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Los siete locos/La propuesta

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El Astrólogo se disponía a acostarse cuando escuchó pasos en el sendero que conducía a la casa. Como el perro no ladró, entreabrió el postigo. Un paralelogramo de luz cortó las tinieblas hasta la cúpula de los granados y por este cajón amarillo vio avanzar a Erdosain, a quien la luz daba de lleno en el rostro.

–¡Qué curioso! –pensó el Astrólogo–. ¡Todavía no me había fijado que este muchacho usa sombrero de paja! ¿Qué es lo que querrá? –Y después de asegurarse que tenía el revólver en la cintura (este movimiento era instintivo en él) abrió la cerradura de la puerta y Erdosain entró.

–Creí que estaba acostado.

–Pase.

Erdosain pasó al escritorio. Todavía estaba allí el mapa de los Estados Unidos con las banderas negras clavadas en los territorios donde dominaba el Ku–Klux–Klan. El Astrólogo había estado trabajando en un horóscopo porque sobre la mesa estaba la caja de compases abierta. El viento que entraba por la reja movía los papeles, y Erdosain, después de esperar que aquél guardara algunos documentos en el armario, se sentó dando la espalda al jardín.

Ya allí, quedóse mirando el anchuroso semblante del otro, la nariz torcida arrancando de la frente tumultuosa, la oreja arrepollada, el pecho enorme contenido dentro de la ropa negra y sin lustre, su cadena de cobre cruzando de parte a parte el chaleco, el anillo de acero con una piedra violeta en su mano de dedos deformes y piel curtida. Ahora que el hombre estaba sin sombrero, se veía que su cabello era crespo, enmarañadísimo y corto. Había estirado las piernas y cargaba todo el cuerpo sobre los brazos del sillón. Con sus botas sin lustrar parecía un hombre de la montaña, quizás un buscador de oro. ¿Por qué no habían de ser así los buscadores de oro de la Patagonia? –pensó Erdosain–, y sin explicarse su distracción se quedó mirando el mapa de los Estados Unidos y repitiendo mentalmente las palabras que le había escuchado esa tarde al Astrólogo, mientras con el puntero le señalaba los estados federales al Rufián.

–El Ku–Klux–Klan es fuerte en Texas, Ohio, Indianápolis, Oklahoma, Oregón...

–¿Y qué dice, amigo... cómo?...

–¡ Ah, es cierto!... He venido a verle...

–Precisamente yo me iba a acostar. Estuve trabajando en el horóscopo de un imbécil...

–Si le molesto me voy.

–No, quédese. ¿Se ha trompeado usted? ¿Qué es lo que le pasa?

–Muchas cosas. Dígame, si usted pudiera... ¿No se va a asombrar de la pregunta?...Si usted, para fundar su logia, es decir, para conseguir los veinte mil pesos que se necesitan, si para conseguir veinte mil pesos usted tuviera que matar a un individuo, ¿usted qué haría?

El Astrólogo se incorporó en la silla, quedando ahora su cuerpo, soliviantado por el asombro, en ángulo recto... Y aunque su cabeza estaba erguida por los pensamientos que en él había suscitado Erdosain, aquélla parecía pesar prodigiosamente sobre sus hombros. Restregóse las manos y escrutó el rostro de Remo.

–¿Por qué se le ocurre, hacerme esta pregunta?

–Es que he encontrado el candidato que tiene veinte mil pesos. Lo podemos secuestrar, y si se niega a firmarnos el cheque lo torturamos.

El Astrólogo frunció el ceño. Ante los enigmas que encerraba esa propuesta, su perplejidad acrecentóse, y con los dedos de la mano izquierda comenzó a hacer girar el anillo sobre el anular de la derecha. La piedra violeta pasaba a cada instante frente a la cadena de bronce, y aunque él mantenía el rostro inclinado, bajo la línea de sus cejas, sus pupilas horizontales escudriñaban el rostro de Erdosain.

Y la nariz torcida cobraba en esa posición el vigor de una defensa con el mentón hundido en la negra tela del corbatín.

–A ver, explíqueme todo eso, porque yo no entiendo ni una palabra.

Ahora se había incorporado y su rostro parecía desafiar una lluvia de golpes.

