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Los nueve libros de la historia/Libro I

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Libro I: Clío

La gente más culta de Persia y mejor instruida en la historia, pretende que los fenicios fueron los autores primitivos de todas las discordias que se suscitaron entre los griegos y las demás naciones. Habiendo aquellos venido del mar Eritreo al nuestro, se establecieron en la misma región que hoy ocupan, y se dieron desde luego al comercio en sus largas navegaciones. Cargadas sus naves de géneros propios del Egipto y de la Asiria, uno de los muchos y diferentes lugares donde aportaron traficando fue la ciudad de Argos, la principal y más sobresaliente de todas las que tenía entonces aquella región que ahora llamamos Helada. Los negociantes fenicios, desembarcando sus mercaderías, las expusieron con orden a pública venta. Entre las mujeres que en gran número concurrieron a la playa, fue una la joven Io, hija de Inacho, rey de Argos, a la cual dan los persas el mismo nombre que los griegos. Al quinto o sexto día de la llegada de los extranjeros, despachada la mayor parte de sus géneros y hallándose las mujeres cercanas a la popa, después de haber comprado cada una lo que más excitaba sus deseos, concibieron y ejecutaron los fenicios el pensamiento de robarlas. En efecto, exhortándose unos a otros, arremetieron contra todas ellas, y si bien la mayor parte se les pudo escapar, no cupo esta suerte a la princesa, que arrebatada con otras, fue metida en la nave y llevada después al Egipto, para donde se hicieron luego a la vela.

II

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Así dicen los persas que lo fue conducida al Egipto, no como nos lo cuentan los griegos, y que este fue el principio de los atentados públicos entre asiáticos y europeos, mas que después ciertos griegos (serían a la cuenta los Cretenses, puesto que no saben decirnos su nombre), habiendo aportado a Tiro en las costas de Fenicia, arrebataron a aquel príncipe una hija, por nombre Europa, pagando a los fenicios la injuria recibida con otra equivalente. Añaden también que no satisfechos los griegos con este desafuero, cometieron algunos años después otro semejante; porque habiendo navegado en una nave larga hasta el río Fasis, llegaron a Ea en la Cólquide, donde después de haber conseguido el objeto principal de su viaje, robaron al rey de Colcos una hija, llamada Medea. Su padre, por medio de un heraldo que envió a Grecia, pidió, juntamente con la satisfacción del rapto, que le fuese restituida su hija; pero los griegos contestaron, que ya que los asiáticos no se la dieran antes por el robo de Io, tampoco la darían ellos por el de Medea.

III

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Refieren, además, que en la segunda edad que siguió a estos agravios, fue cometido otro igual por Alejandro, uno de los hijos de Príamo. La fama de los raptos anteriores, que habían quedado impunes, inspiró a aquel joven el capricho de poseer también alguna mujer ilustre robada de la Grecia, creyendo sin duda que no tendría que dar por esta injuria la menor satisfacción. En efecto, robó a Helena, y los griegos acordaron enviar luego embajadores a pedir su restitución y que se les pagase la pena del rapto. Los embajadores declararon la comisión que traían, y se les dio por respuesta, echándoles en cara el robo de Medea, que era muy extraño que no habiendo los griegos por su parte satisfecho la injuria anterior, ni restituido la presa, se atreviesen a pretender de nadie la debida satisfacción para sí mismos.

IV

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Hasta aquí, pues, según dicen los persas, no hubo más hostilidades que las de estos raptos mutuos, siendo los griegos los que tuvieron la culpa de que en lo sucesivo se encendiese la discordia, por haber empezado sus expediciones contra el Asia primero que pensasen los persas en hacerlas contra la Europa. En su opinión, esto de robar las mujeres es a la verdad una cosa que repugna a las reglas de la justicia; pero también es poco conforme a la cultura y civilización el tomar con tanto empeño la venganza por ellas, y por el contrario, el no hacer ningún caso de las arrebatadas, es propio de gente cuerda y política, porque bien claro está que si ellas no lo quisiesen de veras nunca hubieran sido robadas. Por esta razón, añaden los persas, los pueblos del Asia miraron siempre con mucha frialdad estos raptos mujeriles, muy al revés de los griegos, quienes por una hembra lacedemonia juntaron un ejército numerosísimo, y pasando al Asia destruyeron el reino de Príamo; época fatal del odio con que miraron ellos después por enemigo perpetuo al nombre griego. Lo que no tiene duda es que al Asia y a las naciones bárbaras que la pueblan, las miran los persas como cosa propia suya, reputando a toda la Europa, y con mucha particularidad a la Grecia, como una región separada de su dominio.

Así pasaron las cosas, según refieren los persas, los cuales están persuadidos de que el origen del odio y enemistad para con los griegos les vino de la toma de Troya. Mas, por lo que hace al robo de Io, no van con ellos acordes los fenicios, porque éstos niegan haberla conducido al Egipto por vía de rapto, y antes bien, pretenden que la joven griega, de resultas de un trato nimiamente familiar con el patrón de la nave; como se viese con el tiempo próxima a ser madre, por el rubor que tuvo de revelará sus padres su debilidad, prefirió voluntariamente partirse con los fenicios, a da de evitar de este modo su pública deshonra. Sea de esto lo que se quiera, así nos lo cuentan al menos los persas y fenicios, y no me meteré yo a decidir entre ellos, inquiriendo si la cosa pasó de este o del otro modo. Lo que sí haré, puesto que según noticias he indicado ya quién fue el primero que injurió a los griegos, será llevar adelante mi historia, y discurrir del mismo modo por los sucesos de los estados grandes y pequeños, visto que muchos, que antiguamente fueron grandes, han venido después a ser bien pequeños, y que, al contrario, fueron antes pequeños los que se han elevado en nuestros días a la mayor grandeza. Persuadido, pues, de la instabilidad del poder humano, y de que las cosas de los hombres nunca permanecen constantes en el mismo ser, próspero ni adverso, hará, como digo, mención igualmente de unos estados y de otros, grandes y pequeños.

VI

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Creso, de nación lidio e hijo de Aliates, fue señor o tirano de aquellas gentes que habitan de esta parte del Halis, que es un río, el cual corriendo de Mediodía a Norte y pasando por entre los, Sirios y Paflagonios, va a desembocar en el ponto que llaman Euxino. Este Creso fue, a lo que yo alcanzo, el primero entre los bárbaros que conquistó algunos pueblos de los griegos, haciéndolos sus tributarios, y el primero también que se ganó a otros de la misma nación y los tuvo por amigos. Conquistó a los jonios, a los eolios y a los dorios, pueblos todos del Asia menor, y ganóse por amigos a los lacedemonios. Antes de su reinado los griegos eran todos unos pueblos libres o independientes, puesto que la invasión que los Cimmerios hicieron anteriormente en la Jonia fue tan solo una correría de puro pillaje, sin que se llegasen a apoderar de los puntos fortificados, ni a enseñorearse del país.

VII

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El imperio que antes era de los Heráclidas, pasó a la familia de Creso, descendiente de los Mérmnadas, del modo que voy a decir. Candaules, hijo de Myrso, a quien por eso dan los griegos el nombre de Myrsilo, fue el último soberano de la familia de los Heráclidas que reinó en Sardes, habiendo sido el primero Argon, hijo de Nino, nieto de Belo y biznieto de Alceo el hijo de Hércules. Los que reinaban en el país antes de Argon, eran descendientes de Lydo, el hijo de Atis; y por esta causa todo aquel pueblo, que primero se llamaba Meon, vino después a llamarse lidio. El que los Heráclidas descendientes de Hércules y de una esclava de Yardano se quedasen con el mando que hablan recibido en depósito de mano del último sucesor de los descendientes de Lydo, no fue sino en virtud y por orden de un oráculo. Los Heráclidas reinaron en aquel pueblo por espacio de quinientos cinco años, con la sucesión de veintidós generaciones, tiempo en que fue siempre pasando la corona de padres a hijos, hasta que por último se ciñeron con ella las sienes de Candaules.

VIII

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Este monarca perdió la corona y la vida por un capricho singular. Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la mujer más hermosa del mundo, tomó una resolución a la verdad bien impertinente. Tenía entre sus guardias un privado de toda su confianza llamado Giges, hijo de Dáscylo, con quien solía comunicar los negocios más serios de estado. Un día, muy de propósito se puso a encarecerle y levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no pasó mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba decretada por el cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Giges en estos términos: —«Veo, amigo, que por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán hermosa es mi mujer, y conozco que entre los hombres se da menos crédito a los oídos que a los ojos. Pues bien, yo haré de modo que ella se presente a tu vista con todas sus gracias, tal corno Dios la hizo.» Al oír esto Giges, exclama lleno de sorpresa: —«¿Qué discurso, señor, es este, tan poco cuerdo y tan desacertado? ¿me mandaréis por ventura que ponga los ojos en mi Soberana? No, señor; que la mujer que se despoja una vez de su vestido, se despoja con él de su recato y de su honor. Y bien sabéis que entre las leyes que introdujo el decoro público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que prescribe que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo fijamente que la reina es tan perfecta como me la pintáis, la más hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí una cosa tan fuera de razón.»

IX

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Con tales expresiones se resistía Giges, horrorizado de las consecuencias que el asunto pudiera tener; pero Candaules replicóle así: —«Anímate, amigo, y de nadie tengas recelo. No imagines que yo trate de hacer prueba de tu fidelidad y buena correspondencia, ni tampoco temas que mi mujer pueda causarte daño alguno, porque yo lo dispondré todo de manera que ni aun sospeche haber sido vista por ti. Yo mismo te llevaré al cuarto en que dormimos, te ocultaré detrás de la puerta, que estará abierta. No tardará mi mujer en venir a desnudarse, y en una gran silla, que hay inmediata a la puerta, irá poniendo uno por uno sus vestidos, dándote entre tanto lugar para que la mires muy despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde su asiento volviéndote las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú escaparte silenciosamente y sin que te vea salir.»

Viendo, pues, Giges que ya no podía huir del precepto, se mostró pronto a obedecer. Cuando Candaules juzga que ya es hora de irse a dormir, lleva consigo a Giges a su mismo cuarto, y bien presto comparece la reina. Giges, al tiempo que ella entra y cuando va dejando después despacio sus vestidos, la contempla y la admira, hasta que vueltas las espaldas se dirige hacia la cama. Entonces se sale fuera, pero no tan a escondidas que ella no le eche de ver. Instruida de lo ejecutado por su marido, reprime la voz sin mostrarse avergonzada, y hace como que no repara en ello; pero se resuelve desde el momento mismo a vengarse de Candaules, porque no solamente entre los lidios, sino entre casi todos los bárbaros, se tiene por grande infamia el que un hombre se deje ver desnudo, cuanto más una mujer.

XI

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Entretanto, pues, sin darse por entendida, estúvose toda la noche quieta y sosegada; pero al amanecer del otro día, previniendo a ciertos criados, que sabía eran los más leales y adictos a su persona, hizo llamar a Giges, el cual vino inmediatamente sin la menor sospecha de que la reina hubiese descubierto nada de cuanto la noche antes había pasado, porque bien a menudo solía presentarse siendo llamado de orden suya. Luego que llegó, le habló de esta manera: —«No hay remedio, Giges; es preciso que escojas, en los dos partidos que voy a proponerte, el que más quieras seguir. Una de dos: o me has de recibir por tu mujer, y apoderarte del imperio de los lidios, dando muerte a Candaules, o será preciso que aquí mismo mueras al momento, no sea que en lo sucesivo le obedezcas ciegamente y vuelvas a contemplar lo que no te es lícito ver. No hay más alternativa que esta; es forzoso que muera quien tal ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso en mí los ojos estando desnuda.» Atónito Giges, estuvo largo rato sin responder, y luego la suplicó del modo más enérgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadirla, y que se hallaba realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y la preguntó de nuevo: —«Decidme, señora, ya que me obligáis contra toda mi voluntad a dar la muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos acometerle? —¿Cómo? le responde ella, en el mismo sitio que me prostituyó desnuda a tus ojos; allí quiero que le sorprendas dormido.»

XII

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Concertados así los dos y venida que fue la noche, Giges, a quien durante el día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar para salir de aquel apuro, obligado sin remedio a matar a Candaules o morir, sigue tras de la reina, que le conduce a su aposento, le pone la daga en la mano, y le oculta detrás de la misma puerta. Saliendo de allí Giges, acomete y mata a Candaules dormido; con lo cual se apodera de su mujer y del reino juntamente: suceso de que Arquíloco pario, poeta contemporáneo, hizo mención en sus yambos trímetros.

XIII

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Apoderado así Giges del reino, fue confirmado en su posesión por el oráculo de Delfos. Porque como los lydios, haciendo grandísimo duelo del suceso trágico de Candaules, tomasen las armas para su venganza, juntáronse con ellos en un congreso los partidarios de Giges, y quedó convenido que si el oráculo declaraba que Giges fuese rey de los lidios, reinase en hora buena, pero si no, que se restituyese el mando a los Heráclidas. El oráculo otorgó a Giges el reino, en el cual se consolidó pacíficamente, si bien no dejó la Pitia de añadir, que se reservaba a los Heráclidas su satisfacción y venganza, la cual alcanzaría al quinto descendiente de Giges; vaticinio de que ni los lidios ni los mismos reyes después hicieron caso alguno, hasta que con el tiempo se viera realizado.

XIV

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De esta manera, vuelvo a decir, tuvieron los Mermnadas el cetro que quitaron a los Heráclidas. El nuevo soberano se mostró generoso en los regalos que envió a Delfos; pues fueron muchísimas ofrendas de plata, que consagró en aquel templo con otras de oro, entre las cuales merecen particular atención y memoria seis pilas o tazas grandes de oro macizo del peso de treinta talentos, que se conservan todavía en el tesoro de los corintios; bien que, hablando con rigor, no es este tesoro de la comunidad de los corintios, sino de Cipselo el hijo de Eetion. De todos los bárbaros, al lo menos que yo sepa, fue Giges el primero que después de Midas, rey de la Frigia e hijo de Gordias, dedicó sus ofrendas en el templo de Delfos, habiendo Midas ofrecido antes allí mismo su trono real (pieza verdaderamente bella y digna de ser vista), donde sentado juzgaba en público las causas de sus vasallos, el cual se muestra todavía en el mismo lugar en que las grandes tazas de Giges. Todo este oro y plata que ofreció el rey de Lidia es conocido bajo el nombre de las ofrendas gygadas, aludiendo al de quien las regaló. Apoderado del mando este monarca, hizo una expedición contra Mileto, otra contra Esmirna, y otra contra Colofon, cuya última plaza tomó a viva fuerza. Pero ya que en el largo espacio de treinta y ocho años que duró su reinado ninguna otra hazaña hizo de valor, contentos nosotros con lo que llevamos referido, lo dejaremos aquí.

XV

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Su hijo y sucesor Ardys rindió con las armas a Prinea, y pasó con sus tropas contra Mileto. Durante su reinado, los Cimmerios, viéndose arrojar de sus casas y asientos por los escitas nómades, pasaron al Asia menor, y rindieron con las armas a la ciudad de Sardes, si bien no llegaron a tomar la ciudadela.

XVI

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Después de haber reinado Ardys cuarenta y nueve años, tomó el mando su hijo Sadyates, que lo disfrutó doce, y lo dejó a Aliates. Este hizo la guerra a Ciaxares, uno de los descendientes de Dejoces, y al mismo tiempo a los medos: echó del Asia menor a los Cimmerios, tomó a Esmirna, colonia que era de Colofon, y llevó sus armas contra la ciudad de Clazómenas; expedición de que no salió como quisiera, pues tuvo que retirarse con mucha pérdida y descalabro.

XVII

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Sin embargo, nos dejó en su reinado otras hazañas bien dignas de memoria; porque llevando adelante la guerra que su padre emprendiera contra los de Mileto, tuvo sitiada la ciudad de un modo nuevo particular. Esperaba que estuviesen ya adelantados los frutos en los campos, y entonces hacía marchar su ejército al son de trompetas y flautas que tocaban hombres y mujeres. Llegando al territorio de Mileto, no derribaba los caseríos, ni los quemaba, ni tampoco mandaba quitar las puertas y ventanas. Sus hostilidades únicamente consistían en talar los árboles y las mieses, hecho lo cual se retiraba, porque veía claramente que siendo los Milesios dueños del mar, sería tiempo perdido el que emplease en bloquearlos por tierra con sus tropas. Su objeto en perdonar a los caseríos no era otro sino hacer que los Milesios, conservando en ellos donde guarecerse, no dejasen de cultivar los campos, y con esto pudiese él talar nuevamente sus frutos.

XVIII

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Once años habían durado las hostilidades contra Mileto; seis en tiempo de Sadyates, motor de la guerra, y cinco en el reinado de Aliates, que llevó adelante la empresa con mucho tesón y empeño. Dos veces fueron derrotados los Milesios, una en la batalla de Limenio, lugar de su distrito, y otra en las llanuras del Meandro. Durante la guerra no recibieron auxilios de ninguna otra de las ciudades de la Jonia, sino de los de Quío, que fueron los únicos que, agradecidos al socorro que habían recibido antes de los Milesios en la guerra que tuvieron contra los Erythréos, salieron ahora en su ayuda y defensa.

XIX

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Venido el año duodécimo y ardiendo las mieses encendidas por el enemigo, se levantó de repente un recio viento que llevó la llama al templo de Minerva Assesia, el cual quedó en breve reducido a cenizas. Nadie hizo caso por de pronto de este suceso; pero vueltas las tropas a Sardes, cayó enfermo Aliates, y retardándose mucho su curación, resolvió despachar sus diputados a Delfos, para consultar al oráculo sobre su enfermedad, ora fuese que alguno se lo aconsejase, ora que él mismo creyese conveniente consultar al Dios acerca de su mal. Llegados los embajadores a Delfos, les intimó la Pitia que no tenían que esperar respuesta del oráculo, si primero no reedificaban el templo de Minerva, que dejaron abrasar en Asseso, comarca de Mileto.

XX

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Yo sé que pasó de este modo la cosa, por haberla oído de boca de los delfios. Añaden los de Mileto, que Periandro, hijo de Cipselo, huésped y amigo íntimo de Trasíbulo, que a la sazón era señor de Mileto, tuvo noticia de la respuesta que acababa de dar la sacerdotisa de Apolo, y por medio de un enviado dio parte de ella a Trasíbulo, para que informado, y valiéndose de la ocasión, viese de tomar algún expediente oportuno.

XXI

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Luego que Aliates tuvo noticia de lo acaecido en Delfos, despachó un rey de armas a Mileto, convidando a Trasíbulo y a los Milesios con un armisticio por todo el tiempo que él emplease en levantar el templo abrasado. Entretanto, Trasíbulo, prevenido ya de antemano y asegurado de la resolución que quería tomar Aliates, mandó que recogido cuanto trigo había en la ciudad, así el público como el de los particulares, se llevase todo al mercado, y al mismo tiempo ordenó por un bando a los Milesios, que cuando él les diese la señal, al punto todos ellos, vestidos de gala, celebrasen sus festines y convites con mucho regocijo y algazara.

XXII

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Todo esto lo hacía Trasíbulo con la mira de que el mensajero lidio, viendo por una parte los montones de trigo, y por otra la alegría del pueblo en sus fiestas y banquetes, diese cuenta de todo a Aliates cuando volviese a Sardes después de cumplida su comisión. Así sucedió efectivamente; y Aliates, que se imaginaba en Mileto la mayor y a los habitantes sumergidos en la última miseria, oyendo de boca de su mensajero todo lo contrario de lo que esperaba, tuvo por acertado concluir la paz con la sola condición de que fuesen las dos naciones amigas y aliadas. Aliates, por un templo quemado, edificó dos en Asseso a la diosa Minerva, y convaleció de su enfermedad. Este fue el curso y el éxito de la guerra que Aliates hizo a Trasíbulo y a los ciudadanos de Mileto.

XXIII

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A Periandro, de quien acabo de hacer mención, por haber dado a Trasíbulo el aviso acerca del oráculo, dicen los corintios, y en lo mismo convienen los de Lesbos, que siendo señor de Corinto, le sucedió la más rara y maravillosa aventura: quiero decir la de Arión, natural de Metimna, cuando fue llevado a Ténaro sobre las espaldas de un delfín. Este Arión era uno de los más famosos músicos citaristas de su tiempo, y el primer poeta dityrámbico de que se tenga noticia; pues él fue quien inventó el dityrambo, y dándole este nombre lo enseñó en Corinto.

XXIV

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La cosa suele contarse así: Arión, habiendo vivido mucho tiempo en la corte al servicio de Periandro, quiso hacer un viaje a Italia y a Sicilia, como efectivamente lo ejecutó por mar; y después de haber juntado allí grandes riquezas, determinó volverse a Corinto. Debiendo embarcarse en Tarento, fletó un barco corintio, porque de nadie se fiaba tanto como de los hombres de aquella nación. Pero los marineros, estando en alta mar, formaron el designio de echarle al agua, con el fin de apoderarse de sus tesoros. Arión entiende la trama, y les pide que se contenten con su fortuna, la cual les cederá muy gustoso con tal de que no le quiten la vida. Los marineros, sordos a sus ruegos, solamente le dieron a escoger entre matarse con sus propias manos, y así lograría ser sepultado después en tierra, o arrojarse inmediatamente al mar. Viéndose Arión reducido a tan estrecho apuro, pidióles por favor le permitieran ataviarse con sus mejores vestidos, y entonar antes de morir una canción sobre la cubierta de la nave, dándoles palabra de matarse por su misma mano luego de haberla concluido. Convinieron en ello los corintios, deseosos de disfrutar un buen rato oyendo cantar al músico más afamado de su tiempo; y con este fin dejaron todos la popa y se vinieron a oirle en medio del barco. Entonces el astuto Arión, adornado maravillosamente y puesto el pie sobre la cubierta con la cítara en la mano, cantó una composición melodiosa, llamada el Nomo orthio, y habiéndola concluido, se arrojó de repente al mar. Los marineros, dueños de sus despojos continuaron su navegación a Corinto, mientras un delfín (según nos cuentan) tomó sobre sus espaldas al célebre cantor y lo condujo salvo a Ténaro. Apenas puso Arión en tierra los pies, se fue en derechura a Corinto vestido con el mismo traje, y refirió lo que acababa de suceder. Periandro, que no daba entero crédito al cuento de Arión, aseguró su persona y le tuvo custodiado hasta la llegada de los marineros. Luego que ésta se verificó, los hizo comparecer delante de sí, y les preguntó si sabrían darle alguna noticia de Arión. Ellos respondieron que se hallaba perfectamente en Italia, y que lo habían dejado sano y bueno en Tarento. Al decir esto, de repente comparece a su vista Arión, con los mismos adornos con que se había precipitado en el mar; de lo que, aturdidos ellos, no acertaron a negar el hecho y quedó demostrada su maldad. Esto es lo que refieren los corintios y lesbios; y en Ténaro se ve una estatua de bronce, no muy grande, en la cual es representado Arión bajo la figura de un hombre montado en un delfín.

XXV

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Volviendo a la historia, dirá que Aliates dio fin con su muerte a un reinado de cincuenta y siete años, y que fue el segundo de su familia que contribuyó a enriquecer el templo de Delfos; pues en acción de gracias por haber salido de su enfermedad, consagró un gran vaso de plata con su basera de hierro colado, obra de Glauco, natural de Quío (el primero que inventó la soldadura de hierro), y la ofrenda más vistosa de cuantas hay en Delfos.

XXVI

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Por muerte de Aliates entró a reinar su hijo Creso a la edad de treinta y un años, y tornando las armas, acometió a los de Éfeso, y sucesivamente a los demás griegos. Entonces fue cuando los Efesios, viéndose por él sitiados, consagraron su ciudad a Diana, atando desde su templo una soga que llegase hasta la muralla, siendo la distancia no menos que de siete estadios, pues a la sazón la ciudad vieja, que fue la sitiada, distaba tanto del templo. El monarca lydio hizo después la guerra por su turno a los jonios y a los eolios, valiéndose de diferentes pretextos, algunos bien frívolos, y aprovechando todas las ocasiones de engrandecerse.

XXVII

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Conquistados ya los griegos del continente del Asia y obligados a pagarle tributo, formó de nuevo el proyecto de construir una escuadra y atacar a los isleños, sus vecinos. Tenía ya todos los materiales a punto para dar principio a la construcción, cuando llegó a Sardes Biante el de Priena, según dicen algunos, o según dicen otros, Pitaco el de Mitilene. Preguntado por Creso si en la Grecia había algo de nuevo, respondió que los isleños reclutaban hasta diez mil caballos, resueltos a emprender una expedición contra Sardes. Creyendo Creso que se le decía la verdad sin disfraz alguno: —«¡Ojalá, exclamó, que los dioses inspirasen a los isleños el pensamiento de hacer una correría contra mis Lidyos, superiores por su genio y destreza a cuantos manejan caballos! —Bien se echa de ver, señor, replicó el sabio, el vivo deseo que os anima de pelear a caballo contra los isleños en tierra firme, y en eso tenéis mucha razón. Pues ¿qué otra cosa pensáis vos que desean los isleños, oyendo que vais a construir esas naves, sino poder atrapar a los lidios en alta mar, y vengar así los agravios que estáis haciendo a los griegos del continente, tratándolos cuino vasallos y aun como esclavos?» Dicen que el apólogo de aquel sabio pareció a Creso muy ingenioso y cayéndole mucho en gracia la ficción, tomó el consejo de suspender la fábrica de sus naves y de concluir con los jonios de las islas un tratado de amistad.

XXVIII

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Todas las naciones que moran más acá del río Halis, fueron conquistadas por Creso y sometidas a su gobierno, a excepción de los Cílices y de los licios. Su imperio se componía por consiguiente de los de los lidios, frigios, misios, mariandinos, calibes, paflagonios, tracios, tinos y bitinios; como también de los carios, jonios, eolios y panfilios.

XXIX

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Como la corte de Sardes se hallase después de tantas conquistas en la mayor opulencia y esplendor, todos los varones sabios que a la sazón vivían en Grecia emprendían sus viajes para visitarla en el tiempo que más convenía a cada uno. Entre todos ellos, el más célebre fue el ateniense Solón; el cual, después de haber compuesto un código de leyes por orden de sus ciudadanos, so color de navegar y recorrer diversos países, se ausentó de su patria por diez años; pero en realidad fue por no tener que abrogar ninguna ley de las que dejaba establecidas, puesto que los atenienses, obligados con los más solemnes juramentos a la observancia de todas las que les había dado Solón, no se consideraban en estado de poder revocar ninguna por sí mismos.

