Los siete locos/Trabajo de la angustia
Esa noche no durmió. Estaba sumamente cansado. Tampoco pensaba en nada. Pretendió darme una definición de aquel estado con estos términos:
–El alma está como si se hubiera salido medio metro del cuerpo. Un aniquilamiento muscular extraordinario, una ansiedad que no termina nunca. Usted cierra los ojos y parece que el cuerpo se disuelve en la nada, de pronto se recuerda un detalle perdido, entre los millares de días que ha vivido; no cometa usted nunca un crimen, porque eso más que horrible es triste. Usted siente que va cortando una tras otra las amarras que lo ataban a la civilización, que va a entrar en el oscuro mundo de la barbarie, que perderá el timón, se dice y eso también se lo dije al Astrólogo, que provenía de una falta de training en la delincuencia, pero no es eso, no. En realidad, usted quisiera vivir como los demás, ser honrado como los demás, tener un hogar, una mujer, asomarse a la ventana para mirar los transeúntes que pasan, y sin embargo, ya no hay una sola célula de su organismo que no esté impregnada de la fatalidad que encierran esas palabras: tengo que matarlo. Usted dirá que razono mi odio. Cómo no razonarlo. Si tengo la impresión de que vivo soñando. Hasta me doy cuenta de que hablo tanto para convencerme de que no estoy muerto, no por lo sucedido sino por el estado en que lo deja un hecho así. Es igual que la piel después de una quemadura. Se cura, ¿pero vio usted cómo queda?, arrugada, seca, tensa, brillante. Así le queda el alma a uno. Y el brillo que a momentos se refleja le quema los ojos. Y las arrugas que tiene le repugnan. Usted sabe que lleva en su interior un monstruo que en cualquier momento se desatará y no sabe en qué dirección.
«¡Un monstruo! Muchas veces me quedé pensando en eso. Un monstruo calmoso, elástico, indescifrable, que lo sorprenderá a usted mismo con la violencia de sus impulsos, con las oblicuas satánicas que descubre en los recovecos de la vida y que le permiten discernir infamias desde todos los ángulos. ¡Cuántas veces me he detenido en mí mismo, en el misterio de mí mismo y envidiaba la vida del hombre más humilde! ¡Ah!, no cometa nunca un crimen. Véame a mí cómo estoy. Y me confieso con usted porque sí, quizá porque usted me comprende...
«¿Y la noche?... Llegué tarde a casa. Me tiré vestido encima de la cama. La emoción que puede experimentar un jugador la sentía yo en los afanosos latidos de mi corazón. En realidad no pensaba en los sucesos posteriores al delito, sino que mantenía al borde del mismo la curiosidad de saber cómo me comportaría, qué es lo que haría Barsut, de qué forma lo secuestraría el Astrólogo, y el crimen que en algunas novelas había leído se presentaba interesante; veía yo ahora que era algo mecánico, que cometer un crimen es sencillo, y que nos parece complicado a nosotros debido a que carecemos de la costumbre de él.
«Tan es así que recuerdo que me quedé acostado con la mirada fija en un ángulo de la pieza a oscuras. Pedazos de antigua existencia, pero inconexos, pasaban como empujados por un viento, ante mis ojos. Nunca llegué a explicarme el misterioso mecanismo del recuerdo, que hace que en las circunstancias excepcionales de nuestra vida, de pronto adquiera una importancia casi extraordinaria el detalle insignificante y la imagen que durante años y años ha estado cubierta en nuestra memoria por el presente de la vida. Ignorábamos que existían aquellas fotografías interiores y de pronto el espeso velo que las cubre se rompe, y así, esa noche, en vez de pensar en Barsut me dejé estar allí, en ese triste cuarto de pensión, en la actitud de un hombre que espera la llegada de algo, de ese algo de que he hablado tantas veces, y que a mi modo de ver debía darle un giro inesperado a mi vida, destruir por completo el pasado, revelarme a mí mismo un hombre absolutamente distinto de lo que yo era.
«En realidad, el crimen no me preocupaba mucho, sino otra curiosidad: ¿de qué forma me manifestaría después del crimen? ¿Sufriría remordimientos? ¿Enloquecería, terminaría por irme a denunciar? ¿O sencillamente viviría como hasta el presente, adolorido de esa impotencia singular que le daba a todos los actos de mi vida una incoherencia que ahora usted dice son los síntomas de mi locura?
«Lo curioso es que a momentos sentía grandes impulsos de alegría, deseos de reírme para simular un paroxismo de locura que no existía en mí; mas quebrantado el impulso trataba de figurarme de qué forma lo secuestraríamos a Barsut. Estaba seguro de que se defendería, pero el Astrólogo no era hombre de intervenir sin previsión en una empresa. Otras veces me planteaba el problema mediante qué forma Barsut había adivinado que la circular del Ministerio de Guerra estaba falsificada y me admiraba de haber conseguido aquella perfecta presencia de espíritu, cuando volviendo hacia mí la cara jabonada, dijo casi irónicamente:
«–Mirá qué curioso si la circular estuviera falsificada.