–Es fácil y genial. Mi mujer esta noche se ha ido a vivir con otro hombre. Entonces él...

–¿Quién es él?...

–Barsut, el primo de mi mujer... Gregorio Barsut, vino a verme y a confesarme que fue él quien me denunció a la Azucarera.

–¡Ah!... ¿Fue él quien lo denunció?...

–Sí, y para colmo...

–Pero, ¿por qué motivo lo denunció?...

–¡Qué sé yo!... Para humillarme... En fin, es medio loco. Un individuo que vive frenéticamente.

Tiene veinte mil pesos. El padre murió en un manicomio. El va a terminar también allí. Los veinte mil pesos son la herencia de una tía por parte del padre.

El Astrólogo se cogió la frente. Estaba más perplejo que nunca. A él le interesaba el asunto, mas no lo comprendía.

Insistió:

–Cuénteme todo con detalle, ordenadamente.

Erdosain recomenzó su relato. Narró todo lo que conocemos. Hablaba despacio, meticulosamente, pues había desaparecido de él esa tensión nerviosa que precedía a la propuesta que le hizo al Astrólogo.

Ahora estaba sentado al borde de la silla, la espalda arqueada, los codos apoyados en las rodillas, las mejillas enrejadas por los dedos, la mirada fija en el pavimento. La piel amarilla pegada a los huesos planos del semblante le daba la apariencia de un tísico. Un cúmulo de iniquidades salía de su garganta, sin interrupciones, sordamente, como si recitara una lección estampada al frío en el plano de su conciencia. El Astrólogo, tapados los labios con los dedos, lo escuchaba mirándolo extrañado. Se había imaginado muchas cosas, mas no tantas.

Con una lentitud derivada del exceso de atención para no equivocarse, Erdosain acumulaba angustias, humillaciones, recuerdos, sufrimientos, noches que paso sin dormir, riñas espantosas. Dijo entre otras cosas:

–Le parecerá mentira a usted que yo, yo que he venido a proponerle el asesinato de un hombre, le hable de inocencia, y, sin embargo, tenía veinte años y era un chico. ¿Sabe usted qué clase de tristeza es esa que le hace pasar a uno la noche en un asqueroso despacho de bebidas, perdiendo el tiempo entre conversaciones estúpidas y tragos de caña? ¿Sabe lo qué es estar en un prostíbulo y de pronto contenerse para no llorar desesperadamente? Usted me mira asombrado, claro, veía un hombre raro, quizá, pero no se daba cuenta de que toda esa rareza derivaba de la angustia que yo llevaba escondida en mí. Vea, hasta me parece mentira hablar con precisión como lo hago. ¿Quién soy? ¿Adonde voy? No lo sé. Tengo la impresión de que usted es igual a mí, y por eso he venido a proponerle el asesinato de Barsut. Con el dinero fundaremos la logia y quizá podamos remover los cimientos de esta sociedad.

El Astrólogo lo interrumpió:

–Pero, ¿por qué usted ha procedido siempre así?...

–Eso es lo que yo no sé. ¿Por qué usted quiere organizar la logia? ¿Por qué el Rufián Melancólico continúa explotando mujeres y lustrándose los botines a pesar de tener fortuna? ¿Por qué Ergueta se casó con una prostituta y dejó a la millonaria? ¿Cree usted acaso que yo he tolerado la bofetada de Barsut y la presencia del capitán, porque sí? Aparentemente soy un cobarde, Ergueta un loco, el Rufián un avaro, usted un obsesionado. Aparentemente somos todo eso, pero en el fondo, adentro, más abajo de nuestra conciencia y de nuestros pensamientos hay otra vida más poderosa y enorme... y si soportamos todo es porque creemos que soportando o procediendo como lo hacemos llegaremos por fin hasta la verdad... es decir, a la verdad de nosotros mismos.