XXX

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Estos motivos y el deseo de contemplar y ver mundo, hicieron que Solón se partiese de su patria y fuese a visitar al rey Amasis en Egipto, y al rey Creso en Sardes. Este último le hospedó en su palacio, y al tercer o cuarto día de su llegada dio orden a los cortesanos para que mostrasen al nuevo huésped todas las riquezas y preciosidades que se encontraban en su tesoro. Luego que todas las hubo visto y observado prolijamente por el tiempo que quiso, le dirigió Creso este discurso: —«ateniense, a quien de veras aprecio, y cuyo nombre ilustre tengo bien conocido por la fama de la sabiduría y ciencia política, y por lo mucho que has visto y observado con la mayor diligencia, respóndeme, caro Solón, a la pregunta que voy a dirigirte. Entre tantos hombres, ¿has visto alguno hasta de ahora completamente dichoso?» Creso hacía esta pregunta porque se creía el más afortunado del mundo. Pero Solón, enemigo de la lisonja, y que solamente conocía el lenguaje de la verdad, le respondió: —«Sí, señor, he visto a un hombre feliz en Tello el ateniense.» Admirado el rey, insta de nuevo. —«¿Y por qué motivo juzgas a Tello el más venturoso de todos? —Por dos razones, señor, le responde Solón; la una, porque floreciendo su patria, vio prosperar a sus hijos, todos hombres de bien, y crecer a sus nietos en medio de la más risueña perspectiva; y la otra, porque gozando en el mundo de una dicha envidiable, le cupo la muerte más gloriosa, cuando en la batalla de Eleusina, que dieron los atenienses contra los fronterizos, ayudando a los suyos y poniendo en fuga a los enemigos, murió en el lecho del honor con las armas victoriosas en la mano, mereciendo que la patria le distinguiese con una sepultura pública en el mismo sitio en que había muerto.»

XXXI

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Excitada la curiosidad de Creso por este discurso de Solón, le preguntó nuevamente a quién consideraba después de Tello el segundo entre los felices, no dudando que al menos este lugar le sería adjudicado. Pero Solón le respondió: —«A dos argivos, llamados Cleobis y Biton. Ambos gozaban en su patria una decente medianía, y eran además hombres robustos y valientes, que habían obtenido coronas en los juegos y fiestas públicas de los atletas. También se refiere de ellos, que como en una fiesta que los argivos hacían a Juno fuese ceremonia legítima el que su madre hubiese de ser llevada al templo en un carro tirado de bueyes, y éstos no hubiesen llegado del campo a la hora precisa, los dos mancebos, no pudiendo esperar más, pusieron bajo del yugo sus mismos cuellos, y arrastraron el carro en que su madre venía sentada, por el espacio de cuarenta y cinco estadios, hasta que llegaron al templo con ella. »Habiendo dado al pueblo que a la fiesta concurría este tierno espectáculo, les sobrevino el término de su carrera del modo más apetecible y más digno de envidia; queriendo mostrar en ellos el cielo que a los hombres a veces les conviene más morir que vivir. Porque como los ciudadanos de Argos, rodeando a los dos jóvenes celebrasen encarecidamente su resolución, y las ciudadanas llamasen dichosa la madre que les había dado el ser, ella muy complacida por aquel ejemplo de piedad filial, y muy ufana con los aplausos, pidió a la diosa Juno delante de su estatua que se dignase conceder a sus hijos Cleobis y Biton, en premio de haberla honrado tanto, la mayor gracia que ningún mortal hubiese jamás recibido. Hecha esta súplica, asistieron los dos al sacrificio y al espléndido banquete, y después se fueron a dormir en el mismo lugar sagrado, donde les cogió un sueño tan profundo que nunca más despertaron de él. Los argivos honraron su memoria y dedicaron sus retratos en Delfos considerándolos como a unos varones esclarecidos.»

XXXII

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A estos daba Solón el segundo lugar entre los felices; oyendo lo cual Creso, exclamó conmovido: —«¿Conque apreciáis en tan poco, amigo ateniense, la prosperidad que disfruto, que ni siquiera me contáis por feliz al lado de esos hombres vulgares? —¿Y a mí, replicó Solón, me hacéis esa pregunta, a mí, que sé muy bien cuán envidiosa es la fortuna, y cuán amiga es de trastornar los hombres? Al cabo de largo tiempo puede suceder fácilmente que uno vea lo que no quisiera, y sufra lo que no temía. »Supongamos setenta años el término de la vida humana. La suma de sus días será de veinticinco mil y doscientos, sin entrar en ella ningún mes intercalar. Pero si uno quiere añadir un mes cada dos años, con la mira de que las estaciones vengan a su debido tiempo, resultarán treinta y cinco meses intercalares, y por ellos mil y cincuenta días más. Pues en todos estos días de que constan los setenta años, y que ascienden al número de veintiséis mil doscientos y cincuenta, no se hallará uno solo que por la identidad de sucesos sea enteramente parecido a otro. La vida del hombre ¡oh Creso! es una serie de calamidades. En el día sois un monarca poderoso y rico, a quien obedecen muchos pueblos; pero no me atrevo a daros aún ese nombre que ambicionáis, hasta que no sepa cómo habéis terminado el curso de vuestra vida. Un hombre por ser muy rico no es más feliz que otro que sólo cuenta con la subsistencia diaria, si la fortuna no le concede disfrutar hasta el fin de su primera dicha. ¿Y cuántos infelices vemos entre los hombres opulentos, al paso que muchos con un moderado patrimonio gozan de la felicidad? »El que siendo muy rico es infeliz, en dos cosas aventaja solamente al que es feliz, pero no rico. Puede, en primer lugar, satisfacer todos sus antojos; y en segundo, tiene recursos para hacer frente a los contratiempos. Pero el otro le aventaja en muchas cosas; pues además de que su fortuna le preserva de aquellos males, disfruta de buena salud, no sabe qué son trabajos, tiene hijos honrados en quienes se goza, y se halla dotado de una hermosa presencia. Si a esto se añade que termine bien su carrera, ved aquí el hombre feliz que buscáis; pero antes que uno llegue al fin, conviene suspender el juicio y no llamarle feliz. Désele, entretanto, si se quiere, el nombre de afortunado. »Pero es imposible que ningún mortal reúna todos estos bienes; porque así como ningún país produce cuanto necesita, abundando de unas cosas y careciendo de otras, y teniéndose por mejor aquel que da más de su cosecha, del mismo modo no hay hombre alguno que de todo lo bueno se halla provisto; y cualquiera que constantemente hubiese reunido mayor parte de aquellos bienes, si después lograre una muerte plácida y agradable, éste, señor, es para mí quien merece con justicia el nombre de dichoso. En suma, es menester contar siempre con el fin; pues hemos visto frecuentemente desmoronarse la fortuna da los hombres a quienes Dios había ensalzado más.»

XXXIII

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Este discurso, sin mezcla de adulación ni de cortesanos miramientos, desagradó a Creso, el cual despidió a Solón, teniéndolo por un ignorante que, sin hacer caso de los bienes presentes, fijaba la felicidad en el término de las cosas.

XXXIV

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Después de la partida de Solón, la venganza del cielo se dejó sentir sobre Creso, en castigo, a lo que parece, de su orgullo por haberse creído el más dichoso de los mortales. Durmiendo una noche le asaltó un sueño en que se lo presentaron las desgracias que amenazaban a su hijo. De dos que tenía, el uno era sordo y lisiado; y el otro, llamado Atis, el más sobresaliente de los jóvenes de su edad. Este perecería traspasado con una punta de hierro si el sueño se verificaba. Cuando Creso despertó se puso lleno de horror a meditar sobre él, y desde luego hizo casar a su hijo y no volvió a encargarle el mando de sus tropas, a pesar de que antes era el que solía conducir los lidios al combate; ordenando además que los dardos, lanzas y cuantas armas sirven para la guerra, se retirasen de las habitaciones destinadas a los hombres, y se llevasen a los cuartos de las mujeres, no fuese que permaneciendo allí colgadas pudiese alguna caer sobre su hijo.

XXXV

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Mientras Creso disponía las bodas, llegó a Sardes un frigio de sangre real, que había tenido la desgracia de ensangrentar sus manos con un homicidio involuntario. Puesto en la presencia del rey, le pidió se dignase purificarle de aquella mancha, lo que ejecutó Creso según los ritos del país, que en esta clase de expansiones son muy parecidos a los de la Grecia. Concluida la ceremonia, y deseoso de saber quién era y de donde venía, le habló así: —«¿Quién eres, desgraciado? ¿de qué parte de Frigia vienes? ¿y a qué hombre o mujer has quitado la vida? —Soy, respondió el extranjero, hijo de Midas, y nieto de Gordió: me llamo Adrasto; maté sin querer a un hermano mío, y arrojado de la casi paterna, falto de todo auxilio, vengo a refugiarme a la vuestra. —Bien venido seas, le dijo Creso, pues eres de una familia amiga, y aquí nada te faltará. Sufre la calamidad con buen ánimo, y te será más llevadera.» Adrasto se quedó hospedado en el palacio de Creso.

XXXVI

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Por el mismo tiempo un jabalí enorme del monte Olimpo devastaba los campos de los Mysios; los cuales, tratando de perseguirlo en vez de causarle daño, lo recibían de él nuevamente. Por último, enviaron sus diputados a Creso, rogándolo que los diese al príncipe su hijo con algunos mozos escogidos y perros de caza para matar aquella fiera. Creso, renovando la memoria del sueño, les respondió: —«Con mi hijo no contéis, porque es novio y no quiero distraerle de los cuidados que ahora lo ocupan; os daré, sí, todos mis cazadores con sus perros, encargándoles hagan con vosotros los mayores esfuerzos para ahuyentar de vuestro país el formidable jabalí.»

XXXVII

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Poco satisfechos quedaran los Mysios con esta respuesta, cuándo llegó el hijo de Creso, e informado de todo, habló a su padre en estos términos: —«En otro tiempo, padre mío, la guerra y la caza me presentaban honrosas y brillantes ocasiones donde acreditar mi valor; pero ahora me tenéis separado de ambas ejercicios, sin haber dado yo muestras de flojedad ni de cobardía. ¿Con qué cara me dejaré ver en la corte de aquí en adelante al ir y volver del foro y de las concurrencias públicas? ¿En qué concepto me tendrán los ciudadanos? ¿Qué pensará de mí la esposa con quien acabo de unir mi destino? Permitidme pues, que asista a la caza proyectada, o decidme por qué razón no me conviene ir a ella.»

XXXVIII

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—«Yo, hijo mío, respondió Creso, no he tomado estas medidas por haber visto en ti cobardía, ni otra cosa que pudiese desagradarme. Un sueño me anuncia que morirás en breve traspasado por una punta de hierro. Por esto aceleré tus bodas, y no te permito ahora ir a la caza por ver si logro, mientras viva, libertarte de aquel funesto presagio. No tengo más hijo que tú, pues el otro, sordo y estropeado, es como si no le tuviera.»

XXXIX

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—«Es justo, replicó el joven, que se os disimule vuestro temor y la custodia en que me habéis tenido después de un sueño tan aciago; mas, permitidme, señor, que os interprete la visión, ya que parece no la habéis comprendido. Si me amenaza una punta de hierro, ¿qué puedo temer de los dientes y garras de un jabalí? Y puesto que no vamos a lidiar con hombres, no pongáis obstáculo a mi macha.»

XL

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—«Veo, dijo Creso, que me aventajas en la inteligencia de los sueños. Convencido de tus razones, mudo de dictamen y te doy permiso para que vayas a caza.»

XLI

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En seguida llamó a Adrasto, y le dijo: —«No pretendo, amigo mío, echarte en cara tu desventura: bien sé que no eres ingrato. Recuérdote solamente que me debes tu expiación, y que hospedado en mi palacio te proveo de cuanto necesitas. Ahora en cambio exijo de ti que te encargues de la custodia de mi hijo en esta cacería, no sea que en el camino salgan ladrones a dañaros. A ti, además, te conviene una expedición en que podrás acreditar el valor heredado de tus mayores y la fuerza de tu brazo.»

XLII

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—«Nunca, señor, respondió Adrasto, entraría de buen grado en esta que pudiendo llamarse partida de diversión desdice del miserable estado en que me veo, y por eso heme abstenido hasta de frecuentar la sociedad de los jóvenes afortunados; pero agradecido a vuestros beneficios, y debiendo corresponder a ellos, estoy pronto a ejecutar lo que me mandáis, y quedad seguro que desempeñaré con todo esmero la custodia de vuestro hijo, para que torne sano y salvo a vuestra casa.»

XLIII

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Dichas estas palabras, parten los jóvenes, acompañados de una tropa escogida y provistos de perros de caza. Llegados a las sierras del Olimpo, buscan la fiera, la levantan y rodean, y disparan contra ella una lluvia de dardos. En medio de la confusión, quiere la fortuna ciega que el huésped purificado por Creso de su homicidio, el desgraciado Adrasto, disparando un dardo contra el jabalí, en vez de dar en la fiera, dé en el hijo mismo de su bienhechor, en el príncipe infeliz que, traspasado con aquella punta, cumple muriendo la predicción del sueño de su padre. Al momento despachan un correo para Creso con la nueva de lo acaecido, el cual, llegado a Sardes, dale cuenta del choque y de la infausta muerte de su hijo.

XLIV

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Túrbase Creso al oír la noticia, y se lamenta particularmente de que haya sido el matador de su hijo aquel cuyo homicidio había él expiado. En el arrebato de su dolor invoca al dios de la expiación, al dios de la hospitalidad, al dios que preside a las íntimas amistades, nombrando con estos títulos a Júpiter, y poniéndole por testigo de la paga atroz que recibe de aquel cuyas manos ensangrentadas ha purificado, a quien ha recibido corno huésped bajo su mismo techo, y que escogido para compañero y custodio de su hijo, se había mostrado su mayor enemigo.

XLV

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Después de estos lamentos llegan los lidios con el cadáver, y detrás el matador, el cual, puesto delante de Creso, lo insta con las manos extendidas para que lo sacrifique sobre el cuerpo de su hijo, renovando la memoria de su primera desventura, y diciendo que ya no debe vivir, después de haber dado la muerte a su mismo expiador. Pero Creso, a pesar del sentimiento y luto doméstico que le aflige, se compadece de Adrasto y le habla en estos términos: —«Ya tengo, amigo, toda la venganza y desagravio que pudiera desear, en el hecho de ofrecerte a morir tú mismo. Pero ¡ah! no es tuya la culpa, sino del destino, y quizá de la deidad misma que me pronosticó en el sueño lo que había de suceder.» Creso hizo los funerales de su hijo con la pompa correspondiente; y el infeliz hijo de Midas y nieto de Gordio, el homicida involuntario de su hermano y del hijo de su expiador, el fugitivo Adrasto, cuando vio quieto y solitario el lugar del sepulcro, condenándose a sí mismo por el más desdichado de los hombres, se degolló sobre el túmulo con sus propias manos.

XLVI

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Creso, tras perder a su hijo, llevó luto dos años, al cabo de los cuales, viendo que el imperio de Astiages, hijo de Ciaxares, había sido destruido por Ciro, hijo de Cambises, y que el poder de los persas aumentaba de día en día, suspendió su llanto y se puso a pensar cómo acabar con la dominación persa antes de que fuera a más. Con esta idea, queriendo comprobar la veracidadad de los oráculos, tanto de Grecia como de Libia, envió varios comisionados a Delfos y Abas, en Focia, a Dodona, y también a los oráculos de Anfiarao y de Trofonio, y al que hay en Branchidas, en el territorio de Mileto, todos éstos en Grecia, y asimismo envió una embajada al templo de Ammon en Libia. Su intención era contrastar lo que cada oráculo respondía, y si coincidían, consultarles después si debía emprender la guerra contra los persas.

XLVII

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Antes de marchar, dio a sus comisionados estas instrucciones: que contasen bien los días, desde que saliesen de Sardes y a los 100 días consultasen el oráculo en estos términos: «¿En qué se está ocupando en este momento el rey de los lidios, Creso, hijo de Aliates?» y que le trajesen la respuesta de cada oráculo por escrito. No sabemos lo que respondieron los demás oráculos, pero en Delfos, tras entrar los lidios en el templo y preguntar lo que se les había mandado, respondió la Pitia con estos versos:

Sé del mar la medida, y de su arena

el número contar. No hay sordo alguno

a quien no entienda; y oigo al que no habla.

Percibo el olor que despide

la tortuga cocida en vasija

de bronce, con la carne de cordero,

con bronce abajo y bronce arriba.

XLVIII

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Los lidios, tomando estos versos de la boca profética de la Pitia, los pusieron por escrito, y volvieron a Sardes. Mientras tanto iban llegando las respuestas de los otros oráculos, ninguna de las cuales satisfizo a Creso. Pero cuando llegó la de Delfos, la recibió con veneración, convencido de que sólo allí residía una divinidad verdadera, pues nadie más había dado con la verdad: había ideado algo difícil de adivinar para el día convenido, en concreto trocear una tortuga y un cordero, que se puso a cocer en una vasija de bronce, que tenía una tapa del mismo metal.

XLIX

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Esta ocupación era conforme a la respuesta de Delfos. La que dio el oráculo de Anfiarao a los lidios que la consultaron sin faltar a ninguna de las ceremonias usadas en aquel templo, no puedo decir cuál fuera; y solo se refiere que por ella quedó persuadido Creso de que también aquel oráculo gozaba del don de profecía.

Después de esto procuró Creso ganarse el favor de la deidad que reside en Delfos, a fuerza de grandes sacrificios, pues por una parte subieron hasta el número de tres mil las víctimas escogidas que allí ofreció, y por otra mandó levantar una grande pira de lechos dorados y plateados, de tazas de oro, de vestidos y túnicas de púrpura, y después la pegó fuego; ordenando también a todos los lidios que cada uno se esmerase en sus sacrificios cuanto les fuera posible. Hecho esto, mandó derretir una gran cantidad de oro y fundir con ella unos como medios ladrillos, de los cuales los más largos eran de seis palmos, y los más cortos de tres, teniendo de grueso un palmo. Todos componían el número de ciento diecisiete. Entre ellos habla cuatro de oro acrisolado, que pesaba cada uno dos talentos y medio; los demás ladrillos de oro blanquecino eran del peso de dos talentos. Labró también de oro refinado la efigie de un león, del peso de diez talentos. Este león, que al principio se hallaba erigido sobre los medios ladrillos, cayó de su base cuando se quemó el templo de Delfos, y al presente se halla en el tesoro de los corintios, pero con solo el peso de seis talentos y medio, habiendo mermado tres y medio que el incendio consumió.

LI

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Fabricados estos dones, envió Creso juntamente con ellos otros regalos, que consistían en dos grandes tazas, la una de oro, y la otra de plata. La de oro estaba a mano derecha, al entrar en el templo, y la de plata a la izquierda; si bien ambas, después de abrasado el templo, mudaron también de lugar; pues la de oro, que pesa ocho talentos y medio y doce minas más, se guarda en el tesoro de los clazomenios; y la de plata en un ángulo del portal al entrar del templo; la cual tiene de cabida seiscientos cántaros, y en ella ameran los de Delfos el vino en la fiesta de la Theofania. Dicen ser obra de Teodoro samio, y lo creo así; pues no me parece por su mérito pieza de artífice común. Envió asimismo cuatro tinajas de plata, depositadas actualmente en el tesoro de los de Corinto; y consagró también dos aguamaniles, uno de oro y otro de plata. En el último se ve grabada esta inscripción: Don de los lacedemonios; los cuales dicen ser suya la dádiva; pero lo dicen sin razón, siendo una de las ofrendas de Creso. La verdad es que cierto sujeto de Delfos, cuyo nombre conozco, aunque no le manifestaré, le puso aquella inscripción, queriéndose congraciar con los lacedemonios. El niño por cuya mano sale el agua, sí que es don de los lacedemonios, no siéndolo ninguno de los dos aguamaniles. Muchas otras dádivas envió Creso que nada tenían de particular, entre ellas ciertos globos de plata fundida, y una estatua de oro de una mujer, alta tres codos, que dicen los Delfos ser la panadera de Creso. Ofreció también el collar de oro y los cinturones de su mujer.

LII

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Informado Creso del valor de Anfiarao y de su desastrado fin, le ofreció un escudo, todo él de oro puro, y juntamente una lanza de oro macizo, con el asta del mismo metal. Entrambas ofrendas se conservan hoy en Tebas, guardadas en el templo de Apolo Ismenio.

LIII

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Los lidios encargados de llevar a los templos estos dones, recibieron orden de Creso para hacer a los oráculos la siguiente pregunta: «Creso, monarca de los lidios y de otras naciones, bien seguro de que son solos vuestros oráculos los que hay en el mundo verídicos, os ofrece estas dádivas, debidas a vuestra divinidad y numen profético, y os pregunta de nuevo, si será bien emprender la guerra contra los persas, y juntar para ella algún ejército confederado.» Ambos oráculos convinieron en una misma respuesta, que fue la de pronosticar a Creso, que si movía sus tropas contra los persas acabarla con un grande imperio; y le aconsejaron, que informado primero de cuál pueblo entre los griegos fuese el más poderoso, hiciese con él un tratado de alianza.

LIV

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Sobremanera contento Creso con la respuesta, y envanecido con la esperanza de arruinar el imperio de Ciro, envió nuevos diputados a la ciudad de Delfos, y averiguado el número de sus moradores, regaló a cada uno dos monedas o estateres de oro. En retorno los delfios dieron a Creso y a los lidios la prerrogativa en las consultas, la presidencia de las juntas, la inmunidad en las aduanas y el derecho perpetuo de filiación a cualquier lidio que quisiere ser su conciudadano.

LV

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Tercera vez consultó Creso al oráculo, por hallarse bien persuadido de su veracidad. La pregunta estaba reducida a saber si sería largo su reinado, a la cual respondió la Pithia de este modo: # Cuando el rey de los medos fuere un mulo, Huye entonces al Hernio pedregoso, Oh lidio delicado; y no te quedes A mostrarte cobarde y sin vergüenza.

LVI

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Cuando estos versos llegaron a noticia de Creso, holgóse más con ellos que con los otros, persuadido de que nunca por un hombre reinaría entre los medos un mulo, y que por lo mismo ni él ni sus descendientes dejarían jamás de mantenerse en el trono. Pasa después a averiguar con mucho esmero quiénes de entre los griegos fuesen los mas poderosos, a fin de hacerlos sus amigos, y por los informes halló que sobresalían particularmente los lacedemonios y los atenienses, aquellos entre los dorios, y estos entre los jonios. Aquí debo prevenir que antiguamente dos eran las naciones más distinguidas en aquella región, la Pelásgica y la Helénica; de las cuales la una jamás salió de su tierra, y la otra mudó de asiento muy a menudo. En tiempo de su rey Deucalion habitaba en la Pthiotida, y en tiempo de Doro el hijo de Helleno, ocupaba la región Istieotida, que está al pie de los montes Ossa y Olimpo. Arrojados después por los Cadmeos de la Istieotida, establecieron su morada en Pindo, y se llamó con el nombre de Macedno. Desde allí pasó a la Dryopida, y viniendo por fin al Peloponeso, se llamó la gente Dórica.

LVII

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Cuál fuese la lengua que hablaban los pelasgos, no puedo decir de positivo. Con todo, nos podemos regir por ciertas conjeturas tomadas de los pelasgos, que todavía existen: primero, de los que habitan la ciudad de Crestona, situada sobre los Tyrrenos (los cuales en lo antiguo fueron vecinos de los que ahora llamamos Dorienses, y moraban entonces en la región que al presente se llama la Tessaliotida); segundo, de los pelasgos, que en el Helesponto fundaron a Placia y a Seylace (los cuales fueron antes vecinos de los atenienses); tercero, de los que se hallan en muchas ciudades pequeñas, bien que hayan mudado su antiguo nombre de pelasgos. Por las conjeturas que nos dan todos estos pueblos, podremos decir que los pelasgos debían hablar algún lenguaje bárbaro, y que la gente Ática, siendo Pelasga, al incorporarse con los Helenos, debió de aprender la lengua de éstos, abandonando la suya propia. Lo cierto es que ni los de Crestona, ni los de Placia (ciudades que hablan entre sí una misma lengua), la tienen común con ninguno de aquellos pueblos que son ahora sus vecinos, de donde se infiere que conservan el carácter mismo de la lengua que consigo trajeron cuando se fugaron en aquellas regiones.

LVIII

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Por el contrario, la nación Helénica, a mi parecer, habla siempre desde su origen el mismo idioma. Débil y separada de la Pelásgica, empezó a crecer de pequeños principios, y vino a formar un grande cuerpo, compuesto de muchas gentes, mayormente cuando se le fueron allegando y uniendo en gran número otras bárbaras naciones, y de aquí dimanó, según yo imagino, que la nación de los pelasgos, que era una de las bárbaras, nunca pudiese hacer grandes progresos.

LIX

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De estas dos naciones oía decir Creso que el Ática se hallaba oprimida por Pisístrato, que a la sazón era señor o tirano do los atenienses. A su padre Hipócrates, asistiendo a los juegos Olímpicos, le sucedió un gran prodigio, y fue que las calderas que tenía ya prevenidas para un sacrificio, llenas de agua y de carne, sin que las tocase el fuego, se pusieron a hervir de repente hasta derramarse. El lacedemonio Quilón, que presenció aquel portento, previno dos cosas a Hipócrates: la primera, que nunca se casase con mujer que pudiese darle sucesión; y la segunda, que si estaba casado, se divorciase luego y desconociese por hijo al que ya hubiese tenido. Por no haber seguido estos consejos le nació después Pisístrato, el cual, aspirando a la tiranía y viendo que los atenienses litorales, capitaneados por Megacles, hijo de Alcmeon, se habían levantado contra los habitantes de los campos, conducidos por Licurgo, el hijo de Arisitoclaides, formó un tercer partido, bajo el pretexto de defender a los atenienses de las montañas, y para salir con su intento urdió la trama de este modo. Hízose herir a sí mismo y a los mulos de su carroza, y se fue hacia la plaza como quien huía de sus enemigos, fingiendo que le habían querido matar en el camino de su casa de campo. Llegado a la plaza, pidió al pueblo que pues él antes se había distinguido mucho en su defensa, ya cuando general contra los megarenses, ya en la toma de Nicea, y con otras grandes empresas y servicios, tuviesen a bien concederle alguna guardia para la seguridad de su persona. Engañado el pueblo con tal artificio, dióle ciertos hombres escogidos que lo escoltasen y siguiesen, los cuales estaban armados, no de lanzas, sino de clavas. Auxiliado por estos, se apoderó Pisístrato de la ciudadela de Atenas, y por este medio llegó a hacerse dueño de los atenienses; pero sin alterar el orden de los magistrados ni mudar las leyes, contribuyó mucho y bien al adorno de la ciudad, gobernando bajo el plan antiguo.

LX

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Poco tiempo después, unidos entre sí los partidarios de Megacles y los de Licurgo, lograron quitar el mando a Pisístrato y echarlo de Atenas. No bien los dos partidos acabaron de expelerle, cuando volvieron de nuevo a la discordia y sedición entre sí mismos. Megacles, que se vio sitiado por sus enemigos, despachó un mensajero a Pisístrato, ofreciéndolo que si tomaba a su hija por mujer, le daría en dote el mando de la república. Admitida la proposición y otorgadas las condiciones, discurrieron para la vuelta de Pisístrato el artificio más grosero que en mi opinión pudiera imaginarse, mayormente si se observa que los griegos eran tenidos ya de muy antiguo por más astutos que los bárbaros y menos expuestos a dejarse deslumbrar de tales necedades y que se trataba de engañar a los atenienses, reputados por los más sabios y perspicaces de todos los griegos. En el partido Pecinense había una mujer hermosa llamada Phya, con la estatura de cuatro codos menos tres dedos. Armada completamente, y vestida con un traje que la hiciese parecer mucho más bella y majestuosa, la colocaron en una carroza y la condujeron a la ciudad, enviando delante sus emisarios y pregoneros, los cuales cumplieron bien con su encargo, y hablaron al pueblo en esta forma: —«Recibid, oh atenienses, de buena voluntad a Pisístrato, a quien la misma diosa Minerva restituye a su alcázar, haciendo con él una demostración nunca usada con otro mortal.» Esto iban gritando por todas partes, de suerte que muy en breve se extendió la fama del hecho por la ciudad y la comarca; y los que se hallaban en la ciudadela, creyendo ver en aquella mujer a la diosa misma, la dirigieron sus votos y recibieron a Pisístrato.

