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Los prófugos del sol

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LOS PRÓFUGOS DEL SOL

Solitario en el comedor de una rústica estancia del Neuquén, el viajero esperaba que el hipnotismo de los rumores nocturnos le rellenase al fin los párpados de sueño.

Su pasividad era completa.

Para que la placidéz penumbrosa de la digestión gozase de su término, puso el codo sobre la mesita, apoyó la frente sobre la mano derecha, y abandonó sus pupilas á la titilación de una lámpara inmediata.

La jornada de 18 leguas había sido calurosa y excitante.

Cuando se apeó el jinete, todo él estaba compenetrado de un olor de fatiga.

Su respiración acelerada era indicio de que sus arterias y las del caballo habían llegado al mismo número de martillazos por minuto.

Su traje aun despedía cierto olorcillo de la sangre evaporada del caballo.

Hasta el cuero de su montura inglesa parecía exhalar un olor de bestia resucitada.

¿Qué extraño, entonces, que al acabar la cena campestre, gozara de la animalidad más pura?

De ese estado de sensualismo no lo arrancaba la convulsión de las tablas en el piso, estremecidas por el rebramar de la tormenta nocturna.

Su imaginación iba con gran facilidad del humo de su cigarro á la bruma de sus recuerdos de viajes.

Y así que, de espiral en espiral, regresó al puente de los paquebotes y al fumoir del tren washingtoniano, y á los retretes parisienses llenos de humo perfumado por flores de Lutecia y Houbigant.

De ese sopor vaporoso lo despertó al fin el redoble estridente del viento sobre los cristales flojos en sus marcos.

Una andanada de truenos disparada desde la cordillera chilena, le hizo levantar la vista hacia esa parte del mundo.

Despeñadas una á una desde la cúspide andina, las víboras de fuego iban á apagar sus lenguas de oro en las aguas del Neuquén, mientras, á muchos kilómetros de altura, el azote de sus colas eléctricas hacía chispear diamantes en la nieve bruñida.

Como el puñal del rayo sobre los senos blancos de las sierras le inspirara cierto temor de asesinato, cerró cautelosamente los postigos y se acodó otra vez sobre la mesa.

—Ahora estoy completamente solo—se dijo; y con la vista distraída en seguir los dibujos del mantel, se puso á remedar con los dedos en la mesa el redoble de los truenos lejanos.

Pero nó impunemente se abre la ventana á la tormenta, ni para estar solo basta encerrarse bajo llave en el desierto.

Prueba de que el viajero no quedó completamente solo, es que esa noche presenció en el cuarto una tragedia. Tuvo que ver cuál se retorcian de angustia y de dolores lacerantes muchas existencias agonizando en plena juventud.

Llegó un momento en que se vió rodeado de cadáveres.

Y como tenía que permanecer mudo, inmóvil, sin el recurso de su revólver para contrarrestar esa catástrofe, se limitó á observar todos los detalles del cuadro.

La primera muerte que presenció fué rápida, alevosa. La víctima era un joven alegre y vivaracho. Vestía un sencillo traje verdemar. En su rostro pálido de adolescente resaltaba el azabache de sus ojitos brillantes.

Una vieja flaca, embozada en una mantilla negra y raída que la cubría hasta los pies, fué la que le dió en silencio una puñalada en el vientre.

El joven cayó de espaldas, estiró los brazos hacia la luz en ademán de auxilio y expiró arrebatado por la horrible avispa que se fué volando.

Atraído por un clavel que bermejeaba en la tela de la pantalla, llegóse á la luz un mocetón antófago, goloso y muy bien puesto, tipo de esos lechuguinos que, bajo los focos eléctricos de la Avenida de Mayo, atropellan tras algunos labios rojos firmados por Moussion. No duró mucho su intento, porque desde la encrucijada obscura de una viga salió rezongando un moscardón matrero, y tomándolo por la punta del ala, le dió una degollada irremisible.

Aventuróse luego hasta la lámpara, ascendiendo en graciosas elipses, una especie de caballero Lohengrin, ténue y dorado, cuyos remos de cristal fino y vibrátil, dejaban en cada desgarradura de la atmósfera un sutil gemido de violín.

Al llegar al aire arremolinado de la llama, el cadáver del Icaro diminuto se desplomó sobre la mesa, como prueba de lo que alcanza el pedantismo.

Impulsada por un ritmo secreto, destacóse volando desde un rincón sombrío una bailarina aventurera. Sus pétalos de magnolia electrizada dibujaban ilusión. Al acercarse al radio luminoso, precipitó su vuelo y agitó convulsivamente la muselina de su falda. Al cabo de tres valses frenéticos y lo cos, cayó toda quemada á naufragar en un tintero.

Muchas fueron las ascenciones fallidas.

Los Santos Dumont que se lanzaron á circunnavegar por el tubo de la lámpara—para ellos Torre Eiffel—descendieron con sus globos inflamados.

Las mariposas negras, las monjas del misterio, intentaban un momento trocar en ardoroso traje de nupcias los crespones de su luto; pero, abrasadas por la impaciencia, giraban sobre el fuego, hacían signos de angustia, señales de salvamento, y se abandonaban en el aire á su destino.

Los centenares de mosquitos humildes, los efímeros, los que habían abandonado las obscuridades de su estanque para tomar pasaje en cualquier ráfaga viajera, esos casi no tenían tiempo de desembarcar: ó quedaban cautivos para siempre en la red industrial de un arañón arrinconado, ó caían exánimes en la esterilidad de sus esfuerzos excesivos.