«En realidad él era un canalla, pero yo no le iba a la zaga; la diferencia quizá consistiría en que él no experimentaba curiosidad por sus bajas pasiones como la sentiría yo. Además, a mí no me importaba nada en aquellas circunstancias. Quizá fuera yo el que lo matara, quizá fuera el Astrólogo, el caso es que había arrojado mi vida a un recoveco monstruoso, en el que los demonios jugaban con mis sentidos como con los dados metidos en un cubilete.
«Llegaban ruidos lejanos: el cansancio se infiltraba por mis articulaciones; a momentos me parecía que la carne, como una esponja, chupaba el silencio y el reposo. Ideas torvas se me ocurrían respecto a Elsa, un rencor taciturno me enrigecía los músculos en los maxilares; hasta sentía la pena de mi pobre vida.
«Sin embargo, la única forma de rehabilitarme ante mí era asesinándolo a Barsut, y de pronto me veía de pie junto a él; estaba atado con sogas gruesas y echado sobre un montón de bolsas; de él sólo era nítido el verde perfil del ojo y la nariz pálida; yo me inclinaba suavemente encima de su cuerpo, esgrimía un revólver, le apartaba dulcemente el cabello de las sienes y le decía en voz muy baja:
«–Vas a morir, canalla.
«Los bulto se estremecía, yo levantaba el revólver, apoyaba el caño en la piel sobre la sien y nuevamente repetía en voz muy baja:
«–Vas a morir, canalla.
«Los brazos se removían bajo las gruesas ligaduras, era una desesperada faena de huesos y de músculos espantados.
«–¿Te acordás, canalla, te acordás de las papas, de la ensalada volcada encima de la mesa? ¿Tengo ahora esa cara de infeliz que te preocupaba?
«Mas intempestivamente sentía vergüenza de decirle esas villanías, y entonces le decía, o no, no le decía nada, tomaba una bolsa y le cubría la cabeza: bajo la arpillera tupida, la cabeza se removía furiosamente; yo trataba de apretarla contra el piso para asegurar la eficacia del balazo y la posición segura del caño del revólver, y la arpillera resbalaba sobre los cabellos y todos mis esfuerzos eran inútiles para domar el coraje de esa fiera, que ahora resoplaba sordamente para escapar de la muerte.
Si se desvanecía este sueño, me imaginaba viajando por el archipiélago de la Malasia, a bordo de un velero en el océano Indico; había cambiado de nombre, mascullaba inglés, mi tristeza era quizá la misma, pero ahora tenía brazos fuertes, la mirada serenísima; quizás en Borneo, quizás en Calcuta o más allá del mar Rojo, o al otro lado de la Taiga, en Corea o en Manchuria, mi vida se reedificará».
Cierto es que ya no eran los sueños del inventor ni del nombre que descubría unos rayos eléctricos, tan poderosos como para fundir moles de acero como si fueran lentejas de cera, ni presidiría la mesa vidriada de la Liga de las Naciones.
En otros momentos el terror avanzaba en Erdosain: tenía la sensación de estar engrilletado, la terrible civilización lo había metido dentro de un chaleco de fuerza del que no se podía escapar. Veíase encadenado y con el traje de rayadillo, cruzando lentamente en una columna presidiaría, entre médanos de nieve, hacía los bosques de Ushuaia. El cielo estaba arriba blanco como una chapa de estaño.
Esta visión le enardeció; aciegado del furor lento, se levantó, caminando de una parte a otra del cuarto, tenía intenciones de golpear las paredes con los puños, hubiera querido horadar los muros con los huesos; luego se detuvo en la jamba de la puerta, se cruzó de brazos, nuevamente la pena retrepó hasta su garganta, era inútil cuanto hiciera, en su vida había una realidad ostensible, única, absoluta. El y los otros. Entre él y los otros se interponía una distancia, era quizá la incomprensión de los demás, o quizá su locura. De cualquier forma, no por eso era menos desdichado. Y nuevamente el pasado se levantó por pedazos ante sus ojos; la verdad es que hubiera deseado escaparse de sí mismo, abandonar definitivamente aquella vida que contenía su cuerpo y que lo envenenaba.
¡Ah!, entrar a un mundo más nuevo con grandes caminos en los bosques, y donde el hedor de las fieras fuera más incomparablemente dulce que la horrible presencia del hombre.
Y caminaba, quería extenuarlo a su cuerpo, agotarlo definitivamente, aplastarlo por el cansancio hasta tal grado que le fuera imposible modular una sola idea.