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Los siete locos/Discurso del astrólogo

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Los siete locos:
Discurso del astrólogo

de Roberto Arlt

El Astrólogo continuó: –Al principio, ese pensamiento me pareció una de las tantas estupideces que abundan en sus divagaciones... Sin embargo, terminé por preguntarme involuntariamente por qué el dinero puede convertir en dios a un hombre, y de pronto me di cuenta que usted había descubierto una verdad esencial. ¿Y sabe cómo comprobé que usted tenía razón? Pues pensando que Henry Ford con su fortuna podía comprar la suficiente cantidad de explosivo como para hacer saltar en pedazos un planeta como la luna. Su postulado se justificaba.

–Ciertamente –rezongó Barsut, halagado en su fuero interno.

–Entonces me di cuenta que toda la antigüedad clásica, que los escritores de todos los tiempos, salvo usted que había escrito esta verdad sin saber explotarla, no habían concebido jamás que hombres como Ford, Rockefeller o Morgan fueran capaces de destruir la luna... tuvieran ese poder... poder que, como le digo, las mitologías sólo pudieron atribuir a un dios creador. Y usted, implícitamente, sentaba de hecho un principio: el comienzo del reinado del superhombre.

Barsut volvió la cabeza para examinar el Astrólogo. Erdosain comprendió que éste hablaba seriamente.

–Ahora bien, cuando llegué a la conclusión de que Morgan, Rockefeller y Ford eran por el poder que les confería el dinero algo así como dioses, me di cuenta que la revolución social sería imposible sobre la tierra porque un Rockefeller o un Morgan podían destruir con un solo gesto una raza, como usted en su jardín un nido de hormigas.

–Siempre que tuvieran el coraje de hacerlo.

–¿El coraje? Yo me pregunté si era posible que un dios renunciara a sus poderes... Me pregunté si un rey del cobre o del petróleo llegaría a dejarse despojar de sus flotas, de sus montañas, de su oro y de sus pozos, y me di cuenta que para privarse de ese fabuloso mundo había que tener la espiritualidad de un Buda o de un Cristo... y que ellos, los dioses que disponían de todas las fuerzas, no permitirían jamás su exacción. En consecuencia, tendría que acontecer algo enorme.

–No lo veo... Yo escribí ese pensamiento guiado por otros móviles.

–Interesa poco. Lo enorme es esto: La humanidad, las multitudes de las enormes tierras han perdido la religión. No me refiero a la católica. Me refiero a todo credo teológico. Entonces los hombres van a decir: «¿Para qué queremos la vida?...» Nadie tendrá interés en conservar una existencia de carácter mecánico, porque la ciencia ha cercenado toda fe. Y en el momento que se produzca tal fenómeno, reaparecerá sobre la tierra una peste incurable... la peste del suicidio... ¿Se imagina usted un mundo de gentes furiosas, de cráneo seco, moviéndose en los subterráneos de las gigantescas ciudades y aullando a las paredes de cemento armado: «¿Qué han hecho de nuestro dios?...» ¿Y las muchachitas y las escolares organizando sociedades secretas para dedicarse al sport del suicidio? ¿Y los hombres negándose a engendrar hijos que el iluso Berthelot creía que se alimentarían con pastillas sintéticas?...

–Es mucho suponer –dijo Erdosain.

El Astrólogo se volvió hacia él, asombrado. Le había olvidado.

–Claro, no sucederá mientras los hombres no reparen en qué se funda su desdicha. Eso es lo que ha pasado en realidad con los movimientos revolucionarios de carácter económico.

El judaísmo acercó sus narices al Debe y al Haber del mundo y dijo: «La felicidad está en quiebra porque el hombre carece de dinero para subvenir a sus necesidades...» Cuando debió decir que: «La felicidad está en quiebra porque el hombre carece de dioses y de fe».

–¡Pero usted se contradice! Antes dijo que... –objetó Erdosain.

