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Los pobres perros abandonados

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Los pobres perros abandonados
de Fernán Caballero


Hace pocos días que los diarios de Sevilla referían sin comentarios, y como cosa meramente curiosa, pero no conmovedora, el que, habiendo entrado un viajero en el tren del ferrocarril de Córdoba a Sevilla, y no habiendo querido o podido pagar la cuota designada para traer los perros en la jaula destinada a este objeto, abandonó al suyo, y que este apegado animal fue siguiendo al tren en su vertiginosa carrera. Llagaba poco después que él a las estaciones, en que caía jadeante y rendido, y cuando el tren se volvía a poner en marcha, emprendía de nuevo su inconcebible carrera para seguir a su ingrato amo. ¿Es creíble que ni su amo ni ninguno de los pasajeros se moviesen a pagar la corta cantidad que habría aliviado al infeliz animal de la angustia que sentía y del tormento que se daba?

Al leer esta admirable muestra de cariño y de fidelidad se nos cayeron las lágrimas, y recordando los muchos perros abandonados que de precisión ha de haber desde que hay caminos de hierro en un país donde, sin amarlos mucho, son infinitos los pobres que crían perros y muchos los que no tendrán dinero de sobra cuando viajan para pagar el pasaje de estos pobres animales, pensábamos que sería en toda la extensión dé la palabra una obra de caridad, de compasión, de orden público (sea policía), que a los pobres, y sobre todo a los ganaderos, les llevasen en los ferrocarriles sus perros de balde. No falta filantropía en esta época que tanto la proclama y ejerce, sobre todo con el uso de las suscripciones públicas, que la estimulan y vigorizan; pero hay poca y, sobre todo, muy inerte compasión hacia los pobres desvalidos animales. ¡Pobre perro! Ha merecido la calificación de amigo del hombre, y éste bien merece, en general, la de enemigo del perro. Pudiéramos contar a este propósito la historia de una pobre y hermosa perra de ganadero preñada, sin duda abandonada por su dueño, que llamaba la atención hace tres años en Sevilla, cuyas calles recorría triste, angustiada y abatida, como buscando amparo, y pidiéndolo en la expresión lánguida y desconsolada de sus ojos y de su continente. No hallaba ni aun donde descansar, porque de todas partes la echaban, a lo que contribuía su gran tamaño y lo inmediato de su parto, pues apenas podía ya moverse. Pero preferimos, para amenizar este articulito, dejarla referir al sabio literato, al ameno poeta, al grande y culto investigador y propalador de las glorias literarias antiguas y modernas de España, M. de Latour, en una carta que, en nombre de Cervantes, nos escribió en español, carta la más fina e ingeniosa, brote de buen humor y de amistad delicada, que de modo alguno ha sido destinada a la publicidad, pero que consideramos muy digna de ella:

Carta de Cervantes a Fernán Caballero

«Sr. D. Fernán Caballero. -Muy señor mío e ilustrado ahijado: Si desde esta banda me tomo la libertad de molestar a usted, no es (puesto que sería ofender su modestia) al autor ingenioso de tantas novelas más ejemplares que las mías, sino para dar a usted las gracias por la compasión y caridad de las que acaba de dar señalada prueba hacia un pobre perro por el que me intereso. La historia de esta perra es una novela. ¿Me da usted licencia para que se la cuente?

Tengo la vanagloria de persuadirme de que usted no ha olvidado el soliloquio de los dos perros del hospital de Valladolid, Cipión y Berganza, y sospecho que, teniendo usted, como es notorio, tanta lástima de los animales, quizá sea porque haya conocido por aquella muestra que el buen criterio y el sentido común, que tantas veces falta a los hombres, se pueden hallar en los perros.

Ha de saber usted que en aquellos tiempos, Cipión tuvo un hijo y Berganza una hija, y según suele suceder entre padres amigos, casaron a sus vástagos, los que engendraron una casta de perros buenos y honrados, siendo la última de esta casta la pobre moribunda que usted acogió en los umbrales de la puerta de su casa.

Una de estas pasadas noches, noche de esas serenas y estrelladas que tan magníficamente celebró Fray Luis de León, caminaba yo por las calles de mi querida Sevilla buscando una novela que, se había recientemente publicado, cuyo título es Vulgaridad y Nobleza, la que deseaba leer en mi tertulia con Quevedo, Mateo Alemán y el padre Isla. En el momento en que llegaba a la plaza de Maese Rodrigo oí, detrás de los mismos marmolillos que existían en mi tiempo, una voz que se lamentaba y que decía: '¡Ah! ¡Si aún viviese Cervantes!'

