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Los rizos

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Los rizos
de Emilia Pardo Bazán


Cuando pasa la reducida cajita blanca con filetes azules o color de rosa, que en hombros va camino del cementerio, no volvemos la cabeza siquiera. El tráfago del vivir es tal, que no hay tiempo de mirar cómo desfila la muerte, segando capullos con el mismo brío certero con que siega los árboles añosos.

Aquella caja, sin embargo -rosados eran los filetes-, me obligó a recordar un incidente ya olvidado... La señora que me acompañaba me refrescó la memoria...

-¿Sabe usted de quién es el entierro? Pues de la chiquilla bonita que le llamó a usted la atención..., ¡y mucho!, en la visita a las escuelas municipales, cuando fuimos a designar las niñas para la colonia escolar del año...

-Hace ya lo menos dos o tres que sucedió eso... Sí; me acuerdo ahora perfectamente: una criatura morena, de facciones de cera, perfiladitas, con unos ojos oscuros, grandes, que le comían la cara, y unos rizos negros también, flotantes por los hombros; una melena maravillosa... ¿Y es ésa?

-Ésa misma...

Evoqué la escena, el rebaño de criaturitas en pie ante sus pupitres, respetuosamente derechas e inmóviles a la voz de la profesora. Una serie de cabecitas mal peinadas, de pelo bravío, corto y revuelto; de semblantes colorados y cachetudos, o macilentos, señalados por el linfatismo con el estigma que anuncia tan graves desórdenes fisiológicos para el porvenir; un calabazal gracioso a veces -¡la niñez es tan fácilmente graciosa!-, pero, en conjunto, entristecedor, como lo son las muchedumbres infantiles de asilos y hospicios, como suele ser la prole numerosa de los necesitados... Las privaciones -que se revelan para el hombre de ciencia en el peso, en la estatura, en la estructura ósea del chiquillo- las descubre el novelista en lo reviejo de la tez, en la impureza de los ojos, en la naciente deformidad de los miembros... El niño está más cerca que el adulto de la vida vegetativa; bien cuidado, parece una flor regada y lozana, mal cuidado, es la planta que se ahíla por falta de agua y de aire. Entre el plantel destacose la niña de los rizos, y ante el tono algo céreo de su menuda faz encantadora, a un tiempo resolvimos: «Ésta necesita playa y campo.»

-Habrá que cortarle el pelo -observó alguien de nosotros, en el tono con que se reconoce una necesidad dolorosa, porque el pelo nos había deslumbrado desde el primer momento, como deslumbra la pluma magnífica, tornasolada, de un ave tropical. Sabíamos de sobra que la rapadura es el rito inicial de caridad y de higiene en las colonias. De caridad, porque es preciso tenerla para realizar y hasta para ordenar y dirigir esa operación, que descubre tantas veces en las cabelleras infantiles la fauna asquerosa de la miseria; de higiene, porque al niño que le medran los cabellos se le desmedra el cuerpo, es sabido... Ni aun para los hijos de los ricos, familiarizados con el peine y los petróleos de tocador, es bueno cultivar esos bucles de paje del siglo XV.

Sin embargo, desde que pronunciamos las fatales palabras «Habrá que cortarle el pelo...», comprendimos que no sería fácil... La niña, fijándonos desde lo hondo con el par de moras maduras de sus ojazos, parecía decirnos silenciosa y expresivamente: «No me quitaréis mis rizos, no tal...» El lacito colorado, que una coquetería de madre engreída de la belleza de una criatura había prendido cerca de la sien izquierda, era como banderín de la vanidad de aquellos siete u ocho años ya femeniles. Y los ojos sombríos nos miraban maldiciéndonos, y las facciones hechas a torno se contraían con mohín de repugnancia...

