Los siete locos/Los espila
El tren se detuvo en Ramos Mejía. El reloj de la estación marcaba las ocho de la noche. Erdosain bajó.
Una neblina densa pesaba en las calles fangosas del pueblo.
Cuando se encontró solo en la calle Centenario, bloqueado de frente y a las espaldas por dos murallas de neblina, recordó que al día siguiente lo asesinarán a Barsut. Era cierto. Lo asesinarían.
Hubiera querido tener un espejo frente a sus ojos para ver su cuerpo asesino, tan inverosímil le parecía ser él (el yo) quien con tal crimen se iba a separar de todos los hombres.
Los faroles ardían tristemente vertiendo a través del fangal cataratas de luz algodonosa que goteaban en los mosaicos haciendo invisible el pueblo más allá de dos pasos. Un enorme desconsuelo estaba en Erdosain que avanzaba más triste que un leproso.
Tenía ahora la sensación de que su alma se había apartado para siempre de todo afecto terrestre. Y su angustia era la de un hombre que lleva en su conciencia un siniestro jaulón, donde entre huesos de pecados, bostezan teñidos de sangre, elásticos tigres, afirmando el ojo en una proyección de salto.
Y Erdosain, a medida que avanzaba, pensaba en su vida como si fuera la de otro, tratando de comprender esas fuerzas oscuras que le subían desde las raíces de las uñas hasta agolparse silbando en sus rejas como el simún.
Envuelto en la neblina que llevaba hasta la última celdilla de su pulmón una gota de humedad pesada, Erdosain llegó a la calle Gaona, donde se detuvo para enjugarse la frente cubierta de sudor.
Golpeó a una puerta de tablas, la única entrada de un enorme frente de fábrica a cuyo costado estaba suspendida una lámpara de querosene... De pronto una mano abrió el portón y el joven farfullando malas palabras siguió los costados de un murallón por un sendero de ladrillos que se doblaban en el fango bajo sus pisadas.
Se detuvo frente a los vidrios de una puerta iluminada, golpeó las manos y una voz ronca le gritó:
–Adelante.
Erdosain entró.
Una lámpara de acetileno iluminaba, con fulginosa llama, las cinco cabezas de la familia Espila, que hacía un instante estaban inclinadas sobre los platos. Todos le saludaron sonriendo con alegres voces, mientras que Emilio Espila, un muchachón alto, flaco y cabelludo, corrió hacia él para estrecharle las manos.
Erdosain saludó por orden, primero a la anciana Espila encorvada por el tiempo y cubierta de ropas negras; luego a las dos hermanas mozas, Luciana y Elena; luego al sordo Eustaquio, un gigantón encanecido y delgado como si estuviera tuberculoso, que, según su costumbre, comía con la nariz en el plato, mientras sus ojos grises vigilaban el jeroglífico de una revista, interpretándolo al tiempo que masticaba.
Erdosain se sintió un poco reanimado por la sonrisa cordial de Luciana y Elena.
Luciana era carilarga y rubia, con la nariz respingada y la boca de largos y finos labios sinuosos teñidos de rosa. Elena tenía aspecto monjil, con su semblante ovalado y color de cera y las polleras largas, y las manos gordezuelas y pálidas.
–¿Querés cenar? –dijo la anciana.
Erdosain, al observar cuán enjuta estaba la fuente, respondió que ya lo había hecho.
–¿De veras que cenaste?
–Sí... voy a tomar un poco de té.
Le hicieron sitio junto a la mesa, y Erdosain tomó asiento entre el sordo Eustaquio que continuaba vigilando su jeroglífico y Elena, que distribuía el resto del guisote entre Emilio y la anciana.
Erdosain los observó compadecido. Hacía muchos años que conocía a los Espila. En otro tiempo la familia ocupaba una posición relativamente desahogada, luego una sucesión de desastres los había arrojado en plena miseria, y Erdosain, que encontró casualmente un día en la calle a Emilio, los visitó.
Hacía siete años que no los veía y se asombró de reencontrarlos a todos viviendo en un cuchitril, ellos, que en otra época tenían criada, sala y antesala. Las tres mujeres dormían en la habitación atestada de muebles viejos y que hacia en las horas de cenar o almorzar, las veces de comedor, mientras que Emilio y el sordo se guarecían en una cocinita de chapas de zinc. Para subvenir a los gastos de la casa, efectuaban los trabajos más extraordinarios: vendían guías sociales, aparatos caseros para fabricar helados, y las dos hermanas hacían costura. Un invierno, era tanta la pobreza, que robaron un poste de telégrafos y lo aserraron en la noche. Otra vez se llevaron todos los pilares de un alambrado, y las aventuras que corrían para muñirse de dinero lo divertían y compadecían a un tiempo a Erdosain.
