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Los siete locos/El suicida

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Erdosain permaneció a los pies de la Coja quizá una hora. Las anteriores emociones se disolvían en su actual modorra. Sentíase extraño a todo lo ocurrido en el transcurso del día. La angustia y la malevolencia se endurecían en su pecho como el fango bajo el sol. Permanecía, sin embargo, inmóvil, sometido al poder de la somnolencia oscura que se desprendía de su cansancio. Pero su frente se arrugaba. Y a través de la niebla y de la oscuridad crecía su otra desesperación, el temor sin esperanza de verse perdido como un fantasma a la orilla de un dique de granito. Las aguas grises trazaban franjas de distinta altura que corrían en opuesta dirección. Chalupas de hierro llevaban borrosas gentes hacia remotos emporios. Habían allí, además, una mujer acicalada como una cocotte, con un barboquejo de diamantes y que apoyaba los codos en la mesa de una taberna y se apretaba las mejillas entre los dedos enjoyados. Y mientras ella hablaba, Erdosain se rascaba la punta de la nariz. Mas como esta actitud no era explicable, Erdosain recordó que habían aparecido cuatro mocitas con el vestido hasta las rodillas y el pelo amarillo desgreñado en torno de sus caras caballunas. Y las cuatro mocitas, al pasar a su lado, alargaron un platillo. Fue entonces cuando Erdosain se preguntó: «¿Es posible que puedan alimentarse haciendo sólo eso?» Entonces la estrella, la cocotte, que bajo la barbilla tenía una papada de brillantes, le respondió que sí, que las cuatro mocitas vivían limosneando, y comenzó a hablar de un príncipe ruso, con su voz más femenina, cuyo género de vida, aunque ella trataba de aparejarlo, no condecía con el que llevaba las cuatro mocitas. Y recientemente entonces Erdosain pudo explicarse satisfactoriamente por qué razón se rascaba la punta de la nariz mientras la preciosa hablaba.

Mas su tristeza creció cuando vio la silenciosa gente, volver la cabeza, subir a los vagones de un convoy largo, que tenía todas las persianas bajas. Nadie preguntaba por itinerarios ni estaciones. A veinte pasos de allí, un desierto de polvo extendía su confín oscuro. No se divisaba la locomotora, pero sí escuchó el doloroso rechinar de las cadenas al aflojarse los frenos. Podía correr, el tren se deslizaba despacio, alcanzarlo, trepar por la escalerilla y quedarse un instante en la plataforma del último vagón, viendo cómo el convoy adquiría velocidad. Erdosain estaba aún a tiempo para alejarse de esa soledad gris sin ciudades oscuras... pero inmovilizado por su enorme angustia, quedóse allí mirando con un sollozo detenido en la garganta, el último vagón con las ventanillas rigurosamente cerradas.

Cuando lo vio entrar en la curva de los entrerrieles que cubría la muralla de niebla, comprendió que se había quedado sólo para siempre en el desierto de ceniza, que el tren no retornaría jamás, que siempre continuaría deslizándose taciturno, con todas las persianas de sus vagones estrictamente cerradas.

Lentamente retiró el rostro de las rodillas de Hipólita. Había dejado de llover. Sus piernas estaban heladas, le dolían las articulaciones. Miró un instante el rostro de la mujer dormida, esfumado en la claridad azulada que entraba por los cristales, y con extraordinaria precaución se puso de pie. Las cuatro mocitas de rostro caballuno y el pelo amarillo encrespado, estaban aún en él. Pensó:

«Debía matarme... –Mas al observar el cabello rojo de la mujer dormida, sus ideas tomaron otro giro más pesado–: Debe ser cruel. Y podría matarla, sin embargo –apretó el cabo del revólver en el bolsillo–. Bastaría un tiro en el cráneo. La bala es de acero y sólo haría un agujerito. Eso si, se le saltarían los ojos de las órbitas y quizá la nariz echara sangre. ¡Pobre alma! Y debe haber sufrido mucho. Pero debe ser cruel».

Una malevolencia cautelosa lo inclinó sobre ella. A medida que miraba a la dormida sus ojos adquirían una fijeza de enajenado, mientras con la mano en el bolsillo levantaba el percutor, apretando el gatillo. Un trueno retumbó a lo lejos, y esa extraña incoherencia que envolvía como un velo su cerebro se apartó de él; entonces con numerosas precauciones cogió su perramus, cerró los postigos evitando que crujieran las bisagras, y salió.

