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Los poetas malditos/Pobre Lelian

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Este Maldito sí que ha tenido el más melancólico de los destinos, y esta dulce expresión puede, en definitiva, caracterizar las desventuras de su existencia, hijas del candor de su carácter y de su irremediable debilidad de corazón, que le hicieron decir de sí mismo, en su libro Sapientia:

Y de ti, sobre todo, no vayas a olvidarte,
a rastras con tu abulia y tu simplicidad
por doquiera haya luchas o promesas de amarte,
de manera tan triste y alocada en verdad.
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¿No estará aún castigada esta torpe inocencia?

Y en su volumen Caridad, que acaba de salir:

Tienes furor de amar, corazón loco y débil.
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Del corazón no puedo ya contar las caídas.

Versos que encierran los elementos únicos –sabedlo bien– de esa tormenta que ha sido su vida.

Su infancia había sido feliz.

Tuvo unos padres excepcionales: un padre delicado, una madre encantadora –¡ay, muertos ya!– que le mimaban como a hijo único que era. No obstante, le pusieron muy pronto interno en un colegio, y allí empezó su derrota. Allí le vemos metido en su larga blusa negra, con la cabeza rapada, chupándose los dedos, de codos en la barrera que separaba en dos el patio de recreación, y que casi lloraba al jugar con los otros rapaces, ya empedernidos. Cuando fue de noche, huyó a su casa y fue reintegrado al colegio al día siguiente a fuerza de bollos y promesas. Después, en el bahut (colegio), se depravó y se hizo un endemoniado galopín, no muy malo, con muchas fantasías en la cabeza. Sus estudios fueron indiferentes, y terminó como pudo el bachillerato después de vagos éxitos, a pesar de su pereza, que no era más que precoz predisposición al ensueño. Ya sabrá la posteridad, si es que se ocupa de él, que el liceo Bonaparte, después Condorcet, después Fontanes, después re-Condorcet, fue el establecimiento en que se dejó las culeras de sus pantalones de chiquillo y de adolescente.

Una matrícula o dos en la escuela de Derecho y unos cuantos bocks bebidos en los caboulots de aquel tiempo, anticipaciones de las cervecerías de camareras actuales, completaron aquellas mediocres humanidades. Desde entonces empezó a hacer versos. Ya desde la edad de catorce años había rimado con toda su alma y había hecho cosas verdaderamente graciosas en el género obsceno-macabro. Después de apresurarse a quemar y dar al olvido aquellos ensayos informes y divertidos, publicó Mala estrella, después de algunas composiciones que le hubieran reservado un sitio en el primer Parnaso de Lemerre. Esta colección de poemas –hablamos de Mala estrella– tuvo en la Prensa un bonito éxito de hostilidad. Pero ¿qué le importaba eso a la afición del Pobre Lelian a la poesía, verdadera afición o talento sin vuelta de hoja? Al año, hizo imprimir Hacia Cíteres, donde la crítica confesó haber notado muy importantes progresos. Hasta en el mundo de los poetas dio que hablar el tomito. Al otro año apareció un nuevo librejo titulado Canastillo de boda, en el que se proclamaban la gracia y el encanto de una novia. Y de entonces es la fecha de su “llaga”.

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Después de aquel mortal período salió Sapientia, ya anteriormente citada. Cuatro años después –en pleno huracán– le había tocado la vez a Flauta y trompa, volumen del que después se habló mucho porque contenía algunas partes bastante nuevas.

La conversión del Pobre Lelian al catolicismo, Sapientia anterior a ella y la ulterior aparición de una colección de cosas mezcladas, Anteayer y ayer, donde muchas notas de lo menos austero posible alternaban con poemas casi excesivamente místicos, produjeron en el mundillo de las verdaderas Letras una polémica cortés, pero viva. ¿No es libre un poeta para hacer cuanto quisiera con tal de que fuera bello y bien hecho, o debe acantonarse en determinado género so pretexto de unidad? Interrogado acerca de este punto por varios amigos suyos, nuestro autor, a pesar de su nativo horror a esta clase de consultas, contestó con una digresión bastante extensa, que nuestros lectores, por la ingenuidad que hay en ella, leerán quizá no sin interés.