Al día siguiente lo supimos ya de un modo positivo, por referencias diversas: la niña de los rizos no vendría a la colonia. Su familia compartía la opinión de que la salud no compensa el desmoche de unos tirabuzones tan ricos y tan ondeantes. Mejor dicho (conviene ser exactos), aquel menaje de obreros habituados a la vida sórdida y angustiada, en que si no falta el pan del todo, no hay nunca de sobra; reñido con el jabón y el aseo, en la promiscuidad y estrechez del domicilio, creía firmemente que eso de rapar a los chicos es una manía de burgueses metidos a filántropos que distraen el aburrimiento inventando molestias a cambio de problemáticos beneficios. ¡Llevarse a la chica un mes a la playa! ¡Gran puñado son tres moscas! ¡Y, en cambio, quitarle aquellos rizos, orgullo de la madre, envidia de las demás chiquillería y comadrería del barrio! El único lujo del hogar, lo que hacía sonreír babosamente al padre cuando conducía a su hija al «gallinero» del teatro por horas, o al «cine», y en el ambiente viciado, del etéreo, cargado de olor humano, resonaban las frases de admiración. «¡Mira ese pelo!... ¡Mira esa pequeña! ¡Si parece un cromo!»

Tuvimos que sustituir a la niña de la melena por otra, que se dejó pelar sin oposición, aunque no sin pena, pues es increíble el cariño que tienen a su áspera zalea hasta los chicos más feos y pobres. Las criaturas fueron lavadas y fregadas; averiguaron que a unos huesos que tenemos en la boca hay que frotarlos diariamente con cepillo; se vistieron de limpio, comieron a mantel blanco, con flores silvestres en el centro y servilleta nívea; corretearon en la playa, ganaron en peso y estatura; se pusieron alegres y morenas, el moreno sano del pan íntegro..., y volvieron al pueblo contentas, envanecidas del veraneo aquel, con hábitos de «señoritas», que en sus casas eran reprobados...

La de los rizos seguía causando la misma impresión, mientras jugaba en el arroyo, vestida de percal rosa sucio y con el moñito rojo entre las alborotadas y finas ondas del soberbio pelo. Sin embargo, transcurrido bastante tiempo después del día en que la conocimos, las frases de la gente que la admiraban se habían modificado un poco. «¡Qué pelo!», era siempre lo primero, y después: «¡Está consumidita!... ¡Qué color tan malo!...» La gente del pueblo, nadie lo ignora, no se anda en contemplaciones para decir lo que piensa en la cara de todo el mundo... Hubo quien soltó crudamente:

-¡Qué lástima! Ésta no llega a grande...

¿Cayeron en la cuenta los padres? ¿Consultaron médico? Ello es que, al cabo, la madre murmuró tristemente la misma frase por todos pronunciada:

-Habrá que cortarle el pelo...

El desconsolado llanto de la niña -próxima a convertirse en mujercita- impidió que se verificase la poda... El doctor que la vio -postrada ya en mal jergón, que compartía con dos hermanos menores- movió la cabeza, y decidió que era inútil darle el disgusto. De todas maneras, había de ser igual... Y los rizos no cayeron bajo la fría mordedura de la tijera, y envuelta en su regia aureola de sombra, la colocaron en la exigua caja blanca con filetes rosados, que los compañeros del padre -marmolistas, gente muy familiarizada con el cementerio y sus esplendores- conducían a hombros cuando acertamos a verla...

En el fondo de mi alma de artista -¿a qué negarlo?- latía una especie de respeto ante aquella muerte ocasionada por el culto ciego, inconsciente, idolátrico, de la Belleza... Yo hubiese mandado a tiempo trasquilar a la desdichada. Absalona, víctima de su hermosa cabellera; sí, en nombre de la Ciencia y del bien, yo hubiese dispuesto sin ningún escrúpulo ese crimen... Pero, como tengo dos almas -¡dos lo menos!-, me gusta que en el ara de la eterna Hermosura se sacrifiquen sin piedad niños y adultos. El olor de tales sacrificios es grato a la impasible Diosa...