Al bajar las escaleras reconoció con alegría que tenía hambre.

Se dirigió a una de las tantas churrasquerías que hay junto al mercado Spineto, y apresuradamente recorrió algunas cuadras.

Rodaba la luna sobre la violácea cresta de una nube, las veredas a trechos, bajo la luz lunar, diríanse cubiertas de planchas de zinc, los charcos centelleaban profundidades de plata muerta, y con atorbellinado zumbido corría el agua, lamiendo los cordones de granito. Tan mojada estaba la calzada, que los adoquines parecían soldados por reciente fundición de estaño.

Erdosain entraba y salía de las sombras celestes que oblicuamente cortaban las fachadas. El olor a mojado comunicaba a la soledad matutina cierta desolación marítima.

Indudablemente, no se encontraba en sus cabales. Lo preocupaban aún las cuatro mocitas de cara caballuna, y el mar siniestro con sus olas de hierro. El pesado hedor de aceite quemado que vomitaba la puerta amarilla de una lechería, le causó náuseas, y entonces, cambiando de idea, se dirigió a un prostíbulo que recordó había en la calle Paso, más cuando llegó, la puerta estaba ya cerrada y desconcertado, tiritando de frío, la boca con sabor a sulfato de cobre, entró a un café donde acababan de levantar las cortinas metálicas. Después de larga espera, le sirvieron el té que había pedido.

Pensó en la mujer dormida. Entrecerró los ojos, y apoyando la cabeza en el muro, se entregó con más desconsuelo a sus penas.

No sufría por él, el hombre inscripto con un nombre en el registro civil, sino que su conciencia, apartándose del cuerpo, lo miraba como al de un extraño, y se decía:

–¿Quién tendrá piedad del hombre?

Y estas palabras, que acertaba a recoger su pensamiento, lo turbaban llenándolo de dolorosa ternura por invisibles prójimos.

–Caer... caer siempre más bajo. Y sin embargo, otros hombres son felices, encuentran el amor, pero todos sufren. Lo que ocurre es que unos se dan cuenta y otros no. Algunos lo atribuyen a lo que no tienen. Pero qué sueño estúpido ése. Sin embargo, la cara de ella era linda. Lo que tenía de lógica era lo que decía respecto al príncipe aventurero. ¡Ah! poder dormir en el fondo del mar, en una pieza de plomo con vidrios gruesos. Dormir años y años mientras la arena se amontona, y dormir. Por eso tiene razón el Astrólogo. Día vendrá en que la gente hará la revolución, porque les falta un Dios. Los hombres se declararán en huelga hasta que Dios no se haga presente.

Un amargo olor de cianuro llegó hasta él; y percibiendo a través de los párpados la lechosa claridad de la mañana, sintióse diluido como si se hallara en el fondo del mar y la arena subiera indefinidamente sobre su chozo de plomo. Alguien le tocó la espalda.

Abrió los ojos al tiempo que el mozo del café le decía:

–Aquí no se puede dormir.

Iba a replicar, mas el criado se apartó para ir a despertar a otro durmiente. Era éste un hombre grueso, que había dejado caer la calva cabeza sobre los brazos cruzados encima de la tabla de la mesa.

Pero el durmiente no respondía a las voces del mozo, y entonces extrañado se aproximó el patrón, un hombre que tenía bigotes tan enormes como manubrios de bicicleta, y de tal forma lo sacudió a su parroquiano, que éste quedó doblado sobre la silla, sin caer porque lo afirmaba el canto de la mesa.

Erdosain se levantó extrañado, mientras que patrón y mozo, mirándose, observaban de reojo al singular cliente.

El durmiente permaneció en posición absurda. La cabeza caída sobre un hombro, dejaba ver su cara chata, mordida de viruelas con los círculos negros de unas gafas ahumadas. Un hilo de baba rojiza manchaba su corbata verde, escapando de entre los labios azulados. El codo del desconocido apretaba en la mesa una hoja de papel escrito. Comprendieron que estaba muerto. Llamaron a la policía, pero Erdosain no se movía de allí, encurioseado por el espectáculo del siniestro suicida de las gafas negras, cuya piel se cubría lentamente de manchas azules. Y el olor de almendras amargas que estaba inmóvil en el aire, parecía escaparse de entre las quijadas abiertas.

Llegó un auxiliar de policía, luego un sargento, más tarde dos vigilantes y un oficial inspector, y dicha gente merodeaba en torno del muerto, como si éste fuera una res. De pronto el auxiliar, dirigiéndose al oficial inspector, dijo:

–¿No sabe quién es?