LXI

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Recobrada de este modo la tiranía, y cumpliendo con lo pactado, tomó Pisístrato por mujer a la hija de Megacles. Ya entonces tenía hijos crecidos, y no queriendo aumentar su número, con motivo de la creencia según la cual Lodos los Alcmeónidas eran considerados como una raza impía, nunca conoció a su nueva esposa en la forma debida y regular. Si bien ella al principio tuvo la cosa oculta, después la descubrió a su madre y ésta a su marido. Megacles lo llevó muy a mal, viendo que así le deshonraba Pisístrato, y por resentimiento se reconcilió de nuevo con los amotinados. Entretanto Pisístrato, instruido de todo, abandonó el país y se fue a Eretria, donde, consultando con su hijo, le pareció bien el dictamen de Hipias sobre recuperar el mando, y al efecto trataron de recoger donativos de las ciudades que les eran más adictas, entre las cuales sobresalió la de los tebanos por su liberalidad. Pasado algún tiempo, quedó todo preparado para el éxito de la empresa, así porque los argivos, gente asalariada para la guerra, habían ya concurrido del Peloponeso, como porque un cierto Ligdamis, natural de Naxos, habiéndoseles reunido voluntariamente con hombres y dinero, los animaba sobremanera a la expedición.

LXII

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Partiendo por fin de Eretria, volvieron al Ática once años después de su salida, y se apoderaron primeramente de Maratón. Atrincherados en aquel punto, se les iban reuniendo, no solamente los partidarios que tenían en la ciudad, sino también otros de diferentes distritos, a quienes acomodaba más el dominio de un señor que la libertad del pueblo. Su ejército se aumentaba con la gente que acudía; pero los atenienses que moraban en la misma Atenas miraron la cosa con indiferencia todo el tiempo que gastó Pisístrato en recoger dinero, y cuando después ocupó a Maratón, hasta que sabiendo que marchaba contra la ciudad, salieron por fin a resistirle. Los dos ejércitos caminaban a encontrarse, y llegando al templo de Minerva la Pallenida, hicieron alto uno enfrente del otro. Entonces fue cuando Anfilyto, el célebre adivino de Acarnania arrebatado de su estro, se presentó a Pisístrato y le vaticinó de este modo:

Echado el lance está, la red tendida;

Los atunes de noche se presentan

Al resplandor de la callada luna.

LXIII

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Pisístrato, comprendido el vaticinio, y diciendo que lo recibía con veneración, puso en movimiento sus tropas. Muchos de los atenienses, que habían salido de la ciudad, acababan entonces de comer; unos se entretenían jugando a los dados, y otros reposaban, por lo cual, cayendo de repente sobre ellos las tropas de Pisístrato, se vieron obligados a huir. Para que se mantuviesen dispersos, discurrió Pisístrato el ardid de enviar unos muchachos a caballo, que alcanzando a los fugitivos, los exhortasen de su parte a que tuviesen buen ánimo y se retirasen cada uno a su casa.

LXIV

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Así lo hicieron los atenienses, y logró Pisístrato apoderarse de Atenas por tercera vez. Dueño de la ciudad, procuró arraigarse en el mando con mayor número de tropas auxiliares, y con el aumento de las rentas públicas, tanto recogidas en el país mismo como venidas del río Estrimón. Con el mismo fin tomó en rehenes a los hijos de los atenienses que, sin entregarse luego a la fuga, le habían hecho frente, y los depositó en la isla de Naxos, de la cual se había apoderado con las armas, y cuyo gobierno había confiado Ligdamis. Ya, obedeciendo a los oráculos, había purificado antes la isla de Delos, mandando desenterrar todos los cadáveres que estaban sepultados en todo el distrito que desde el templo se podía alcanzar con la vista, haciéndolos enterrar en los demás lugares de la isla. Pisístrato, pues, tenía bajo su dominación a los atenienses, de los cuales algunos habían muerto en la guerra y otros en compañía de los Alcmeónidas se habían ausentado de su patria.

LXV

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Esto era el estado en que supo Creso que entonces se hallaban los atenienses. De los lacedemonios averiguó que, libres ya de sus anteriores apuros, habían recobrado la superioridad en la guerra contra los de Tegea. Porque en el reinado de Leon y Hegesicles, a pesar de que los lacedemonios habían salido bien en otras guerras, sin embargo, en la que sostenían contra los de Tegea habían sufrido grandes reveses. Estos mismos lacedemonios se gobernaban en lo antiguo por las peores leyes de toda la Grecia, tanto en su administración interior como en sus relaciones con los extranjeros, con quienes eran insociables; pero tuvieron la dicha de mudar sus instituciones por medio de Licurgo, el hombre más acreditado de todos los Esparciatas, a quien, cuando fue a Delfos para consultar al oráculo, al punto mismo de entrar en el templo le dijo la Pitia:

A mi templo tú vienes, oh Licurgo,

De Jove amado y de los otros dioses

Que habitan los palacios del Olimpo.

Dudo llamarte dios u hombre llamarte,

Y en la perplejidad en que me veo,

Como dios, oh Licurgo, te saludo.

También afirman algunos que la Pitia le enseñó los buenos reglamentos de que ahora usan los Esparciatas, aunque los lacedemonios dicen que siendo tutor de su sobrino Leobotas, rey de los espartanos, los trajo de Creta. En efecto, apenas se encargó de la inicia, cuando mudó enteramente la legislación, y tomó las precauciones necesarias para su observancia. Después ordenó la disciplina militar, estableciendo las enotias, triécadas y sissitias y últimamente instituyó los éforos y los senadores.

LXVI

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De este modo lograron los lacedemonios el mejor orden en sus leyes y gobierno, y lo debieron a Licurgo, a quien tienen en la mayor veneración, habiéndole consagrado un templo después de sus días. Establecidos en un país excelente y contando con una población numerosa, hicieron muy en breve grandes progresos, con lo cual, no pudiendo ya gozar en paz de su misma prosperidad y teniéndose por mejores y más valientes que los arcades, consultaron en Delfos acerca de la conquista de toda la Arcadia, cuya consulta respondió así la Pitia:

¿La Arcadia pides? Esto es demasiado.

Concederla no puedo, porque en ella,

De la dura bellota alimentados,

Muchos existen que vedarlo intenten.

Yo nada te la envidio: en lugar suyo

Puedes pisar el suelo de Tegea,

Y con soga medir su hermoso campo.

Después que los lacedemonios oyeron la respuesta, sin meterse con los demás arcades, emprendieron su expedición contra los de Tegea, y engañados con aquel oráculo doble, y ambiguo, se apercibieron de grillos y sogas, como si en efecto hubiesen de cautivar a sus contrarios. Pero sucedióles al revés; porque perdida la batalla, los que de ellos quedaron cautivos, atados con las mismas prisiones de que venían provistos, fueron destinados a labrar los campos del enemigo. Los grillos que sirvieron entonces para los lacedemonios se conservan aun en Tegea, colgados alrededor del templo de Minerva.

LXVII

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Al principio de la guerra los lacedemonios pelearon siempre con desgracia; pero en tiempo de Creso, y siendo reyes de Esparta Anaxandridas y Ariston, adquirieron la superioridad del modo siguiente: Aburridos de su mala suerte, enviaron diputados a Delfos para saber a qué dios debían aplacar, con el fin de hacerse superiores a sus enemigos los de Tegea. El oráculo respondió, que lo lograrían con tal que recobrasen los huesos de Orestes, el hijo de Agamemnon. Mas como no pudiesen encontrar la urna en que estaban depositados, acudieron de nuevo al templo, pidiendo se les manifestase el lugar donde el héroe yacía. La Pitia respondió a los enviados en estos términos:

En un llano de Arcadia está Tegea;

Allí dos vientos soplan impelidos

Por una fuerza poderosa, y luego

Hay golpe y contragolpe, y la dureza

De los cuerpos se hiere mutuamente.

Allí del alma tierra en las entrañas

Encontrarás de Agamemnon al hijo;

Llevarásle contigo, si a Tegea

Con la victoria dominar pretendes.

Oída esta respuesta, continuaron los lacedemonios en sus pesquisas, sin poder hacer el descubrimiento que deseaban, hasta tanto que Liches, uno de aquellos Esparciatas a quienes llaman beneméritos, dio casualmente con la urna. Llámanse beneméritos aquellos cinco soldados que, siendo los más veteranos entre los de a caballo, cumplido su tiempo salen del servicio; si bien el primer año de su salida, para que no se entorpezcan con la ociosidad, se les envía de un lugar a otro, unos acá y otros allá.

LXVIII

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Liches, pues, siendo uno de los beneméritos, favorecido de la fortuna y de su buen discurso, descubrió lo que se deseaba. Como los dos pueblos estuviesen en comunicación con motivo de las treguas, se hallaba Liches en una fragua del territorio de Tegea, viendo lleno de admiración la maniobra de machacar a golpe el hierro. Al mirarle tan pasmado, suspendió el herrero su trabajo, y le dijo: —«A fe mía, Lacon amigo, que si hubieses visto lo que yo, otra fuera tu admiración a la que ahora muestras al vernos trabajar en el hierro; porque has de saber que, cavando en el corral con el objeto de abrir un pozo, tropecé con un ataúd de siete codos de largo; y como nunca había creído que los hombres antiguamente fuesen mayores de lo que somos ahora, tuve la curiosidad de abrirla, y encontré un cadáver tan grande como ella misma. Medíle y le volví a cubrir.» Oyendo Liches esta relación, se puso a pensar que tal vez podía ser aquel muerto el Orestes de quien hablaba el oráculo, conjeturando que los dos fuelles del herrero serían quizá los dos vientos; el yunque y el martillo el golpe y el contragolpe; y en la maniobra de batir el hierro se figuraba descubrir el mutuo choque de los cuerpos duros. Revolviendo estas ideas en su mente se volvió a Esparta, y dio cuenta de todo a sus conciudadanos, los cuales, concertada contra él una calumnia, le acusaron y condenaron a destierro. Refugiándose a Tegea el desterrado voluntario, y dando razón al herrero de su desventura, la quiso tornar en arriendo aquel corral, y si bien él se le dificultaba, al cabo se lo supo persuadir, y estableció allí su casa. Con esta ocasión descubrió cavando el sepulcro, recogió los huesos, y fuese con ellos a Esparta. Desde aquel tiempo, siempre que vinieron a las manos las dos ciudades, quedaron victoriosos los lacedemonios, por quienes ya había sido conquistada una gran parte del Peloponeso.

LXIX

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Informado Creso de todas estas cosas, envió a Esparta sus embajadores, llenos de regalos y bien instruidos de cuanto debían decir para negociar una alianza. Llegados que fueron, se explicaron en estos términos: —«Creso, rey de los lidios y de otras naciones, prevenido por el Dios que habita en Delfos de cuánto le importa contraer amistad con el pueblo griego, y bien informado de que vosotros, ¡oh lacedemonios! sois los primeros y principales de toda la Grecia, acude a vosotros, queriendo en conformidad del oráculo ser vuestro amigo y aliado, de buena fe y sin dolo alguno.» Esta fue la propuesta de Creso por medio de sus enviados. Los lacedemonios, que ya tenían noticia de la respuesta del oráculo, muy complacidos con la venida de los lidios, formaron con solemne juramento, el tratado de paz y alianza con Creso, a quien ya estaban obligados por algunos beneficios que de él antes habían recibido. Porque habiendo enviado a Sardes a comprar el oro que necesitaban para fabricar la estatua de Apolo, que hoy está colocada en Tornax de la Laconia, Creso no quiso tomarles dinero alguno, y les dio el oro de regalo.

LXX

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Por este motivo, y por la distinción que con ellos usaba Creso, anteponiéndolos a los demás griegos, vinieron gustosos los lacedemonios en la alianza propuesta; y queriendo mostrarse agradecidos, mandaron trabajar con el objeto de regalársela a Creso, una pila de bronce que podía contener trescientos cántaros; estaba adornada por defuera hasta el borde con la escultura de una porción de animalitos. Esta pila no llegó a Sardes, refiriéndose de dos maneras el extravío que padeció en el camino. Los lacedemonios dicen que, habiendo llegado cerca de Samos, noticiosos del presente aquellos isleños, salieron con sus naves y la robaron. Pero los samios cuentan que navegando muy despacio los lacedemonios encargados de conducirla, oyendo en el viaje que Sardes, juntamente con Creso, habían caído en poder del enemigo, la vendieron ellos mismos en Samos a unos particulares, quienes la dedicaron en el templo de Juno; y que tal vez los lacedemonios a su vuelta dirían que los samios se la habían quitado violentamente.

LXXI

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Entretanto, Creso, deslumbrado con el oráculo y creyendo acabar en breve con Ciro y con el imperio de los persas, preparaba una expedición contra Capadocia. Al mismo tiempo cierto lidio llamado Sándamis, respetado ya por su sabiduría y circunspección, y célebre después entre los lidios por el consejo que dio a Creso, le habló de esta manera: —«Veo, señor, que preparáis una expedición contra unos hombres que tienen de pieles todo su vestido; que criados en una región áspera, no comen lo que quieren, sino lo que pueden adquirir; y que no beben vino, ni saben el gusto que tienen los higos, ni manjar alguno delicado. Si los venciereis, ¿qué podréis quitar a los que nada poseen? Pero si sois vencido, reflexionad lo mucho que tenéis que perder. Yo temo que si llegan una vez a gustar de nuestras delicias, les tomarán tal afición, que no podremos después ahuyentarlos. Por mi parte, doy gracias a los dioses de que no hayan inspirado a los persas el pensamiento de venir contra los lidios.» Este discurso no hizo impresión alguna en el ánimo de Creso, a pesar de la exactitud con que pintaba el estado de los persas, los cuales antes de la conquista de los lidios ignoraban toda especie de comodidad y regalo.

LXXII

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Los Capadocios, a quienes los griegos llaman Syrios, habían sido súbditos de los medos antes que dominasen los persas, y en la actualidad obedecían a Ciro. Porque los límites que dividían el imperio de los medos del de los lidios estaban en el río Halis; el cual, bajando del monte Armenio, corre por la Cilicia, y desde allí va dejando a los Mantienos a la derecha y a los frigios a la izquierda. Después se encamina hacia el viento bóreas, y pasa por entre los Syro—capadocios y los Paflagonios, tocando a estos por la izquierda y a aquellos por la derecha. De este modo el río Halis atraviesa y separa casi todas las provincias del Asia inferior, desde el mar que está enfrente de Chipre hasta el ponto Euxino pudiendo considerarse este tramo de tierra como la cerviz de toda aquella región. Su longitud puede regularse en cinco días de camino para un hombre sobremanera diligente.

LXXIII

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Marchó Creso contra la Capadocia deseoso de añadir a sus dominios aquel feraz terreno, y más todavía de vengarse de Ciro, confiado en las promesas del oráculo. Su resentimiento dimanaba de que Ciro tenía prisionero a Astiages, pariente de Creso, después de haberlo vencido en batalla campal. Este parentesco de Creso con Astiages fue contraído del modo siguiente: Una partida de escitas pastores, con motivo de una sedición doméstica, se refugió al territorio de los bledos en tiempo que reinaba Ciaxares, hijo de Fraortes y nieto de Déjoces. Este monarca los recibió al principio benignamente y como a unos infelices que se acogían a su protección; y en prueba del aprecio que de ellos hacía, les confió ciertos mancebos para que aprendiesen su lengua y el manejo del arco. Pasado algún tiempo, como ellos fuesen a menudo a cazar, y siempre volviesen con alguna presa, un día quiso la mala suerte que no trajesen nada. Vueltos así con las manos vacías, Ciaxares, que no sabía reportarse en los ímpetus de la ira, los recibió ásperamente y los llenó de insultos. Ellos, que no creían haber merecido semejante ultraje, determinaron vengarse de él, haciendo pedazos a uno de los jóvenes sus discípulos; al cual, guisado del mismo modo que solían guisar la caza, se lo dieron a comer a Ciaxares y a sus convidados, y al punto huyeron con toda diligencia a Sardes, ofreciéndose al servicio de Aliates.

LXXIV

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De este principio, no queriendo después Aliates entregar los escitas a pesar de las reclamaciones de Ciaxares, se originó entre lidios y bledos una guerra que duró cinco años, en cuyo tiempo la victoria se declaró alternativamente por unos y otros. En las diferentes batallas que se dieron, hubo una nocturna en el año sexto de la guerra que ambas naciones proseguían con igual suceso, porque en medio de la batalla misma se les convirtió el día repentinamente en noche; mutación que Thales Milesio había predicho a los jonios, fijando el término de ella en aquel año mismo en que sucedió. Entonces lidios y medos, viendo el día convertido en noche, no solo dejaron la batalla comenzada, sino que tanto los unos como los otros se apresuraron a poner fin a sus discordias con un tratado de paz. Los intérpretes y medianeros de esta pacificación fueron Syémnesis el Cilice, y Labyneto el Babilonio; los cuales, no solo les negociaron la reconciliación mutua, sino que aseguraron la paz, uniéndolos con el vínculo del matrimonio; pues ajustaron que Aliates diese su hija Aryénis por mujer a Astiages, hijo de Ciaxares. Entre estas naciones las ceremonias solemnes de la confederación vienen a ser las mismas que entre los griegos, y solo tienen de particular que, haciéndose en los brazos una ligera incisión, se lamen mutuamente la sangre.

LXXV

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Astiages, como he dicho, fue a quien Ciro venció, y por más que era su abuelo materno, le tuvo prisionero por los motivos que significaré después a su tiempo y lugar. Irritado Creso contra el proceder de Ciro, envió primero a sabor de los oráculos si sería bien emprender la guerra contra los persas; y persuadido de que la respuesta capciosa que le dieron era favorable a sus intentos, emprendió después aquella expedición contra una provincia persiana. Luego que llegó Creso al río Halis, pasó su ejército por los puentes que, según mi opinión, allí mismo había, a pesar de que los griegos refieren que fue Thales Milesio quien le facilitó el modo de pasarlo, porque dicen que no sabiendo Creso cómo haría para que pasasen sus tropas a la otra parte del río, por no existir entonces los puentes que hay ahora, Thales, que se hallaba en el campo, le dio un expediente para que el río que corría a la siniestra del ejército corriese también a la derecha. Dicen que por más arriba de los reales hizo abrir un cauce profundo, que en forma de semicírculo cogiese al ejército por las espaldas, y que así extrajo una parte del agua, y volvió a introducirla en el río por más abajo del campo, con lo cual, formándose dos corrientes, quedaron ambas igualmente vadeables; y aun quieren algunos que la madre antigua quedase del todo seca, con lo que yo no me conformo, porque entonces ¿cómo hubieran podido repasar el río cuando estuviesen de vuelta?

LXXVI

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Habiendo Creso pasado el Halis con sus tropas, llegó a una comarca de Capadocia llamada Pteria, que es la parte más fuerte y segura de todo el país, cerca de Sinope, ciudad situada casi en la costa del ponto Euxino. Establecido allí su ejército, taló los campos de los Syrios, tomó la ciudad de los Pterianos, a quiénes hizo esclavos, y asimismo otras de su contorno, quitando la libertad y los bienes a los Syrios, que en nada le habían agraviado. Entretanto, Ciro, habiendo reunido sus fuerzas y tomado después todas las tropas de las provincias intermedias, venía marchando contra Creso; y antes de emprender género alguno de ofensa, envió sus heraldos a los jonios para ver si los podría separar de la obediencia del monarca lydio; en lo cual no quisieron ellos consentir. Marchó entonces contra el enemigo, y provocándose mutuamente luego que llegaron a verse, embistiéronse en Pteria los dos ejércitos y se trabó una acción general en la que cayeron muchos de una y otra parte, hasta que por último los separó la noche sin declararse por ninguno la victoria. Tanto fue el valor con que entrambos pelearon.

LXXVII

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Creso, poco satisfecho del suyo, por ser el número de sus tropas inferior a las de Ciro viendo que este dejaba de acometerle al día siguiente, determinó volver a Sardes con el designio de llamar a los egipcios, en conformidad del tratado de alianza que había concluido con Amasis, rey de aquel país, aun primero que lo hiciese con los lacedemonios. Se proponía también hacer venir a los babilonios, de quienes entonces era soberano Labyneto, y con los cuales estaba igualmente confederado, y asimismo pensaba requerirá los lacedemonios, para que estuviesen prontos el día que se les señalase. Reunidas todas estas tropas con las suyas, estaba resuelto a descansar el invierno y marchar de nuevo contra el enemigo al principio de la primavera. Con este objeto partió para Sardes y despachó sus aliados unos mensajeros que les previniesen que de allí a cinco meses juntasen sus tropas en aquella ciudad. El desde luego licenció el ejército con el cual acababa de pelear contra los persas, siendo de tropas mercenarias: bien lejos de imaginar que Ciro, dada una batalla tan sin ventaja ninguna, se propusiere dirigir su ejército hacia la capital de la Lidia.

LXXVIII

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En tanto que Creso tomaba estas medidas, sucedió que todos los arrabales de Sardes se llenaron de sierpes, que los caballos, dejando su pasto, se iban comiendo según aquellas se mostraban. Admirado Creso de este raro portento, envió inmediatamente unos diputados a consultar con los adivinos de Telmeso. En efecto, llegaron allá; pero instruidos por los Telmesenses de lo que quería decir aquel prodigio, no tuvieron tiempo de participárselo al rey, pues antes que pudiesen volver de su consulta, ya Creso había sido hecho prisionero. Lo que respondieron los adivinos fue que no tardaría mucho en venir un ejército extranjero contra la tierra de Creso, el cual en llegando sujetaría a los naturales; dando por razón de su dicho que la sierpe era un reptil propio del país, siendo el caballo animal guerrero y advenedizo. Esta fue la interpretación que dieron a Creso, a la sazón ya prisionero, si bien nada sabían ellos entonces de cuanto pasaba en Sardes y con el mismo Creso.

LXXIX

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Cuando Ciro vio, después de la batalla de Pteria, que Creso levantaba su campo, y tuvo noticia del ánimo en que se hallaba de despedir las tropas luego que llegase a su capital, tomó acuerdo sobre la situación de las cosas, y halló que lo más útil y acertado sería marchar cuanto antes con todas sus fuerzas a Sardes, primero que se pudiesen juntar otra vez las tropas lydias. No bien adoptó este partido, cuando lo puso en ejecución, caminando con tanta diligencia, que él mismo fue el primer correo que dio el aviso a Creso de su llegada. Este quedó confuso y en el mayor apuro, viendo que la cosa le había salido enteramente al revés de lo que presumía; mas no por eso dejó de presentarse en el campo con sus lidios. En aquel tiempo no había en toda el Asia nación alguna más varonil ni esforzada que la Lidia; y peleando a caballo con grandes lanzas, se distinguía en los combates por su destreza singular.

LXXX

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Hay delante de Sardes una llanura espaciosa y elevada donde concurrieron los dos ejércitos. Por ella corren muchos ríos, entre ellos el Hyllo, y todos van a dar en otro mayor llamado Hermo, el cual, bajando de un monte dedicado a la madre de los dioses Dindymene, va a desaguar en el mar cerca de la ciudad de Focea. En esta llanura, viendo Ciro a los lidios formados en orden de batalla, y temiendo mucho a la caballería enemiga, se valió de cierto ardid que el medo Harpago le sugirió. Mandó reunir cuantos camellos seguían al ejército cargad los de víveres y bagajes, y quitándoles las cargas, hizo montar en ellos unos hombres vestidos con el mismo traje que suelen llevar los soldados de a caballo. Dio orden para que estos camellos así prevenidos se pusiesen en las primeras filas delante de la caballería de Creso; que su infantería siguiese después, y que detrás de esta se formase toda su caballería. Mandó circular por sus tropas la orden de que no diesen cuartel a ninguno de los lidios, y que matasen a todos los que se les pusiesen a tiro; pero que no quitasen la vida a Creso, aun cuando se defendiese con las armas en la mano. La razón que tuvo para poner los caballos enfrente de la caballería enemiga, fue saber que el caballo teme tanto al camello, que no puede contenerse cuando ve su figura o percibe su olor. Por eso se valió de aquel ardid con la mira de inutilizar la caballería de Creso, que fundaba en ella su mayor confianza. En efecto, lo mismo fue comenzar la pelea y oler los caballos el tufo, y ver la figura de los camellos, que retroceder al momento y dar en tierra con todas las esperanzas de Creso. Mas no por esto se acobardaron los lidios, ni dejaron de continuar la acción, porque conociendo lo que era, saltaron de sus caballos y se batieron a pie con los persas. Duró por algún tiempo el choque, en que muchos de una y otra parte cayeron, hasta que los lidios, vueltas las espaldas, se vieron precisados a encerrarse dentro de los muros y sufrir el sitio que luego los persas pusieron a la plaza.

LXXXI

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Persuadido Creso de que el sitio duraría mucho, envió desde las murallas nuevos mensajeros a sus aliados, no ya como antes para que viniesen dentro de cinco meses, sino rogándoles se apresurasen todo lo posible a socorrerle, por hallarse sitiado; y habiéndose dirigido a todos ellos, lo hizo con particularidad a los lacedemonios por medio de sus enviados.

LXXXII

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En aquella sazón había sobrevenido a los mismos lacedemonios una nueva contienda acerca del territorio llamado de Thyrea, que sin embargo de ser una parte de la Argólida, habiéndole separado de ella le usurpaban y retenía como cosa propia. Porque toda aquella comarca en tierra firme que mira a poniente hasta Málea, pertenece a los argivos, como también la isla de Cythéres y las demás vecinas. Habiendo, pues, salido a campaña los argivos con el objeto de recobrar aquel terreno, cuando llegaron a él tuvieron con sus contrarios un coloquio, y en él se convino que saliesen a pelear trescientos de cada parte, con la condición de que el país quedase por los vencedores, cualesquiera que lo fuesen; pero que entretanto el grueso de uno y otro ejército se retirase a sus límites respectivos, y no quedasen a la vista de los campeones; no fuese que presentes los dos ejércitos, y testigo el uno de ellos de la pérdida de los suyos, les quisiese socorrer. Hecho este convenio, se retiraron los ejércitos, y los soldados escogidos de una y otra parte trabaron la pelea, en la cual, como las fuerzas y sucesos fuesen iguales, de seiscientos hombres quedaron solamente tres; dos argivos, Alcenor y Chromio, y un lacedemonio, Othryades; y aun estos quedaron vivos por haber sobrevenido la noche. Los dos argivos, como si en efecto hubiesen ya vencido, se fueron corriendo a Argos. Pero Othryades, el único de los lacedemonios, habiendo despojado a los argivos muertos, y llevado los despojos y las armas al campo de los suyos, se quedó allí mismo guardando su puesto. Al otro día, sabida la cosa, se presentaron ambas naciones, pretendiendo cada cual haber sido la vencedora; diciendo la una que de los suyos eran más los vivos, y la otra que aquellos habían huido y que el único suyo había guardado su puesto y despojado a los enemigos muertos. Por último, vinieron a las manos, y después de haber perecido muchos de una y otra parte, se declaró la victoria por los lacedemonios. Entonces fue cuando los argivos, que antes por necesidad se dejaban crecer el pelo, se lo cortaron, y establecieron una ley llena de imprecaciones para que ningún hombre lo dejase crecer en lo sucesivo, y ninguna mujer se adornase con oro hasta que hubiesen recobrado a Thyrea. Los lacedemonios en despique publicaron otra para dejarse crecer el cabello, que antes llevaban corto. De Othryades se dice que, avergonzado de volver a Esparta quedando muertos todos sus compañeros, se quitó la vida allí mismo en Thyrea.

