Los siete locos/La coja

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Ese mismo día, poco antes de llegar Erdosain al último tramo de la escalera en caracol, distinguió, detenida en el rellano, a una señora envuelta en un abrigo de lutre y toca verde, que conversaba con la patrona de la pensión. Un «ahí viene» le hizo comprender que era a él a quien esperaban, y al detenerse en el pasillo, la desconocida, volviendo el rostro, ligeramente pecoso, le dijo:

–¿Usted es el señor Erdosain?

–¿Dónde he visto esta cara? –se preguntó Erdosain al responder afirmativamente a la desconocida, que entonces se presentó:

–Soy la esposa del señor Ergueta.

–¡Ah! ¿Usted es la Coja! –mas súbitamente, avergonzado de la inconveniencia que asombró a la patrona hasta hacerle mirar los pies a la desconocida, Erdosain se disculpó:

–Perdón, estoy aturdido... Usted comprende, no esperaba... ¿quiere pasar?

Antes de abrir la puerta de su habitación, Erdosain volvió a disculparse por el desorden que encontraría en ella la visita, e Hipólita, sonriendo irónicamente, le replicó:

–Está bien, señor.

Sin embargo a Erdosain le irritaba la mirada fría que filtraba las transparentes pupilas verdegrises de la mujer. Y pensó: –Debe ser una perversa –pues había reparado que bajo la toca verde, el cabello rojo de Hipólita se alisaba a lo largo de las sientes en dos lisos bandos que cubrían la punta de sus orejas. Volvió a observar sus pestañas fijas y rojas y los labios que parecían inflamados en la sonrojada morbidez del rostro pecoso. Y se dijo: –¡Qué distinta a la de la fotografía!

Ella, detenida ante él, le observaba como diciéndose:

–Este es el hombre –y él, inmediato a la mujer, sentía su presencia sin comprenderla, como si ella no existiera o estuviera distante de él por muchas leguas del rumbo interior. Sin embargo, estaba allí y era preciso decir algo, y no ocurriéndosele otra cosa, dijo, después de encender la luz y ofrecerle una silla a la señora, ocupando él el sofá:

–¿Así que usted es la esposa de Ergueta? Muy bien.

No terminaba de comprender qué es lo que hacía esa vida implantada de pronto en su desconcierto. Le soliviantaba el alma una ráfaga de curiosidad, pero hubiera querido estar de otro modo, sentirse familiar al semblante de la mujer, cuyas ovaladas líneas tenían algo de rojo del cobre, como esos rayos de sol de lluvia, que en los cuadros de santos brotan en mil haces de entre un pináculo de nubes. Y se decía:

–Yo estoy aquí, pero mi alma, ¿dónde está? –Y tornó a decir–: ¿Así que usted es la esposa de Ergueta? Muy bien.

Ella, que se había cruzado de piernas, estiró el borde de su vestido mucho más abajo de su rodilla, la tela se frunció entre sus dedos sonrosados, y levantando la cabeza como si le costara un gran esfuerzo ese movimiento en la extrañeza de un ambiente que no conocía, dijo:

–Es preciso que haga usted algo por mi marido. Se ha vuelto loco.

–Mi curiosidad no ha recibido ningún gran golpe –se dijo Erdosain, y satisfecho de mantenerse insensible como uno de esos banqueros de las novelas de Xavier de Montepin, agregó, con la alegría interior de poder representar la comedia del hombre impasible–: ¿Así que se ha vuelto loco? –pero de pronto, comprendiendo que no podría prolongar ese papel, dijo–: ¿Se da cuenta usted, señora? Me da una noticia extraordinaria, y sin embargo he permanecido impasible. Me duele estar así, vacío de toda emoción; quisiera sentir algo y estoy como un adoquín. Usted tiene que disculparme. No sé lo qué me pasa. Usted me disculpará, ¿no? En otro tiempo, sin embargo, no estaba así. Recuerdo que era alegre como un gorrión. He ido cambiando poco a poco. No sé, la miro a usted, quisiera sentirme amigo suyo y no puedo. Si la viera a usted agonizar posiblemente no le alcanzaría ni un vaso de agua. ¿Se da cuenta? Y sin embargo... ¿Pero, dónde está él?