–Cállese, ¿qué sabe?... Y pensando, llegué a la conclusión de que ésa era la enfermedad metafísica y terrible de todo hombre. La felicidad de la humanidad sólo puede apoyarse en la mentira metafísica... Privándole de esa mentira recae en las ilusiones de carácter económico..., y entonces me acordé que los únicos que podían devolverle a la humanidad el paraíso perdido eran los dioses de carne y hueso: Rockefeller, Morgan, Ford... y concebí un proyecto que puede aparecer fantástico a una mente mediocre... Vi que el callejón sin salida de la realidad social tenía una única salida... y era volver para atrás.

Barsut, cruzándose de brazos, se había sentado a la orilla de la mesa.

Sus pupilas verdes estaban tiesas en el Astrólogo, que, con el guardapolvo abotonado hasta la garganta y el pelo revuelto, pues se había quitado el sombrero, caminaba de un extremo a otro de la cochera, apartando con la punta de un botín los tallos de pasto seco que sembraban el suelo. Erdosain, apoyado de espaldas contra un poste, observaba el semblante de Barsut, que lentamente se iba impregnando de atención irónica, casi malévola, como si las palabras que decía el Astrólogo sólo befa merecieran. Este, como si se escuchara a sí mismo, caminaba, se detenía, a instantes se mesaba el cabello. Dijo:

–Sí, llegará un momento en que la humanidad escéptica, enloquecida por los placeres, blasfema de impotencia, se pondrá tan furiosa que será necesario matarla como a un perro rabioso...

–¿Qué es lo que dice?...

–Será la poda del árbol humano... una vendimia que sólo ellos, los millonarios, con la ciencia a su servicio, podrán realizar. Los dioses, asqueados de la realidad, perdida toda ilusión en la ciencia como factor de felicidad, rodeados de esclavos tigres, provocarán cataclismos espantosos, distribuirán las pestes fulminantes... Durante algunos decenios el trabajo de los superhombres y de sus servidores se concretará a destruir al hombre de mil formas, hasta agotar el mundo casi... y sólo un resto, un pequeño resto será aislado en algún islote, sobre el que se asentarán las bases de una nueva sociedad.

Barsut se había puesto de pie. Con el entrecejo fiero, y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se encogió de hombros, preguntando:

–¿Pero es posible que usted crea en la realidad de esos disparates?

–No, no son disparates, porque yo los cometería aunque fuera para divertirme. Y continuó:

–Desdichados hay que creer en ellos..., y eso es suficiente... Pero he aquí mi idea: esa sociedad se compondrá de dos castas, en las que habrá un intervalo... mejor dicho, una diferencia intelectual de treinta siglos. La mayoría vivirá mantenida escrupulosamente en la más absoluta ignorancia, circundada de milagros apócrifos, y por lo tanto mucho más interesantes que los milagros históricos, y la minoría será la depositaría absoluta de la ciencia y del poder. De esa forma queda garantizada la felicidad de la mayoría, pues el hombre de esta casta tendrá relación con el mundo divino, en el cual hoy no cree. La minoría administrará los placeres y los milagros para el rebaño, y la edad de oro, edad en la que los ángeles merodeaban por los caminos del crepúsculo y los dioses se dejaron ver en los claros de luna, será un hecho.

–Pero eso es monstruoso en sí. Eso no puede ser.

–¿Por qué? Yo sé que no puede ser, pero hay que proceder como si fuera factible.

–Esa desproporción... la ciencia...

–¡Qué ciencia ni ciencia! ¿Acaso usted sabe para qué sirve la ciencia? ¿Usted no se burla en su pensamiento de los sabios y los llama «infatuados de los perecedero»?

–Veo que usted se ha leído esas pavadas.