El Astrólogo se levantó, avanzó hasta Erdosain y, poniéndole la mano sobre la cabeza, dijo caviloso: –Tiene usted razón, hijo mío. Nosotros somos místicos sin saberlo. Místico es el Rufián Melancólico, místico es Ergueta, usted, yo, ella y ellos... El mal del siglo, la irreligión nos ha destrozado el entendimiento y entonces buscamos fuera de nosotros lo que está en el misterio de nuestra subconciencia. Necesitamos de una religión para salvarnos de esa catástrofe que ha caído sobre nuestras cabezas. Me dirá usted que yo no le digo nada nuevo. De acuerdo; pero acuérdese que en la tierra lo único que puede cambiar es el estilo, la costumbre, la substancia es la misma. Si usted creyera en Dios no habría pasado esa vida endemoniada, si yo creyera en Dios no estaría escuchando su propuesta de asesinar a un prójimo. Y lo más terrible es que para nosotros ha pasado ya el tiempo de adquirir una creencia, una fe. Si fuéramos a verlo a un sacerdote, éste no entendería nuestros problemas y sólo acertaría a recomendarnos que recitáramos un Padre Nuestro y que nos confesáramos todas las semanas.

–Y uno se pregunta qué es lo que debe hacerse...

–Ahí está. Lo que debe hacerse. En otras épocas para nosotros hubiera quedado el refugio de un convento o de un viaje a tierras desconocidas y maravillosas. Hoy usted puede tomar un sorbete a la mañana en la Patagonia y comer bananas a la tarde en el Brasil. ¿Qué es lo que debe hacerse? Yo leo mucho, y créame, en todos los libros europeos encuentro este fondo de amargura y de angustia que me cuenta de su vida usted. Vea Estados Unidos. Las artistas se hacen colocar ovarios de platino y hay asesinos que tratan de batir el récord en crímenes horrorosos. Usted que ha caminado lo sabe. Casas, más casas, rostros distintos y corazones iguales. La humanidad ha perdido sus fiestas y sus alegrías.

¡Tan infelices son los hombres que hasta a Dios lo han perdido! Y un motor de 300 caballos sólo consigue distraerlos cuando lo pilotea un loco que se puede hacer pedazos en una cuneta. El hombre es una bestia triste a quien sólo los prodigios conseguirán emocionar. O las carnicerías. Pues bien, nosotros con nuestra sociedad le daremos prodigios, pestes de cólera asiático, mitos, descubrimientos de yacimientos de oro o minas de diamantes. Yo lo he observado conversando con usted. Sólo se anima cuando lo prodigioso interviene en nuestra conversación. Y así le pasa a todos los hombres, canallas o santos.

–Entonces, ¿lo secuestramos a Barsut?

–Sí. Ahora hay que ver de qué modo podemos apoderarnos de él y del dinero.

El viento removió el follaje. Erdosain quedó unos segundos mirando la franja de luz que por la ventana entreabierta caía sobre los granados. El Astrólogo había corrido su silla hasta el armario de modo que apoyaba la cabeza en el tablero ocre, y sus dedos jugaron nuevamente con el anillo de acero haciéndolo girar ante sus ojos.

–¿Cómo nos apoderaremos? Es muy fácil. Yo le diré a Barsut que he averiguado dónde se encuentra el capitán con Elsa...

–Sí, eso está bien. Pero, ¿cómo lo ha averiguado usted? Es lo que no va a dejar de preguntarle el otro...

–Diciéndole que me he dirigido a la Dirección del Personal del Ministerio de Guerra.

–Perfecto... muy bien... clarísimo...

Ahora el Astrólogo se había incorporado vivamente y miraba interesado a Erdosain.

–Y con el pretexto de que convenza a Elsa para que vuelva otra vez a mi lado, lo traemos.

–Admirable. Deje que piense un poco. Todo lo que plantea usted... claro... está muy bien. Ah... dígame una cosa, ¿tiene parientes él?

–Salvo mi señora, no.

–¿Y dónde vive?

–En una pensión. La hija de la dueña es bizca.

–¿Qué dirán cuando desaparezca Barsut?

–Podemos hacer esto, que es admirable. Le enviamos a la patrona un telegrama desde Rosario, firmado por él, diciendo que le envíe los baúles a un determinado hotel, donde usted estará viviendo bajo el nombre de Gregorio Barsut.

–Esto mismo. ¿Sabe que usted lo ha estudiado muy bien? Es perfecto el plan. Cierto es que todo se presta, el capitán, las direcciones del Ministerio, no tener parientes, el vivir en una pensión. Es más claro que una jugada de ajedrez. Está bien.

