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Los ocho libros sobre los inventores/Prefacio

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Prefacio

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Polidoro Virgilio de Urbino, a Ludovico Odassi de Padua:

No entiendo, estimado Ludovico Odassi, la complacencia con la que se acepta la dignidad de quienes se empeñan en narrar unas fábulas que tanto se alejan de la verdad, entre los que podemos contar tanto a los poetas como especialmente a los filósofos antiguos. A los primeros hay que perdonarlos, ya que está en su naturaleza pretender sinsentidos, pero no así a los segundos: ellos, para perseguir la verdad (que, como bien dijo w:es:Píndaro, es el gran principio de la virtud), redactaron el contenido de sus obras para facilitar la comprensión de la misma que, por su propia naturaleza, se les mostraba a ellos más a menudo que a los poetas pero se adentraron en unas tinieblas tan profundas que sus textos acabaron sirviendo de inspiración para cuentos antes que para alcanzar la verdad.

Incluso dejando de lado los inicios de la Naturaleza y la creación del mundo, cuando especulan sobre si brotó de Dios o de algún motivo natural, como un movimiento de los cielos, es evidente que estos filósofos crearon una multitud de dioses mucho mayor de lo real y, al revestirlos con apariencia humana, proveyeron de material a los cuentos de los poetas, pero sometieron la vida de las personas a toda clase de supersticiones. Es como si tuvieran la costumbre de elevar hasta los cielos, de palabra y de sentimiento, a los hombres que destacaron por su bondad: un acto vacío de contenido, pero que se repetía y, aun más estúpido, se creía[1].

Sin embargo, en el caso de aquellos filósofos que se consideran dignos de alabanza porque parecían perseguir la verdad con paso decidido, creo que no hay otra forma de explicar su desvío más que por la ignorancia del verdadero Dios: de ahí brotaron, sin duda, las locuras de tantas historias, especialmente en aquellos tiempos en los que las personas eran de una simple vanidad. En nuestros tiempos, en los que los hombres saben mucho más, ¿quién adoraría a unos dioses de los que recibir pasiones, enfermedades, injurias, guerras, heridas y antojos? ¿Quién piensa que las harpías o que el monstruo de la quimera existieron? ¿Podría encontrarse alguna vieja tan insensata que sienta pavor ante los portentos que antes se pensaba que provenían del Inframundo? ¿Habrá alguien tan obtuso que tema que el cielo caiga sobre su cabeza? (Así respondieron los galos que vivían cerca del Adriático cuando Alejandro Magno les preguntó qué era lo que más temían, y contestaron que tan solo temían esto). ¿Entre qué pueblos se halla la mesa del Sol, que por voluntad divina concede banquetes de comida, de la que antaño los etíopes presumían que era suya? Así las cosas, es muy cierto lo que Cicerón dijo: los años borran las ficciones infundadas, y confirman las decisiones de la naturaleza, porque solo el tiempo es el padre de la verdad[2].

Por esto motivo, diría que el vicio de confiar en los cuentos depende más de los tiempos que de los hombres. En nuestro caso, que sí hemos nacido en una época más afortunada, puesto que podemos observar, contemplar y venerar al verdadero Dios cada día y ya no nos dejamos llevar por ningún engaño de los demonios, ¿qué podría ser más despreciable o, mejor dicho, vergonzoso que hacer caso de tonterías y perder de vista la fuente de la verdad para perseguir los riachuelos de los cuentos? Especialmente cuando es evidente que, por cómo se conforma nuestra naturaleza, no hay nada más dulce que conocer la verdad.