LXXXIII

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De este modo se hallaban las cosas de los Esparciatas, cuando llegó el mensajero lidio, suplicándoles socorriesen a Creso, ya sitiado. Ellos al punto resolvieron hacerlo; pero cuando se estaban disponiendo para la partida y tenían ya las naves prontas, recibieron la noticia de que, tomada la plaza de Sardes, había caído Creso vivo en manos de los persas, con lo cual, llenos de consternación, suspendieron sus preparativos.

LXXXIV

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La toma de Sardes sucedió de esta manera: A los catorce días de sitio mandó Ciro anunciar a todo el ejército, por medio de unos soldados de caballería, que el que escalase las murallas sería generosamente premiado. Tras el fracaso de unos cuantos, los demás desistieron, salvo un mardo de nación llamado Hiriades, que trepó por un lugar de la ciudadela muy escarpado que por considerarse inexpugnable carecía de guardia. Meles, antiguo rey de Sardes, no había hecho pasar por aquella parte al Leon, hijo que tuvo de una concubina, por más que los adivinos de Telmesa le hubiesen vaticinado que con tal de que Leon rodease la muralla, Sardes jamás sería conquistada. Meles en efecto le condujo por toda la muralla, menos por la parte que mira al monte Tmolo, que se creía inatacable. Pero durante el asedio, Hiriades el mardo vio que un soldado lidio bajaba por allí a recoger un perro que se le había caído y volvía a subir, y al día se atrevió a asaltar la ciudadela por allí, siendo el primero en alcanzar la muralla. Otros muchos persas le siguieron y asi tomaron la ciudad y empezaron a saquearla

LXXXV

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Por lo que mira a la persona de Creso, sucedió lo siguiente: Tenía, como he dicho ya, un hijo que era mudo, pero hábil para todo lo restante. Con el objeto de curarle había practicado cuantas diligencias estaban a su alcance, y habiendo enviado además a consultar el caso con el oráculo de Delfos, respondió la Pitia: # Oh Creso, rey de Lidia y muchos pueblos, No con ardor pretendas en tu casa, Necio, escuchar la voz del hijo amado. Mejor sin ella está; porque si hablare, Comenzarán entonces tus desdichas. Cuando fue tomada la plaza, uno de los persas iba en seguimiento de Creso, a quien no conocía, con intención de matarle; oprimido el rey con el peso de su desventura, no procuraba evitar su destino, importándole poco morir al filo del alfanje. Pero su hijo, viendo al persa en ademán de descargar el golpe, lleno de agitación hace un esfuerzo para hablar, y exclama: —«Hombre, no mates a Creso.» Esta fue la primera vez que el mudo habló, y después conservó la voz todo el tiempo de su vida.

LXXXVI

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Los persas, dueños de Sardes, se apoderaron también de la persona de Creso, que habiendo reinado catorce años y sufrido catorce días de sitio, acabó puntualmente, según el doble sentido del oráculo, con un grande imperio, pero acabó con el suyo. Ciro, luego que se le presentaron, hizo levantar una grande pira, y mandó que le pusiesen encima de ella cargado de prisiones, y a su lado catorce mancebos lydios, ya fuese con ánimo de sacrificarlo a alguno de los dioses como primicias de su botín, ya para concluir algún voto ofrecido, o quizá habiendo oído decir que Creso era muy religioso, quería probar si alguna deidad le libertaba de ser quemado vivo: de Creso cuentan que, viéndose sobre la pira, todo el horror de su situación no pudo impedir que le viniese a la memoria el dicho de Solón, que parecía ser para él un aviso del cielo, de que nadie de los mortales en vida era feliz. Lo mismo fue asaltarle este pensamiento, que como si volviera de un largo desmayo exclamó por tres veces: —«¡Oh Solón!» con un profundo suspiro. Oyéndolo el rey de Persia, mandó a los intérpretes le preguntasen quién era aquel a quien invocaba. Pero él no desplegó sus labios, hasta que forzado a responder, dijo: —«Es aquel que yo deseara tratasen todos los soberanos de la tierra, más bien que poseer inmensos tesoros.» Y como con estas expresiones vagas no satisficiera a los intérpretes, le volvieron a preguntar, y él, viéndose apretado por las voces y alboroto de los circunstantes, les dijo: que un tiempo el ateniense Solón había venido a Sardes, y después de haber contemplado toda su opulencia, sin hacer caso de ella le manifestó cuanto le estaba pasando, y le dijo cosas que no sólo interesaban a él sino a todo el género humano, y muy particularmente a aquellos que se consideran felices. Entretanto la pira, prendida la llama en sus extremidades, comenzaba a arder; pero Ciro luego que oyó a los intérpretes el discurso de Creso, al punto mudó de resolución, reflexionando ser hombre mortal, y no deber por lo mismo entregar a las llamas a otro hombre, poco antes igual suyo en grandeza y prosperidad. Temió también la venganza divina y la facilidad con que las cosas humanas se mudan y trastornan. Poseído de estas ideas, manda inmediatamente apagar el fuego y bajar a Creso de la hoguera y a los que con él estaban; pero todo en vano, pues por más que lo procuraban, no podían vencer la furia de las llamas.

LXXXVII

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Entonces Creso, según refieren los lidios, viendo mudado en su favor el ánimo de Ciro, y a todos los presentes haciendo inútiles esfuerzos para extinguir el incendio, invocó en alta voz al dios Apolo, pidiéndole que si alguna de sus ofrendas le había sido agradable, le socorriese en aquel apuro y le libertase del desastrado fin que le amenazaba. Apenas hizo llorando esta súplica, cuando a pesar de hallarse el cielo sereno y claro, se aglomeraron de repente nubes, y despidieron una lluvia copiosísima que dejó apagada la hoguera. Persuadido Ciro por este prodigio de cuán amigo de los dioses era Creso, y cuán bueno su carácter, hizo que le bajasen de la pira, y luego le preguntó: —«Dime, Creso, ¿quién te indujo a emprender una expedición contra mis estados, convirtiéndote de amigo en contrario mío? —Esto lo hice, señor, respondió Creso, impelido de la fortuna, que se te muestra favorable y a mí adversa. De todo tiene la culpa el dios de los griegos, que me alucinó con esperanzas halagüeñas; porque, ¿quién hay tan necio que prefiera sin motivo la guerra a las dulzuras de la paz? En esta los hijos dan sepultura a sus padres, y en aquella son los padres quienes la dan a sus hijos. Pero todo debe haber sucedido porque algún numen así lo quiso.»

LXXXVIII

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Libre Creso de prisiones, le mandó Ciro sentar a su lado, y le dio muestras del aprecio que hacía de su persona, mirándole él mismo y los de su comitiva con pasmo y admiración. En tanto Creso meditaba dentro de sí mismo sin hablar palabra, hasta que vueltos los ojos a la ciudad de los lidios, y viendo que la estaban saqueando los persas, —«Señor, dijo, quisiera saber si me es permitido hablar todo lo que siento, o si es tu voluntad que calle por ahora.» Ciro le animó para que dijese con libertad cuanto lo ocurría, y entonces Creso le preguntó: —«¿En qué se ocupa con tanta diligencia esa muchedumbre de gente?» Esos, respondió Ciro, están saqueando tu ciudad y repartiéndose tus riquezas. —¡Ah no, replicó Creso, ni la ciudad es mía, ni tampoco los tesoros que se malbaratan en ella! Todo te pertenece ya, y a ti es propiamente a quien se despoja con esas rapiñas.»

LXXXIX

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Este discurso hizo mella en el ánimo de Ciro, el cual mandó retirar a los presentes, y consultó después a Creso lo que le parecía deber hacer en semejante caso. «Puesto que los dioses, dijo Creso, me han hecho prisionero y siervo tuyo, considero justo proponerte lo que se me alcanza. Los persas son insolentes por carácter, y pobres además. Si los dejas enriquecer con los despojos de la ciudad saqueada, es muy natural que alguno de ellos, viéndose demasiado rico, se rebele contra ti. Si te parece bien, coloca guardias en todas las puertas de la ciudad con orden de quitar la presa a los saqueadores, dándoles por razón ser absolutamente necesario ofrecerá Júpiter el diezmo de todos esos bienes. De este modo no incurrirás en el odio de los soldados, los cuales, viendo que obras con rectitud, obedecerán gustosos tu determinación.»

XC

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Alegróse Ciro de oír tales razones, que le parecieron muy oportunas, las encareció sobremanera, y mandó a sus guardias ejecutasen puntualmente lo que Creso le había indicado. Vuelto después a Creso, le dijo: —«Tus acciones y tus palabras se muestran dignas de un ánimo real; pídeme, pues, la gracia que quisieres, seguro de obtenerla al momento. —Yo, señor, respondió, te quedaré muy agradecido si me das tú permiso para que, regalando estos grillos al dios de los griegos, le pueda preguntar si le parece justo engañar a los que lo sirven, y burlarse de los que dedican ofrendas en su templo.» Ciro entonces quiso saber cuál era el motivo de sus quejas, y Creso le dio razón de sus designios, de la respuesta de los oráculos, y especialmente de sus magníficos regalos, y de que había hecho la guerra contra los persas inducido por predicciones lisonjeras; y volviendo a pedirle licencia para dar en rostro con sus desgracias al dios que las había causado, le dijo Ciro sonriéndose: —«Haz, Creso, lo que gustes, pues yo nada pienso negarte.» Con este permiso envió luego a Delfos algunos lidios, encargándoles pusiesen sus grillos en el umbral mismo del templo, y preguntasen a Apolo si no se avergonzaba de haberle inducido con sus oráculos a la guerra contra los persas, dándole a entender que con ella daría fin al imperio de Ciro; y que presentando después sus grillos como primicias de la guerra, le preguntasen también si los dioses griegos tenían por ley el ser desagradecidos.

XCI

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Los lidios, luego que llegaron a Delfos, hicieron lo que se los había mandado, y se dice que recibieron esta respuesta de la Pitia: —«Lo dispuesto por el hado no pueden evitarlo los dioses mismos. Creso paga el delito que cometió su quinto abuelo, el cual, siendo guardia de los Heráclidas, y dejándose llevar de la perfidia de una mujer, quitó la vida a su monarca y se apoderó de un imperio que no le pertenecía. El dios de Delfos ha procurado con ahínco que la ruina fatal de Sardes no se verificase en daño de Creso, sino de alguno de sus hijos; pero no le ha sido posible trastornar el curso de los hados. Sin embargo, sus esfuerzos le han permitido retardar por tres años la conquista de Sardes; y sepa Creso que ha sido hecho prisionero tres años después del tiempo decretado por el destino. ¿Y a quién debe también el socorro que recibió cuando iba a perecer en medio de las llamas? Por lo que hace al oráculo, no tiene Creso razón de quejarse. Apolo lo predijo que si hacía la guerra a los persas, arruinaría un grande imperio; y cualquiera en su caso hubiera vuelto a preguntar de cuál de los dos imperios se trataba, si del suyo o del de Ciro. Si no comprendió la respuesta, si no quiso consultar segunda vez, échese la culpa a sí mismo. Tampoco entendió ni trató de exterminar lo que en el postrer oráculo se le dijo acerca del mulo, pues este mulo cabalmente era Ciro; el cual nació de unos padres diferentes en raza y condición, siendo su madre Meda, hija del rey de los medos Astiages, y superior en linaje a su padre, que fue un persa, vasallo del rey de Media, y un hombre que desde la más ínfima clase tuvo la dicha de subir al tálamo de su misma señora.» Esta respuesta llevaron los lidios a Creso; el cual, informado de ella, confesó que toda la culpa era suya, y no del dios Apolo. Esto fue lo que sucedió acerca del imperio de Creso y de la primera conquista de la Jonia.

XCII

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Volviendo a los donativos de Creso, no solamente fueron ofrendas suyas las que dejo referidas, sino otras muchas que hay en Grecia. En Thebas de Beocia consagró un trípode de oro al dios Apolo Ismenio, y en Éfeso las vacas de oro y la mayor parte de las columnas. En el vestíbulo del templo de Delfos se ve un grande escudo de oro. Muchos de estos donativos se conservan en nuestros días, si bien algunos pocos han perecido ya. Según he oído decir, los dones que ofreció Creso en Branchidas, del territorio de Mileto, son semejantes y del mismo peso que los que dedicó en Delfos. Sin embargo, las ofrendas hechas en Delfos y en el templo de Anfiarao, fueron de sus propios bienes, y como primicias de la herencia paterna; pero los otros dones pertenecieron a los bienes confiscados a un enemigo suyo, que antes de subir Creso al trono había formado contra él un partido con el objeto de que la corona recayese en Pantaleon, hijo también de Aliates, pero no hermano uterino de Creso, pues éste había nacido de una madre natural de la Caria, y aquél de otra natural de la Jonia. Cuando Creso se vio en posesión del imperio, hizo morir al hombre que tanto lo había resistido, despedazándole con los peines de hierro de un cardador, y consagró del modo dicho los bienes ofrecidos de antemano a los dioses.

XCIII

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La Lidia es una tierra que no ofrece a la historia maravillas semejantes a las que ofrecen otros países, a no ser las arenillas de oro provenientes del monte Tmolo; pero sí nos presenta un monumento, obra la mayor de cuantas hay, después de las maravillas del mundo, egipcias y babilonias. En ella existe el túmulo de Aliates, padre de Creso, el cual tiene en la base unas grandes piedras, y lo demás es un montón de tierra. La obra se hizo a costa de los vendedores de la plaza y de los artesanos, ayudándoles también las muchachas. En este túmulo se ven todavía cinco términos o cuerpos, en los cuales hay inscripciones que indican la parte hecha por cada uno de aquellos gremios, y según las medidas aparece ser mayor que las demás la parte ejecutada por las mozas. Lo que no es de extrañar, porque ya se sabe que todas las hijas de los lidios venden su honor ganándose su dote con la prostitución voluntaria, hasta tanto que se casan con un determinado marido, que cada cual por sí misma se busca. El ámbito del túmulo es de seis estadios y dos pletros o yugadas, y la anchura de trece yugadas. Cerca de este sepulcro hay un gran lago que llaman de Giges, y dicen los lidios que es de agua perenne.

XCIV

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Los lidios se gobiernan por unas leyes muy parecidas a las de los griegos, a excepción de la costumbre que hemos referido hablando de sus hijas. Ellos fueron, al menos que sepamos, los primeros que acuñaron para el uso público la moneda de oro y plata, los primeros que tuvieron tabernas de vino y comestibles, y según ellos dicen, los inventores de los juegos que se usan también en la Grecia, cuyo descubrimiento nos cuentan haber hecho en aquel tiempo en que enviaron sus colonias a Tirsenia; y lo refieren de este modo. En el reinado de Atis el hijo de Manes, se experimentó en toda la Lidia una gran carestía en víveres, que toleraron algún tiempo con mucho trabajo; pero después, viendo que no cesaba la calamidad, buscaron remedios contra ella, y discurrieron varios entretenimientos. Entonces se inventaron los dados, las tabas, la pelota y todos los otros juegos menos el ajedrez, pues la invención de este último no se lo apropian los lidios: como estos juegos los inventaron para divertir el hambre, pasaban un día entero jugando, a fin de no pensar en comer, y al día siguiente cuidaban de alimentarse, y con esta alternativa vivieron hasta dieciocho años. Pero no cediendo el mal, antes bien agravándose cada vez más, determinó el rey dividir en dos partes toda la nación, y echar suertes para saber cuál de ellas se quedaría en el país y cuál saldría fuera. Él se puso al frente de aquellos a quienes la suerte hiciese quedar en su patria, y nombró por jefe de los que debían emigrar, a su mismo hijo, que llevaba el nombre de Tyrseno. Estos últimos bajaron a Esmirna, construyeron allí sus naves, y embarcando en ellas sus alhajas y muebles transportables, navegaron en busca de sustento y morada, hasta que pisando por varios pueblos llegaron a los umbros, donde fundaron sus ciudades, en las cuales habitaron después. Allí los lidios dejaron su nombre antiguo y tomaron otro derivado del que tenía el hijo del rey que los condujo, llamándose por lo mismo Tyrsenos. En suma, los lidios fueron reducidos a servidumbre por los persas.

XCV

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Ahora exige la historia que digamos quién fue aquel Ciro que arruinó el imperio de Creso; y también de qué manera los persas vinieron a hacerse dueños del Asia. Sobre este punto voy a referirlas cosas, no siguiendo a los persas, que quieren hacer alarde de las hazañas de su héroe, sino a aquellos que las cuentan como real y verdaderamente pasaron; porque sé muy bien que la historia de Ciro suele referirse de tres maneras más. reinando ya los asirios en el Asia superior por el espacio de quinientos y veinte años, los medos empezaron los primeros a sublevarse contra ellos, y como peleaban por su libertad, se mostraron valerosos, y no pararon hasta que, sacudido el yugo de la servidumbre, se hicieron independientes, cuyo ejemplo siguieron después otras naciones.

XCVI

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Libres, pues, todas las naciones del continente del Asia, y gobernadas por sus propias leyes, volvieron otra vez a caer bajo un dominio extraño. Hubo entre los medos un sabio político llamado Dejoces, hijo de Fraortes, el cual aspirando al poder absoluto, empleó este medio para conseguir sus deseos. Habitando a la sazón los medos en diversos pueblos, Dejoces, conocido ya en el suyo por una persona respetable, puso el mayor esmero en ostentar sentimientos de equidad y justicia, y esto lo hacía en un tiempo en que la sinrazón y la licencia dominaban en toda la Media. Sus paisanos, viendo su modo de proceder, le nombraron por juez de sus disputas, en cuya decisión se manifestó recto y justo, siempre con la idea de apoderarse del mando. Granjeóse de esta manera una grande opinión, y extendiéndose por los otros pueblos la fama de que solamente Dejoces administraba bien la justicia, acudían a él gustosos a decidir sus pleitos todos los que habían experimentado a su costa la iniquidad de los otros jueces, hasta que por fin a ningún otro se confiaron ya los negocios.

XCVII

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Pero creciendo cada día más el número de los concurrentes, porque todos oían decir que allí se juzgaba con rectitud, y viendo Dejoces que ya todo pendía de su arbitrio, no quiso sentarse más en el lugar donde daba audiencia, y se negó absolutamente a ejercer el oficio de juez, diciendo que no le convenía desatender a sus propios negocios por ocuparse todo el día en el arreglo de los ajenos. Volviendo a crecer más que anteriormente los hurtos y la injusticia, se juntaron los medos en un congreso para deliberar sobre el estado presente de las cosas. Según a mí me parece, los amigos de Dejoces hablaron en estos bellos términos: —«Si continuamos así, es imposible habitar en este país. Nombremos, pues, un rey para que le administre con buenas leyes y podamos nosotros ocuparnos en nuestros negocios sin miedo de ser oprimidos por la injusticia.» Persuadidos por este discurso, se sometieron los medos a un rey.

XCVIII

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Al punto mismo trataron de la persona que elegirían por monarca, y no oyéndose otro nombre que el de Dejoces, a quien todos proponían y elogiaban, quedó nombrado rey por aclamación del congreso. Entonces mandó se le edificase un palacio digno de la majestad del imperio, y se le diesen guardias para la custodia de su persona. Así lo hicieron los medos, fabricando un palacio grande y fortificado en el sitio que él señaló, y dejando a su arbitrio la elección de los guardias entre todos sus nuevos vasallos. Después que se vio con el mando los precisó a que fabricasen una ciudad, y que fortificándola y adornándola bien, se pasasen a vivir en ella, cuidando menos de los otros pueblos: obedeciéndole también en esto, construyeron los medos unas murallas espaciosas y fuertes, que ahora se llaman Ecbatana, tiradas todas circularmente y de manera que comprenden un cerco dentro de otro. Toda la plaza está ideada de suerte que un cerco no se levanta más que el otro, sino lo que sobresalen las almenas. A la perfección de esta fabrica contribuyó no solo la naturaleza del sitio, que viene a ser una colina redonda, sino más todavía el arte con que está dispuesta, porque siendo siete los cercos, en el recinto del último se halla colocado el palacio y el tesoro. La muralla exterior, que por consiguiente es la más grande, viene a tener el mismo circuito que los muros de Atenas. Las almenas del primer cerco son blancas, las del segundo negras, las del tercero rojas, las del cuarto azules y las del quinto amarillas, de suerte que todas ellas se ven resplandecer con estos diferentes colores; pero los dos últimos cercos muestran sus almenas el uno plateadas y el otro doradas.

XCIX

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Luego que Dejoces hubo hecho construir estas obras y establecido su palacio, mandó que lo restante del pueblo habitase alrededor de la muralla. Introdujo el primero el ceremonial de la corte, mandando que nadie pudiese entrar donde está el rey, ni éste fuese visto de persona alguna, sino que se tratase por medio de internuncios establecidos al efecto. Si alguno por precisión se encontraba en su presencia, no le era permitido escupir ni reírse, como cosas indecentes. Todo esto se hacía con el objeto de precaver que muchos medos de su misma edad, criados con él y en nada inferiores por su valor y demás prendas, no mirasen con envidia su grandeza, y quizá le pusiesen asechanzas. No viéndole era más fácil considerarle como un hombre de naturaleza privilegiada.

Después que ordenó el aparato exterior de la majestad y se afirmó en el mando supremo, se mostró recto y severo en la administración de justicia. Los que tenían algún litigio o pretensión, lo ponían por escrito y se lo remitían adentro por medio de los internuncios, que volvían después a sacarlo con la sentencia o decisión correspondiente. En lo demás del gobierno lo tenía todo bien arreglado; de suerte que si llegaba a su noticia que alguno se desmandaba con alguna injusticia o insolencia, le hacía llamar para castigarle según lo merecía la gravedad del delito, a cuyo fin tenía distribuidos por todo el imperio exploradores vigilantes que la diesen cuenta de lo que viesen y escuchasen.

CI

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Así que Dejoces fue quien unió en un cuerpo la sola nación meda, cuyo gobierno obtuvo. La Media se componía de diferentes pueblos o tribus, que son los busas, paretacenos, estrujates, arizantos, budios y magos.

CII

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El reinado de Dejoces duró cincuenta y tres años, y después de su muerte le sucedió su hijo Frarotes, el cual, no contentándose con la posesión de la Media, hizo una expedición contra los persas, que fueron los primeros a quienes agregó a su Imperio. Viéndose dueño de dos naciones, ambas fuertes y valerosas, fue conquistando una después de otra todas las demás del Asia, hasta que llegó en una de sus expediciones a los asirios, que habitaban en Nino. Estos, habiendo sido un tiempo los príncipes de toda la Asiria, se veían a la sazón desamparados de sus aliados, mas no por eso dejaban de tener un estado floreciente. Fraortes, con una gran parte de su ejército, pereció en la guerra que les hizo, después de haber reinado veintidós años.

CIII

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A Fraortes sucedió en el imperio Ciaxares, su hijo, y nieto de Dejoces; de quien se dice que fue un príncipe mucho más valiente que sus progenitores. Él fue el primero que dividió a los asiáticos en provincias, y el primero que introdujo el orden y la separación en su milicia, disponiendo que se formasen cuerpos de caballería, de lanceros y de los que pelean con saetas, pues antes todos ellos iban al combate mezclados y en confusión. Él fue también el que dio contra los lidios aquella batalla memorable en que se convirtió el día en noche durante la acción, y el que unió a sus dominios toda la parte de Asia que está más allá del río Halis. Queriendo vengar la muerte de su padre, y arruinar la ciudad de Nino, reunió todas las tropas de su Imperio y marchó contra los asirios, a quienes venció en batalla campal; pero cuando se hallaba sitiando la ciudad vino sobre él un grande ejército de escitas, mandados por su rey, Madyes, hijo de Protóthiso, los cuales habiendo echado de Europa a los Cimmerios y persiguiéndolos en su fuga, se entraron por el Asia y vinieron a dar en la región de los medos.

CIV

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Desde la laguna Meótide hasta el río Fasis y el país de colcos habrá treinta días de camino, suponiendo que se trata de un viajero expedito; pero desde la Cólquide hasta la Media no hay mucho que andar, porque solamente se tiene que atravesar la nación de los Sapires. Los escitas no vinieron por este camino, sino por otro más arriba y más largo, dejando a su derecha el monte Cáucaso. Luego que dieron con los medos, los derrotaron completamente y se hicieron señores de toda el Asia.

CV

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Desde allí se encaminaron al Egipto, y habiendo llegado a la Siria Palestina, les salió a recibir Psamético, rey de Egipto, el cual con súplicas y regalos logró de ellos que no pasasen adelante. A la vuelta, cuando llegaron a Ascalona, ciudad de Siria, si bien la mayor parte de los escitas pasó sin hacer daño alguno, con todo no faltaron unos pocos rezagados que saquearon el templo de Venus Urania. Este templo, según mis noticias, es el más antiguo de cuantos tiene aquella diosa, pues los mismos naturales de Chipre confiesan haber sido hecho a su imitación el que ellos tienen; y por otra parte los fenicios, pueblo originario de la Siria, fabricaron el de Citeres. La diosa se vengó de los profanadores de su templo enviándoles a ellos y a sus descendientes cierta enfermedad mujeril. Así lo reconocen los escitas mismos; y todos los que van a la Escitia ven por sus ojos el mal que padecen aquellos a quienes los naturales llaman Enareas.

CVI

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Los escitas dominaron en el Asia por espacio de veintiocho años, en cuyo tiempo se destruyó todo, parte por la violencia y parte por el descuido; porque además de los tributos ordinarios, exigían los impuestos que les acomodaba, y robaban en sus correrías cuanto poseían los particulares. Pero la mayor parte de los escitas acabaron a manos de Ciaxares y de sus medos, los cuales en un convite que les dieron, viéndolos embriagados, los pasaron al filo de la espada. De esta manera recobraron los medos el Imperio, y volvieron a tener bajo su dominio las mismas naciones que antes. Tomando después la ciudad de Nino, del modo que referiré en otra obra, sujetaron también a los asirios, a excepción de la provincia de Babilonia. Murió, por último, Ciaxares, habiendo reinado cuarenta años, inclusos aquellos en que mandaron los escitas.

