Los pastorcitos
P
edro era un muchacho muy listo, aunque rústicopues había pasado siete de sus quince años guardando las ovejas de su padre, un pobre hombre con muchos hijos y cuya mujer vivía enferma.
Todos los hermanos de Pedro trabajaban, excepto el último, muy pequeño aún; así, no es de extrañar que el chico fuera tan serio como servicial, aunque no sabía leer ni tenía ideas sobre la civilización; en cambio poseía otras habilidades: silbaba muy bien imitando a todos los pájaros; manejaba la honda con singular destreza; conocía a fondo los senderos del bosque y los atajos de la montaña, y no había fruta cuyo sabor ignorase. Además, se sabía las flores de corrido, chapurreaba con bastante soltura el idioma del arroyo, que sea dicho de paso, era terriblemente embrollado cuando le daba a éste por meterse guijarros en la boca para tartamudear —al revés de Demóstenes;— le estimaban en todos los nidos por su honradez, y por su habilidad le temían en las colmenas. No esta demás añadir también que ordeñaba muy correctamente las ovejas cuando era menester, que nadie mejor que él podía dar noticia de los más suculentos pastos y de las más eficaces hierbas para curar los males de sus subordinadas. Estas, le correspondían con aquella beata docilidad a la cual deben el rango que ocupan en ciertas metáforas religiosas y literarias. Si Pedro conocía el balido de cada una, cada una conocía la voz de Pedro con encantadora perfección; y era para él una gloria cuando por las tardes regresaban al aprisco, contener sus veleidades de retozo e independencia, con amonestaciones y silbidos que introducían frecuentemente, porque hubo casos, aunque muy extraordinarios, de rebelión, en que la honda de Pedro debió funcionar para mantener el orden.
Cuando nacían los corderos, la alegría del chico llegaba a su colmo. con qué solicitud les cuidaba y protegía, corrigiendo la inexperiencia de las madres jóvenes, remediando la indiferencia de algunas, compartiendo por la noche su mezquina camita con los recién nacidos que se extraviaban del corral cercano y le buscaban vacilantes sobre sus patas temblonas, con los huérfanos que les lamían la cara tan triste y silenciosamente, a la luz de la luna! Aquellos animalitos eran una especie de hermanos suyos, más queridos que los otros, porque eran más inferiores, y al mismo tiempo algo así como hijos, según entendía eso el muchacho en el temeroso titubeo de su pubertad inminente.
Siete años llevaba Pedro de vivir con la majada desde el alba hasta la noche. ¡Si había visto él nacer corderos! De algunos era hasta abuelo ya, según le parecía. Pero resultó que con los años, variaron profundamente las ideas de Pedro, sin que él se diera cuenta de ello. Ahora, como estaba más vigoroso, era más bueno. Le gustaba menos correr, sin duda porque comenzaba a pensar; ya no hablaba solo, pero recogía flores para la virgen que estaba allá en la casa, en su nicho, junto a la cama de madre. Mientras las ovejas pacían por las cañadas verdes, él, recostado bajo algún árbol corpulento, en la silenciosa apacibilidad del campo, si no dormía, inventaba cuentos ¿Para quién? Para nadie quizás, pues no los refería a los otros niños. Y mientras su pensamiento trabajaba, como era laborioso, empleaba sus manos también en algo útil. Sólo que en vez de fabricar trampas de pájaros como antes, estaba ahora ocupado con mucho ahinco en la construcción de una flauta. Estas aficiones musicales de los últimos tiempos, coincidieron con un notable aumento de sensibilidad: Pedro, que había sido siempre un intrépido cazador, sentía lágrimas en los ojos ante una urraca que su hermano menor tenía cautiva.
Cuando una personita de quince años, que no sabe leer y que no tienen ideas de ningún género sobre la civilización, recoge flores en vez de hablar sola, inventa cuentos que no cuenta a nadie, fabrica una flauta y llora por los pájaros cautivos, se puede asegurar que algo grave acontece. Ahora bien: lo único grave que puede acontecerle a uno cuando tiene quince años, es enamorarse.
