evitar todo recelo,

los nudos, según pida, irá soltando

y aquello que la guste irá colando.

No pudiendo encontrar mejor partido,

abrazaron las dos el prevenido:

al escabullo encasan el casquete,

y la alta empresa comenzó el cadete.

Así que la mocita

sintió la titilante cosquillita,

a su madre pidió que desatara

un nudo, para que algo más entrara.

Siguieron la función según se pudo,

a cada golpe desatando un nudo,

hasta que al fin, quedando sin pañuelo

el potente ciruelo

dentro ya del ojal a rempujones,

apenas ver dejaba los borlones.

Mas ella, no saciando su apetito, decía:

-¡Madre, quite otro nudito!

A que exclamó la vieja, sofocada:

-¡ Qué nudo ni qué nada!

Ya no queda ni nudo ni pañuelo;

que estás con tu marido pelo a pelo.

-i Cómo!, la hija respondió furiosa.

¿Pues qué hizo usté de tan cumplida cosa?

¡ Ay!, Dios se lo perdone;

siempre mi madre mi desdicha fragua;

todo lo que en las manos se le pone

al instante lo vuelve sal y agua.