Me paré asombrado; acerqueme al sitio de donde había partido la voz, y vi una pobre perra preñada, que era la que se quejaba en el zaguán del Seminario. Iba a proseguir mi camino, cuando volví a oír la misma voz, que decía: '¡Ah! ¡Si aun viviese el buen Cervantes!'

Presentóseme entonces a la memoria lo de Berganza y Cipión, y aprovechando la oportunidad de que a aquellas horas nadie podía oírme, me dirigí a la perra, y le dije: -¿Eres tú quien acabas de hablar? -Me contestó primero con un suspiro, y luego, animándose, añadió: -Sí, soy yo; y pues tengo la dicha de que alguien me escuche, referiré mi triste historia. Nieta de aquellos famosos perros a quienes Cervantes enseñó a expresar sus pensamientos en castellano, Dios ha permitido que heredase de ellos tan hermoso privilegio. Diéronme mis padres, en memoria de nuestro ilustre padrino, el nombre de Dulcinea; pero, infeliz en lo demás, tuve la desgracia de enamorarme de un perro fino, amable, valiente, pero el que, dejándose arrastrar por la lectura de las novelas modernas, abandonó a su fiel esposa en el apuro que me ve usted, para correr en pos de una perra que se llamaba Traviata, que bailaba en un circo y que se marchó a otra parte.

-¿Y por qué -le dije- invocabas a Cervantes?

-¡Ah! -contestó-, Porque si aún viviese Cervantes, él, que hizo contra los libros de caballería una novela tan eficaz, escribiría ciertamente otras contra las novelas que hoy corrompen las buenas costumbres.

Me sonreí, y repuse: -Hace siglos que murió el que llamas, y no sé si, bastaría hoy otro Quijote para acabar con una peste tan universal como lo es la de las novelas de que se quejan, no sólo los hombres honrados, sino los perros de buen juicio como tú. Ven conmigo a una casa donde podrás parir tranquila, y permanecer atendida y descansada. En ella vive una persona que no escribe libros contra las novelas; al contrario, compone novelas, ¡pero qué novelas! (Aquí estampa el que escribe la carta un cumplido tan fino como benévolo, que suprimimos.)

En esto llegamos a la puerta de la casa de usted, y como la pobre Dulcinea no alcanzaba a la cadena de la campanilla, quien llamó a la puerta de usted fui yo. - Miguel de Cervantes Saavedra.

P. D. -De seguro que extrañará usted mi mal español. ¡Ah!, amigo mío; además de que ha cerca de tres siglos que he dejado de escribir, los impresos modernos que nos llegan de España hablan un castellano bastante afrancesado, y algo se me habrá pegado de ellos.»


Esta pobre perra fue después admitida en la fábrica de cápsulas, en la que se necesitaba un perro de su especie, donde lo pasa muy bien y conserva el nombre de Dulcinea. ¡Qué pocos entre los infelices perros abandonados tendrán la suerte de éste, sino que entrarán en el número de aquellos seres desvalidos a los que no es permitido ocupar su lugar sobre el haz de la tierra sin un fiador, y contra los que tanto se ha clamado!

Pero es, por cierto, singular que para impedir esta aglomeración de perros abandonados, que no negamos sea un inconveniente grande, nadie haya tratado ni pensado de remediarlo en su raíz o primera causa, sino de curarlo en falso o temporariamente por medio de la estrignina, ya célebre por el afán y perseverancia que han desplegado los periódicos por su uso en aplicación a los pobres perros. En cuanto a nosotros, pensamos que la enseñanza de crueldad que reciben los niños y el pueblo, que es otra clase de niño cuya enseñanza moral está también a cargo de la autoridad, al presentarles por todas partes los tormentos de la más horrible y penosa agonía que les sirve de espectáculo y de diversión, y a la que suelen añadir alguna angustia o dolor más, esta inoculación de insensibilidad y de crueldad, que proporciona a miles de corazones la tan aclamada estricnina, es peor, mil veces peor que el mal físico, por terrible que sea, que pueda producir en tal cual individuo la inoculación del virus de la hidrofobia, y nadie se crea más filantrópico que nosotros por dar la preeminencia a la salud del alma de millares sobre la salud del cuerpo de un individuo.