CVII

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Sucedióle en el trono su hijo Astiages, que tuvo una hija llamada Mandane. A este monarca le pareció ver en sueño que su hija despedía tanta orina, que no solamente llenaba con ella la ciudad, sino que inundaba toda el Asia. Dio cuenta de la visión a los magos, intérpretes de los sueños, e instruido de lo que el suyo significaba, concibió tales sospechas que, cuando Mandane llegó a una edad proporcionada para el matrimonio, no quiso darla por esposa a ninguno de los Medes dignos de emparentar con él, sino que la casó con un cierto persa llamado Cambises, a quien consideraba hombre de buena familia y de carácter pacífico, pero muy inferior a cualquiera medo de mediana condición.

CVIII

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Viviendo ya Mandane en compañía de Cambises, su marido, volvió Astiages en aquel primer año a tener otra visión, en la cual le pareció que del centro del cuerpo de su hija salía una parra que cubría con su sombra toda el Asia. Habiendo participado este nuevo sueño a los mismos adivinos, hizo venir de Persia a su hija, que estaba ya en los últimos días de su embarazo, y le puso guardias con el objeto de matar a la prole que diese a luz, por haberle manifestado los intérpretes que aquella criatura estaba destinada a reinar en su lugar. Queriendo Astiages impedir que la predicción se realizase, luego que nació Ciro, llamó a Hárpago, uno de sus familiares, el más fiel de los medos, y el ministro encargado de todos sus negocios, y cuando le tuvo en su presencia le habló de esta manera: «Mira, no descuides, Hárpago, el asunto que te encomiendo. Ejecútalo puntualmente, no sea que por consideración a otros, me faltes a mí y vaya por último a descargar el golpe sobre tu cabeza. Toma el niño que Mandane ha dado a luz, llévale a tu casa y mátale, sepultándole después como mejor te parezca.» «Nunca, señor, respondió Hárpago, habréis observado en vuestro siervo nada que pueda disgustarlos; en lo sucesivo yo me guardaré bien de faltar a lo que os debo. Si vuestra voluntad es que la cosa se haga, a nadie conviene tanto como a mí el ejecutarla puntualmente.»

CIX

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Hárpago dio esta respuesta, y cuando le entregaron el niño, ricamente vestido, para llevarle a la muerte, se fue llorando a su casa y comunicó a su mujer lo que con Astiages le había pasado. «Y ¿qué piensas hacer?» le dijo ella. «¿Que pienso hacer? respondió el marido. Aunque Astiages se ponga más furioso de lo que ya está, nunca le obedeceré en una cosa tan horrible como dar la muerte a su nieto. Tengo para obrar así muchos motivos. Además de ser este niño mi pariente, Astiages es ya viejo, no tiene sucesión varonil, y la corona debe pasar después de su muerto a Mandane, cuyo hijo me ordena sacrificar a sus ambiciosos recelos. ¿Qué me restan sino peligros por todas partes? Mi seguridad exige ciertamente que este niño perezca; pero conviene que sea el matador alguno de la familia de Astiages y no de la mía.»

CX

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Dicho esto, envió sin dilación un propio a uno de los pastores del ganado vacuno de Astiages, de quien sabía que apacentaba sus rebaños en abundantísimos pastos, dentro de unas montañas pobladas de fieras. Este vaquero, cuyo nombre era Mitradates, cohabitaba con una mujer, consierva suya, que en lengua de la Media se llamaba Espaco y en la de la Grecia debería llamarse Cino, pues los medos a la perra la llaman espaca. Las faldas de los montes donde aquel mayoral tenía sus praderas, vienen a caer al Norte de Ecbatana por la parte que mira al ponto Euxino, y confina con los Sapires. Este país es sobremanera montuoso, muy elevado y lleno de bosques, siendo lo restante de la Media una continuada llanura. Vino el pastor con la mayor presteza y diligencia, y Hárpago le habló de esto modo: —«Astiages te manda tomar este niño y abandonarlo en el paraje más desierto de tus montañas, para que perezca lo más pronto posible. Tengo orden para decirte de su parte, que si dejares de matarle, o por cualquiera vía escapare el niño de la muerte, serás tú quien la sufra en el más horrible suplicio; y yo mismo estoy encargado de ver por mis ojos la exposición del infante.»

CXI

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Recibida esta comisión, tomó Mitradates el niño, y por el mismo camino que trajo volvióse a su cabaña. Cuando partió para la ciudad, se hallaba su mujer todo el día con dolores da parto, y quiso la buena suerte que diese a luz un niño. Durante la ausencia estaban los dos llenos de zozobra el uno por el otro; el marido solícito por el parto de su mujer, y ésta recelosa porque, fuera de toda costumbre, Hárpago había llamado a su marido. Así, pues, que le vio comparecer ya de vuelta, y no esperándole tan pronto, le preguntó el motivo de haber sido llamado con tanta prisa por Hárpago. —«¡Ah mujer mía! respondió el pastor; cuando llegué a la ciudad vi y oí cosas que pluguiese al cielo jamás hubiese visto ni oído, y que nunca ellas pudiesen suceder a nuestros amos. La casa de Hárpago estaba sumergida en llanto; entro asustado en ella, y me veo en medio a un niño recién nacido, que con vestidos de oro y de varios colores palpitaba y lloraba. Luego que Hárpago me ve, al punto me ordena que, tomando aquel niño, me vaya con él y le exponga en aquella parte de los montes donde más abunden las fieras; diciéndome que Astiages era quien lo mandaba, y dirigiéndome las mayores amenazas si no lo cumplía. Tomo el niño, y me vengo con él, imaginando sería de alguno de sus domésticos, y sin sospechar su verdadero linaje. Sin embargo, me pasmaba de verle ataviado con oro y preciosos vestidos, y de que por él hubiese tanto lloro en la casa. Pero bien presto supe en el camino de boca de un criado, que conduciéndome fuera de la ciudad puso en mis brazos el niño, que éste era hijo de la princesa Mandane y de Cambises. Tal es, mujer, toda la historia, y aquí tienes el niño.»

CXII

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Diciendo esto, le descubre y enseña a su mujer, la cual, viéndole tan robusto y hermoso, se echa a los pies de su marido, abraza sus rodillas, y anegada en lágrimas, le ruega encarecidamente que por ningún motivo piense en exponerle. Su marido responde que no puede menos de hacerlo así, porque vendrían espías de parte de Hárpago para verle, y él mismo perecería desastradamente si no lo ejecutaba. La mujer, entonces, no pudiendo vencer a su marido, le dice de nuevo: —«Ya que es indispensable que le vean expuesto, haz por lo menos lo que voy a decirte. Sabe que yo también he parido, y que fue un niño muerto. A éste le puedes exponer, y nosotros criaremos el de la hija de Astiages como si fuese nuestro. Así no corres el peligro de ser castigado por desobediente al rey, ni tendremos después que arrepentirnos de nuestra mala resolución. El muerto además logrará de este modo una sepultura regia, y este otro que existe conservará su vida.»

CXIII

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Parecióle al pastor que, según las circunstancias presentes, hablaba muy bien su mujer, y sin esperar más hizo lo que ella le proponía. Le entregó, pues, el niño que tenía condenado a muerte, tomó el suyo difunto y lo metió en la misma canasta en que acababa de venir el otro, adornándole con todas sus galas; y después se fue con él y le dejó expuesto en lo más solitario del monte. Al tercer día se marchó el vaquero a la ciudad, habiendo dejado en su lugar por centinela a uno de sus zagales, y llegando a casa de Hárpago le dijo que estaba pronto a enseñarle el cadáver de aquella criatura. Hárpago envió al monte algunos de sus guardias, los que entre todos tenía por más fieles, y cerciorado del hecho dio sepultura al hijo del pastor. El otro niño, a quien con el tiempo se dio el nombre de Ciro, luego que le hubo tomado la pastora fue criado por ella, poniéndole un nombre cualquiera, pero no el de Ciro.

CXIV

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Cuando llegó a los diez años, una casualidad hizo que se descubriese quién era. En aquella aldea donde estaban los rebaños, sucedió que Ciro se pusiese a jugar en la calle con otros muchachos de su edad. Estos en el juego escogieron por rey al hijo del pastor de vacas. En virtud de su nueva dignidad, mandó a unos que le fabricasen su palacio real, eligió a otros para que le sirviesen de guardias, nombró a éste inspector, ministro (o como se decía entonces ojo del rey), hizo al otro su gentilhombre para que le entrase los recados, y, por fin, a cada uno distribuyó su empleo. Jugaba con los otros muchachos uno que era hijo de Artémbares, hombre principal entre los medos, y como este niño no obedeciese a lo que Ciro le mandaba, dio orden a los otros para que le prendiesen, obedecieron ellos y le mandó Ciro azotar, no de burlas, sino ásperamente. El muchacho, llevado muy a mal aquel tratamiento, que consideraba indigno de su persona, luego que se vio suelto se fue a la ciudad, y se quejó amargamente a su padre de lo que con él había ejecutado Ciro, no llamándole Ciro (que no era todavía este su nombre), sino aquel muchacho, hijo del vaquero de Astiages. Enfurecido Artémbares, fuese a ver al rey, llevando consigo a su hijo, y lamentándose del atroz insulto que se les había hecho. —«Mirad, señor, decía, cómo nos ha tratado el hijo del vaquero, vuestro esclavo;» y al decir esto, descubría las espaldas lastimadas de su hijo.

CXV

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Astiages, que tal oía y veía, queriendo vengar la insolencia usada con aquel niño y volver por el honor ultrajado de su padre, hizo comparecer en su presencia al vaquero, juntamente con su hijo. Luego que ambos se presentaron, vueltos los ojos a Ciro, le dice Astiages: —«¿Cómo tú, siendo hijo de quien eres, has tenido la osadía de tratar con tanta insolencia y crueldad a este mancebo, que sabías ser hijo de una persona de las primeras de mi corte? —Yo, señor, le responde Ciro, tuve razón en lo que hice; porque habéis de saber que los muchachos de la aldea, siendo ese uno de ellos, se concertaron jugando en que yo fuese su rey, pareciéndoles que era yo el que más merecía serlo por mis prendas. Todos lo otros niños obedecían puntualmente mis órdenes; solo éste era el que sin hacerme caso, no quería obedecer, hasta que por último recibió la pena merecida. Si por ello soy yo también digno de castigo, aquí me tenéis dispuesto a todo.»

CXVI

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Mientras Ciro hablaba de esta suerte, quiso reconocerle Astiages, pareciéndole que las facciones de su rostro eran semejantes a las suyas, que se descubría en sus ademanes cierto aire de nobleza, y que el tiempo en que le mandó exponer convenía perfectamente con la edad de aquel muchacho. Embebido en estas ideas, estuvo largo rato sin hablar palabra, hasta que, vuelto en sí, trató de despedir a Artémbares, con la mira de coger a solas al pastor y obligarle a confesar la verdad. Al efecto lo dijo: —Artémbares, queda a mi cuidado hacer cuanto convenga para que tu hijo no tenga motivo de quejarse por el insulto que se le hizo.» Y luego los despidió, y al mismo tiempo los criados, por orden suya, se llevaron adentro a Ciro. Solo con el vaquero, lo preguntó de dónde había recibido aquel muchacho, y quién se lo había entregado. Contestando el otro que era hijo suyo, y que la mujer de quien lo había tenido habitaba con él en la misma cabaña, volvió a decirle Astiages que mirase por si y no se quisiese exponer a los rigores del tormento; y haciendo a los guardias una seña para que se echasen sobre él, tuvo miedo el pastor y descubrió toda la verdad del hecho desde su principio, acogiéndose por último a las súplicas y pidiéndole humildemente que le perdonase.

CXVII

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Astiages, después de esta declaración, se mostró menos irritado con el vaquero, dirigiendo toda su cólera contra Hárpago, a quien hizo llamar inmediatamente por medio de sus guardias. Luego que vino le habló así: —«Dime, Hárpago, ¿con qué género de muerte hiciste perecer al niño de mi hija, que puse en tus manos?» Como Hárpago viese que estaba allí el pastor, temiendo ser cogido si caminaba por la senda de la mentira, dijo sin rodeos: «Luego, señor, que recibí el niño, me puse a pensar cómo podría ejecutar vuestras órdenes sin incurrir en vuestra indignación, y sin ser yo mismo el matador del hijo de la Princesa. ¿Qué hice, pues? Llamé a este vaquero, y entregándole la criatura, le dijo que vos mandabais que la hiciese morir; y en esto seguramente dije la verdad. Dile orden para que la expusiese en lo más solitario del monte, y que no la perdiese de vista en tanto que respirase, amenazándole con los mayores suplicios si no lo ejecutaba puntualmente. Cuando me dio noticia de la muerte del niño, envié los eunucos de más confianza para quedar seguro del hecho y para que le diesen sepultura. Ved aquí, señor, la verdad y el modo cómo pereció el niño.»

CXVIII

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Disimulando Astiages el enojo de que se hallaba poseído, le refirió primeramente lo que el vaquero le había contado, y concluyó diciendo, que puesto que el niño vivía lo daba todo por bien hecho; «porque a la verdad, añadió, me pesaba en extremo lo que había mandado ejecutar con aquella criatura inocente, y no podía sufrir la idea de la ofensa cometida contra mi hija. Pero ya que la fortuna se ha convertido de mala en buena, quiero que envíes a tu hijo para que haga compañía al recién llegado, y que tú mismo vengas hoy a comer conmigo; porque tengo resuelto hacer un sacrificio a los dioses, a quienes debemos honrar y dar gracias por el beneficio de haber conservado a mi nieto.»

CXIX

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Hárpago, después de hacer al rey una profunda reverencia, se marchó a su casa lleno de gozo por haber salido con tanta dicha de aquel apuro y por el grande honor de ser convidado a celebrar con el Monarca el feliz hallazgo. Lo primero que hizo fue enviar a palacio al hijo único que tenía, de edad de trece años, encargándole hiciese todo lo que Astiages le ordenase; y no pudiendo contener su alegría, dio parte a su esposa de toda aquella aventura. Astiages, luego que llegó el niño le mandó degollar, y dispuso que, hecho pedazos, se asase una parte de su carne, y otra se hirviese, y que todo estuviese pronto y bien condimentado. Llegada ya la hora de comer y reunidos los convidados, se pusieron para el rey y los demás sus respectivas mesas llenas de platos de carnero; y a Hárpago se le puso también la suya, pero con la carne de su mismo hijo, sin faltar de ella más que la cabeza y las extremidades de los pies y manos, que quedaban encubiertas en un canasto. Comió Hárpago, y cuando ya daba muestras de estar satisfecho, le preguntó Astiages si le había gustado el convite; y como él respondiese que había comido con mucho placer, ciertos criados, de antemano prevenidos, le presentaron cubierta la canasta donde estaba la cabeza de su hijo con las manos y pies, y le dijeron que la descubriese y tomase de ella lo que más le gustase. Obedeció Hárpago, descubrió la canasta y vio los restos de su hijo, pero todo sin consternarse, permaneciendo dueño de sí mismo y conservando serenidad. Astiages le preguntó si conocía de qué especie de caza era la carne que había comido: él respondió que sí, y que daba por bien hecho cuanto disponía su Soberano; y recogiendo los despojos de su hijo, los llevó a su casa, con el objeto, a mi parecer, de darles sepultura.

CXX

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Deliberando el rey sobre el partido que le convenía adoptar relativamente a Ciro, llamó a los magos que le interpretaron el sueño, y pidióles otra vez su opinión. Ellos respondieron que si el nido vivía, era indispensable que reinase. —«Pues el niño vive, replicó Astiages, y habiéndole nombrado rey en sus juegos los otros muchachos de la aldea, ha desempeñado las funciones de tal, eligiendo sus guardias, porteros, mayordomos y demás empleados. ¿Qué pensáis ahora de lo sucedido? —Señor, dijeron los magos, si el niño vive y ha reinado ya, no habiendo esto sido hecho con estudio, podéis quedar tranquilo y tener buen ánimo, pues ya no hay peligro de que reine segunda vez. Además de que algunas de nuestras predicciones suelen tener resultados de poco momento, y las cosas pertenecientes a los sueños a veces nada significan. —A lo mismo me inclino yo, respondió Astiages, y creo que mi visión se ha verificado ya en el juego de los niños. Sin embargo, aunque me parece que nada debo temer de parte de mi nieto, os encargo que lo miréis bien, y me aconsejéis lo más útil y seguro para mi casa y para vosotros mismos. —A nosotros nos importa infinito, respondieron los magos, que la suprema autoridad permanezca firme en vuestra persona; porque pasando el imperio a ese niño, persa de nación, seriamos tratados los medos come siervos, y para nada se contaría con nosotros. Pero reinando vos, que sois nuestro compatriota, tenemos parte en el mando y disfrutamos en vuestra corte los primeros honores. Ved, pues, señor, cuánto nos interesa mirar por la seguridad de vuestra persona y la continuación de vuestro reinado. Al menor peligro que viésemos, os lo manifestaríamos con toda fidelidad; mas ya que el sueño se ha convertido en una friolera, quedamos por nuestra parte llenos de confianza y os exhortamos a que la tengáis también, y a que, separando de vuestra vista a ese niño, le enviéis a Persia a casa de sus padres.»

CXXI

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Alegróse mucho el rey con tales razones, y llamando a Ciro, le dijo: —«Quiero que sepas, hijo mío, que inducido por la visión poco sincera de un sueño, traté de hacerte una sinrazón; pero tu buena fortuna te ha salvado. Vete, pues, a Persia, para donde te daré buenos conductores, y allí encontrarás otros padres bien diferentes de Mitradates y de su mujer la vaquera.»

CXXII

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En seguida despachó Astiages a Ciro, el cual llegado a casa de Cambises, fue recibido por sus padres, que no se saciaban de abrazarle, como quienes estaban en la persuasión de que había muerto poco después de nacer. Preguntáronle de qué modo había conservado la vida, y él les dijo que al principio nada sabía de su infortunio, y había vivido en el engaño; pero que en el camino lo había sabido todo por las personas que le acompañaban, porque antes se creía hijo del vaquero de Astiages, por cuya mujer había sido criado. Y como en todas ocasiones, no cesando de alabar a esta buena mujer, tuviese su nombre en los labios, oyéronle sus padres, y determinaron esparcir la voz de que su hijo había sido criado por una perra, con el objeto de que su aventura pareciese a los persas más prodigiosa, de donde vino sin duda la fama que se divulgó sobre este punto.

CXXIII

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Cuando Ciro hubo llegado a la mayor edad, y por sus prendas varoniles y amable carácter descollaba entre todos sus iguales, Hárpago, enviándole regalos, le iba solicitando contra Astiages, de quien deseaba vengarse; porque viendo que como persona particular no le sería fácil asestar sus tiros contra el monarca, procuraba ganarse un compañero tan útil para sus planos, supuesto que las dos gracias de aquél habían sido muy semejantes a las suyas. Ya de antemano iba disponiendo las cosas y sacando partido de la conducta de Astiages, que se mostraba duro y áspero con los medos, se insinuaba poco a poco en el ánimo de los sujetos principales, aconsejándoles con maña que convenía deponer a Astiages del trono y colocar en su lugar a Ciro. Dados estos primeros pasos, y viendo el asunto en buen estado, determinó manifestar sus intenciones a Ciro, que vivía en Persia; pero no teniendo para ello un medio conveniente, por estar guardados los caminos, se valió de esta traza. Tomó una liebre, y abriéndola con mucho cuidado, metió dentro de ella una carta, en la cual iba escrito lo que le pareció, y después la cosió de modo que no se conociese la operación hecha. Llamó en seguida al criado de su mayor confianza, y dándole unas redes como si fuera un cazador, lo hizo pasar a la Persia, con el encargo de entregar la liebre a Ciro y de decirle que debía abrirla por sus propias manos, sin permitir que nadie se hallase presente.

CXXIV

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Esta traza se puso por obra sin ningún tropiezo y con felicidad. Ciro abrió la liebre y encontró la carta escondida, en la cual leyó estas palabras: —«Ilustre hijo de Cambises, el cielo os mira con ojos propicios, pues os ha concedido tanta fortuna. Ya es tiempo de que penséis tomar satisfacción de vuestro verdugo Astiages, a quien llamo así porque hizo cuanto pudo para quitaros la vida que los dioses os conservaron por mi medio. No dudo que hace tiempo estaréis enterado de cuanto se hizo con vuestra persona y de cuanto he sufrido yo mismo de mano de Astiages, sin otra causa que el no haberos dado la muerte, cuando preferí entregaros a su vaquero. Si escucháis mis consejos, pronto reinaréis en lugar suyo. Haced que se armen vuestros persas, y venid con ellos contra la Media. Tanto si me nombra por general para resistiros, como si elige otro de los principales medos, estad seguro del buen éxito de vuestra expedición, porque todos ellos, abandonando a Astiages y pasándose a vuestro partido, procurarán derribarlo del trono. Todo lo tenemos dispuesto; haced lo que os digo, y hacedlo cuanto antes.»

CXXV

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Noticioso Ciro del proyecto de Hárpago, se puso a reflexionar cuál sería el medio más acertado para inducir a los persas a la rebelión; y después de meditado el asunto, creyó haber hallado uno muy oportuno. Escribió una carta según sus ideas, y habiendo reunido a los persas en una junta, la abrió en ella y leyó su contenido, por el que le nombraba Astiages general de los persas: —«Es preciso, por consiguiente, les dijo, que cada uno de vosotros se arme con su hoz.» Los persas son una nación compuesta de varias castas o pueblos, parte de los cuales juntó Ciro con el objeto de insurreccionarlos contra los medos. Estos persas, de quienes dependían todos los demás, eran los Arteatas, los persas propiamente dichos, los Pasagardas, los Merafios y los Masios. De todos ellos, los Pasagardas eran los mejores y más valientes, y entre estos se cuentan los Achemenides, que es aquella familia de donde vienen los reyes persianos. Los otros pueblos son los Panthialeos, los Derusieos y los Germanios, que se dedican a labrar los campos, y los Daros, los Mardos, los Drópicos y los Sagartios, que viven como pastores.

CXXVI

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Luego que todos los persas se presentaron con sus hoces, mandóles Ciro que desmontasen en un día toda una selva llena de espinas y malezas, la cual en la Persia tendría el espacio de dieciocho a veinte estadios. Acabada esta operación, les mandó segunda vez que al día siguiente compareciesen limpios y aseados. Entretanto, hizo juntar en un mismo paraje todos los rebaños de cabras, ovejas y bueyes que tenía su padre, y entregándolos al cuchillo, preparó una espléndida comida, cual convenía para dar va convite al ejército de los persas, proporcionando además el vino necesario y los manjares más escogidos. Concurrieron al día siguiente los persas, a quienes Ciro mandó que reclinados en un prado comiesen a su satisfacción. Después del banquete les preguntó en cuál de los dos días les había ido mejor, y si preferían la fatiga del primero a las delicias del actual. Ellos le respondieron que había mucha diferencia entre los dos días, pues en el anterior había sido todo afán y trabajo, y por el contrario, en el presente todo descanso y recreo. Entonces Ciro, tomando ocasión de sus palabras, les descubrió todo el proyecto, diciéndoles. —«Tenéis razón, valerosos persas; y si queréis obedecerme, no tardaréis en lograr estos bienes y otros infinitos, sin ninguna fatiga de las que proporciona la servidumbre. Pero si rehusáis mis consejos, no esperéis otra cosa sino miseria y afanes innumerables, como los de ayer. Animo, pues, amigos míos, y siguiendo mis órdenes, recobrad vuestra libertad. Yo pienso que he nacido con el feliz destino de poner en vuestras manos todos estos bienes, porque en nada os considero inferiores a los medos, y mucho menos en los negocios de la guerra. Siendo esto así, levantaos contra Astiages sin perder momento.»

CXXVII

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Los persas, que ya mucho tiempo antes sufrían con disgusto la dominación de los medos, así que se vieron con tal jefe, se declararon de buena voluntad por la independencia. Luego que supo Astiages lo que Ciro iba maquinando, le envió a llamar por medio de un mensajero, al cual mandó Ciro dijese de su parte a Astiages, que estaba muy bien, y que le haría una visita más presto de lo que él mismo quisiera. Apenas Astiages recibió esta respuesta, cuando armó a todos los medos, y como hombre a quien el mismo cielo cegaba, quitándole el acierto, les dio por general a Hárpago, olvidando las crueldades que con él había ejecutado. Cuando los medos llegaron a las manos con los persas, lo que sucedió fue que algunos pocos a quienes no se había dado parte del designio, combatían de veras; los instruidos en él se pasaban a los persas, y la mayor parte de propósito peleaban mal y se entregaban a la fuga.

CXXVIII

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Al saber Astiages la derrota vergonzosa de su ejército, dijo con tono de amenaza: —«No pienses, Ciro, que por esto haya de durar mucho tu gozo.» Después hizo espirar en un patíbulo a los magos, intérpretes de los sueños, que le habían aconsejado dejase ir libre a Ciro, y por último, mandó que todos los medos jóvenes y viejos que habían quedado en la ciudad, tomasen las armas, con los cuales, habiendo salido a campaña y entrado en acción con los persas, no solo fue vencido, sino que él mismo quedó hecho prisionero juntamente con todas las tropas que había llevado.

CXXIX

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Cautivo Astiages, se le presentó Hárpago muy alegre, insultándole con burlas y denuestos que pudieran afligirle, y zahiriéndole particularmente con la inhumanidad de aquel convite en que lo dio a comer las carnes de su mismo hijo. También le preguntaba qué le parecía de su actual esclavitud comparada con el sólio de donde acababa de caer. Astiages, fijando en él los ojos, le preguntó a su vez, si reconocía por suya aquella acción de Ciro. —«Si, la reconozco, dijo Hárpago, pues habiéndole yo convidado por escrito, puedo gloriarme con razón de tener parte en la hazaña.» Entonces respondió Astiages que le miraba como al hombre más necio y más injusto del mundo; el más necio, porque habiendo tenido en su mano hacerse rey, sí era verdad que él hubiese sido el autor de lo que pasaba, había procurado para otro la autoridad suprema; y el más injusto, porque en despique de una cena había reducido a los medos a la servidumbre, cuando si era preciso que otras sienes y no las suyas se ciñesen con la corona, la razón pedía que fuesen las de otro medo, y no las de un persa; pues ahora los medos, sin tener culpa alguna, de señores pasaban a ser siervos, y los persas, antes siervos, venían a ser sus señores.

CXXX

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De este modo, pues, Astiages, habiendo reinado treinta y cinco años, fue depuesto del trono; por cuya dureza y crueldad los medos cayeron bajo el dominio de los persas, después de haber tenido el imperio del Asia superior más allá del río Halis por espacio de ciento veintiocho años, exceptuado el tiempo en que mandaron los escitas. Así que los persas en el reinado de Astiages, teniendo a su frente a Ciro, sacudieron el yugo de los medos y empezaron a mandar en el Asia. Ciro desde entonces mantuvo cerca de sí a Astiages todo el tiempo que le quedó de vida, sin tomar de él ninguna otra venganza. Más adelante, según llevo ya referido, venció a Creso, que había sido el primero en romper las hostilidades, y habiéndose apoderado de su persona, vino por este tiempo a ser señor de toda el Asia.