Dicho esto comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación. Cada vez que cruzaba ante la reja de la ventana, el jardín oscurecía o en el armario se volcaba una sombra que llegaba hasta los tirantes del techo. No le faltó razón a Erdosain, cuando dijo que el plan era nítido «como si lo hubiera estampado en una plancha de hierro a miles de libras de presión». Y mientras en la habitación las botas del Astrólogo resonaban sordamente en cada paso, Erdosain se lamentaba ya de que el «plan» fuera tan simple y poco novelesco. Le hubiera agradado una aventura más peligrosa, menos geométrica.

–¡Qué diablo! ¡Esto no tiene gracia! ¡Así cualquiera es asesino!

–¿Y Gregorio no tiene relaciones con la bizca?

–No.

–¿Y por qué usted me habló de ella, entonces?

–No sé.

–¿Y usted no tiene miedo de tener remordimientos después que «eso» suceda?

–Vea, yo creo que eso sólo ocurre en las novelas. En la realidad yo he hecho acciones malas y buenas y ni en un caso ni en el otro he sentido ni la mayor alegría ni el menor remordimiento. Yo creo que se ha dado en llamar remordimiento el temor al castigo. Aquí a uno no lo ahorcan, y sólo los cobardes...

–¿Y usted?...

–Permítame. Yo no soy un hombre cobarde. Soy un frío que es distinto. Razone usted. Si impasiblemente me he dejado llevar la mujer, y abofetear por un individuo que me traicionó, ¿con cuánta más razón asistiré impasiblemente a la escena de su muerte, siempre que ésta no sea una carnicería?

–Cierto. Es muy lógico. Todo en usted es lógico. ¿Sabe usted, Erdosain, que es un individuo interesante?

–Lo mismo decía mi esposa. Esto no le impidió irse con otro.

–¿Y usted lo odia a él?

–A veces. Depende. Quizá en mí pueda más la repulsión física que el odio. En verdad, odio no, porque nunca podemos odiar a las personas que sabemos son capaces de hacer exactamente las mismas canalladas que nosotros.

–¿Y por qué quiere matarlo, entonces, usted?

–¿Y por qué quiere usted fundar la sociedad?

–¿Y cree usted que ese crimen va a tener alguna influencia en su vida?

–Esa es la curiosidad que tengo. Saber si mi vida, mi forma de ver las cosas, mi sensibilidad, cambian con el espectáculo de su muerte. Además, que tengo ya necesidad de matar a alguien. Aunque sea para distraerme, ¿sabe?

–¿Y usted quiere que yo le saque las castañas del fuego?

–¡Claro!... porque para usted en estas circunstancias, sacarme las castañas del fuego equivale a tener veinte mil pesos para instalar la sociedad y los prostíbulos...

–¿Y cómo se le ocurrió a usted que yo era capaz de hacer «eso»?

–¿Cómo? Hace mucho tiempo que lo he observado. Pero la convicción de que usted era un hombre de embarcarse en una aventura peligrosa se me ocurrió hace un año cuando lo conocí en la Sociedad Teosófica.

–¿A ver?...

–Me acuerdo como si fuera ahora. Una carbonera, a su izquierda, estaba hablando del periespíritu con un zapatero. ¿Usted no se ha fijado qué predilección tienen los zapateros por las ciencias ocultas?

–¿Y?

–En esa circunstancia usted se dirigió a un caballero polaco que mantenía relaciones con el espíritu de Sobiezki.

–No recuerdo...

–Yo sí. El caballero polaco, usted mismo me lo dijo más tarde, era peón de albañil... Usted y el caballero polaco pasaron de Sobiezki a discutir sobre el «sentido de orientación de las palomas» y usted contestó: «Para mí la única importancia que tiene el sentido de orientación de las palomas es servir como intermediarias en un chantage», y allí usted comenzó a explicar... Bueno, cuando usted terminó de hablar, entre el asombro del polaco, la carbonera y el zapatero, yo me dije: este hombre es un audaz en disponibilidad...

–¡Jajá! ¡Qué muchacho es usted!