–En el Hospicio de las Mercedes.

–¡Qué curioso! ¿No vivían ustedes en el Azul?

–Sí, pero hace quince días que estamos aquí...

–¿Y cuándo sucedió «eso»?

–Hace seis días. Yo misma no me lo explico. Es como usted decía antes refiriéndose a mí.

Perdone si le hago perder tiempo. Yo pensé en usted, que le conocía, él siempre me hablaba de usted. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

–Antes de casarse... Sí, me habló de usted. La llamaba la Coja... y la Ramera.

A Erdosain le pareció que el alma de Hipólita le iba esmaltando serenamente las pupilas. Tenía la certidumbre de que podía hablar de todo con ella. El alma de la mujer estaba inmóvil allí, como para recibirlo naturalmente. Ella había apoyado las manos cruzadas sobre la falda encima de la rodilla, y esa circunstancia de posición le hacía fácil el tiempo de confidencia. Lo ocurrido durante la mañana en la casa del Astrólogo le parecía algo remoto, sólo algún pedacito de árbol y de cielo cruzaba a momentos su recuerdo, y el deslizamiento de las imágenes truncas le dejaba apoyada en la conciencia un placer lento e injustificado. Se restregó las manos con satisfacción, y dijo:

–No se ofenderá usted, señora... pero yo creo que estaba ya loco al casarse con usted...

–Dígame... ¿Usted sabe si jugaba antes de casarse conmigo?

–Sí... Además, recuerdo que estudiaba mucho la Biblia, porque entre otras cosas me habló de los tiempos nuevos, del cuarto sello y un montón de cosas más. Además, jugaba. A mí siempre me interesó porque veía en él un temperamento frenético.

–Eso mismo. Un frenético. Llegó a aceptar un envite de cinco mil pesos en una mesa de poker.

Vendió mis joyas, un collar que me había regalado un amigo...

–Pero ¿cómo?... ¿Ese collar usted no se lo regaló a la sirvienta poco antes de casarse con él? Así me dijo él. Que usted le regaló el col lar y la vajilla de plata... y el cheque de diez mil pesos que le regaló el otro...

–¡Pero usted cree que estoy loca!... ¿Por qué iba a regalarle a mi sirvienta un collar de perlas?

–Entonces mintió.

–Es lo que me parece.

–¡Qué curioso!...

–No le extrañe. Mentía mucho. Además, en estos últimos días estaba perdido. Estudió una martingala para aplicarla a la ruleta. Usted se habría reído si lo hubiera visto. Armó un libro de números que nadie entendía como no ser él. ¡Qué hombre! No podía dormir de la preocupación; desatendía la farmacia; a veces, estando la luz apagada y yo por dormirme, sentía un gran golpe en el suelo; era él que se había tirado de la cama, prendía la luz, anotaba unas cifras como si tuviera miedo de que se le escaparan... Pero, ¿así que le dijo a usted que yo había regalado mi collar de perlas? ¡Qué hombre! Lo que hizo fue empeñarlo antes de que nos casáramos... Bueno, como le decía... el mes pasado fue al Real de San Carlos...

–Y, lógicamente, perdió...

–No, con setecientos pesos ganó siete mil. Hubiera visto cómo llegó... Callado... Yo me dije: ¡Zas!, perdió... pero lo notable es que estaba asustado de la suerte que había tenido... él mismo hasta entonces había tenido una relativa confianza en su martingala...

–Sí... me doy cuenta... Prefería creer en ella a probarla.

–Claro, por miedo al fracaso. Pero ya le digo... durante algunos días estuvo como trastornado. Recuerdo que una tarde, a la hora de la siesta, me dijo: «Bueno, negra, te resignarás a ser la reina del mundo».

–Siempre la manía de las grandezas...

–Le prevengo que en parte yo también creí después de eso en el éxito de la martingala. El había jugado de acuerdo a los números que figuraban en su tabla de cálculos, y entonces para hacer saltar la banca retiró tres mil pesos del banco... Estaban a mi nombre, recuerdo, y más los seis mil quinientos... Había pagado unas cuentas de la farmacia... Salimos para Montevideo... y lo perdió todo.

–¿Cuánto tardó?