CXXXI

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Las leyes y usos de los persas he averiguado que son estas. No acostumbran erigir estatuas, ni templos, ni aras, y tienen por insensatos a los que lo hacen; lo cual, a mi juicio, dimana de que no piensan como los griegos que los dioses hayan nacido de los hombres. Suelen hacer sacrificios a Júpiter, llamando así a todo el ámbito del cielo, y para ello se suben a los montes más elevados. Sacrifican también al sol, a la luna, a la tierra, al agua, y a los vientos; siendo estas las únicas deidades que reconocen desde la más remota antigüedad, si bien después aprendieron de los asirios y árabes a sacrificar a Venus. Urania; porque a Venus los asirios la llaman Milita, los árabes Alita, y los persas Mitra.

CXXXII

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En los sacrificios que los persas hacen a sus dioses no levantan aras, no encienden fuego, no derraman licores, no usan de flautas, ni de tortas ni de farro molido. Lo que hacen es presentar la víctima en un lugar puro, y llevando la tiara ceñida las más veces con mirto, invocar al Dios a quien sacrifican; pero en esta invocación no debe pedirse bien alguno para sí en particular, sino para todos los persas y para su rey, porque en el número de los persas se considera comprendido el que sacrifica. Después se divide la víctima en pequeñas porciones, y hervida la carne, se pone sobre un lecho de la hierba más suave, y regularmente sobre trébol. Allí un mago de pie entona sobre la víctima la Theogonia, canción para los persas la más eficaz y maravillosa. La presencia de un mago es indispensable en todo sacrificio. Concluido éste, se lleva el sacrificante la carne, y hace de ella lo que le agrada.

CXXXIII

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El aniversario de su nacimiento es de todos los días el que celebran con preferencia, debiendo dar en él un convite, en el cual la gente más rica y principal suele sacar a la mesa bueyes enteros, caballos, camellos y asnos, asados en el horno, y los pobres se contentan con sacar reses menores. En sus comidas usan de pocos manjares de sustancia, pero sí de muchos postres, y no muy buenos. Por eso suelen decir los persas, que los griegos se levantan de la mesa con hambre, dando por razón que después del cubierto principal nada se sirve que merezca la pena, pues si algo se presentase de gusto, no dejarían de comer hasta que estuviesen satisfechos. Los persas son muy aficionados al vino. Tienen por mala crianza vomitar y orinar delante de otro. Después de bien bebidos, suelen deliberar acerca de los negocios de mayor importancia. Lo que entonces resuelven, lo propone otra vez el amo de la casa en que deliberaron, un día después; y si lo acordado les parece bien en ayunas, lo ponen en ejecución, y si no, lo revocan. También suelen volver a examinar cuando han bebido bien aquello mismo sobre lo cual han deliberado en estado de sobriedad.

CXXXIV

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Cuando se encuentran dos en la calle, se conoce luego si son o no de una misma clase, porque si lo son, en lugar de saludarse de palabra, se dan un beso en la boca: si el uno de ellos fuese de condición algo inferior, se besan en la mejilla; pero si el uno fuese mucho menos noble, postrándose, reverencia al otro. Dan el primer lugar en su aprecio a los que habitan más cerca, el segundo a los que siguen a éstos, y así sucesivamente tienen en bajísimo concepto a los que viven más distantes de ellos, lisonjeándose de ser los persas con mucha ventaja los hombres más excelentes del mundo. En tiempo de los medos, unas naciones de aquel imperio mandaban a las otras; si bien los medos, además de mandar a sus vecinos inmediatos, tenían el dominio supremo sobre todas ellas; las otras mandaban cada una a la que tenían más vecina. Este mismo orden observan los persas, de suerte que cada nación depende de una y manda a otra.

CXXXV

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Ninguna gente adopta las costumbres y modas extranjeras con más facilidad que los persas. Persuadidos de que el traje de los medos es más gracioso y elegante que el suyo, visten a la Moda; se arman para la guerra con el peto de los egipcios; procuran lograr todos los deleites que llegan a su noticia; y esto en tanto grado, que por el mal ejemplo de los griegos, abusan de su familiaridad con los niños. Cada particular, suele tomar muchas doncellas por esposas, y con todo son muchas las amigas que mantienen en su casa.

CXXXVI

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Después del valor y esfuerzo militar, el mayor mérito de un persa consiste en tener muchos hijos; y todos los años el rey envía regalos al que prueba ser padre de la familia más numerosa, porque el mayor número es para ellos la mayor excelencia. En la educación de los hijos, que dura desde los cinco hasta los veinte años, solamente les enseñan tres cosas: montar a caballo, disparar el arco y decir la verdad. Ningún hijo se presenta a la vista de su padre hasta después de haber cumplido los cinco años, pues antes vive y se cría entre las mujeres de la casa; y esto se hace con la mira de que si el niño muriese en los primeros años de su crianza, ningún disgusto reciba por ello su padre.

CXXXVII

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Me parece bien esta costumbre, como también la siguiente: Nunca el rey impone la pena de muerte, ni otro alguno de los persas castiga a sus familiares con pena grave por un solo delito, sino que primero se examina con mucha escrupulosidad si los delitos o faltas son más y mayores que no los servicios y buenas obras, y solamente en el caso de que lo sean, se suelta la rienda al enojo y se procede al castigo. Dicen que nadie hubo hasta ahora que diese la muerte a sus padres, y que cuantas veces se ha dicho haberse cometido tan horrendo crimen, si se hiciesen las informaciones necesarias, resultaría que los tales habían sido supuestos o nacidos de adulterio; porque no creen verosímil que un padre verdadero muera nunca a manos de su propio hijo.

CXXXVIII

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Lo que entre ellos no es lícito hacer, tampoco es lícito decirlo. Tienen por la primera de todas las infamias el mentir, y por la segunda contraer deudas; diciendo, entre otras muchas razones, que necesariamente ha de ser mentiroso el que sea deudor. A cualquier ciudadano que tuviese lepra o albarazos, no le es permitido, ni acercarse a la ciudad, ni tener comunicación con los otros persas; porque están en la creencia de que aquella enfermedad es castigo de haber pecado contra el sol. A todo extranjero que la padece, los más de ellos le echan del país, y también a las palomas blancas, alegando el mismo motivo. Veneran en tanto grado a los ríos, que ni orinan, ni escupen, ni se lavan las manos en ellos, como tampoco permiten que ningún otro lo haga.

CXXXIX

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Una cosa he notado en la lengua persa, en que parece no han reparado los naturales, y es que todos los nombres que dan a los cuerpos y a las cosas grandes y excelentes terminan con una misma letra, que es la que los Dorienses llaman San, y los jonios Sigma. El que quiera hacer esta observación, hallará que no algunos nombres de los persas, sino todos, acaban absolutamente de la misma manera.

CXL

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Lo que he dicho hasta aquí sobre los usos de los persas es una cosa cierta y de que estoy bien informado. Pero es más oscuro y dudoso lo que suele decirse de que a ningún cadáver dan sepultura sin que antes haya sido arrastrado por una ave de rapiña o por un perro. Los magos acostumbran hacerlo así públicamente. Yo creo que los persas cubren primero de cera el cadáver, y después le entierran. Por lo que mira a los magos, no solamente se diferencian en sus prácticas del común de los hombres, sino también de los sacerdotes del Egipto. Estos ponen su perfección en no matar animal alguno, fuera de las víctimas que sacrifican: los magos con sus propias manos los matan todos, perdonando solamente al perro y al hombre, y se hacen un mérito de matar no menos a las hormigas que a las sierpes, como también a los demás vivientes, tanto los reptiles como los que vagan por el aire. Pero basta de tales usos; volvamos a tomar el hilo de la historia.

CXLI

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Al punto que los lidios fueron conquistados por los persas con tanta velocidad, los jonios y los eolios enviaron a Sardes sus embajadores, solicitando de Ciro que los admitiese por vasallos con las mismas condiciones que lo eran antes de Creso. Oyó Ciro la pretensión, y respondió con este apólogo: —«Un flautista, viendo muchos peces en el mar, se puso a tocar su instrumento, con el objeto de que atraídos por la melodía saltasen a tierra. No consiguiendo nada, tomó la red barredera, y echándola al mar, cogió con ella una muchedumbre de peces, los cuales, cuando estuvieron sobre la playa, empezaron a saltar según su costumbre. Entonces el flautista volvióse a ellos, y les dijo: —«Basta ya de tanto baile, supuesto que no quisisteis bailar cuando yo tocaba la flauta.» El motivo que tuvo Ciro para responder de esta manera a los jonios y a los eolios fue porque cuando él les pidió por sus mensajeros que se rebelasen contra Creso, no le dieron oídos, y ahora, viendo el pleito tan mal parado, se mostraban prontos a obedecerle. Enojado, pues, contra ellos, los despachó con esta respuesta; y los jonios se volvieron a sus ciudades, fortificaron sus murallas y reunieron un congreso en Panionio, al que todos asistieron menos los Milesios, porque con estos solos había Ciro concluido un tratado, admitiéndolos por vasallos con las mismas condiciones que a los lidios. Los demás jonios determinaron en el congreso enviar embajadores a Esparta, solicitando auxilios en nombre de todos.

CXLII

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Estos jonios, a quien pertenece el templo de Panionio, han tenido la buena suerte de fundar sus ciudades bajo un cielo y en un clima que es el mejor de cuantos habitan los hombres, a lo menos los que nosotros conocemos. Porque ni la región superior, ni la inferior, ni la que está situada al Occidente, ninguna logra iguales ventajas, sufriendo unas los rigores del frío y de la humedad, y experimentando otras el excesivo calor y la sequía. No hablan todos los jonios una misma lengua, y puede decirse que tienen cuatro dialectos diferentes. Mileto, la primera de sus ciudades, cae hacia el Mediodía, y después siguen Miunte y Priena. Las tres están situadas en la Caria y usan de la misma lengua. En la Lidia están Éfeso, Colofon, Lébedos, Teos, Clazómenas y Focéa; todas las cuales hablan una lengua misma, diversa de la que usan las tres ciudades arriba mencionadas. Hay todavía tres ciudades de Jonia más, dos de ellas en las islas de Sumos y Quío, y la otra, que es Erithrea, fundada en el continente. Los quíos y los eritreos tienen el mismo dialecto; pero los samios usan otro particular suyo.

CXLIII

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De estos pueblos jonios los Milesios se hallaban a cubierto del peligro y del miedo por su trato con Ciro, y los Isleños nada tenían que temer de los persas, porque todavía no eran súbditos suyos los fenicios, y ellos mismos no eran gente a propósito para la marina. La causa porque los Milesios se habían separado de los demás griegos, no era otra sino la poca fuerza que tenía todo el cuerpo de los griegos, y en especial los jonios, sobremanera desvalidos y casi de ninguna consideración. Fuera de la ciudad de Atenas, ninguna otra había respetable. De aquí nacía que los otros jonios, y los mismos atenienses, se desdeñaban de su nombre, no queriendo llamarse jonios; y aun ahora me parece que muchos de ellos se avergüenzan de semejante dictado. Pero aquellas doce ciudades no sólo se preciaban de llevarle, sino que habiendo levantado un templo, le quisieron llamar de su mismo nombre Panjonio, o común a los jonios, y aun tomaron la resolución de no admitir en él a ningún otro que los pueblos jonios, si bien debe añadirse que nadie pretendió semejante unión a no ser los de Esmirna.

CXLIV

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Una cosa igual hacen los Dorienses de Pentápolis, estado que ahora se compone de cinco ciudades, y antes se componía de seis, llamándose Exápolis. Estos se guardan de admitir a ninguno de los otros Dorienses en su templo Triópico, y esto lo observan con tal rigor, que excluyeron de su comunión a algunos de sus ciudadanos que habían violado sus leyes y ceremonias. El caso fue este: en los juegos que celebraban en honor de Apolo Triopio, solían antiguamente adjudicar por premio a los vencedores unos trípodes de bronce, pero con la precisa condición de no habérselos de llevar, sino de ofrecerlos al dios en su mismo templo. Sucedió, pues, que un tal Agasicles de Halicarnaso, declarado vencedor, no quiso observar esta ley, y llevándose el trípode, le colgó en su misma casa. Por esta transgresión aquellas cinco ciudades, que eran Lindo, Yalisso, Camiro, Coo y Cnido, privaron de su comunión a Halicarnaso, que era la sexta. Tal y tan severo fue el castigo con que la multaron.

CXLV

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Yo pienso que los jonios se repartieron en doce ciudades, sin querer admitir otras más en su confederación, porque cuando moraban en el Peloponeso, estaban distribuidos en doce partidos; así como los Acheos que fueron los que los echaron del país, forman también ahora doce distritos. El primero es Pellena, inmediata a Sycion; después siguen Egira y Egas, donde se halla el Cratis, río que siempre lleva agua, y del cual tomó su nombre el otro río Cratis de la Italia; en seguida vienen Bura, Helice, a donde los jonios se retiraron vencidos en batalla por los Acheos, Egon y Rypcs; después los Patrenses, los Farenses y Oleno, donde esta el gran río Piro; y por último, Dyma y los Triteenses, que es entre todas estas ciudades el único pueblo de tierra adentro.

CXLVI

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Estas son ahora las doce comunidades de los Aqueos, y lo eran antes de los jonios, motivo por el cual éstos se distribuyeron en doce ciudades. Porque suponer que los unos son más jonios que los otros, o que tuvieron más noble origen, es ciertamente un desvarío; pues no sólo los Abantes originarios de la Eubea, los cuales nada tienen, ni aun el nombre de la Jonia, hacen una parte, y no la menor, de los tales jonios, sino que además se hallan mezclados con ellos los focenses, separados de los otros sus paisanos, los Melosos, los arcades pelasgos, los Dorienses epidaurios y otras muchas naciones, que con los jonios se confundieron. En cuanto a los jonios, que por haber partido del Pritaneo de los atenienses, quieren ser tenidos por los más puros y acendrados de todos, se sabe de ellos que, no habiendo conducido mujeres para su colonia, se casaron con las Carianas, a cuyos padres habían quitado la vida; por cuya razón estas mujeres, juramentadas entre sí, se impusieron una ley, que trasmitieron a sus hijas, de no comer jamás con sus maridos, ni llamarles con este nombre, en atención a que, habiendo muerto a sus padres, maridos e hijos, después de tales insultos se habían juntado con ellas, todo lo cual sucedió en Mileto.

CXLVII

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Estos colonos atenienses nombraron por reyes, unos a los licios, familia oriunda de Glauco, el hijo de Hipóloco; otros a los Caucones Pylios, descendientes de Codro, hijo de Melantho; y algunos los tomaban ya de una, ya de otra de aquellas dos casas. Todos ellos ambicionan con preferencia a los demás el nombre de jonios, y ciertamente lo son de origen verdadero; bien que de este nombre participan cuantos, procediendo de Atenas, celebran la fiesta llamada Apaturia, la cual es común a todos los jonios asiáticos, fuera de los Efesios y Colofonios, los únicos que en pena de cierto homicidio no la celebran.

CLXVIII

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El Panionio es un templo que hay en Micale, hacia el Norte, dedicado en nombre común de los jonios a Neptuno el Heliconio. Micale es un promontorio de tierra firme, que mira hacia el viento Zéfiro, y pertenece a Samos. En este promontorio, los jonios de todas las ciudades solían celebrar una fiesta, a que dieron el nombre de Panjonia. Y es de notar que todas las fiestas, no sólo de los jonios, sino de todos los griegos, tienen la misma propiedad que dijimos de los nombres persas, la de acabar en una misma letra.

CXLIX

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He dicho cuales son las ciudades jonias; ahora referiré las eolias. Cima, por sobrenombre Fricónida, Larisas, Muronuevo, Tenos, Cilla, Notion, Egidoxa, Pitana, Egeas, Mirina, Grinia. Estas son las once ciudades antiguas de los eolios, pues aunque también eran doce, todas en el continente, Esmirna, una de aquel número, fue separada de las otras por los jonios. Los eolios establecieron sus colonias en un terreno mejor que el de los jonios, pero el clima no es tan bueno.

CL

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Los eolios perdieron a Esmirna de este modo: ciertos Colofonios, vencidos en una sedición doméstica y arrojados de su patria, hallaron en Esmirna un asilo. Estos fugitivos, un día en que los de Esmirna celebraban fuera de la ciudad una fiesta solemne a Baco, les cerraron las puertas y se apoderaron de la plaza. Concurrieron todos los eolios al socorro de los suyos, pero se terminó la contienda por medio de una transacción, en la que se convino que los jonios, quedándose con la ciudad, restituyesen los bienes muebles a los de Esmirna. Estos, conformándose con lo pactado, fueron repartidos en las otras once ciudades eolias, que los admitieron por ciudadanos suyos.

CLI

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En el número de las ciudades eolias de la tierra firme, no se incluyen los que habitan en el monte Ida, porque no forman un cuerpo con ellas. Otras hay también situadas en las islas. En la de Lesbos existen cinco, porque la sexta, que era Arisba, la redujeron bajo su dominación los de Metimna, siendo de la misma sangre. En Ténedos hay una, y otra en las que llaman las cien islas. Todas estas ciudades insulares, lo mismo que los jonios de las islas, nada tenían que temer de Ciro; pero a los demás eolios les pareció conveniente confederarse con los otros jonios y seguirlos a donde quiera que los condujesen.

CLII

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Luego que llegaron a Esparta los enviados de los jonios y eolios, habiendo hecho el viaje con toda velocidad, escogieron para que en nombre de todos llevase la voz a un cierto focense, llamado Pitermo; el cual, vestido de púrpura, con la mira de que muchos espartanos concurriesen atraídos de la novedad, se presentó en su congreso, y con una larga arenga les pidió socorros. Los lacedemonios, bien lejos de dejarse persuadir del orador, resolvieron no salir a la defensa de los jonios; con lo cual se volvieron los enviados. Sin embargo, despacharon algunos hombres en una galera de cincuenta remos, con el objeto, a mi parecer, de explorar el estado de las cosas de Ciro y de la Jonia. Luego que estos llegaron a Focéa, enviaron a Sardes al que entre todos era tenido por hombre de mayor suposición, llamado Lacrines, con orden de intimar a Ciro que se abstuviese de inquietar a ninguna ciudad de los griegos, cuyas injurias no podrían mirar con indiferencia.

CLIII

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Dícese que Ciro, después que el enviado acabó su propuesta, preguntó a los griegos que cerca de sí tenía, qué especie de hombres eran los lacedemonios, y cuántos, en número, para atreverse a hacerle semejante declaración, y que informado de lo que preguntaba, respondió al orador: —«Nunca temí a unos hombres que tienen en medio de sus ciudades un lugar espacioso, donde se reúnen para engañar a otros con sus juramentos; y desde ahora les aseguro que si los dioses me conservaron la vida, yo haré que se lamenten, no de las desgracias de los jonios, sino de las suyas propias.» Este discurso iba dirigido contra todos los griegos, que tienen en sus ciudades una plaza destinada para la compra y venta de sus cosas, costumbre desconocida entre los persas, que no tienen plazas en las suyas. Después de esto, dejando al persa Tábalo por gobernador de Sardes, y dando al lidio Páctyas la comisión de recaudar los tesoros de Creso y de los otros lidios, partióse con sus tropas para Ecbátana, llevando consigo a Creso, y teniendo por negocio de poca importancia el acometer sobre la marcha a los jonios. Bien es verdad que para esto le servían de embarazo Babilonia y la nación Bactriana, los sacas y los egipcios, contra los cuales él mismo en persona quería conducir su ejército, enviando contra los jonios a cualquiera otro general. Apenas Ciro había salido de Sardes, cuando Páctyas insurreccionó a los lidios, y habiendo bajado a la costa del mar, como tenía a su disposición todo el oro de Sardes, le fue fácil reclutar tropas mercenarias, y persuadir a la gente de la marina que le siguiese en su expedición. Dirigióse, pues, hacia Sardes, puso a la ciudad sitio y obligó al gobernador Tábalo a encerrarse en la ciudadela.

CLV

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Ciro en el camino tuvo noticia de lo que pasaba, y hablando de ello con Creso, le dijo: —«¿Cuándo tendrán fin, oh Creso, estas cosas que me suceden? Ya está visto que esos lidios nunca vivirán en paz, ni me dejarán a mí tranquilo. Pienso que lo mejor fuera reducirlos a la condición de esclavos. Ahora veo que lo que acabo de hacer con ellos es parecido a lo que hace un hombre que, habiendo dado muerte al padre, perdona a los hijos. Así, yo, habiéndome apoderado de tu persona, que eras más que padre de los lidios, tuve la inadvertencia de dejar en sus manos la ciudad; y ahora me maravillo de que se me rebelen.» De este modo hablaba Ciro lo que sentía, y Creso, temeroso de la total ruina de Sardes, —Tienes mucha razón, le responde; pero me atrevo, señor, a suplicarte que no te dejes dominar del enojo, ni destruyas una ciudad antigua que está inocente de lo pasado y de lo que ahora sucede. Antes fui yo el autor d e la injuria, y pago la pena merecida; ahora Páctyas, a quien confiaste la ciudad de Sardes, es el amotinador que debe satisfacer a tu justa venganza. Pero a los lidios perdónales, y a fin de que no se levanten otra vez, ni vuelvan a darte más cuidados, envíales orden para que no tengan armas de las que sirven en la guerra, y mándales también que lleven una túnica talar debajo de su vestido, que calcen coturnos, que aprendan a tocar la cítara y a cantar, y que enseñen a sus hijos el ejercicio de la mercancía. Con estas providencias los verás en breve convertidos de hombres en mujeres, y cesará todo peligro de que se rebelen otra vez.»

CLVI

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Tal fue el expediente que sugirió Creso, teniéndole por más ventajoso para los lidios que no el ser vendidos por esclavos; porque bien sabía que a no proponer al rey un medio tan eficaz, no le haría mudar de resolución, y por otra parte recelaba en extremo que si los lidios escapaban del peligro actual volverían a sublevarse en otra ocasión, y perecerían por rebeldes a manos de los persas. Ciro, muy satisfecho con el consejo, y desistiendo de su primer enojo, dijo a Creso que se conformaba con él; y llamando al efecto al medo Mázares, le mandó que intimase a los lidios cuanto le había sugerido Creso; que fuesen tratados como esclavos todos los demás que habían servido en la expedición contra Sardes, y que de todos modos le presentasen vivo delante de sí al mismo Páctyas.

CLVII

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Dadas estas providencias, continuó Ciro su viaje a lo interior de la Persia. Entretanto, Páctyas, informado de que estaba ya cerca el ejército que venia contra él, se llenó de pavor, y se fue huyendo a Cyma. Mázares, que al frente de una pequeña división del ejército de Ciro marchaba contra Sardes, cuando vio que no encontraba allí las tropas de Páctyas, lo primero que hizo fue obligar a los lidios a ejecutar las órdenes de Ciro, que mudaron enteramente sus costumbres y método de vida. Después envió, unos mensajeros a Cyma, pidiendo le entregasen a Páctyas. Los Cymanos acordaron antes de todo consultar el caso con el dios que se veneraba en Branchidas, donde había un oráculo antiquísimo, que acostumbraban consultar todos los pueblos de la Eolia y de la Jonia. Este oráculo estaba situado en el territorio de Mileto sobre el puerto Panormo.

CLVIII

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Los Cimanos, pues, enviaron sus diputados a Branquidas, con el objeto de consultar lo que deberían hacer de Páctyas, para dar gusto a los dioses. El oráculo respondió que fuese entregado a los persas. Ya se disponían a ejecutarlo, por hallarse una parte del pueblo inclinada a ello, cuando Aristódico, hijo de Heraclides, sujeto que gozaba entre sus conciudadanos de la mayor consideración, desconfiando de la realidad del oráculo y de la verdad de los consultantes, detuvo a los Cymanos para que no lo ejecutasen hasta tanto que fuesen al templo otros diputados, en cuyo número se comprendió al mismo Aristódico.

CLIX

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Luego que llegaron a Branchidas, hizo Aristódico la consulta en nombre de todos: —«¡Oh numen sagrado! Refugióse a nuestra ciudad el lidio Páctyas, huyendo de una muerte violenta. Los persas le reclaman ahora, y mandan a los Cymanos que se le entreguen. Nosotros, por más que temernos el poder de los persas, no nos hemos atrevido a poner en sus manos a un hombre que se acogió a nuestro amparo, hasta que sepamos de vos claramente cuál es el partido que debemos seguir.» El oráculo, del mismo modo que la primera vez, respondió que Páctyas fuese entregado a los persas. Entonces Aristódico imaginó este ardid: Se puso a dar vueltas por el templo, y a echar de sus nidos a todos los gorriones y demás pájaros que encontraba. Dícese que fue interrumpido en esta operación por una voz que, saliendo del santuario mismo, le dijo: —«¿Cómo te atreves, hombre malvado y sacrílego, a sacar de mi templo a los que han buscado en él un asilo? —¿Y será justo, respondió Aristódico sin turbarse, que vos, sagrado numen, miréis con tal esmero por vuestros refugiados, y mandéis que los Cymanos abandonemos al nuestro y lo entreguemos a los persas? —Sí, lo mando, replicó la voz, para que por esa impiedad perezcáis cuanto antes, y no volváis otra vez a solicitar mis oráculos sobre la entrega de los que se han acogido a vuestra protección.»

CLX

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Los Cymanos, oída la respuesta que llevaron sus diputados, no queriendo exponerse a perecer si le entregaban, ni a verse sitiados si le retenían en la ciudad, le enviaron a Mytilene, a donde no tardó Mázares en despachar nuevos mensajeros, pidiendo la entrega de Páctyas. Los Mytileneos estaban ya a punto de entregársele por cierta suma de dinero, pero la cosa no llegó a efectuarse, porque los Cymanos, llegando a saber lo que se trataba, en una nave que destinaron a Lésbos embarcaron a Páctyas y le trasladaron a Quío. Allí fue sacado violentamente del templo de Milierva, patrona de la ciudad, y entregado al fin por los naturales de Quío, los cuales le vendieron a cuenta de Atárneo, que es un territorio de la Mysia, situado enfrente de Lésbos. Los persas, apoderados así de Páctyas, le tuvieron en prisión para presentársela vivo a Ciro. Durante mucho tiempo ninguno de Quío enharinaba las víctimas ofrecidas a los dioses con la cebada cogida en Atárneo, ni del grano nacido allí se hacían tortas para los sacrificios; y, en una palabra, nada de cuanto se criaba en aquella comarca era recibido por legítima ofrenda en ninguno de los templos.

CLXI

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Mázares, después que le fue entregado Pactias por los de Quío, emprendió la guerra contra las ciudades que habían concurrido a sitiar a Tábalo. Vencidos en ella los de Priena, los vendió por esclavos, y haciendo sus correrías por las llanuras del Meandro, lo saqueó todo, y dio el botín a sus tropas. Lo mismo hizo en Magnesia; pero luego después enfermó y murió.

CLXII

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En su lugar vino a tomar el mando del ejército Hárpago, también medo de nación, el mismo a quien Astiages dio aquel impío convite, y que tanto sirvió después a Ciro en la conquista del imperio. Luego que llegó a la Jonia, fue tomando las plazas, valiéndose de trincheras y terraplenes; porque obligados los enemigos a retirarse dentro de las murallas, le fue preciso levantar obras de esta clase para apoderarse de ellas. La primera ciudad que combatió fue la de Focea en la Jonia.