–Claro. No hay que contradecir porque sí a la gente. Y la desproporción monstruosa que usted advierte en mi sociedad existe actualmente en nuestra sociedad, pero a la inversa. Nuestros conocimientos, quiero decir nuestras mentiras metafísicas, están en pañales, mientras que nuestra ciencia es un gigante... y el hombre, criatura doliente, soporta en él este desequilibrio espantoso... De un lado lo sabe todo... del otro lo ignora todo. En mi sociedad la mentira metafísica, el conocimiento práctico de un dios maravilloso será el fin..., el todo que rellenará la ciencia de las cosas, inútil para la felicidad interior, será en nuestras manos un medio de dominio, nada más. Y no discutamos esto, porque es superfluo. Se ha inventado casi todo pero no ha inventado el hombre una máxima de gobierno que supere a los principios de un Cristo, un Buda. No. Naturalmente, no le discutiré el derecho al escepticismo, pero el escepticismo es un lujo de minoría... Al resto le serviremos la felicidad bien cocinada y la humanidad engullirá gozosamente la divina bazofia.

–¿Le parece a usted posible?

El Astrólogo se detuvo un momento. Ahora hacía girar el anillo de acero con la piedra violeta, se lo quitó del dedo para observar su interior; luego, acercándose a Barsut, pero con un gesto de extrañeza, como el de un hombre cuya imaginación está distante de la realidad, repuso:

–Sí, todo lo que imagina la mente del hombre puede ser realizado dentro de los tiempos. ¿No ha impuesto ya Mussolini la enseñanza religiosa en Italia? Le cito esto como una prueba de la eficacia del bastón en la espalda de los pueblos. La cuestión es apoderarse del alma de una generación... El resto se hace solo.

–¿Y la idea?

–Aquí llegamos... Mi idea es organizar una sociedad secreta, que no tan sólo propague mis ideas, sino que sea una escuela de futuros reyes de hombres. Ya sé que usted me dirá que han existido numerosas sociedades secretas... y es cierto..., todas desaparecieron porque carecían de bases sólidas, es decir, que se apoyaban en un sentimiento en una idealidad política o religiosa, con exclusión de toda realidad inmediata. En cambio, nuestra sociedad se basará en un principio más sólido y moderno: el industrialismo, es decir, que la logia tendrá un elemento de fantasía, si así se quiere llamar a todo lo que le he dicho, y otro elemento positivo: la industria, que dará como consecuencia el oro.

El tono de su voz se hizo más bronco. Una ráfaga de ferocidad ponía cierta desviación de astigmatismo en su mirada. Movió la greñuda cabeza a diestra y siniestra, como si le punzara el cerebro la agudeza de una emoción extraordinaria, apoyó las manos en los riñones y reanudando el ir y venir, repitió:

–¡Ah! el oro... el oro... ¿Sabe cómo lo llamaban los antiguos germanos al oro? El oro rojo... el oro... ¿Se da cuenta usted? No abra la boca. Satanás. Dése cuenta, jamás, jamás ninguna sociedad secreta trató de efectuar una tal amalgama. El dinero será la soldadura y el lastre que le concederá a las ideas el peso y la violencia necesarias para arrastrar a los hombres. Nos dirigiremos en especial a las juventudes, porque son más estúpidas y entusiastas. Les prometeremos el imperio del mundo y del amor... Les prometeremos todo... ¿me comprende usted?... y les daremos uniformes vistosos, túnicas esplendentes... capacetes con plumajes de variados colores... pedrerías... grados de iniciación con nombres hermosos y jerarquías... Y allá en la montaña levantaremos el templo de cartón... Eso será para imprimir una cinta... No. Cuando hayamos triunfado levantaremos el templo de las siete puertas de oro...

Tendrá columnas de mármol rosado y los caminos para llegar a él estarán enarenados con granos de cobre. En torno construiremos jardines... y allá irá la humanidad a adorar el dios vivo que hemos inventado.

–Pero el dinero..., el dinero para hacer todo eso..., los millones...