–Veinte minutos... Yo creía que se desmayaba por el camino... pero, ¿así que a usted le dijo que yo había regalado mi collar a la sirvienta?... ¡Qué hombre!

–Sería para darme una mejor idea de usted. ¿Y en el viaje, cómo les fue?

–Nada... no dijo una palabra. Eso sí, tenía los ojos vidriosos, la cara como deshecha, relajada, ¿sabe? En cuanto llegamos a Buenos Aires se acostó... era un día lunes. Se quedó hasta el anochecer en la cama, luego fue a la calle, no sé por qué me daba en el corazón de que algo iba a suceder... A las diez de la noche no había vuelto aún, y entonces me acosté; a eso de la una de la madrugada me despertaron sus pasos en el cuarto, yo iba a encender la luz cuando él dio un gran salto y tomándome de un brazo, usted sabe la espantosa fuerza que tiene, en camisón me sacó de la cama y arrastrándome por los pasillos me llegó hasta la puerta del hotel.

–¿Y usted?

–Yo no gritaba porque sabía que lo iba a enfurecer. Ya en la puerta del hotel se quedó mirándome como si no me conociera, con la frente hecha un bulto de arrugas, los ojos grandes. Corría un viento que hacía doblarse los árboles, yo me tapaba con los brazos, y él, sin decir palabra, no hacía más que mirarme, cuando frente a nosotros se detuvo un vigilante, mientras que de atrás lo agarraba por los brazos el portero, que se había despertado con el ruido. Y él gritaba que lo podían escuchar desde la esquina: Esta es la ramera... la que amó a los rufianes que tienen la carne como la carne del mulo...»

–¿Pero cómo se acuerda usted de esas palabras?

–Todo lo que pasó es como si lo estuviera viendo ahora. El, entre una hoja de la puerta, tironeando para adentro; desde afuera el vigilante estirándolo, mientras el portero lo abrazaba por la garganta para hacerle perder fuerzas, y yo en el quicio esperando que eso terminara, pues se habían juntado varias personas que en vez de ayudarlo al vigilante se entretenían en mirarme a mí. Menos mal que yo usé siempre un largo camisón de noche... Por fin, con la ayuda de otros vigilantes a quienes avisó un mozo desde adentro con llamadas de auxilio, pudieron sacarlo para la comisaría. Creían que estaba borracho... pero era un ataque de locura... Así lo diagnosticó el médico. Deliraba con el arca de Noé...

–Perfectamente... ¿y en qué puedo servirla? –Otra vez Erdosain sentía que lo importante del personaje reaparecía en su vida como un elemento novelesco que hay que cuidar como se cuida el lazo de la corbata en el desorden de un baile.

–En fin, yo lo molestaba a ver si usted provisoriamente podía ayudarme. Con la familia de él no puedo contar absolutamente para nada.

–¿Pero usted no se casó en la casa de él?

–Sí, pero cuando volvimos de Montevideo después que nos casamos, fuimos un día de visita... imagínese... de visita en una casa donde yo había sido sirvienta.

–¡Qué colosal!

–La indignación de esa gente usted no se la imagina. Una día de él... pero ¡para qué contar tantas mezquindades!... ¿no le parece? La vida es así y listo. Nos echaron y nos fuimos. Paciencia, mala suerte.

–Lo raro es que usted haya sido sirvienta.

–No tiene nada de particular...

–Es que usted no causa esa impresión...

–Gracias... el caso es que al salir del hotel tuve que empeñar un anillo... y necesito administrare! poco dinero que tengo...

–¿Y la farmacia?

–Está a cargo de un idóneo. Le he telegrafiado que envíe dinero... pero él me ha contestado que tiene órdenes de la familia de Ergueta de no entregarme un centavo. En fin...

–¿Y usted qué piensa hacer?

–Eso es lo que no sé... Si volver a Pico, o esperar aquí.

–¡Qué lío!...

–Créame, estoy harta ya.

–Bueno, el caso es que hoy no tengo dinero. Mañana, sí, tendré...

–¿Sabe?... Esos pocos pesos quiero reservarlos por si acaso...

–Y en tanto usted averigüe algo serio... si quiere puede quedarse aquí. Precisamente, al lado hay una pieza vacía. ¿Y qué más desea?