El sargento sacó del bolsillo del cadáver la adición de un hotel, varias monedas, un revólver, tres cartas lacradas.

–¿Así que éste es el que mató a la muchacha de la calle Talcahuano?

Le quitaron los anteojos al muerto, y ahora se le veían los ojos, las pupilas bisqueando, la córnea vuelta hacia arriba, los párpados teñidos de rojo como si hubiera llorado lágrimas desangre.

–¿No le decía? –continuó el auxiliar–. Aquí está la cédula de identidad.

–Iba a ir a Ushuaia para toda la vida.

Entonces Erdosain, al escuchar estas palabras, recordó como si hiciera mucho tiempo que lo hubiera leído. (Y sin embargo, no era así. La mañana anterior se había enterado en un diario). El muerto era un estafador. Abandonó a su esposa y cinco hijos para vivir en concubinato con otra mujer de la que tenía tres hijos, pero hacía dos noches, quizá harto de la barragana, se presentó en un hotel de la calle Talcahuano en compañía de una jovencita de diecisiete años, su nueva amante.

Y a las tres de la madrugada le tapó suavemente la cabeza con una almohada, disparándole un balazo en el oído. Nadie en el hotel escuchó nada. A las ocho de la mañana el asesino se vistió, dejó entreabierta la puerta, y llamando a la camarera le dijo que no despertara a la señora hasta las diez, porque estaba muy cansada. Luego salió, y recién a las doce del día fue descubierta la muerta.

Pero lo que le impresionó extraordinariamente a Erdosain fue pensar que el asesino había estado cinco horas en compañía de la muerta, cinco horas junto al cadáver de la jovencita en la soledad de la noche... y que debía de haberla querido mucho.

¿Mas él no había pensado lo mismo horas antes frente a la mujer de cabello rojo? ¿Era aquello una reminiscencia inconsciente o el suicida allí doblado?...

Llegó el carro de la Asistencia Pública y el muerto fue cargado.

Luego lo interrogaron. Erdosain manifestó lo poco que sabía como testigo, y salió intrigado a la calle. Una pregunta inconcreta y dolorosa estaba en el fondo de su conciencia.

Recordaba ahora que el cadáver tenía la boca de los pantalones enfangada, la camisa sucia y húmeda y, a pesar de ello, ¿cómo había llegado a hacerse querer por la jovencita que mató? ¿Existía entonces el amor? A pesar de sus dos mujeres y de sus ocho hijos dispersos y de su vida crapulosa de ladrón y estafador, el asesino amaba. Y se lo imaginó en la noche hosca, allí, en ese hotel frecuentado por prostitutas e individuos de profesión indefinida, en una habitación de empapelado despedazado, mirando sobre la almohada empapada de sangre la cérea carita de la muchacha enfriada. Cinco horas sombrías contemplando la muerta, que antes le apretaba entre sus brazos desnudos. Pensando así llegó a la plaza Once, dolorosamente estupefacto.

Eran las cinco de la mañana. Entró a la estación del ferrocarril, miró en redor, y como tenía sueño se refugió en un rincón de la sala de espera.

A las ocho lo despertó de su profundo sueño el ruido que con las maletas hizo un pasajero. Se restregó con los puños los párpados adoloridos. En un cielo sin nubes brillaba el sol.

Salió, subiendo a un ómnibus que se dirigía a Constitución. El Astrólogo le esperaba en la estación de Temperley. Su recia figura engabanada, con la chistera echada sobre los ojos y los bigotazos caídos a lo galo, fue distinguida inmediatamente por Erdosain.

–Está muy pálido –dijo el Astrólogo.

–¿Estoy pálido?

–Amarillo.

–He dormido mal... para peor he visto un suicidio esta mañana...

–Bueno, aquí tiene el cheque.

Erdosain lo examinó. Era por quince mil trescientos setenta y tres pesos; al portador, pero con la fecha atrasada de dos días.

–¿Por qué atrasó la fecha?

–Inspirará más confianza. El empleado de banco sabe que si ese cheque se hubiera perdido, a la hora que usted se presentara a cobrarlo habría ya orden de secuestro.

–¿Protestó?...

–No... sonreía. Ese hombre piensa hacernos meter en la cárcel a todos... ¡ah!... antes de ir al banco, vaya a una peluquería y hágase afeitar...