A medida que el Astrólogo hablaba, el entusiasmo de éste se contagiaba a Erdosain. Se había olvidado de Barsut, aunque éste se encontraba frente a él. Sin poderlo evitar, evocaba una tierra de posible renovación. La humanidad viviría en perpetua fiesta de simplicidad, ramilletes de estroncio tachonarían la noche de cascadas de estrellas rojas, un ángel de alas verdosas soslayaría la cresta de una nube, y bajo las botánicas arcadas de los bosques se deslizarían hombres y mujeres, envueltos en túnicas blancas, y limpio el corazón de la inmundicia que a él lo apestaba. Cerró los ojos, y el semblante de Elsa se deslizó por su memoria, mas no despertó ningún eco, porque la voz del Astrólogo llenaba la cochera de esta réplica salvaje:

–¿Así que le interesa de dónde sacaremos los millones? Es fácil. Organizaremos prostíbulos. El Rufián Melancólico será el Gran Patriarca Prostibulario... todos los miembros de la logia tendrán interés en las empresas... Explotaremos la usura... la mujer, el niño, el obrero, los campos y los locos. En la montaña... será en el Campo Chileno... colocaremos lavaderos de oro, la extracción de metales se efectuará por electricidad. Erdosain ya calculó una turbina de 500 caballos. Prepararemos el ácido nítrico reduciendo el nitrógeno de la atmósfera con el procedimiento del arco voltaico en torbellino y tendremos hierro, cobre y aluminio mediante las fuerzas hidroeléctricas. ¿Se da cuenta? Llevaremos engañados a los obreros, y a los que no quieran trabajar en las minas los mataremos a latigazos. ¿No sucede eso hoy en el Gran Chaco, en los yerbales y en las explotaciones de caucho, café y estaño? Cercaremos nuestras posesiones de cables electrizados y compraremos con una pera de agua a todos los polizontes y comisarios del Sur. El caso es empezar, ya ha llegado el Buscador de Oro. Encontró placeres en el Campo Chileno, vagando con una prostituta llamada la Máscara. Hay que empezar. Para la comedia del dios elegiremos un adolescente... Mejor será criar un niño de excepcional belleza, y se le educará de él por todas partes, pero con misterio, y la imaginación de la gente multiplicará su prestigio.

¿Se imagina usted lo que dirán los papanatas de Buenos Aires cuando se propague la murmuración de que allá en las montañas del Chubut, en un templo inaccesible de oro y de mármol, habita un dios adolescente... un fantástico efebo que hace milagros?

–¡Sabe que sus disparates son interesantes!

–¿Disparates? ¿No se creyó en la existencia del plesiosauro que descubrió un inglés borracho, el único habitante del Neuquén a quien la policía no deja usar revólver por su espantosa puntería?... ¿No creyó la gente de Buenos Aires en los poderes sobrenaturales de un charlatán brasileño que se comprometía a curar milagrosamente la parálisis de Orfilia Rico? Aquél sí que era un espectáculo grotesco y sin pizca de imaginación. E innumerables badulaques lloraban a moco tendido cuando el embrollón enarboló el brazo de la enferma, que todavía está tullido, lo cual prueba que los hombres de ésta y de todas las generaciones tienen absoluta necesidad de creer en algo. Con la ayuda de algún periódico, créame, haremos milagros. Hay varios diarios que rabian por venderse o explotar un asunto sensacional. Y nosotros les daremos a todos los sedientos de maravillas un dios magnífico, adornado de relatos que podemos copiar de la Biblia... Una idea se me ocurre: anunciaremos que el mocito es el Mesías pronosticado por los judíos... Hay que pensarlo... Sacaremos fotografías del dios de la selva...

Podemos imprimir una cinta cinematográfica con el templo de cartón en el fondo del bosque, el dios conversando con el espíritu de la Tierra.

–¿Pero usted es un cínico o un loco?

Erdosain lo miró malhumorado a Barsut. ¿Era posible que fuera tan imbécil e insensible a la belleza que adornaba los proyectos del Astrólogo? Y pensó: «Esta mala bestia le envidia su magnífica locura al otro. Esa es la verdad. No quedará otro remedio que matarlo».