He aquí el documento:

“Efectivamente, el poeta debe, como todo artista, buscar la unidad con relación a la intensidad, condición heroica indispensable. La unidad de tono (que no es la monotonía), un estilo recognoscible en cualquier lugar de su obra, tomado indiferentemente, y ciertos ademanes y costumbres deben ser continuados; la unidad de pensamiento también, y aquí podría iniciarse un debate. En vez de abstracciones, tomemos sencillamente al poeta como campo de disputa. Su obra se divide, a partir de 1880, en dos porciones perfectamente diferenciadas, y en el propósito de continuar el sistema y publicar, si no simultáneamente (por otra parte, esto no depende más que de conveniencias eventuales y sale de la discusión), por lo menos paralelamente, obras de ideas absolutamente diferentes; para precisar: libros en los que el catolicismo despliega su lógica y sus atractivos, sus lisonjas y sus terrores, y otros que enternece, henchidos por el orgullo de la vida. Después de esto, ¿en qué queda la preconizada unidad de pensamiento?”

“Sin embargo, existe. Está, por el fuero humano o por el fuero católico, lo cual, para nosotros, es lo mismo. Soy creyente y soy pecador en mis pensamientos y en mis actos; creo y me arrepiento, en mi pensamiento, esperando algo mejor. Algunas veces creo, y en aquel momento soy buen cristiano; creo, y soy mal cristiano un instante después. El recuerdo, la esperanza, la invocación de un pecado me deleitan, con o sin remordimiento, algunas veces bajo la forma de Pecado y provistos de todas sus consecuencias casi siempre, pues la carne y la sangre son fuertes, naturales y animales, para mí como para el primer librepensador en sus recuerdos, esperanzas e invocaciones. Semejante delectación es digna de ser extendida en el papel, y a cualquier escritor –él, usted o yo– nos place publicarla mejor o peor expresada, y al fin, la consignamos en forma literaria, olvidando todas las ideas religiosas o no perdiendo de vista ninguna de ellas. ¿Podremos ser condenados de buena fe como poetas? No, cien veces no. Que la conciencia del católico razone de una manera o de otra, eso no debe importarnos.”

“Ahora, ¿los versos católicos del Pobre Lelian alcanzan literalmente a los otros versos suyos? Sí, cien veces sí. El tono es el mismo en ambos casos; aquí sencillo y grave, allá floripondiado, lánguido, enervado y riente; pero igual por doquier, como el HOMBRE místico y sensual permanece siempre hombre intelectual en las diversas manifestaciones de un mismo pensamiento que tiene sus altos y bajos. Y el Pobre Lelian así se encuentra libre para hacer volúmenes de mera oración, absolutamente, al mismo tiempo que libros de mera impresión o sensación, cuando hacer lo contrario le estaría sobradamente permitido.”

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De entonces a acá, el Pobre Lelian ha hecho un pequeño libro de crítica –¡ay, de crítica; mejor dicho, de exaltación!– acerca de algunos poetas desconocidos. Ese libro llevaba por título Los Menospreciados; aún no estaban insertos en él, entre otras cosas, estos versos de un tal Arthur Rimbaud, que para Lelian eran el símbolo de ciertas fases de su propio destino:

EL CORAZÓN ROBADO
Mi corazón babea y popa
de asco al cuartel y al caporal.
Le echan cucharadas de sopa.
Mi corazón babea y popa,
entre las chanzas de la tropa,
bajo una risa general.
Mi corazón babea y popa
de asco al cuartel y al caporal.
Itifálicos, soldadescos,
sus insultos le han depravado.
Por la tarde dibujan frescos
itifálicos, soldadescos.
¡Mares abracadabrantescos,
que el corazón sea salvado!
Itifálicos, soldadescos,
sus insultos le han depravado.
CABEZA DE FAUNO
En la enramada que, florecida e incierta,
es verde estuche de oro recamado
de flores donde duerme el beso, alerta
y mirando el primor de su bordado,
sus ojos alocados el fauno ostenta;
muerden sus dientes en la flor de llamas,
y como un vino añejo es su sangrienta
boca al sembrar sus risas entre ramas.
Deja, al huir como la ardilla adusta,
perlerías de risa en cada hoja,
y hace que, atento a un vuelo que le asusta,
con su áureo beso el bosque se recoja.

Entre contrariedades de toda índole prepara varios tomos. Caridad apareció en marzo último. Al lado va a salir de un momento a otro. El primero, continuación de Sapientia, es un libro de áspero y dulce catolicismo; el otro es una recopilación en verso de sensaciones de las más sinceras… y de las más osadas.

También ha visto impresas dos obras en prosa: Los comentarios de Sócrates, autobiografía un tanto generalizada, y Clovis Labscure, título principal de varios relatos. Una y otra serán proseguidas, si Dios quiere.

Tiene otros muchos proyectos, pero está enfermo, un poco desalentado, y os pide permiso para meterse en la cama.

–¡Ah, después, cuando ya esté repuesto, escribirá Beatitudo, y vivirá en consecuencia o lo intentará, que viene a ser lo mismo!