–Ver si usted lo puede sacar del hospicio.

–¿Cómo lo voy a sacar si está loco? Veremos. Bueno...esta noche se queda a dormir aquí. Yo me las arreglaré en el sofá... aunque es probable que no duerma aquí.

Otra vez la mujer filtró entre las pestañas rojas, su malévola mirada verdosa. Era como si proyectara su alma sobre el relieve de las ideas del hombre, para recoger un calco de sus intenciones.

–Bueno, acepto...

–Mañana, si quiere, le daré dinero para que se vaya tranquila a vivir a un hotel si no prefiere quedarse aquí.

Mas de pronto, encocorado contra Hipólita por un pensamiento que acababa de resbalar en suentendimiento, dijo:

–¿Sabe usted que no debe quererlo a Eduardo?...

–¿Por qué?

–Es evidente. Usted llega aquí, me habla de todo este drama con una tranquilidad que asombra... y naturalmente, entonces... ¿qué es lo que uno va a pensar de usted?

Al decir estas palabras, Erdosain había comenzado a pasearse en el reducido espacio de la habitación. Sentíase inquieto, y de reojo examinaba el ovalado rostro pecoso, con las finas cejas rojas bajo la visera verde del sombrero, y los labios como inflamados, mientras que las dos alas de cabello color de cobre ceñían las sienes cubriendo las orejas, y las pupilas transparentes lanzaban haces de mirada.

–No tiene casi senos –pensó Erdosain. Hipólita miraba en redor; de pronto, sonriendo amablemente, le preguntó:

–¿Qué es lo que usted, m'hijito, esperaba de mí?

Erdosain se sintió irritado por ese «m'hijito» intempestivo y prostibulario que se sumaba al canalla «paciencia, mala suerte». Por fin, dijo:

–No sé... en fin, me la imaginaba a usted menos fría... hay momentos en que da usted la idea de que es una mujer erversa... puede que me equivoque, pero... en fin... allá usted...

Hipólita se levantó:

–M'hijito, yo nunca he hecho comedias. He venido a usted, sencillamente, porque sabía que usted era su mejor amigo. ¿Qué quiere?... ¿Que me ponga a llorar como una Magdalena si no lo siento?... Ya he llorado bastante...

Ella también se había puesto de pie. Lo miraba con fijeza, pero la dureza de líneas que estaba rígida bajo la epidermis de su semblante como una armadura de voluntad se descompuso de fatiga. Con la cabeza inclinada ligeramente a un costado, a Erdosain le recordó a su esposa... bien podía ser ella... estaba en la puerta de una estancia desconocida... el capitán, indiferente, la miraba marchar ara siempre y no la detenía... la calle se abría ante ella... quizá fuera a parar a un hotel de muros sucios, y entonces, apiadado, dijo:

–Discúlpeme... estoy un poco nervioso. Usted está en su casa. Lo único que siento es que me haya encontrado sin dinero. Pero mañana tendré.

Hipólita volvió a ocupar la silla y Erdosain, al tiempo que caminaba se tomó el pulso. Las venas latían rápidamente. Fatigado de la tarde pasada con el Astrólogo y Barsut, dijo con amargura:

–Es pesada la vida... ¿eh?...

La intrusa miraba en silencio la punta de su zapa tito. Levantó los ojos y una arruga fina estrió su frente pecosa. Luego:

–Usted parece que está preocupado. ¿Le pasa algo?

–Nada... dígame... ¿sufrió mucho al lado de él?...

–Un poco. Es violento...

–¡Qué curioso! Quisiera representármelo en el manicomio y no puedo. Apenas si distingo un pedazo de cara y un ojo... Le prevengo que yo presentí el desastre. Le encontré una mañana, me contó todo y de pronto tuve la impresión de que sería desdichada a su lado... pero usted debe estar cansada. Yo tengo que salir. Le voy a decir a la patrona que le sirva la cena aquí.

–No... no tengo ganas.

–Bueno, entonces con su permiso. Aquí está el biombo. Haga como si estuviera en su casa.

Cuando Erdosain salió, la Coja le envolvió en una mirada singular, mirada de abanico que corta con una oblicua el cuerpo de un hombre de pies a cabeza, recogiendo en tangente toda la geometría interior de su vida.