–Las dos cosas, y elegiremos un término medio entre Krisnamurti y Rodolfo Valentino... pero más místico, una criatura que tenga un rostro extraño simbolizando el sufrimiento del mundo. Nuestras cintas se exhibirán en los barrios pobres, en el arrabal. ¿Se imagina usted la impresión que causará al populacho el espectáculo del dios pálido resucitando a un muerto, el de los lavaderos de oro con un arcángel como Gabriel custodiando las barcas de metal y prostitutas deliciosamente ataviadas dispuestas a ser las esposas del primer desdichado que llegue? Van a sobrar solicitantes para ir a explotar la ciudad del Rey del Mundo y a gozar de los placeres del amor libre... De entre esa ralea elegiremos los más incultos... y allá abajo les doblaremos bien el espinazo a palos, haciéndolos trabajar veinte horas en los lavaderos.

–Yo lo creía a usted obrerista.

–Cuando converse con un proletario seré rojo. Ahora converso con usted, y a usted le digo: Mi sociedad está inspirada en aquella que a principios del siglo noveno organizó un bandido persa llamado Abdala–Aben–Maimum. Naturalmente, sin el aspecto industrial que yo filtro en la mía, y que forzosamente garantía su éxito. Maimum quiso fusionar a los librepensadores, aristócratas y creyentes de dos razas tan distintas como la persa y la árabe, en una secta en la que implantó diversos grados de iniciación y misterios. Mentían descaradamente a todo el mundo. A los judíos les prometían la llegada del Mesías, a los cristianos la del Paracleto, a los musulmanes la del Madhi... de tal manera que una turba de gente de las más distintas opiniones, situación social y creencias trabajaban en pro de una obra cuyo verdadero fin era conocido por muy pocos. De esta manera Maimum esperaba llegar a dominar por completo el mundo musulmán. Excuso decirle que los directores del movimiento eran unos cínicos estupendos, que no creían absolutamente en nada. Nosotros les imitaremos. Seremos bolcheviques, católicos, fascistas, ateos, militaristas, en diversos grados de iniciación.

–Usted es el rufián más descarado que he conocido... Si tuviera éxito...

Barsut experimentaba un singular placer en insultarlo al Astrólogo. Y es que no quería reconocer que era inferior al otro. Además, había algo que le humillaba profundamente, parecerá mentira, pero le indignaba pensar que Erdosain fuera amigo y gozara de la intimidad de hombre semejante. Y se decía:

«¿Cómo es posible que este imbécil haya llegado a ser amigo de tal hombre?» Y por ese motivo sentía que en su interior no había mala razón que no contradijera las palabras del Astrólogo.

–Lo tendremos, ya que está el cebo del oro. Los resultados de nuestra organización se verán por los balances que arrojen los negocios que emprendamos. Los prostíbulos serán una fuente de dinero.

Erdosain ha ideado un aparato que permitirá controlar diariamente el número de visitas que reciba cada pupila. Esto sin contar con las donaciones, una nueva industria que pensamos explotar: la rosa de cobre, que ha inventado Erdosain. Ahora usted se puede explicar por qué lo hemos secuestrado.

–¿Qué hacemos con la explicación si estoy preso?

En aquel instante, Erdosain se observó a sí mismo de lo singular que resultaba el hecho de que Barsut en ningún momento le amenazara al Astrólogo con represalias para el momento en que se encontrara libre, lo que le hizo decirse: «Hay que andar con cuidado con este Judas, es capaz de vendernos, no por su plata, sino por envidia». El Astrólogo continuó:

–Su dinero nos servirá para instalar un lenocinio, organizar el pequeño contingente y comprar y herramientas, instalación de radiotelegrafía y otros elementos para el lavadero de oro.

–¿Y usted no admite que puede equivocarse?

–Sí... ya lo he pensado, pero procedo como si estuviera en lo cierto. Además, una sociedad secreta es como una enorme caldera. El vapor que produce puede mover una grúa como un ventilador...