–¿Y el otro está advertido?

–No, cuando sea el momento lo despertaremos. Faltaban pocos minutos para la llegada del tren. Erdosain lo miró sonriendo al Astrólogo y dijo:

–¿Qué haría usted si yo me escapara? El otro, con los dedos en horqueta, se sobó los bigotes, y luego:

–Eso es tan imposible como que el tren que viene aquí no pare aquí.

–Pero admitámoslo por un momento.

–No puedo. Si por un momento admitiera eso, no sería usted el que fuera a cobrar el cheque... ¡Ah!... ¿Quién era el que se suicidó esta mañana?

–Un asesino. Curioso. Mató a una muchachita que no quería ir a vivir con él.

–Fuerzas perdidas.

–¿Y usted sería capaz de matarse?

–No... Usted comprende que yo estoy destinado para un fin más alto. Erdosain lanzó una pregunta extraña:

–Dígame, ¿usted cree que las pelirrojas son crueles?

–Tanto no... pero más bien asexuales; de allí que esa frialdad con que examinan las cosas causa una impresión agria. El Rufián Melancólico me contaba que en su larga carrera de macró había conocido muy pocas prostitutas de cabello rojo... Ya sabe. No se olvide de afeitarse. Vaya al banco a las once, no antes. ¿Usted almuerza conmigo hoy, no?

Sí, hasta luego.

Tras de Erdosain subió el Mayor, que le hizo una amistosa señal al Astrólogo. Erdosain no lo vio. Y ya hundido y en su butaca, Erdosain pensó:

–Es un hombre extraordinario. ¡Cómo diablos ha conocido que no lo engañaré¿ Si acierta en las otras cosas como en ésta triunfará –y vencido por el balanceo del tren se adormeció otra vez. Tras de él estaba el Mayor. Y ya en el banco, con el corazón golpeando fuertemente, se acercó a la ventanilla cuando el empleado pagador lo llamó:

–¿Quiere grueso o menudo?

–Grueso.

–Firme.

Erdosain firmó el reverso del cheque. Creyó que le pedirían cédula de identidad, mas el empleado, impasible, con sus brazos protegidos de manguitos de lustrina, contó diez billetes de a mil pesos, cinco de quinientos y el resto en moneda menor. Y aunque Erdosain deseaba huir de miedo, escrupulosamente recontó el dinero, lo puso en su cartera, colocó ésta en el bolsillo de su pantalón, cogiéndola fuertemente, y salió a la calle.

Entre bosques de nubes blancas, aparecía como metal recién lavado, un caracol de cielo.

Erdosain se sintió feliz. Pensó que en otros climas y bajo un espacio siempre azul como el que miraba debían existir mujeres singulares, de cabelleras lujosas y rostros lisos, con grandes ojos almendrados, sombrosos en la oscuridad de las largas pestañas. Y que el aire siempre perfumado saldría de las grutas de la mañana hacia las bocacalles de las ciudades, escalonadas sobre los céspedes de los jardines, sobrepujando con sus esféricas torres las empenachadas crestas de los parques y terrazas.

Y el rostro romboidal del Astrólogo, con las guías de los bigotes caídas a lo largo de las comisuras de los labios, y su chistera de cochero de punto, lo entusiasmó; luego pensó que unido a la sociedad podría continuar sus ensayas de electrotécnica, y ahora cruzaba las calles semejante a un emperador venido a menos, sin reparar que su prestancia seducía a las planchadoras que pasaban con la cesta bajo el brazo, y emocionaba a las pantaloneras que regresaban de las tiendas con pesados bultos.

Inventaría el Rayo de la Muerte, un siniestro relámpago violeta cuyos millones de amperios fundirían el acero de los dreadnoughts, como un horno funde una lenteja de cera, y haría saltar en cascajos las ciudades de portland, como si las soliviantaran volcanes de trinitrotolueno. Veíase convertido en Dueño del Universo. Con una esquela terminante citaba a los Embajadores de las Potencias. Encontrábase en un desmesurado salón de muros encristalados, cuyo centro lo ocupaba una mesa redonda. En rededor hundidos en las poltronas estaban los viejos diplomáticos, cabezas calvas, semblantes plomizos, miradas duras y furtivas. Algunos golpeaban con el revés del lápiz el cristal de la mesa, otros fumaban silenciosos, y un gigantesco negro libreado de verde se mantenía inmóvil junto al terciopelo rojo de los cortinones que cubrían la entrada.