¿Pedro estaba enamorado, entonces?
No lo sé, amiga de mi corazón; mas oye con interés lo que sigue de la historia, y sobre todo no se lo preguntes a nuestro partorcito, porque él en verdad no sabría responder. ¿Enamorado? Y ¿qué será eso de enamorado? contestaría Pedro de seguro. Pero como no es el nombre lo que forma la cosa, continuemos narrando, y digamos que en la vida de Pedro había algo no expresado aún en estas líneas, por considerarlo trivial, cuando tal vez resulte interensantísimo.
Solía Pedro encontrar en sus peregrinaciones un pastora de las cercanías, menor que él, pues contaba apenas doce años. Era una niña tan desmirriada y pobre que daba pena y tan tímida que daba risa, pues era casi tonta y por todo lloraba. Pedro, que empezó por querer adiestrarla en topografía, botánica y ornitología debió renunciar bien pronto, descorazonado por esa candidez eternamente resuelta en lágrimas. La abandonó, se alejó de ella, tomando por otros senderos, aunque sin negarle su ayuda si llegaba a encontrarla en trabajos para recoger las ovejas, o llevar los corderos recién paridos, cuando eran más de dos y la noche se aproximaba.
Ahora bien: habían transcurrido justamente cuatro meses sin que los niños se vieran, cuando una mañana, a la hora en que el sol comienza a apretar y las ovejas buscan la sombra de los árboles para efectuar la rumia, Pedro vió venir a la pastora por el mismo camino que él trajera horas antes; y lo que nunca, sintió una alegría. Al fin, por tonta y fea que fuese, su ausencia se había hecho notar en aquel bosque tan solitario. Los niños se dieron los buenos días sin aspavientos ni transportes, con cierta seriedad que les molestaba sin que supieran por qué. Y entonces Pedro notó que la chica, si bien continuaba siendo tonta, no era fea ya como cuatro meses antes. Esto le puso, francamente, de mal humor. ¿Por qué? Tal vez porque ahora tendría que reconocer en ella cierta superioridad. Pedro era demasiado altivo para sufrirla de buen grado. Como se sentía inquieto por aquella circunstancia fué impertinente:
—Estás más gorda, Juanita, la dijo; y ya no tienes los ojos lagañosos, como antes.
Ella se limitó a sonreir, porque lo sabía, y además para que se le viera bien la boca que estaba muy roja, y los dientes muy lindos y muy blancos.
Pedro notó perfectamente aquel ingenuo despliegue de atractivos, y su molestia subió de punto.
—Y veo que juntas flores, añadió por decir algo, indicando una margarita que llevaba en el corpiño.
—Sí, como tú, respondió Juanita.
Pedro refunfuñó:
—Es que ahora ya no junto más flores.
La niña volvió a sonreir.
—Mira, "también" le he puesto a mi cordero una cinta colorada en el cuello, y un cascabel.
—"¿También?" reflexionó Pedro: ¿a caso él había tenido nunca corderos con cintas y cascabeles? La pobrecita empezaba ya a disparatar como de costumbre. Y el muchacho cortó bruscamente aquel diálogo:
—Adios, Juanita; me voy para el arroyo.
—Adios, Pedro.
La había llamado Juanita al despedirse, y antes, cuando era más chica la decía Juana a secas. Y habría imbécil como él!... ¡Pues no le había dicho que se iba al arroyo, cuando su despedida no era más que un pretexto para ocultarse! Bueno, con no ir estaba todo arreglado. Sin embargo fué.
Y pasaron de esto muchos días, y los muchachos seguían encontrándose, y no obstante su afirmación de la primera vez Pedro juntaba flores con Juanita, y la contaba todos los cuentos que había inventado en la soledad de las deprimentes siestas, y se lavaba la cara todos los días, y se encontraba lleno de un valor sobrenatural para saltar los precipicio y escudriñar las cuevas de la montaña. Como era buen filósofo, se había dado cuenta de que todo cuanto experimentaba, tenía por causa un irresistible deseo de dar un beso a la pastorcita. Estaba seguro de que no se lo negaría, y dudaba. Y todas las manañas se decidía, y todas las tardes regresaba sin haber consumado su decisión. Semejante estado, le desmejoraba visiblemente y Juanita le preguntaba inquieta:
—¿Por qué estás siempre tan pálido?