Algunos antropófagos (no quiero decir médicos) llegaron á posarse en las manos del viajero, haciéndose réclame con su cornetín acidulado: ¡Paf! y quedaban despatarrados con su jeringuilla de Pravas tronchada.

Como víctimas atraídas por la luz, llegáronse luego de hito en hito á ese nutrido cementerio las alimañas de la atmósfera.

Con paso muy menudo de viejas Celestinas arribaron las polillas, arrastrando sobre la mesa su traje de ceniza cadavérica.

Esas brujas roedoras del pensamiento humano giraban alrededor del fuego sin quemarse, trazaban algunos signos cabalísticos en torno de la pantalla, y con sus alas de polvo mercurial abanicaban ¡hipócritas! á los insectos moribundos, antes de substraerlos por una pata hacia la obscuridad de su festín.

Las moscas, ciegas, se acercaban cantando su ominoso misserere, y después de aspirar por un momento la cadaverina de los muertos, trazaban en el aire varios ceros, y regresaban luego á teñir su panza con el azul metálico de la putrefacción.

Los heridos, muchos de ellos jóvenes y hermosos, aun pidiendo misericordia al cielo con sus alas de aire ó de nenúfar: los que por exceso de pólen fracasaron como flores y volaron como insectos; los bellos, los joyantes, los aéreos: esos luchaban desesperadamente por la vida, giraban sobre si mismos, se refugiaban en los jazmines fementidos del mantel, trataban de reproducir con sus parábolas caducas la órbita eterna de los astros y cuando ya se veían presa del abejorro fatídico, en vano le agitaban sus cuernillos frontales para conjurar la jetatura.

Y el viajero, con la frente en la palma de una mano y el cigarro en la otra, fué poco á poco incorporando su sentimiento á ese cuadro de agonía.

Y como cuanto más aislado se vive de la humanidad, mejor se ve la vida, se sintió prójimo de esos agonizantes y á cada uno dedicó un átomo de compasión para ayudarle á bien morir.

Y siendo doctrina consagrada por los hombres, esa de que para consolar á los pequeños es necesario recordarles las desgracias de los grandes, les habló de esta manera: —Resignaos á morir tranquilamente. Con vuestros pataleos y contorsiones exagerais el dolor que os pertenece. Aunque es cierto que la vida del más invisible de vosotros vale ante la eternidad lo mismo que la de Guillermo ó Nicolás, nada es lo que hay sobre esta mesa, comparado con lo que ha poco sucedió en Sud Africa y Manchuria.

Decididamente, vosotros, los tepidopteros, exageráis en demasía vuestro dolor.

Las hecatombes de boers, rusos y japoneses, con pertenecer éstos á la especie que reina en el Universo (?), no dan á la humanidad sino motivos para la fotografía y datos para enriquecer la ciencia de la guerra.

¿Qué derecho tenéis vosotros de sufrir?

Acaso vuestro dolor no está reglamentado por los sabios?

Creéis que el zar de Rusia ó el Micado no ven todas las noches sobre el mantel de sus festines cuadros más horripilantes del que vosotros formáis ante mi vista? ¡Y os figuráis que por tan poca cosa ellos interrumpen la esplendidez de sus ensueños?

¿Y seguís moviendo las patas en demanda de auxilio INo, no; sois candorosos!

Y como un mosquito, manco ya de un ala, se incorporase sobre su brazo izquierdo y le dijera:

—Esas no son razones. Bien sé yo que la vida de 70 años del rey Eduardo, por ejemplo, vale tanto como la mía de 24 horas que me señaló el destino, pero hay lo siguiente:

¿Por qué á todos estos valientes emigrantes que me rodean exánimes, todos ellos hace poco tranquilos en sus charcos y sus flores, todos ellos con su hogar establecido en el desierto, todos ellos resueltos á morir de vejez en sus tugurios de musgo, por qué, decía, se les ha puesto en la obscuridad una celada infame?

Como para nosotros el sol sale una ó dos veces en la vida, creímos que nuestro padre nos llamaba, creímos regresar á la unidad de la existencia: creímos llegado nuestro momento de ascender por la escala de Jacob, y qué había? Un sol falsificado, nauseabundo, oleaginoso y falaz.

—Acabáramos—replicó el viajero al orador;—ya sé de que se trata. —Felizmente vosotros no tenéis á la mano ministros diplomáticos para iniciar reclamaciones.

La culpa no es de la lámpara, sino de vuestra insensatez. Con vuestro criterio, los hospitales de Buenos Aires y el cementerio de la Chacarita tendrían derecho de motejar al sol de Mayo. ¿Por qué acuden todos á donde nos los llaman? ¿Por qué, en vez de abandonar sus rosas, la frescura de sus prados, la sombra excitante de sus árboles, la música gentil de sus arroyos, el fulgor lunar de sus bujías, la obscuridad sagrada de sus ranchos, sus ombúes, sus trigales, sus idilios; van todos á precipitarse á Buenos Aires, á consumir su sangre en las calderas, á beber amor en labios químicos, á perseguir la música del cobre, á implorar sombra al muro del taller ó de la cárcel, y á mendigar á la negrura del carbón calor y vida?

¡Oh! no; señor mosquito. Los que se van tras falsos brillos, los prófugos del sol... se carbonizan...