La impresión que recibió la primera vez que lo visitó, fue enorme. Vivían los Espila en un caserón cerca de Chacarita, un cuartel de tres pisos y divisorias de chapas de hierro. El edificio tenía el aspecto de un transatlántico, y los chiquillos brotaban de allí como si el conventillo fuera un falansterio. Durante algunos días Erdosain recorrió las calles pensando en los sufrimientos que debieron sobrellevar los Espila, para resignarse a esa catástrofe, y más tarde, cuando inventó la rosa de cobre, se dijo que para levantar el espíritu de esa gente era necesario injertarles una esperanza, y con parte del dinero robado en la Azucarera compró un acumulador usado, un amperímetro y los diversos elementos para instalar un primitivo taller de galvanoplastia.
Y convenció a los Espila que debían dedicarse a ese trabajo en horas perdidas, pues de tener éxito todos se enriquecerían. Y él, cuya vida carecía por completo de consuelo y esperanza, él, que se sentía perdido hacía mucho tiempo, llegó a sugestionarlos con esperanzas tan intensas que los Espila se avinieron a iniciar los experimentos, y Elena se dedicó muy en serio a estudiar galvanoplastia, mientras que el sordo preparaba los baños y se ponía práctico en ese trabajo de unir en serie o tensión los cables del amperímetro y en manejar la resistencia. Hasta la anciana participó en los experimentos y nadie dudó, cuando consiguieron cobrear una chapa de estaño, que en breve tiempo se enriquecerían si la rosa de cobre no fracasaba.
Erdosain les habló además de confeccionar puntillas de oro, visillos de plata, gasas de cobre, y hasta esbozó un proyecto de corbata metálica que los asombró a todos. Su plan en esencia era sencillo.
Se fabricarían camisas de pecheras, puño y cuellos metálicos, tomando género, bañándolo en una solución salina y sometiéndolo a un baño galvanoplastia) de cobre o níquel. Gath y Chaves, Harrods o San Juan podrían comprarle la patente, y Erdosain, que no creía sino a medias en esas aplicaciones, llegó a pensar un día que se había extralimitado en hacer soñar a esa gente, porque ahora, a pesar de que no pagaban a nadie y se morían casi de hambre, lo menos que soñaban era adquirir un Rolls– Royce y un chalet, que de no estar en la Avenida Alvear no les interesaba como propiedad. Erdosain se inclinó sobre la taza de té, y entonces Luciana, que estaba ligeramente sonrosada, correspondió a la sonrisa petulante de Emilio con una señal, pero éste, que a causa de estar extraordinariamente desdentado no podía hablar sino ceceando mucho, dijo:
–Zabez... la roza ez un hecho...
–Sí, gracias a Dios la hemos conseguido sacar. –Pero Luciana saltó impaciente, abrió un cajón de lavatorio y Erdosain sonrió entusiasmado.
Entre los dedos de la rubia doncella se erguía la rosa de cobre.
En el miserable cuchitril la maravillosa flor metálica esfoleaba sus pétalos bermejos. El temblor de la llama de la lámpara de acetileno hacía jugar una transparencia roja, como si la flor se animara de una botánica vida, que ya estaba quemada por los ácidos y que constituía su alma.
El sordo levantó la nariz del plato de escarola, y con voz tenante, exclamó, después de examinar el jeroglífico y la rosa:
–No hay vuelta, che... Erdosain... sos un genio...
–Zi de ezta hecha noz hazemos ricoz...
–Dios te oiga –murmuró la anciana.
–Pero mamá... no zea tan ezéptica...
–¿Te costó mucho trabajo?
Elena, con una gravedad sonriente y talante científico, se explicó.
–Fijate, Remo, que como a la primera rosa éste le largaba exceso de amperaje, se quemaba...
–¿Y el baño no se precipitó?
–No... eso sí, lo entibiamos un poquito...
–Para darle el baño a ésta; la encolamos...
–Zabez... un baño de cola fina... zuave...
Remo examinó nuevamente la rosa de cobre, admirando su perfección. Cada pétalo rojo era casi transparente, y bajo la película metálica se distinguía apenas la forma nervada del pétalo natural, que había ennegrecido la cola. El peso de la flor era leve, y Erdosain agregó:
–¡Qué liviana!... Pesa menos que una moneda de cinco centavos...
Luego observando una sombra amarilla que cubría los pistilos de la flor, estriándose al retrepar a los pétalos, agregó:
–Sin embargo, cuando saquen las flores del baño tienen que lavarlas con mucha agua. ¿Ven estas estrías amarillas? Es el cianuro del baño que ataca al cobre. –Todas las cabezas formaban círculo en torno de él, y le escuchaban con religioso silencio. Continuó: –Se forma cianato de cobre, que hay que evitarlo, porque si no no ataca el baño de níquel. ¿Cuánto duró?