Por tanto, en mi obra "Los inventores", he intentado ceñirme al máximo a la verdad con mis relato para que nadie se equivoque en sus alabanzas: en particular, muchos se han envanecido, primero, por el hecho de haber descubierto algo y, después, por el prestigio de lo descubierto, hasta tal punto que, si fuera posible, cualquiera desearía ser considerado el inventor de algo (está claro, no puede haber vida alguna sin ingenio). Por esto, he cumplido con mi tarea con mucho mayor empeño, especialmente cuando trataba el origen de los dioses y de su culto, los inicios de la naturaleza y el surgimiento del hombre, cosa que no fue nada fácil en tanto que todos ellos ya están recubiertos de montones de tonterías. Además, en cierto modo yo voy a hacer lo mismo, lo reconozco: en la mayoría de ocasiones he seguido aquellas historias que cubren algún aspecto de la verdad con su velo. No obstante, no por eso nos hemos ceñido menos a la verdad cuando nos ha parecido que la propia razón lo exigía: aunque hayamos atribuido algunas características a Saturno, Júpiter, Neptuno, Mercurio, Dioniso, Apollo, Esculapio, Ceres, Vulcano y a los demás a los que llaman dioses, se las hemos otorgado como a unos mortales, no como a unos dioses (aunque yo mismo también los haya llamado dioses).

No se me escapa que quizá habrá algunos críticos más que ruines que tildarán nuestro esfuerzo de temeridad, porque he sido el único que se ha atrevido a escribir sobre los inventores. Esto nadie lo había intentado con anterioridad, a excepción de Plinio, que lo trata muy de pasada en su libro 7º de su Historia Natural, aunque se apoya tanto en los cuentos que apenas rastrea la verdad.

Esos críticos no serán conscientes de esa gran verdad: lo difícil es mucho más respetable. ¿Habría conseguido alguna alabanza César si hubiera sido fácil hacer la guerra contra los britanos? ¿Cuánta gloria habría logrado Aníbal si cruzar los intransitables Alpes de camino a Italia le hubiera costado mancharse de polvo, como suele decirse, y no un gran coste entre los suyos? Por esto nosotros hemos emprendido y realizado esta tarea, por más compleja que sea, con gran empeño y, si se echa de menos alguna cosa, que nadie se sorprenda: hay invenciones, no solo antiguas sino también modernas, cuyos descubridores se ocultan en las más densas de las sombras, como claramente demostraremos a finales del libro tercero. Con todo, no voy a negar la posibilidad de que haya alguien que pudiera contarnos más de este tema (no me tengo en tan alta estima, dado que existen hoy autores mucho más eruditos que yo), al igual que sucede con los proverbios, de los que dedicaremos una obrilla el próximo año para el príncipe Guido, duque de Urbino. Ojalá que no le resulta pesado seguir nuestros pasos a quienquiera que decida seguirnos en este o en aquel camino.

No hay nadie más adecuado para dedicarle estas elucubraciones (es lo que son) sobre los orígenes de muchas cosas que a vos, que conocéis al detalle las enseñanzas de los todos los escritores: en efecto, tal y como San Jerónimo dice que quienes han navegado realmente desde Troya cruzando Leucade y Acroceraunio hasta llegar a Sicilia y, por último, a la desembocadura del Tíber, entenderán mucho mejor el tercer libro de la Eneida de Virgilio.

Además, vos os habéis encargado de la educación de nuestro Guido, duque de Urbino desde su más tierna infancia a San Federico, como antaño Aristóteles lo hizo con Alejandro Magno por orden de Filipo de Macedonia, y este joven, bajo vuestra guía, ha acabado siendo un gran experto en ambas lenguas. No sin mérito, os tiene una altísima estima, por encima de los demás, y con su compañía obtenéis el mayor grado de dignidad, por la que gozáis de un gran respeto que, por otro lado, debíais tener.

Así pues, aceptad, Ludovico Odassi, gustosamente esta obra de vuestro querido Polidoro Virgilio y leedla con la misma serenidad con la que soléis leer esta clase de escritos. Cuidaos.

En Urbino, 5 de agosto de 1499.


Notas

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  1. Teoría hermenéutica de la mitología llamada Evemerismo
  2. Cita libre de De Natura Deorum, 2, 4