–¿Y usted no admite que puede equivocarse?

–Sí... ya lo he pensado, pero procedo como si estuviera en lo cierto. Además, una sociedad secreta es como una enorme caldera. El vapor que produce puede mover una grúa como un ventilador...

–¿Y usted qué es lo que quiere mover?

–Una montaña de carne inerte. Nosotros los pocos queremos, necesitamos los espléndidos poderes de la tierra. Dichosos de nosotros si con nuestras atrocidades podemos aterrorizar a los débiles e inflamar a los fuertes. Y para ello es necesario crearse la fuerza, revolucionar las conciencias, exaltar la barbarie. Ese agente de fuerza misteriosa y enorme que suscitará todo eso será la sociedad.

Instauraremos los autos de fe, quemaremos vivos en las plazas a los que no crean en Dios. ¿Cómo es posible que la gente no se haya dado cuenta de la extraordinaria belleza que hay en ese acto... en el de quemar vivo a un nombre? Y por no creer en Dios, ¿se da cuenta usted?, por no creer en Dios. Es necesario, compréndame, es absolutamente necesario que una religión sombría y enorme vuelva a inflamar el corazón de la humanidad. Que todos caigan de rodillas al paso de un santo, y que la oración del más ínfimo sacerdote encienda un milagro en el cielo de la tarde. ¡Ah, si usted supiera cuántas veces lo he pensado! Y lo que me alienta es saber que la civilización y la miseria del siglo han desequilibrado a muchos hombres. Estos locoides que no encuentran rumbos en la sociedad son fuerzas perdidas. En el más ignominioso café de barrio, entre dos simples y un cínico va a encontrar usted tres genios. Estos genios no trabajan, no hacen nada... Convengo con usted en que son genios de hojalata... Pero esa hojalata es una energía que bien utilizada puede ser la base de un movimiento nuevo y poderoso. Y éste es el elemento que yo quiero emplear.

–¿Manager de locos?...

–Esa es la frase. Quiero ser manager de locos, de los innumerables genios apócrifos, de los desequilibrados que no tienen entrada en los centros espiritistas y bolcheviques... Estos imbéciles... y yo se lo digo porque tengo experiencia... bien engañados..., lo suficiente recalentados, son capaces de ejecutar actos que le pondrían a usted la piel de gallina. Literatos de mostrador. Inventores de barrio, profetas de parroquia, políticos de café y filósofos de centros recreativos serán la carne de cañón de nuestra sociedad.

Erdosain sonreía. Luego, sin mirar al encadenado, dijo:

–Usted no conoce la inaguantable insolencia de los fronterizos del genio...

–Sí, mientras no se los comprende, ¿no es verdad. Barsut?

–No me interesa.

–Es que a usted debe interesarle porque va a ser de los nuestros. Yo opino esto. Si a un fronterizo se le discute que no es un genio, toda la insolencia y la grosería de este incomprendido se levanta injuriosa ante usted. Pero elogie sistemáticamente a un monstruo del amor propio, y ese mismo sujeto que lo hubiera asesinado a la menor contradicción se convierte en su lacayo. Lo que debe saber es suministrarles una mentira suficientemente dosificada. Inventor o poeta, será su criado.

–¿Usted también se cree genio? –estalló iracundo Barsut.

–Yo también me creo genio... Claro que lo creo... pero cinco minutos y una sola vez al día..., aunque poco me interesa serlo o no. Las frases importan poco a los predestinados a realizar. Son los fronterizos del genio los que engordan con palabras inútiles. Yo me he planteado este problema que nada tiene que ver con mis condiciones intelectuales. ¿Puede hacerse felices a los hombres? Y empiezo por acercarme a los desgraciados, darles por objetivo de sus actividades una mentira que los haga felices inflando su vanidad..., y estos pobres diablos que abandonados a sí mismos no hubieran pasado de incomprendidos, serán el precioso material con que produciremos la potencia... el vapor...