CLXIII

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Para decir algo de Focea, conviene saber que los primeros griegos que hicieron largos viajes por mar fueron estos focenses, los cuales descubrieron el mar Adriático, la Tirsenia, la Iberia y Tarteso, no valiéndose de naves redondas, sino sólo de sus penteconteros o naves de cincuenta remos. Habiendo aportado a Tarteso, supieron ganarse toda la confianza y amistad del rey de los tartesios, Arganthonio, el cual ochenta años había que era señor de Tarteso, y vivió hasta la edad de ciento veinte; y era tanto lo que este príncipe los amaba, que cuando la primera vez desampararon la Jonia, les convidó con sus dominios, instándoles para que escogiesen en ellos la morada que más les acomodase. Pero viendo que no les podía persuadir, y sabiendo de su boca el aumento que cada día tomaba el poder de los medos, tuvo la generosidad de darles dinero para la fortificación de su ciudad, y lo hizo con tal abundancia, que siendo el circuito de las murallas de no pocos estadios, bastó para fabricarlas todas de grandes y labradas piedras.

CLXIV

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Así tenían los de Focea fortificada su ciudad, cuando Hárpago, haciendo avanzar su ejército, les puso sitio; si bien antes les hizo la propuesta de que se daría por tal de que los focenses, demoliendo una sola de las obras de defensa que tenía la muralla, reservasen para el rey una habitación. Los sitiados, que no podían llevar con paciencia la dominación extranjera, pidieron un solo día para deliberar, con la condición de que entretanto se retirasen las tropas. Hárpago les respondió, que sin embargo de que conocía sus intenciones, consentía en darles tiempo para que deliberasen. Mientras las tropas se mantuvieron separadas de las murallas, los focenses, sin perder momento, aprontaron sus naves y embarcaron en ellas a sus hijos y mujeres con todos sus muebles y alhajas, como también las estatuas y demás adornos que tenían en sus templos, menos los que eran de bronce o de mármol, o consistían en pinturas. Puesto a bordo todo lo que podían llevarse consigo, se hicieron a la vela, y se trasladaron Quío. Los persas ocuparon después la ciudad desierta de habitantes.

CLXV

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No quisieron los naturales de Quío vender a los focenses las islas llamadas Enusas, recelosos de que en manos de sus huéspedes viniesen a ser un grande emporio, y quedasen ellos excluidos de las ventajas del comercio. Viendo esto los focenses, determinaron navegar a Córcega, por dos motivos: el uno porque veinte años antes, en virtud de un oráculo, habían fundado allí una colonia, en una ciudad llamada Alalia; y el otro por haber ya muerto su bienhechor Arganthonio. Embarcados para Córcega, lo primero que hicieron fue dirigirse a Focea, donde pasaron a cuchillo la guarnición de los persas, a la cual Hárpago había confiado la defensa de la ciudad. Dado este golpe de mano, se ligaron mutuamente con el solemne voto de no Abandonarse en el viaje, pronunciando mil imprecaciones contra el que faltase a él, y echando después al mar una gran masa de hierro, hicieron un juramento de no volver otra vez a Focea si primero aquella misma masa no aparecía nadando sobre el agua. Sin embargo, al emprender la navegación, más de la mitad de ellos no pudieron resistir al deseo de su ciudad y a la ternura y compasión que les inspiraba la memoria de los sitios y costumbres de la patria, y faltando a lo prometido y jurado, volvieron las proas hacia Focea. Pero los otros, fieles a su juramento, salieron de las islas Enusas y navegaron para Córcega.

CLXVI

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Después de su llegada vivieron cinco años en compañía de los antiguos colonos, y edificaron allí sus templos. Pero como no dejasen en paz a sus vecinos, a quienes despojaban de lo que tenían, unidos de común acuerdo los Tyrrenos y los cartagineses, les hicieron la guerra, armando cada una de las dos naciones sesenta naves. Los focenses, habiendo tripulado y armado también sus bajeles hasta el número de sesenta, les salieron al encuentro en el mar de Cerdeña. Dióse un combate naval, y se declaró la victoria a favor de los focenses; pero fue una victoria, como dicen, Cadmea, por haber perdido cuarenta naves, y quedado inútiles las otras veinte, cuyos espolones se torcieron con el choque. Después del combate volvieron a Alalia, y tomando a sus hijos y mujeres, con todos los muebles que las naves podían llevar, dejaron la Córcega, y navegaron hacia Regio.

CLXVII

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Los prisioneros focenses que los cartagineses, y más todavía los Tyrrenos, hicieron en las naves destruidas, fueron sacados a tierra y muertos a pedradas. De resultas, los Agyllenses sufrieron una gran calamidad; pues todos los ganados de cualquiera clase, y hasta los hombres mismos que pasaban por el campo donde los focenses fueron apedreados, quedaban mancos, tullidos o apopléticos. Para expiar aquella culpa, enviaron a consultar a Delfos, y la Pitia los mandó que celebrasen, como todavía lo practican, unas magníficas exequias en honor de los muertos, con juegos gímnicos y carreras de caballos. Los otros focenses que se refugiaron en Regio, saliendo después de esta ciudad, fundaron en el territorio do Cnotria una colonia que ahora llaman Hyela; y esto lo hicieron por haber oído a un hombre, natural de Posidonia, que la Pitia les había dicho en su oráculo que fundasen a Cyrno, que es el nombre de un héroe, y no debía equivocarse con el de la isla.

CLXVIII

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Una suerte muy parecida a la de los focenses tuvieron los Teianos, pues estrechando Hárpago su plaza con las obras que levantaba, se embarcaron en sus naves y se fueron a Tracia, donde habitaron en Abdera, ciudad que antes había edificado Tymesio el clazomenio, puesto que no la había podido disfrutar por haberle arrojado de ella los tracios; pero al presente los Teianos de Abdera le honran como a un héroe.

CLXIX

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De todos los jonios estos fueron los únicos que, no pudiendo tolerar el yugo de los persas, abandonaron su patria; pero los otros (dejando aparte a los de Mileto) hicieron frente al enemigo; y mostrándose hombres de valor, combatieron en defensa de sus hogares, hasta que vencidos al cabo y hechos prisioneros, se quedaron cada uno en su país bajo la obediencia del vencedor. Los Milesios, según ya dije antes, como habían hecho alianza con Ciro, se estuvieron quietos y sosegados. En conclusión, este fue el modo como la Jonia fue avasallada por segunda vez. Los jonios que moraban en las islas, cuando vieron que Hárpago había sujetado ya a los del continente, temerosos de que no les acaeciese otro tanto, se entregaron voluntariamente a Ciro.

CLXX

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Oigo decir que a los jonios, celebrando en medio de sus apuros un congreso en Panionio, les dio el sabio Biantes, natural de Priena, un consejo provechoso que si le hubiesen seguido hubieran podido ser los más felices de la Grecia. Los exhortó a que, formando todos una sola escuadra, se fuesen a Cerdeña y fundaran allí un solo estado, compuesto de todas las ciudades jonias; con lo cual, libres de la servidumbre, vivirían dichosos, poseyendo la mayor isla de todas, y teniendo el mando en otras; porque si querían permanecer en la Jonia, no les quedaba, en su opinión, esperanza alguna de mantenerse libres e independientes. También era muy acertado el consejo que antes de llegar a su ruina les había dado el célebre Thales, natural de Mileto, pero de una familia venida antiguamente de Fenicia. Este les proponía que se estableciese para todos los jonios una junta suprema en Theos, por hallarse esta ciudad situada en medio de la Jonia, sin perjuicio de que las otras tuviesen lo mismo que antes sus leyes particulares, como si fuese cada una un pueblo o distrito separado.

CLXXI

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Hárpago, después que hubo conquistado la Jonia, volvió sus fuerzas contra los Carianos, los Caunios y los licios, llevando ya consigo las tropas jonias y eolias. Estos Carianos son una nación que dejando las islas se pasó al continente; y según yo he podido conjeturar, informándome de lo que se dice acerca de las edades más remotas, siendo ellos antiguamente súbditos de Minos, con el nombre de Leleges, moraban en las islas del Asia, y no pagaban ningún tributo sino cuando lo pedía Minos, le tripulaban y armaban sus navíos; y como este monarca, siempre feliz en sus expediciones, hiciese muchas conquistas, se distinguió en ellas la nación Cariana, mostrándose la más valerosa y apreciable de todas. A la misma nación se debe el descubrimiento de tres cosas de que usan los griegos; pues ella fue la que enseñó a poner crestas o penachos en los morriones, a pintar armas y empresas en los escudos, y a pegar en los mismos unas correas a manera de asas, siendo así que hasta entonces todos los que usaban de escudo le llevaban sin aquellas asas, y sólo se servían para manejarla de unas bandas de cuero que colgadas del cuello y del hombro izquierdo se unían al mismo escudo. Los carios, después de haber habitado mucho tiempo en las islas, fueron arrojados de ellas por los jonios y dorios, y se pasaron al continente. Esto es lo que dicen los Cretenses; pero los Carianos pretenden ser originarios de la tierra firme, y haber tenido siempre el mismo nombre que ahora; y en prueba de ello muestran en Mylassa un antiguo templo de Júpiter cario, el cual es común a los Mysios, como hermanos que son de los Carianos, puesto que Lydo y Myso, como ellos dicen, fueron hermanos de Car. Los pueblos que tienen otro origen, aunque hablen la lengua de los carios, no participan de la comunión de aquel templo.

CLXXII

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Los Caunios, a mi entender, son originarios del país, por más que digan ellos mismos que proceden de Creta. Es difícil determinar si fueron ellos los que adoptaron la lengua Caria o los Carianos la suya; lo cierto es que tienen unas costumbres muy diferentes de los demás hombres y de los Carianos mismos. En sus convites parece muy bien que se reúnan confusamente los hombres, las mujeres y los niños, según la edad y grados de amistad que median entre ellos. Al principio adoptaron el culto extranjero; pero arrepintiéndose después, y no queriendo tener más dioses que los suyos propios, tomaron todos ellos las armas, y golpeando con sus lanzas el aire, caminaron de este modo hasta llegar a los confines Calyndicos, diciendo entretanto que con aquella operación echaban de su país a los dioses extraños.

CLXXIII

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Los licios traen su origen de la isla de Creta, que antiguamente estuvo toda habitada de bárbaros. Cuando los hijos de Europa, Sarpedon y Minos, disputaron en ella el Imperio, quedó Minos vencedor en la contienda y echó fuera de Creta a Sarpedon con todos sus partidarios. Estos se refugiaron en Myliada, comarca del Asia menor, y la misma que al presente ocupan los licios. Sus habitadores se llamaban entonces los Solymos. Sarpedon tenía el mando de los licios, que a la sazón se llamaban los Térmilas, nombre que habían traído consigo y con el que todavía son llamados de sus vecinos. Pero después que Lyco, el hijo de Pandion, fue arrojado de Atenas por su hermano Egeo, y refugiándose a la protección de Sarpedon, se pasó a los Térmilas, estos vinieron con el tiempo a mudar de nombre, y tomando el de Lyco, se llamaron licios. Sus leyes en parte son cretenses, y en parte carias; pero tienen cierto uso muy particular en el que no se parecen al resto de los hombres, y es el de tomar el apellido de las madres y no de los padres; de suerte que si a uno se le pregunta quién es y de qué familia procede, responde repitiendo el nombre de su madre y el sus abuelas maternas. Por la misma razón, si una mujer libre se casa con un esclavo, los hijos son tenidos por libres o ingenuos; y si al contrario un hombre libre, aunque sea de los primeros ciudadanos, toma una mujer extranjera o vive con una concubina, los hijos que nacen de semejante unión son mirados como bastardos e infames.

CLXXIV

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Los carios en aquella época, sin dar prueba alguna de valor, se dejaron conquistar por Hárpago; y lo mismo sucedió a los griegos que habitaban en aquella región. En ella moran los Cnidios, colonos de los lacedemonios, cuyo país está en la costa del mar y se llama Triopio. La Cnidia, empezando en la península Bybassia, es un terreno rodeado casi todo por el mar, pues solo está unido con el continente por un paso de cinco estadios de ancho. Le baña por el Norte el golfo Ceramico, y por el Sur el mar de Syma y de Rodas. Los Cnidios, queriendo hacer que toda la tierra fuese una isla perfecta, mientras Hárpago se ocupaba en sujetar a la Jonia, trataron de cortar el istmo que los une con la tierra firme. Empleando mucha gente en la excavación, notaron que los trabajadores padecían muchísimo en sus cuerpos, y particularmente en los ojos de resultas de las piedras que rompían, y atribuyéndolo a prodigio o castigo divino, enviaron sus mensajeros a Delfos para consultar cuál fuese la causa de la dificultad y resistencia que encontraban. La Pitia, según cuentan los Cnidios, les respondió así:Al istmo no toquéis de ningún modo. Isla fuera, si Jove lo quisiese. Recibida esta respuesta, suspendieron los Cnidios las excavaciones, y sin hacer la menor resistencia, se entregaron a Hárpago, que con su ejército venía marchando contra ellos.

CLXXV

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Más arriba de Halicarnaso moraban tierra adentro los Pedaseos. Siempre que a estos o a sus vecinos les amenaza algún desastre, sucede que a la sacerdotisa de Minerva le crece una gran barba, cosa que entonces le aconteció por tres veces. Los Pedaseos fueron los únicos en toda la Caria que por algún tiempo hicieron frente a Hárpago, y le dieron mucho en que entender, fortificando el monte que llaman Lida; mas por último quedaron vencidos y arruinados.

CLXXVI

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Cuando Hárpago conducía sus tropas al territorio de Janto, los licios de aquella ciudad le salieron al encuentro, y peleando pocos contra muchos, hicieron prodigios de valor; pero vencidos al cabo y obligados a encerrarse dentro de la ciudad, reunieron en la fortaleza a sus mujeres, hijos, dinero y esclavos, y pegándola fuego, la redujeron a cenizas; después de lo cual, conjurados entre sí con las más horribles imprecaciones, salieron con disimulo de la plaza, y pelearon de modo que todos ellos murieron con las armas en la mano. Por este motivo muchos que dicen ahora ser licios de Janto, son advenedizos, menos ochenta familias, que hallándose a la sazón fuera de su patria, sobrevivieron a la ruina común. De este modo se apoderó Hárpago de la ciudad de Janto, y de un modo semejante de la de Cauno, habiendo los Caunios imitado casi en todo a los licios.

CLXXVII

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Mientras Hárpago destruía el Asia baja, Ciro en persona sujetaba las naciones del Asia superior, sin perdonar a ninguna. Nosotros pasaremos en silencio la mayor parte, tratando únicamente de aquellas que con su resistencia le dieron más que hacer y que son más dignas de memoria. Ciro, pues, cuando tuvo bajo su obediencia todo aquel continente, pensó en hacer la guerra a los asirios.

CLXXVIII

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La Asiria tiene muchas y grandes ciudades, pero de todas ellas la más famosa y fuerte era Babilonia, donde existía la corte y los palacios reales después que Nino fue destruida. Situada en una gran llanura, viene a formar un cuadro, cuyos lados tienen cada uno de frente ciento veinte estadios, de suerte que el ámbito de toda ella es de cuatrocientos ochenta. Sus obras de fortificación y ornato son las más perfectas de cuantas ciudades conocemos. Primeramente la rodea un foso profundo, ancho y lleno de agua. Después la ciñen unas murallas que tienen de ancho cincuenta codos reales, y de alto hasta doscientos, siendo el codo real tres dedos mayor del codo común y ordinario.

CLXXIX

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Conviene decir en qué se empleó la tierra sacada del foso, y cómo se hizo la muralla. La tierra que sacaban del foso la empleaban en formar ladrillos, y luego que estos tenían la consistencia necesaria los llevaban a cocer a los hornos. Después, valiéndose en vez de argamasa de cierto betún caliente, iban ligando la pared de treinta en treinta filas de ladrillos con unos cestones hechos de caña, edificando primero de este modo los labios o bordes del foso, y luego la muralla misma. En lo alto de esta fabricaron por una y otra parte unas casillas de un solo piso, las unas enfrente de las otras, dejando en medio el espacio suficiente para que pudiese dar vueltas una carroza. En el recinto de los muros hay cien puertas de bronce, con sus quicios y umbrales del mismo metal. A ocho jornadas de Babilonia se halla una ciudad que se llama Is, en la cual hay un río no muy grande que tiene el mismo nombre y va a desembocar al Eufrates. El río Is lleva mezclados con su corriente algunos grumos de asfalto o betún, de donde fue conducido a Babilonia el que sirvió para sus murallas.

CLXXX

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La ciudad esta dividida en dos partes por el río Eufrates, que pasa por medio de ella. Este río, grande, profundo y rápido, baja de las Armenias y va a desembocar en el mar Eritreo. La muralla, por entrambas partes, haciendo un recodo llega a dar con el río, y desde allí empieza una pared hecha de ladrillos cocidas, la cual va siguiendo por la ciudad adentro las orillas del río. La ciudad, llena de casas de tres y cuatro pisos, está cortada con unas calles rectas, así las que corren a lo largo, como las trasversales que cruzan por ellas y van a parar al río. Cada una de estas últimas tiene una puerta de bronce en la cerca que se extiende por las márgenes del Eufrates; de manera que son tantas las puertas que van a dar al río, cuantos son los barrios entre calle y calle.

CLXXXI

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El muro por la parte exterior es como la loriga de la ciudad, y en la parte interior hay otro muro que también la ciñe, el cual es más estrecho que el otro, pero no mucho más débil. En medio de cada uno de los dos grandes cuarteles en que la ciudad se divide, hay levantados dos alcázares. En el uno está el palacio real, rodeado con un muro grande y de resistencia, y en el otro un templo de Júpiter Belo con sus puertas de bronce. Este templo, que todavía duraba en mis días, es cuadrado y cada uno de sus lados tiene dos estadios. En medio de él se va fabricada una torre maciza que tiene un estadio de altura y otro de espesor. Sobre esta se levanta otra segunda, después otra tercera, y así sucesivamente hasta llegar al número de ocho torres. Alrededor de todas ellas hay una escalera por la parte exterior, y en la mitad de las escaleras un rellano con asientos, donde pueden descansar los que suben. En la última torre se encuentra una capilla, y dentro de ella una gran cama magníficamente dispuesta, y a su lado una mesa de oro. No se ve allí estatua ninguna, y nadie puede quedarse de noche, fuera de una sola mujer, hija del país, a quien entre todas escoge el Dios, según refieren los Caldeos, que son sus sacerdotes.

CLXXXII

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Dicen también los Caldeos (aunque yo no les doy crédito) que viene por la noche el Dios y la pasa durmiendo en aquella cama, del mismo modo que sucede en Tébas del Egipto, como nos cuentan los egipcios, en donde duerme una mujer en el templo de Júpiter tebano. En ambas partes aseguran que aquellas mujeres no tienen allí comunicación con hombre alguno. También sucede lo mismo en Pátara de la Licia, donde la sacerdotisa, todo el tiempo que reside allí el oráculo, queda por la noche encerrada en el templo.

CLXXXIII

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En el mismo templo de Babilonia hay en el piso interior otra capilla, en la cual se halla una grande estatua de Júpiter sentado, que es de oro: junto a ella una grande mesa también de oro, siendo del mismo metal la silla y la tarima. Estas piezas, según dicen los Caldeos, no se hicieron con menos de ochocientos talentos de oro. Fuera de la capilla hay un altar de oro, y además otro grande para las reses ya crecidas, pues en el de oro sólo es permitido sacrificar víctimas tiernas y de leche. Todos los años, el día en que los Caldeos celebran la fiesta de su Dios, queman en la mayor de estas dos aras mil talentos de incienso. En el mismo templo había anteriormente una estatua de doce codos, toda ella de oro macizo, la que yo no he visto, y solamente refiero lo que dicen los Caldeos. Darío, el hijo de Histaspes, formó el proyecto de apropiársela cautelosamente, pero no se atrevió a quitarla. Su hijo Jerjes la quitó por fuerza, dando muerte al sacerdote que se oponía a que se la removiese de su sitio. Tal es el adorno y la riqueza de este templo, sin contar otros muchos donativos que los particulares le habían hecho.

CLXXXIV

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Entre los muchos reyes de la gran Babilonia que se esmeraron en la fábrica y adorno de las murallas y templos, de quienes haré mención tratando de los Asirlos, hubo dos mujeres. La primera, llamada Semíramis, que reinó cinco generaciones o edades antes de la segunda, fue la que levantó en aquellas llanuras unos diques y terraplenes dignos de admiración, con el objeto de que el río no inundase, como anteriormente, los campos.

CLXXXV

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La segunda, que se llamó Nitocris, siendo más política y sagaz que la otra, además de haber dejado muchos monumentos que mencionaré después, procuró tomar cuantas medidas pudo contra el imperio de los medos, el cual, ya grande y poderoso, lejos de contenerse pacífico dentro de sus limites, había ido conquistando muchas ciudades, y entre ellas la célebre Nino. Primeramente, viendo que el Eufrates que corro por medio de la ciudad llevaba hasta ella un curso recto, abrió muchas acequias en la parte superior del país, y llevando el agua por ellas, hizo dar tantas vueltas al río, que por tres veces viniese a tocar en una misma aldea de la Asiria llamada Ardérica; de suerte que los que ahora, saliendo do las costas del mar, quieren pasar a Babilonia, navegando por el Eufrates por tres veces y en tres días diferentes pasan por aquella aldea. En las dos orillas del río amontonó tanta tierra e hizo con ella tales márgenes, que asombra la grandeza y elevación de estos diques. Además de esto, en un lugar que cae en la parte superior, y está muy lejos de Babilonia, mandó hacer una grande excavación con el objeto de formar una laguna artificial, poco distante del mismo río. Se cayó la tierra hasta encontrar con el agua viva, y el circuito de la grande hoya que se formó tenía cuatrocientos y veinte estadios. La tierra que salió de aquella concavidad, sirvió para construir los parapetos en las orillas del río; y alrededor de la misma laguna se fabricó un margen con las piedras que al efecto se habían allí conducido. Entrambas cosas, la tortuosidad del río y la excavación para la laguna, se hicieron con la mira de que la corriente del río, cortada con varias vueltas, fuese menos rápida, y la navegación para Babilonia más larga; y de que además obligase la laguna a dar un rodeo a los que caminasen por tierra. Por esta razón mandó Nitocris hacer aquellas obras en la parte del país donde estaba el paso desde la Media y el atajo para su reino, queriendo que los medos no pudiesen comunicar fácilmente con sus vasallos ni enterarse de sus cosas.

CLXXXVI

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Estos resguardos procuró al estado con sus excavaciones, y de ellas sacó todavía otra ventaja. Estando Babilonia dividida por el río en dos grandes cuarteles, cuando uno en tiempo de los reyes anteriores quería pasar de un cuartel al otro, le era forzoso hacerlo en barca; cosa que según yo me imagino, debería de ser molesta y enredosa. A fin de remediar este inconveniente, después de haber abierto el grande estanque, se sirvió de él para la fábrica de otro monumento utilísimo. Hizo cortar y labrar unas piedras de extraordinaria magnitud, y cuando estuvieron ya dispuestas y hecha la excavación, torció y encaminó toda la corriente del río al lugar destinado para la laguna. Mientras éste se iba llenando, secábase la madre antigua del río. En el tiempo que duró esta operación, mandó hacer dos cosas: la una edificar en las orillas que corren por dentro de la ciudad, y a las cuales se baja por las puertas que a cada calle tienen, un margen de ladrillos cocidos, semejante a las obras de las murallas; la otra construir un puente, en medio poco más o menos de la ciudad, con las piedras labradas de antemano, uniéndolas entre sí con hierro y plomo. Sobre las pilastras de esta fábrica se tendía un puente hecho de unos maderos cuadrados, por donde se daba paso a los babilonios durante el día; pero se retiraban los maderos por la noche, para impedir mutuos robos, que se pudiesen cometer con la facilidad de pasar de una parte a otra. Después que con la avenida del río se llenó la laguna y estuvo concluido el puente, restituyó el Eufrates a su antiguo cauce; con lo cual, además de proporcionar la conveniencia del vecindario, logró que se creyese muy acertada la excavación del pantano.

CLXXXVII

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Esta misma reina quiso urdir un artificio para engañar a los venideros. Encima de una de las puertas más frecuentadas de la ciudad, y en el lugar más visible de ella, hizo construir su sepulcro, en cuyo frente mandó grabar esta inscripción: —«Si alguno de los reyes de Babilonia que vengan después de mi escaseare de dinero, abra este sepulcro y tome lo que quiera; pero si no escaseare de él, de ningún modo lo abra, porque no le vendrá bien.» Este sepulcro permaneció intacto hasta que la corona recayó en Darío, el cual, incomodado de no usar de aquella puerta y de no aprovecharse de aquel dinero, particularmente cuando el mismo tesoro le estaba convidando, determinó abrir el sepulcro. Darío no usaba de la puerta, por no tener al pasar por ella un muerto sobre su cabeza. Abierto el sepulcro, no se encontró dinero alguno, sino solo el cadáver y un escrito con estas palabras. —«Si no fueses insaciable de dinero, y no te valieses para adquirirle de medios ruines, no hubieras escudriñado las arcas de tus muertos.»

CLXXXVIII

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Ciro salió a campaña contra un hijo de esta reina, que se llamaba Labyneto lo mismo que su padre, y que reinaba entonces en la Asiria. Cuando el gran rey (pues este es el dictado que se da al de Babilonia) se pone al frente de sus tropas y marcha contra el enemigo, lleva dispuestas de antemano las provisiones necesarias, y hasta el agua del río Choaspes que pasa por Susa, porque no bebe de otra alguna. Con este objeto le siguen siempre a donde quiera que viaja muchos carros de cuatro ruedas, tirados por mulas; los cuales conducen unas vasijas de plata en que va cocida el agua de Choaspes.

CLXXXIX

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Cuando Ciro, caminando hacia Babilonia, estuvo cerca del Gindes (río que tiene sus fuentes en las montañas Matienas, y corriendo después por las Darneas, va a entrar en el Tigris, otro río que pasando por la ciudad de Opis desagua en el mar Eritreo), trató de pasar aquel río, lo cual no puede hacerse sino con barcas. Entretanto, uno de los caballos sagrados y blancos que tenía, saltando con brío al agua, quiso salir a la otra parte; pero sumergido entre los remolinos, lo arrebató la corriente. Irritado Ciro contra la insolencia del río, le amenazó con dejarle tan pobre y desvalido, que hasta las mujeres pudiesen atravesarlo, sin que les llegase el agua a las rodillas. Después de esta amenaza, difiriendo la expedición contra Babilonia, dividió su ejército en dos partes, y en cada una de las orillas del Gyndes señaló con unos cordeles ciento ochenta acequias, todas ellas dirigidas de varias maneras; ordenó después que su ejército las abriese; y como era tanta la muchedumbre de trabajadores, llevó a cabo la empresa, pero no tan pronto que no empleasen sus tropas en ella todo aquel verano.