–Perfecto.

–Usted debe tomar en cuenta esto: es un mecanismo que se desmonta en tres submecanismos que tienen que marchar armoniosamente, aunque son independientes. Vea: El primer mecanismo es el secuestro. El segundo, la estada de usted en Rosario, donde pedirá y recibirá el equipaje con el nombre de Barsut. El tercero, asesinato y procedimiento para hacerlo desaparecer.

–¿Destruiremos el cadáver?

–Claro. Con ácido nítrico o si no con un horno donde... Si es horno hay que tener un mínimo de quinientos grados para carbonizar también los huesos.

–¿Y de dónde ha sacado usted esos datos?

–Ya sabe que soy inventor. Ah, de los veinte mil pesos podemos dedicar una parte para fabricar la rosa de cobre en gran escala. Ya he encargado su fabricación a una familia amiga. Posiblemente uno de los muchachos ingrese en la sociedad. Además, días pasados se me ha ocurrido un cambio electromagnético para la máquina de vapor de Stephenson. Bueno, lo que yo he ideado es cien veces más sencillo. ¿Sabe usted lo que a mí me haría falta? Irme un tiempo afuera, estar en la montaña, descansar y estudiar.

–Y usted podría ir a la colonia que organizaremos...

–¿Entonces está conforme con el plan?

–¡Ah! Una cosa. El dinero, ¿de dónde lo sacó Barsut?

–Hace tres años vendió una propiedad que le tocó en herencia.

–Y lo tiene en caja de ahorros...

–No, en cuenta corriente.

–¿Así que no vive del interés?

–No, lo va gastando de a poco. De a doscientos pesos mensuales. Dice que antes de terminar conesa suma habrá muerto.

–Es curioso. ¿Y qué tipo es él?

–Fuerte. Cruel. El secuestro va a tener que estudiarlo muy bien, porque se defenderá como una fiera.

–Muy bien.

–¡Ah!, antes de que me vaya. ¿Usted le dirá algo de esto al Rufián?

–No. Es un secreto entre nosotros. El Rufián participará como organizador de los prostíbulos, nada más. ¿Usted paga mañana en la Azucarera, no?

–Sí.

–Ahora que me acuerdo, conozco a un impresor. El será quien nos haga la circular del Ministerio de Guerra.

Erdosain paseóse un instante por la habitación.

–El secuestro es fácil. Usted va a Rosario y con un telegrama pide los baúles. Lo que ocurre es que cuando uno se encuentra frente a la comisión de un delito...

–Es que no será el único que cometeremos...

–¿Cómo?...

–Y claro. Otra de las cosas que me preocupa es el mantenimiento del secreto en la sociedad. Yo había pensado lo siguiente. En cada punto del estado habrá una célula revolucionaria. El comité central radicará en la capital. Entonces, este comité estaría organizado de la siguiente forma: jefe de capital de provincia, miembro del comité central, jefe del distrito de provincia, miembro del comité de la capital de provincia, jefe de villa principal, miembro del comité del distrito cabeza.

–¿No le parece muy complicado a usted?

–No sé, se estudiaría. Otros detalles de organización que se me han ocurrido son: cada célula dispondrá de un transmisor y receptor radiotelegráfico, siendo además obligación que cada diez asociados adquieran un automóvil, diez fusiles, dos ametralladoras, debiendo a su vez cien miembros costear el precio de un aeroplano de guerra, bombas, etc., etc. Los ascensos serán por disposición del consejo superior, las elecciones de categoría inferior se regirán por votaciones calificadas. Pero es hora de acostarse. Dentro de un rato tiene tren... ¿o se quiere quedar a dormir aquí?

En realidad Erdosain no tenía nada que hacer. Ya el reloj había dado las tres de la mañana y las palabras que pronunciara el Astrólogo pasaron por su entendimiento, casi borrosas. No le interesaba nada. Quería irse, eso era todo. Irse lejos. Estrechó la mano del otro; el Astrólogo lo despidió en la gradinata y Erdosain, agobiado, cruzó la quinta. Cuando volvió la cabeza en las tinieblas, la ventana iluminada ponía un rectángulo amarillo suspendido en el centro de la oscuridad.