¡Y él! Erdosain, Augusto Remo Erdosain, el ex ladrón, el ex cobrador, se levantaba. Su busto modelado por un negro saco cruzado se reflejaba en el vidrio de la mesa con los cuatro dedos de la mano derecha calzados en el bolsillo, y en la izquierda algunos papeles. Ya de pie, examinaba con ojos glaciales el impasible rostro de los Embajadores. Una palidez terrible le inmovilizaba con su frío delicioso. Héroes de todas las épocas sobrevivían en él. Ulises, Demetrio, Aníbal, Loyola, Napoleón, Lenin, Mussolini, cruzaban ante sus ojos como grandes ruedas ardientes, y se perdían en un declive de la tierra solitaria bajo un crepúsculo que ya no era terrestre.

Sus palabras caían en sonidos breves, con choques sólidos de acero. Y seducido por la teatralidad del espectáculo, se contemplaba en un imaginario espejo, estremecido y airado.

Imponía condiciones.

Los Estados debían entregarle sus flotas de guerra, millares de cañones y gavillas de fusiles.

Luego de cada raza se seleccionarían algunos cientos de hombres, se les aislaría en una isla, y el resto de la humanidad era destruida. El Rayo volaba las ciudades, esterilizaba campos, convertía en cenizas las razas y los bosques. Se perdería para siempre el recuerdo de toda ciencia, de todo arte y belleza.

Una aristocracia de cínicos, bandoleros sobresaturados de civilización y escepticismo, se adueñaba del poder, con él a la cabeza. Y como el hombre para ser feliz necesita apoyar sus esperanzas en una mentira metafísica, ellos robustecerían el clero, instaurarían una inquisición para cercenar toda herejía que socavara los cimientos del dogma o la unidad de creencia que sería la absoluta unidad de la felicidad humana, y el hombre restituido al primitivo estado de sociedad, se dedicaría como en tiempos de los faraones a las tareas agrícolas. La mentira metafísica devolvería al hombre la dicha que el conocimiento le había secado en brote dentro del corazón. Sus palabras caían con sonidos cortos y secos, como los choques de cubos de acero. Y decía a los Embajadores:

–La ciudad de nosotros, los Reyes, será de mármol blanco y estará a la orilla del mar. Tendrá un diámetro de siete leguas y cúpulas de cobre rosa, lagos y bosques. Allí vivirán los santos de oficio, los patriarcas bribones, los magos fraudulentos, las diosas apócrifas. Toda ciencia será magia. Los médicos irán por los caminos disfrazados de ángeles, y cuando los hombres se multipliquen demasiado, en castigo de sus crímenes, luminosos dragones voladores derramarán por los aires vibriones de cólera asiático.

«El hombre vivirá en plena etapa de milagro, y será millonario de fe. Durante las noches proyectaremos en las nubes, con poderosos reflectores, la «entrada del Justo en el Cielo». ¿Se imaginan ustedes? Súbitamente, por sobre las montañas surge un rayo verde y lila, y las nubes se cubren de un jardín donde el aire blanco flota como copos de nieve. Un ángel de alas color de rosa cruza los canteros, se detiene ante la verja del Paraíso, y con los brazos abiertos los recibe al «Justo», un hombre de pueblo, con sombrero abollado, larga barba y garrote. ¿Comprenden ustedes pillos, profesionales, cínicos y eximios? ¿Comprenden? El ángel de las alas color de rosa, lo recibe al hombre que en la tierra suda y sufre. ¿Se dan cuenta que genial es mi idea, qué maravilloso el fácil milagro? Y las multitudes adorarán de rodillas a Dios, y únicamente el cielo no existirá para nosotros, bandoleros tristes que tenemos el poder, la ciencia y la verdad inútil».

Temblaba al hablar.

–Seremos como dioses. Donaremos a los hombres milagros estupendos, deliciosas bellezas, divinas mentiras, les regalaremos la convicción de un futuro tan extraordinario, que todas las promesas de los sacerdotes serán pálidas frente a la realidad del prodigio apócrifo. Y entonces, ellos serán felices... ¿Comprenden, imbéciles?

De un encontronazo un faquín lo arrojó contra un muro. Erdosain se detuvo espantado, apretó el dinero convulsivamente en su bolsillo, y excitado, ferozmente alegre como un tigrecito suelto en un bosque de ladrillo, escupió a la fachada de una casa de modas, diciendo:

–Serás nuestra, ciudad.

Tras él caminaba el Mayor.