El chico no respondía, pero el alma le temblaba en los labios y los ojos se le ponían más obscuros. Aquella boquita roja que le hablaba con tanto cariño, era la causa. Mas, ¿acaso su dueña le entendería si lo confesara? ¡Era tan tontuela que probablemente se iría a reír!... Los días pasaban así, angustiosamente largos, sin que nada pareciera intervenir en favor de Pedro, cuando una tarde el amor hizo un milagro.
He aquí como ocurrieron los sucesos:
Juanita volvía para la casa con dos corderos nacidos ese día. En verdad los nacidos eran tres, y su compañero la ayudaba, como de costumbre, cargando el tercero. La tarde olorosa sobrenaturalizaba el bosque con su matiz violeta. Allá, en el horizonte de la montaña, negra ya, se exhalaba la noche. Los niños, demasiado llenos de alma, no podían hablar. Una temblorosa angustia les enfriaba los dedos. Del cielo límpidamente enorme, el crepúsculo enviaba un adiós a las vagas desolaciones del paisaje. ¡Una tarde más, pensaba el muchacho; una tarde de pena como las anteriores, como las otras, en la eterna impasibilidad de aquel cielo que insinuaba tantas cosas sublimes, de aquella tierra tan obstinadamente entregada a la cálida incubación de sus gérmenes!
De pronto, la niña lanzó un grito. Pedro emergió de la hondura de sus sueños, con una sacudida. Juanita se había dejado caer sobre una piedra, a la orilla del sendero, y con rostro afligido enseñaba al chico su pie desnudo en cuyo talón asomaba una gotita de sangre fresca.
¡Vamos! No era nada grave; una espina que él extraería con cuidado. Arrodillóse ante la pastorcita, tomó en sus manos, delicadamente, el pequeño pie, y examinó la herida. Sería injusto no alabar de paso el heroísmo de Pedro, pues aquel incidente adquiría para él la solemnidad trágica de un desastre de universos. ¡Por una espina! Sí; por una espina; ¡pero el piecesito que tenía entre las manos era tan nervioso y la espina había penetrado tanto! Con los dedos no podía extraerla, pues apenas sobresalía de la epidermis. Tendría que emplear los dientes y quizá Juanita se desmayara de dolor.
Juanita se mostraba muy valiente, y accedía a la operación de buen grado, lo que dió a Pedro el valor necesario para afrontar el trance. Asió, pues la espina con los dientes, y sintiendo en su propio corazón el dolor, más que Juanita en el pie, seguramente, la atrajo de un tirón con admirable limpieza.
Y entonces le llegó a la niña su turno de afligirse. Pedro lanzó a su vez un grito, llevándose las manos a la boca. De sus labios apretados sobresalía la espina que acababa de extraer, clavada allí sin duda, según presumió la inocente Juanita.
¡Vamos! No era nada grave; no había por qué hacer esos visages tan terroríficos. Ella sabía ahora cómo se hacía en semejantes casos. Y sin vacilar un instante, inflamada por la más expresiva caridad, la boquita rosada se pegó a la boca de Pedro...
Cuando volvieron del éxtasis, todas las estrellas del firmamento estaban asomadas, mirándolos. Y en la confusión deliciosa del placer descubierto una idea alarmante les vino. ¿Qué se había hecho de la espina? Sin duda alguno de los dos se la había tragado, y les iba a agujerear el estómago después de haberles servido como dulce pretexto. Sencillamente, sin comunicarse su mutua inquietud, aceptaron el sacrificio, pensando que el amor era demasiado bueno para que no resultara dulce el precio de espinas con que tasa sus favores.
Y desde entonces, en la comarca, ha sido imposible saber cuál de los dos se había tragado la espina.