–Usted se va por las ramas. Yo le pregunto qué fin personal persigue usted al querer organizar la sociedad.

–Su pregunta es estúpida. ¿Para qué inventó Einstein su teoría? Bien puede el mundo pasarse sin la teoría de Einstein. ¿Sé yo acaso si soy un instrumento de las fuerzas superiores, en las que no creo una palabra? Yo no sé nada. El mundo es misterioso. Posiblemente yo no sea nada más que el sirviente, el criado que prepara una hermosa casa en la que ha de venir a morir el Elegido, el Santo.

Barsut sonrió imperceptiblemente. Aquel hombre hablando del Elegido con su oreja arrepollada, su melena hirsuta y delantal de carpintero le causaba una impresión irónica, indefinible. ¿Hasta qué punto fingía aquel bribón? Y lo curioso es que no podía irritarse contra él, lo dominaba del hombre una sensación imprecisa, lo que le decía no era inesperado, sino que hasta parecía haber escuchado aquellas frases, con el mismo tono de voz, en otra circunstancia distante, como perdida en el gris paisaje de un sueño.

La voz del Astrólogo se hizo menos imperiosa.

–Créame, siempre ocurre así en los tiempos de inquietud y desorientación. Algunos pocos se anticipan con un presentimiento de que algo formidable debe ocurrir... Esos intuitivos, yo formo parte de ese gremio de expectantes, se creen en el deber de excitar la conciencia de la sociedad..., de hacer algo aunque ese algo sean disparates. Mi algo en esta circunstancia es la sociedad secreta. ¡Gran Dios! ¿Sabe acaso el hombre la consecuencia de sus actos? Cuando pienso que voy a poner en movimiento un mundo de títeres..., títeres que se multiplicarán, me estremezco, hasta llego a pensar que lo que puede ocurrir es tan ajeno a mi voluntad como lo serían a la voluntad del dueño de una usina las bestialidades que ejecutara en el tablero un electricista que se hubiera vuelto repentinamente loco, Y a pesar de ellos siento la imperiosa necesidad de poner en marcha esto, de reunir en un solo manojo la disforme potencia de cien psicologías distintas, de armonizarlas mediante el egoísmo, la vanidad, los deseos y las ilusiones, teniendo como base la mentira y como realidad el oro..., el oro rojo...

–Usted está en lo cierto... Usted va a triunfar.

–Bueno, ¿qué es ahora lo que espera de mí? –replicó Barsut.

–Ya le dije antes. Que nos firme el cheque por diecisiete mil pesos. A usted le quedarán tres mil. Con eso puede irse al diablo. El resto se lo pagaremos en cuotas mensuales con lo que rindan los prostíbulos y los lavaderos.

–¿Y saldré de aquí?

–En cuanto cobremos el cheque.

–¿Y cómo me prueba usted de que ésas son sus verdades?

–Ciertas cosas no se prueban... Pero ya que usted me pide una prueba, le diré: Si usted se niega a firmarme el cheque lo haré torturar por el Hombre que vio a la Partera, y después que me haya firmado el cheque lo mataré...

Barsut levantó sus ojos descoloridos, y ahora su rostro con barba de tres días parecía envuelto en una neblina de cobre. ¡Matarlo! La palabra no le causó ninguna impresión. En ese momento carecía de sentido para él. Además, la vida le importaba tan poco... Hacía mucho tiempo que aguardaba una catástrofe; ésta se había producido, y en vez de sentirse acosado por el terror encontraba en el interior de si mismo una indiferencia cínica que se encogía de hombros ante cualquier destino. El Astrólogo continuó:

–Mas no quisiera llegar a eso... Lo que yo quisiera es contar con su ayuda personal... que usted se interesara en nuestros proyectos. Créame, nosotros estamos viviendo en una época terrible. Aquel que encuentre la mentira que necesita la multitud será el Rey del Mundo. Todos los hombres viven angustiados... El catolicismo no satisface a nadie, el budismo no se presta para nuestro temperamento estragado por el deseo de gozar. Quizá hablemos de Lucifer y de la Estrella de la Tarde. Usted le agregará a nuestro sueños toda la poesía que ellos necesitan, y nos dirigiremos a los jóvenes... ¡Oh!, es muy grande esto... muy grande...