A cualquier mente reflexiva se le previene que el medio de atajar el mal está en prevenir la multiplicación de esta infeliz casta. ¿De dónde proceden estos perros sin amos, míseros seres privados de alimento y abrigo, objeto de toda clase de persecuciones? Proceden de los pobres, cuyos hijos, no pudiendo comprar juguetes, procuran en su lugar hacerse de perrillos chicos, los que después de pasar de cachorros con sus amos una vida de innumerables tormentos, cuando ya no divierten a los niños, o cuando se ha hecho más gravosa su manutención, son cruelmente echados a la calle. El pobre apegado animal vuelve una y cien veces a la casa de sus amos, y cada vez es expulsado de ella con creciente encono, tomando sus insensibles dueños lo que es cariño por obstinación; lo que es lealtad, por falta de sumisión a sus mandatos, hasta que, golpeado, maltratado y perseguido, no se atreve a volver. Sentado sobre sus piernas de atrás, mira de lejos con triste cariño aquella casa, esperando aún que le será abierta; alza con ardiente anhelo sus orejas si nota que la puerta se abre y da paso a alguno de los amos que tanto quiere, pronto a abalanzarse a él con saltos de alegría, con dulces gemidos de gratitud y de cariño; pero no se atreve, y hace bien, pues apenas es apercibido por el que ha salido, le lanza una piedra, que a veces le hiere y hace huir dando dolorosos alaridos.

Ya entró, pues, en la triste falange para cuyo exterminio gasta el Ayuntamiento una fabulosa suma en estrignina, por lo que a nosotros, como a otras personas, nos parece que, ante todo, se debería prohibir con un bando que se criasen perros, imponiendo multas a los padres que permitiesen a sus hijos infringirlo, y que los legisladores, como sucede en otros países, impusiesen para lo sucesivo una pequeña contribución a los dueños de aquellos perros que no sean una necesidad del oficio que ejercen, como los de ganadería, caza, etcétera, sino que se tienen por mera afición.

En una preciosa novela de M. Marmier, denominada L'Orphelin, y que el autor, en muestra de simpatía, nos ha remitido, hallamos el siguiente sentido trozo:

«¡Qué buen ser es el perro! Así el perro del pastor como el del ciego; los perros del Norte de la Siberia, sin los cuales los moradores de aquellas heladas regiones no podrían subsistir; el perro que se deja matar para defender la persona o la hacienda de su amo; el valiente Baby de Terranova, cuya memoria se conserva en el castillo real de Windsor; el glorioso Barri del San Bernardo, que había salvado cuarenta personas de una muerte segura, y llevaba al cuello una medalla de honor! Todos esos dulces, humildes y benéficos compañeros del hombre, que nos dan tan admirables ejemplos de valor, de paciencia, de fidelidad y de resignación, ¿será posible que, según opina un poeta inglés, no sean sino polvo animado? No es fácil creerlo a quienes los aman.»

Cuando la guerra de África, refirieron los periódicos hechos admirables de los perros que siguieron a los regimientos a que pertenecían. Uno de éstos, al que no permitieron embarcarse, ¡atravesó a nado el Estrecho para reunirse a sus amos! «Entre las cosas notables que hay en el campamento -decía una carta dirigida a un periódico-, se hallan dos perros que embisten a los moros que ven; van con las guerrillas y son escuchas de tan buena calidad, que reconocen al enemigo por el olfato y anuncian su llegada.

Los soldados han tenido la buena ocurrencia de ponerles los galones de cabo segundo, porque en la acción del 25 se quedaron guardando a un herido, y con sus alaridos y carreras avisaron a la compañía para que acudiese a salvarlo del enemigo.»

«El trato con los perros -dice un autor de fama- me ha hastiado del trato de los hombres», y lord Byron compuso este epitafio a su fiel perro de Terranova:

«Aquí descansan los restos de un ser que tenía la belleza sin vanidad; la fuerza sin insolencia; el valor sin ferocidad, y todas las virtudes del hombre sin sus vicios.»

Nos han dado a leer unos artículos insertos en un periódico de jurisprudencia, en los que se inicia la idea de crear leyes, como las que existen en otros países, que impidan los excesos de crueldad que cada día impunemente y con tanta barbarie, se están ejerciendo, y de que son lastimosas victimas los pobres e indefensos animales.

Aunque escritos con esa impasible frialdad que es y debe ser el temple de la justicia oficial, que sin seducir, como lo hace el ardiente lenguaje del corazón, convence, deberían tomarse en cuenta por un Gobierno que diese a la existencia y propagación de la moral pública toda la atención y cuidado que este ramo (corazón y conciencia de la sociedad) merece. Poco vale nuestro voto, sobre todo en esta materia; pero como es sincero y racional, se lo damos de gracias y plácemes al señor jurisconsulto que ha tomado la iniciativa en una medida tan justa como humana, condolida y verdaderamente civilizadora.

¡Pobre perro! ¡No hay ser que, cual tú, siembre cariño y recoja ingratitud!

Si en los países extranjeros advierten que en los periódicos españoles se clama sin tregua ni descanso por la estrignina, cual si la rabia fuese aquí el estado normal de los perros, clamores que alternan con las descripciones de las corridas de toros, y que después de esto viajen en nuestro suelo en diligencia... no hay duda que el que lo haga se persuadirá de que es España el edén de los animales, sobre todo de aquéllos que más útiles son al hombre.