CXC

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Después que Ciro hubo castigado al río Gindes desangrándole en trescientos sesenta canales, esperó que volviese la primavera, y se puso en camino con su ejército para Babilonia. Los babilonios, armados, lo estaban aguardando en el campo, y luego que llegó cerca de la ciudad le presentaron la batalla, en la cual quedando vencidos se encerraron dentro de la plaza. Instruidos del carácter turbulento de Ciro, pues le habían visto acometer igualmente a todas las naciones, cuidaron de tener abastecida la ciudad de víveres para muchos años, de suerte que por entonces ningún cuidado les daba el sitio. Al contrario, Ciro, viendo que el tiempo corría sin adelantar cosa alguna, estaba perplejo, y no sabia qué partido tomar.

CXCI

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En medio de su apuro, ya fuese que alguno se lo aconsejase, o que él mismo lo discurriese, tomó esta resolución. Dividiendo sus tropas, formó las unas cerca del río en la parte por donde entra en la ciudad, y las otras en la parte opuesta, dándoles orden de que luego que viesen disminuirse la corriente en términos de permitir el paso, entrasen por el río en la ciudad. Después de estas disposiciones, se marchó con la gente menos útil de su ejército a la famosa laguna, y en ella hizo con el río lo mismo que había hecho la reina Nitocris. Abrió una acequia o introdujo por ella el agua en la laguna, que a la sazón estaba convertida en un pantano, logrando de este modo desviar la corriente del río y hacer vadeable la madre. Cuando los persas, apostados a las orillas del Eufrates, le vieron menguado de manera que el agua no les llegaba más que a la mitad del muslo, se fueron entrando por él en Babilonia. Si en aquella ocasión los babilonios hubiesen presentido lo que Ciro iba a practicar o no hubiesen estado minimamente confiados de que los persas no podrían entrar en la ciudad, hubieran acabado malamente con ellos. Porque sólo con cerrar todas las puertas que miran al río, y subirse sobre las cercas que corren por sus márgenes, los hubieran podido coger como a los peces en la nasa. Pero entonces fueron sorprendidos por los persas; y según dicen los habitantes de aquella ciudad, estaban ya prisioneros los que moraban en los extremos de ella, y los que vivían en el centro ignoraban absolutamente lo que pasaba, con motivo de la gran extensión del pueblo, y porque siendo además un día de fiesta, se hallaban bailando y divirtiendo en sus convites y festines, en los cuales continuaron hasta que del todo se vieron en poder del enemigo. De este modo fue tomada Babilonia la primera vez.

CXCII

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Para dar una idea de cuánto fuese el poder y la grandeza de los babilonios, entre las muchas pruebas que pudieran alegarse referirá lo siguiente: «Todas las provincias del gran rey están repartidas de modo que, además del tributo ordinario, deben suministrar por su turno los alimentos para el soberano y su ejército. De los doce meses del año, cuatro están a cargo de la sola provincia de Babilonia, y en los otros contribuye a la manutención lo restante del Asia. Por donde se ve que en aquel país de la Asiria está reputado por la tercera parte del Imperio, y su gobierno, que los persas llaman Satrapia, es con mucho exceso el mejor y más principal de todos, en tanto grado, que el hijo de Artabazo, llamado Tritantechmas, a quien dio el mando de aquella provincia, percibía diariamente una ártaba llena de plata, siendo la ártaba una medida persiana que tiene un medimno y tres chenices áticos. Este mismo, sin contar los caballos destinados a la guerra, tenía para la casta ochocientos caballos padres y dieciséis mil yeguas, cubriendo cada caballo padre veinte de sus yeguas. Y era tanta la abundancia de persas indianos que al mismo tiempo criaba, que para darles de comer había destinado cuatro grandes aldeas de aquella comarca, exentas de las demás contribuciones.

CXCIII

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En la campiña de los asirios llueve poco, y únicamente lo que basta para que el trigo nazca y se arraigue. Las tierras se riegan con el agua del río, pero no con inundaciones periódicas como en Egipto, sino a fuerza de brazos y de norias. Porque toda la región de Babilonia, del mismo modo que la del Egipto, está cortada con varias acequias, siendo navegable la mayor; la cual se dirige hacia el Solsticio de invierno, y tomada del Eufrates, llega al río Tigris, en cuyas orillas está Nino. Esta es la mejor tierra del mundo que nosotros conocemos para la producción de granos; bien es verdad que no puede disputar la preferencia en cuanto a los árboles, como la higuera, la vid y el olivo. Pero en los frutos de Céres es tan abundante y feraz, que da siempre doscientos por uno; y en las cosechas extraordinarias suele llegar a trescientos. Allí las hojas de trigo y de la cebada tienen de ancho, sin disputa alguna, hasta cuatro dedos; y aunque tengo bien averiguado lo que pudiera decir sobre la altura del maíz y de la alegría, que se parece a la de los árboles, me abstendré hablar de ello, pues estoy persuadido de que parecerá increíble a los que no hayan visitado la comarca de Babilonia cuanto dijere tocante a los frutos de aquel país. No hacen uso alguno del aceite del olivo, sirviéndose del que sacan de las alegrías. Están llenos los campos de palmas, que en todas partes nacen, y con el fruto que las más de ellas producen se proporcionan pan, vino y miel. El modo de cultivarlas es el que se usa con las higueras; porque tomando el fruto de las palmas que los griegos llaman machos, lo atan a las hembras, que son las que dan los dátiles, con la mira de que cierto gusanillo se meta dentro de los dátiles, el cual les ayude a madurar y haga que no se caiga el fruto de la palma, pues que la palma macho cría en su fruto un gusanillo semejante al del cabrahigo.

CXCIV

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Voy a referir una cosa que, prescindiendo de la ciudad misma, es para mí la mayor de todas las maravillas de aquella tierra. Los barcos en que navegan río abajo hacia Babilonia, son de figura redonda, y están hechos de cuero. Los habitantes de Armenia, pueblo situado arriba de los asirios, fabrican las costillas del barco con varas de sauce, y por la parte exterior las cubren extendiendo sobre ellas unas pieles, que sirven de suelo, sin distinguir la popa ni estrechar la proa, y haciendo que el barco venga a ser redondo como un escudo. Llenan después todo el buque de heno, y sobrecargan en él varios géneros, y en especial ciertas tinajas llenas de vino de palma; le echan al agua, y dejan que se vaya río abajo. Gobiernan el barco dos hombres en pie por medio de dos remos a manera de gala, el uno boga hacia adentro y el otro hacia afuera. De estos barcos se construyen unos muy grandes, y otros no tanto; los mayores suelen llevar una carga de cinco mil talentos. En cada uno va dentro por lo menos un jumento vivo, y en los mayores van muchos. Luego que han llegado a Babilonia y despachado la carga, pregonan para la venta las costillas y armazón del barco, juntamente con todo el heno que vino dentro. Cargan después en sus jumentos los cueros, y parten con ellos para la Armenia, porque es del todo imposible volver navegando río arriba a causa de la rapidez de su corriente. Y también es esta la razón por que no fabrican los barcos de tablas, sino de cueros, que pueden ser vueltos con más facilidad a su país. Concluido el viaje, tornan a construir sus embarcaciones de la misma manera.

CXCV

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Su modo de vestir es el siguiente: llevan debajo una túnica de lino que les llega hasta los pies, y sobre esta otra de lana, y encima de todo una especie de capotillo blanco. Usan de cierto calzado propio de su país, que viene a ser muy parecido a los zapatos de Beocia. Se dejan crecer el cabello, y le atan y cubren con sus mitras o turbantes, ungiéndose todo el cuerpo con ungüentos preciosos. Cada uno lleva un anillo con su sello, y también un bastón bien labrado, en cuyo puño se ve formada una manzana, una rosa, un lirio, un águila, u otra cosa semejante, pues no les permite la moda llevar el bastón sin alguna insignia.

CXCVI

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Entre sus leyes hay una a mi parecer muy sabia, de la que, según oigo decir, usan también los Enetos, pueblos de la Iliria. Consiste en una función muy particular que se celebra una vez al año en todas las poblaciones. Luego que las doncellas tienen edad para casarse, las reúnen todas y las conducen a un sitio, en torno del cual hay una multitud de hombres en pie. Allí el pregonero las hace levantar de una en una y las va vendiendo, empezando por la más hermosa de todas. Después que ha despachado a la primera por un precio muy subido, pregona a la que sigue en hermosura, y así las va vendiendo, no por esclavas, sino para que sean esposas de los compradores. De este modo sucedía que los babilonios más ricos y que se hallaban en estado de casarse, tratando a porfía de superarse unos a otros en la generosidad de las ofertas, adquirían las mujeres más lindas y agraciadas. Pero los plebeyos que deseaban tomar mujer, no pretendiendo ninguna de aquellas bellezas, recibían con un buen dote alguna de las doncellas más feas. Porque así como el pregonero acababa de dar salida a las más bellas, hacía poner en pie la más fea del concurso, o la contrahecha, si alguna había, e iba pregonando quién quería casarse con ella recibiendo menos dinero, hasta entregarla por último al que con menos dote la aceptaba. El dinero para estas dotes se sacaba del precio dado por las hermosas, y con esto las bellas dotaban a las feas y a las contrahechas. A nadie le era permitido colocar a su hija con quien mejor le parecía, como tampoco podía ninguno llevarse consigo a la doncella que hubiese comprado, sin dar primero fianzas por las que se obligase a cohabitar con ella, y cuando no quedaba la cosa arreglada en estos términos, les mandaba la ley desembolsar la dote. También era permitido comprar mujer a los que de otros pueblos concurrían con este objeto. Tal era la hermosísima ley que tenían, y que ya no subsiste. Recientemente han inventado otro uso, a fin de que no sufran perjuicio las doncellas, ni sean llevadas a otro pueblo. Como después de la toma de la ciudad muchas familias han experimentado menoscabos en sus intereses, los particulares faltos de medios prostituyen a sus hijas, y con las ganancias que de aquí los resultan, proveen a su colocación.

CXCVII

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Otra ley tienen que me parece también muy discreta. Cuando uno está enfermo, le sacan a la plaza, donde consulta sobre su enfermedad con todos los concurrentes, porque entre ellos no hay médicos. Si alguno de los presentes padeció la misma dolencia o sabe que otro la haya padecido, manifiesta al enfermo los remedios que se emplearon en la curación, y le exhorta a ponerlos en práctica. No se permite a nadie que pase de largo sin preguntar al enfermo el mal que lo aflige.

CXCVIII

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Entierran sus cadáveres cubiertos de miel; y sus lamentaciones fúnebres son muy parecidas a las que se usan en Egipto. Siempre que un marido babilonio tiene comunicación con su mujer, se purifica con un sahumerio, y lo mismo hace la mujer sentada en otro sitio. Los dos al amanecer se lavan en el baño y se abstienen de tocar alhaja alguna antes de lavarse. Esto mismo hacen cabalmente los árabes.

CXCIX

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La costumbre más infame que hay entre los babilonios, es la de que toda mujer natural del país se prostituya una vez en la vida con algún forastero, estando sentada en el templo de Venus. Es verdad que muchas mujeres principales, orgullosas por su opulencia, se desdeñan de mezclarse en la turba con las demás, y lo que hacen es ir en un carruaje cubierto y quedarse cerca del templo, siguiéndolas una gran comitiva de criados. Pero las otras, conformándose con el uso, se sientan en el templo, adornada la cabeza de cintas y cordoncillos, y al paso que las unas vienen, las otras se van. Entre las filas de las mujeres quedan abiertas de una parte a otra unas como calles, tiradas a cordel, por las cuales van pasando los forasteros y escogen la que les agrada. Después que una mujer se ha sentado allí, no vuelve a su casa hasta tanto que alguno la eche dinero en el regazo, y sacándola del templo satisfaga el objeto de su venida. Al echar el dinero debe decirle: «Invoco en favor tuyo a la diosa Milita,» que este es el nombre que dan a Venus los asirios: no es lícito rehusar el dinero, sea mucho o poco, porque se le considera como una ofrenda sagrada. Ninguna mujer puede desechar al que la escoge, siendo indispensable que le siga, y después de cumplir con lo que debe a la diosa, se retira a su casa. Desde entonces no es posible conquistarlas otra vez a fuerza de dones. Las que sobresalen por su hermosura, bien presto quedan desobligadas; pero las que no son bien parecidas, suelen tardar mucho tiempo en satisfacer a la ley, y no pocas permanecen allí por el espacio de tres y cuatro años. Una ley semejante está en uso en cierta parte de Chipre.

CC

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Hay entre los Asirlos tres castas o tribus que solo viven de pescado, y tienen un modo particular de prepararlo. Primero lo secan al sol, después lo machacan en un mortero, y por último, exprimiéndolo con un lienzo, hacen de él una masa; y algunos hay que lo cuecen como si fuera pan.

CCI

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Después que Ciro hubo conquistado a los babilonios, quiso reducir a su obediencia a los masagetas, nación que tiene fama de ser numerosa y valiente. Está situada hacia la aurora y por donde sale el sol, de la otra parte del río Araxes, y enfrente de los Issedones. No falta quien pretende que los masagetas son una nación de escitas.

CCII

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El Araxes dicen algunos que es mayor y otros menor que el Danubio, y que forma muchas islas tan grandes como la de Lesbos. Los habitantes de estas islas viven en el verano de las raíces, que de todas especies encuentran cavando, y en el invierno se alimentan con las frutas de los árboles que se hallaron maduras en el verano y conservaron en depósito para su sustento. De ellos se dice que han descubierto ciertos árboles que producen una fruta que acostumbran echar en el fuego cuando se sientan a bandadas alrededor de sus hogueras. Percibiendo ahí el olor que despide de sí la fruta, a medida que se va quemando, se embriagan con él del mismo modo que los griegos con el vino, y cuanta más fruta echan al fuego, tanto más crece la embriaguez, hasta que levantándose del suelo se ponen a bailar y cantar. El río Araxes tiene su origen en los Metienos donde sale también el Gyndes, al cual repartió Ciro en trescientos sesenta canales y desagua por cuarenta bocas, que todas ellas menos una van a ciertas lagunas y pantanos, donde se dice haber unos hombres que se alimentan de pescado crudo y se visten con pieles de focas o becerros marinos. Pero aquella boca del Araxes que tiene limpia su corriente, va a desaguar en el río Caspio, que es un mar aparte y no se mezcla con ningún otro; siendo así que el mar en que navegan los griegos y el que está más allá de las columnas de Hércules y llaman Atlántico, como también el Eritreo, vienen todos a ser un mismo mar.

CCIII

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La longitud del mar Caspio es de quince días de navegación en un barco al remo, y su latitud es de ocho días en la mayor anchura. Por sus orillas en la parte que mira al Occidente corre el monte Cáucaso, que en su extensión es el mayor y en su elevación el más alto de todos. Encierra dentro de sí muchas y muy varias naciones, la mayor parte de las cuales viven del fruto de los árboles silvestres. Entre estos árboles hay algunos cuyas hojas son de tal naturaleza, que con ellas machacadas y disueltas en agua, pintan en sus vestidos aquellos habitantes ciertos animales que nunca se borran por más que se laven, y duran tanto como la lana misma, con la cual parece fueron desde el principio entretejidos. También se dice de estos naturales, que usan en público de sus mujeres a manera de brutos.

CCIV

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En las riberas del mar Caspio que miran al Oriente hay una inmensa llanura cuyos límites no puede alcanzar la vista. Una parte, y no la menor de ella, la ocupan aquellos masagetas contra quienes formó Ciro el designio de hacer la guerra, excitado por varios motivos que le llenaban de orgullo. El primero de todos era lo extraño de su nacimiento, por el que se figuraba ser algo más que hombre; y el segundo la fortuna que lo acompañaba en todas sus expediciones, pues donde quiera que entraban sus armas, parecía imposible que ningún pueblo dejase de ser conquistado.

CCV

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En aquella sazón era reina de los masagetas una mujer llamada Tomiris, cuyo marido había muerto ya. A esta, pues, envió Ciro una embajada, con el pretexto de pedirla por esposa. Pero Tomiris, que conocía muy bien no ser ella, sino su reino, lo que Ciro pretendía, le negó la entrada en su territorio. Viendo Ciro el mal éxito de su artificiosa tentativa, hizo marchar su ejército hacia el Araxes, y no se recató ya en publicar su expedición contra los masagetas, construyendo puentes en el río, y levantando torres encima de las naves en que debía verificarse el paso de las tropas.

CCVI

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Mientras Ciro se ocupaba en estas obras, le envió Tomiris un mensajero con orden de decirle: —«Bien puedes, rey de los medos, excusar esa fatiga que tomas con tanto calor: ¿quién sabe si tu empresa será tan feliz corno deseas? Más vale que gobiernes tu reino pacíficamente, y nos dejes a nosotros en la tranquila posesión de los términos que habitamos. ¿Despreciarás por ventura mis consejos, y querrás más exponerlo todo que vivir quieto y sosegado? Pero si tanto deseas hacer una prueba del valor de los masagetas, pronto podrás conseguirlo. No te tomes tanto trabajo para juntar las dos orillas del río. Nuestras tropas se retirarán tres jornadas, y allí te esperaremos; o si prefieres que nosotros pasemos a tu país, retírate a igual distancia, y no tardaremos en buscarte.» Oído el mensaje, convocó Ciro a los persas principales, y exponiéndoles el asunto, les pidió su parecer sobre cuál de los dos partidos sería mejor admitir. Todos unánimemente convinieron en que se debía esperar a Tomiris y a su ejército en el territorio persiano.

CCVII

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Creso, que se hallaba presente a la deliberación, desaprobó el dictamen de los persas, y manifestó su opinión contraria en estos términos: —«Ya te he dicho, señor, otras veces, que puesto que el cielo me ha hecho siervo tuyo, procuraré con todas mis fuerzas estorbar cualquier desacierto que trate de cometerse en tu casa. Mis desgracias me proporcionan, en medio de su amargura, algunos documentos provechosos. Si te consideras inmortal, y que también lo es tu ejército, ninguna necesidad tengo de manifestarte mi opinión; pero si tienes presente que eres hombre y que mandas a otros hombres, debes advertir, antes de todo, que la fortuna es una rueda, cuyo continuo movimiento a nadie deja gozar largo tiempo de la felicidad. En el caso propuesto, soy de parecer contrario al que han manifestado mis consejeros, y encuentro peligroso que esperes al enemigo en tu propio país; pues en caso de ser vencido, te expones a perder todo el imperio, siendo claro que, vencedores los masagetas, no volverán atrás huyendo, sino que avanzarán a lo interior de tus dominios. Por el contrario, si los vences, nunca cogerás tanto fruto de la victoria como si, ganando la batalla en su mismo país, persigues a los masagetas fugitivos y derrotados. Debe pensarse por lo mismo en vencer al enemigo, y caminar después en derechura a sojuzgar el reino de Tomiris; además de que sería ignominioso para el hijo de Cambises ceder el campo a una mujer, y volver atrás un solo paso. Soy, por consiguiente, de dictamen que pasemos el río, y avanzando lo que ellos se retiren, procuremos conseguir la victoria. Esos masagetas, según he oído, no tienen experiencia de las comodidades que en Persia se disfrutan, ni han gustado jamás nuestras delicias. A tales hombres convendría prevenirles, en nuestro mismo campo un copioso banquete, matando un gran número de carneros, y dejándolos bien preparados, con abundancia de vino puro y todo género de manjares. Hecho esto, confiando la custodia de los reales a los soldados más débiles, nos retiraríamos hacia el río. Cuando ellos viesen a su alcance tantas cosas buenas, no dudo que se abalanzarían a gozarlas y nos suministrarían la mejor ocasión de sorprenderlos ocupados, y de hacer en ellos una matanza horrible.»

CCVIII

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Estos fueron los pareceres que se dieron a Ciro; el cual, desechando el primero y conformándose con el de Creso, envió a decir a Tomiris que se retirase, porque él mismo determinaba pasar el río y marchar contra ella. Retiróse en efecto la reina, como antes lo tenía ofrecido. Entonces fue cuando Ciro puso a Creso en manos de su hijo Cambises, a quien declaraba por sucesor suyo, encargándolo con las mayores veras que cuidase mucho de honrarlo y hacerle bien en todo, si a él por casualidad no le saliese felizmente la empresa que acometía. Después de esto, envíalos a Persia juntos; y él poniéndose al frente de sus tropas, pasa con ellas el río.

CCIX

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Estando ya de la otra parte del Araxes, venida la noche y durmiendo en la tierra de los masagetas, tuvo Ciro una visión entre sueños que le representaba al hijo mayor de Hystaspes con alas en los hombros, una de las cuales cubría con su sombra el Asia y la otra la Europa. Este Hystaspes era hijo de Arsaces, de la familia de los Acheménidas, y su hijo mayor, Darío, joven de veinte años, se había quedado en Persia, por no tener la edad necesaria para la milicia. Luego que despertó Ciro, se puso a reflexionar acerca del sueño, y como le pareciese grande y misterioso, hizo llamar a Hystaspes, y quedándose con él a solas, le dijo: —«He descubierto, Hystaspes, que tu hijo maquina contra mi persona y contra mi soberanía. Voy a decirte el modo seguro como lo he sabido. Los dioses, teniendo de mí un especial cuidado, me revelan cuanto me debe suceder; y ahora mismo he visto la noche pasada entre sueños que el mayor de tus hijos tenía en sus hombros dos alas, y que con la una llenaba de sombra el Asia, y con la otra la Europa. Esta visión no puede menos de ser indicio de las asechanzas que trama contra mí. Vete, pues, desde luego a Persia y dispón las cosas de modo que cuando yo esté de vuelta, conquistado ya este país, me presentes a tu hijo para hacerle los cargos correspondientes.»

CCX

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Esto dijo Ciro, imaginando que Darío le ponía asechanzas; pero lo que el cielo le pronosticaba era la muerte que debía sobrevenirle, y la traslación de su corona a las sienes de Darío. Entonces le respondió Hystaspes: —«No permita Dios que ningún persa de nacimiento maquine jamás contra vuestra persona, y perezca mil veces el traidor que lo intentase. Vos fuisteis, oh rey, quien de esclavos hizo libres a los persas, y de súbditos de otros, señores de todos. Contad enteramente conmigo, porque prontísimo a entregaros a mi hijo, para que de él hagáis lo que quisiereis, si alguna visión os le mostró amigo de novedades en perjuicio de vuestra soberanía.» Así respondió Hystaspes; en seguida repasó el río y se puso en camino para Persia, con objeto de asegurar a Darío y presentarle a Ciro cuando volviese.

CCXI

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Partiendo del Araxes, se adelantó Ciro una jornada, y puso por obra el consejo que le había sugerido Creso; conforme al cual se volvió después hacia el río con la parte más escogida y brillante de sus tropas, dejando allí la más débil y flaca. Sobre estos últimos cargó en seguida la tercera parte del ejército de Tomiris, y por más que se defendieron, los pasó a todos al filo de la espada. Pero viendo los Misagetas, después de la muerte de sus contrarios, las mesas que estaban preparadas, sentáronse a ellas, y de tal modo se hartaron de comida y de vino, que por último se quedaron dormidos. Entonces los persas volvieron al campo, y acometiéndoles de firme, mataron a muchos y cogieron vivos a muchos más, siendo de este número su general, el hijo de la reina Tomiris, cuyo nombre era Spargapises.

CCXII

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Informada Tomiris de lo sucedido en su ejército y en la persona de su hijo, envió un mensajero a Ciro, diciéndole: —«No te ensoberbezcas, Ciro, hombre insaciable de sangre, por la grande hazaña que acabas de ejecutar. Bien sabes que no has vencido a mi hijo con el valor de tu brazo, sino engañándolo con esa pérfida bebida, con el fruto de la vid, del cual sabéis vosotros henchir vuestros cuerpos, y perdido después el juicio, deciros todo género de insolencias. Toma el saludable consejo que voy a darte. Vuelve a mi hijo y sal luego de mi territorio, contento con no haber pagado la pena que debías por la injuria que hiciste a la tercera parte de mis tropas. Y si no lo practicas así, te juro por el sol, supremo señor de los masagetas, que por sediento que te halles de sangre, yo te saciaré de ella.»

CCXIII

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Ciro no hizo caso de este mensaje. Entretanto, Spargapises, así que el vino le dejó libre la razón y con ella vio su desgracia, suplicó a Ciro le quitase las prisiones; y habiéndolo conseguido, dueño de sus manos, las volvió contra sí mismo y acabó con su vida. Este fue el trágico fin del joven prisionero.

CCXIV

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Viendo Tomiris que Ciro no daba oídos a sus palabras, reunió todas sus fuerzas y trabó con él la batalla más reñida que en mi concepto se ha dado jamás entre las naciones bárbaras. Según mis noticias, los dos ejércitos empezaron a pelear con sus arcos a cierta distancia; pero consumidas las flechas, vinieron luego a las manos y se acometieron vigorosamente con sus lanzas y espadas. La carnicería duró largo tiempo, sin querer ceder el puesto ni los unos ni los otros, hasta que al cabo quedaron vencedores los Masegetas. Las tropas persianas sufrieron una pérdida espantosa, y el mismo Ciro perdió la vida, después de haber reinado veintinueve años. Entonces fue cuando Tomiris, habiendo hecho llenar un odre de sangre humana, mandó buscar entre los muertos el cadáver de Ciro; y luego que fue hallado, le cortó la cabeza y la metió dentro del odre, insultándolo con estas palabras: —«Perdiste a mi hijo cogiéndole con engaño a pesar de que yo vivía y de que yo soy tu vencedora. Pero yo te saciaré de sangre cumpliendo mi palabra.» Este fue el término que tuvo Ciro, sobre cuya muerte sé muy bien las varias historias que se cuentan; pero yo la he referido del modo que me parece más creíble.

CCXV

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Los masagetas en su vestido y modo de vivir se parecen mucho a los escitas, y son a un mismo tiempo soldados de a caballo y de a pie. En sus combates usan de flechas y de lanzas, y llevan también cierta especie de segures, que llaman ságares. Para todo se sirven del oro y del bronce: del bronce para las lanzas, saetas y segures; y del oro para el adorno de las cabezas, los ceñidores y las bandas que cruzan debajo de los brazos. Ponen a los caballos un peto de bronce, y emplean el oro para el freno, las riendas y domas jaez. No hacen uso alguno de la plata y del hierro, porque el país no produce estos metales, siendo en él muy abundantes el oro y el bronce.

CCXVI

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Los masagetas tienen algunas costumbres particulares. Cada uno se casa con su mujer; pero el uso de las casadas es común para todos, pues lo que los griegos cuentan de los escitas en este punto, no son los escitas, sino los masagetas los que lo hacen, entre los cuales no se conoce el pudor; y cualquier hombre, colgando del carro su aljaba, puede juntarse sin reparo con la mujer que le acomoda. No tiene término fijo para dejar de existir; pero si uno llega a ser ya decrépito, reuniéndose todos los parientes le matan con una porción de reses, y cociendo su carne, celebran con ella un gran banquete. Este modo de salir de la vida se mira entre ellos como la felicidad suprema, y si alguno muere de enfermedad, no se hace convite con su carne, sino que se lo entierra con grandísima pesadumbre de que no haya llegado al punto de ser inmolado. No siembran cosa alguna, y viven solamente de la carne de sus rebaños y de la pesca que el Araxes les suministra en abundancia. Su bebida es la leche. No veneran otro dios que el sol, a quien sacrifican caballos; y dan por razón de su culto, que al más veloz de los dioses no puede ofrecerse víctima más grata que el más ligero de los animales.