El Astrólogo se dejó caer sobre el cajón. Estaba extenuado. Enjugóse el sudor de la frente con un pañuelo a cuadros como el de los labriegos, y los tres permanecieron un instante en silencio.

De pronto Barsut dijo:

–Sí, tiene usted razón, esto es muy grande. Suélteme, que le firmaré el cheque.

Había pensado que todas las palabras del Astrólogo eran mentiras, y aquello casi le perdió.

El Astrólogo se levantó caviloso:

–Perdón, yo le pondré a usted en libertad después que haya cobrado el cheque. Hoy es miércoles.

Mañana a mediodía puede estar usted en libertad, pero nuestra casa sólo la podrá abandonar dentro de dos meses –dijo esto porque reparó que el otro no creía en sus proyectos–. ¿Para esta tarde no necesita algo?

–No.

–Buenos, hasta luego.

–Pero ¿se va así?... Quédese...

–No. Estoy cansado. Necesito dormir un rato. Esta noche vendré y charlaremos otro poco. ¿Quiere cigarrillos?

–Bueno.

Salieron de la caballeriza.

Barsut se recostó en su lecho de pasto seco, y encendiendo un cigarrillo lanzó algunas bocanadas de humo que en la oblicua de una aguja de sol destrenzaban sus maravillosos caracoles de azul acero.

Ahora que estaba solo su pensamiento se ordenaba cordialmente, y hasta se dijo:

«¿Por qué no ayudarlo a «ése»? El proyecto que tiene de la colonia es interesante, y ahora me explico por qué ese bestia de Erdosain le tiene tanta admiración. Cierto es que me habré quedado en la calle... quizá sí, quizá no... mas de una forma o de otra había que terminar». Y entrecerró los ojos para meditar en el futuro.

El Astrólogo, con la galera echada sobre los ojos, se volvió a Erdosain y dijo:

–Barsut cree que nos ha engañado. Mañana, después de cobrar el cheque, tendremos que ejecutarlo...

–No, tendrá que ejecutarlo...

–No tengo inconveniente... pero qué le vamos a hacer. En libertad ese envidioso nos denunciaría inmediatamente. ¡Y él cree que estamos locos! Y efectivamente lo estaríamos si los dejáramos con vida.

Se detuvieron junto a la casa. Arriba unas nubes achocolatadas avanzaban rápidamente en lo celeste su dentellado relieve.

–¿Quién lo va a asesinar?

–El Hombre que vio a la Partera.

–Sabe que no es muy agradable morir con el verano en puerta...

–Así no más es...

–¿Y el cheque?

–Lo cobrará usted.

–¿No tiene usted miedo que me escape?

–No, por el momento no.

–¿Por qué?

–Porque no. Usted más que nadie necesita que la sociedad resulte para desaburrirse. Si usted es mi cómplice, es precisamente por eso... por aburrimiento, por angustia.

–Puede ser. Mañana, ¿a qué hora nos veremos?

–Este... a las nueve en la estación. Yo le llevaré el cheque. A propósito, ¿tiene cédula de identidad?

–Sí.

–Entonces no hay nada que temer. ¡Ah! una cosa. Le recomiendo que hable poco en la reunión y fríamente.

–¿Están todos?

–Sí.

–¿También el Buscador de Oro?

–Sí.

Apartando los ramojos que les castigaban los rostros, avanzaron hacia la glorieta. Era éste un quiosco fabricado con alfajías, y en los rombos de madera prendían sus tallos verdes los crecimientos de una madreselva cargada de campánulas violetas y blancas.