–Una hora.
Al levantar los ojos de la rosa su mirada se encontró con la de Luciana. Los ojos de la doncella parecían aterciopelados de una calidez misteriosa y sus labios sonreían dejando entrever los dientes brillantes. Erdosain la miró extrañado. El sordo examinaba la rosa y todas las cabezas estrechadas contra él seguían con atención las rayas amarillas del cianuro. Luciana no bajó los párpados. De pronto Erdosain recordó que al día siguiente intervendría en el asesinato de Barsut, y una tristeza enorme le hizo bajar los ojos: luego, súbitamente hostil para esa gente ilusionada y que no tenía una idea de sus sufrimientos y de las angustias que hacia meses estaba soportando, se levantó y dijo:
–Bueno, hasta luego.
Hasta el sordo lo miró desencajado.
Elena dejó la silla y la anciana quedóse con el brazo inmóvil sosteniendo un plato que iba a colocar frente a Eustaquio.
–¿Qué te pasa, Remo?
–Pero, che, Erdosain...
Elena lo observó seriamente:
–¿Te pasa algo, Remo?
–Nada, Elena... créame...
–¿Estás enojado? –preguntó Luciana llenos los ojos de su calidez misteriosa y triste.
–No, nada... sentía unas enormes ganas de verlos... Ahora tengo que irme...
–¿De veras que no estás enojado?
–No, señora.
–Zon las preocupacionez... me explico...
–Callate vos, badulaque...
El sordo se resolvió a abandonar el jeroglífico e insistió en lo que dijera antes.
–Te prevengo que esto tenés que tomarlo en serio, porque te vas a hacer rico.
–¿Pero no te pasa nada a vos?
Erdosain recogió su sombrero. Experimentaba una repugnancia enorme al pronunciar palabras inútiles. Todo estaba resuelto. ¿A qué hablar, entonces? Sin embargo, se esforzó y dijo:
–Créanme... los quiero mucho a ustedes... como antes... No estoy enojado... tranquilícense... tengo más ideas... Pondremos una tintorería de perros y venderemos perros teñidos de verde, de azul, de amarillo y de violeta... Ya ven que ideas me sobran... Ustedes van a salir de esta horrible miseria... yo los voy a sacar... ya ven, me sobran ideas.
Luciana lo miró compadecida y dijo:
–Yo te acompaño –así salieron juntos hasta la calle.
La neblina encajaba en el callejón un cubo en el cual reverberaban tristemente los mecheros de los faroles de petróleo.
De pronto, Luciana tomóse del brazo de Erdosain y le dijo con voz muy suave:
–¡Te quiero, te quiero mucho!
Erdosain la miró irónicamente, su pena se había transfigurado en crueldad. La miró:
–Ya lo sé.
Ella continuó:
–Te quiero tanto, que para serte agradable me he estudiado cómo es un alto horno y el transformador de Beseemer. ¿Querés que te diga lo qué son los atalajes y cómo funciona la refrigeración?
Erdosain la envolvió en una mirada fría, pensando: «Esta mujer está mal».
Ella continuó: –Siempre pensaba en vos. ¿Querés que te explique el análisis de los aceros y cómo se funde el cobre, mirá, y el lavado del oro y lo qué son las muflas?
Erdosain, apretando obstinadamente los labios, caminaba por el callejón pensando que la existencia de los hombres era un absurdo, y otra vez el rencor injustificado brotaba de él hacia la dulce muchacha que, apretada contra su brazo decía:
–¿Te acordás de aquella vez que hablaste de que tu ideal era ser jefe de un alto horno? Me has vuelto loca. ¿Por qué no hablas? Entonces me puse a estudiar metalurgia. ¿Querés que te explique la diferencia que existe entre una distribución irregular de carbono y otra molecular perfecta? ¿Por qué no hablas, querido?
Sintióse el fragor sordo del tren que pasó a lo lejos, la lechosidad de la neblina se convertía en oscuridad a poca distancia de los faroles, y Erdosain hubiera querido hablar, explicarle sus desdichas, pero aquel la malignidad sorda y enconada, lo mantenía rígido junto a la doncella, que insistió:
–Pero, ¿qué tenés? ¿Estás enojado con nosotros? Sin embargo, a vos te deberemos nuestra fortuna.
Erdosain la miró de pies a cabeza, apretó el brazo de la muchacha y le dijo sordamente:
–No me interesas.
Luego le volvió la espalda, y antes de que ella atinara a volverse hacia él, a rápido paso se perdió entre la neblina.
Comprendía que gratuitamente había ultrajado a la muchacha, y esta convicción le proporcionó una alegría tan cruel, que murmuró entre dientes:
–Ojalá revienten todos y me dejen tranquilo.