Los suicidas por amor
Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.
Recuerdo en este momento tres historias que voy a tener el honor de ofrecer a ustedes para muestra.
¿Para muestra de qué? preguntará algún curioso.
Para muestra de la candidez humana.
Éste era un muchacho más honrado de lo que suele ser un muchacho, y más bueno de lo que debe ser un amante.
Amaba a una chica muy guapa que se llamaba...
Casi no me atrevo a decir a usted que se llamaba Zoa.
¿Qué hay que esperar de una mujer que se atreve a llamarse Zoa?
Fernando, que así se llamaba el joven inesperto, conoció a Zoa en una casa de baños.
La vio, y la amó, como dicen los novelistas.
Ella le dio esperanzas; él las tomó, en lo cual hizo muy mal, y el resultado de estos dares y tomares fué enamorarse Fernando como un loco y ella como una mujer cuerda.
Pasaba el tiempo. Fernando había pedido la mano de Zoa, los padres habían respondido que lo pensarían, y la muchacha no lo había pensado aún.
A medida que los días pasaban, Fernando se iba engolfando de tal manera en el amor de la muchacha, que ya empezaba a tener dolor de estómago.
Este síntoma es terrible.
Es un síntoma que no acaba más que de dos maneras.
Ó con el matrimonio, ó con la muerte.
Zoa tenía un carácter angelical hasta cierto punto.
Su único defecto consistía en creer que a la mujer no le sientan mal ciertas cosas.
Por ejemplo: Zoa no tenía por cosa grave el hablar con un primo suyo, capitán de cazadores.
A Fernando, por el contrario, le parecía ésta una cosa grave.
Un día, Fernando le dijo a Zoa:
—¿No comprendes que las gentes que te vean hablar con él, se reirán de mí?
Y Zoa contestó:
—¡Pero si no hablo con él nada de particular! ¡Es un primo, un amigo de la infancia!...
Los amigos de la infancia son terribles. Todo lo que hacen les está bien.
Fernando se aguantó, pero comenzó a pensar en que su amada no se apresuraba a complacerle.
Por cierto que a las pocas horas de haber hablado con ella del primo, llegó un amigo y le dijo:
—¡Hola, Fernandito! ¡Ahí he visto a tu futura con el primito de siempre!
A Fernando le pasó una nube de fuego por los ojos.
Volvió a casa de Zoa y le dijo:
—No quiero, ni puedo consentir en que vuelvas a presentarte en público con tu primo.
Y Zoa contestó:
—¿Ya empiezas a mandar?
Y Fernándo, colérico, contestó:
—¡Sí!
A lo cual dijo Zoa:
—Mal porvenir me aguarda.
Fernando sintió que se le helaba la sangre en el corazón. (Ésta también es palabra novelesca.)
—Si le temes al porvenir, dijo, no le aceptes.
Y entonces Zoa, muy incomodada, exclamó:
—¡Pues ya que tú me lo propones, sea! ¡Así como así... eres insufrible!
Fernando salió de allí llorando.
Llegó a su casa y se pegó un tiro.
Voy a recordar otra historia.
Casáronse en Madrid un joven de veinticinco años y una mujer de treinta.
Él tenía una arrogante figura. Ella era una mujer regular.
Él se había enamorado ciegamente de ella oyéndola cantar en varias soirées, viéndola elegantísima en un palco del teatro Real y admirándola en todas partes por su talento y su fama de mujer agradable.
Dos años llevaban de matrimonio, cuando hallándose ambos una noche en el Prado, hubo de notar él que iba detrás de ellos un cierto sujeto, cuya proximidad no dejaba de ser alarmante.
Como el marido no había pensado jamás en que su mujer fuese seguida, le dijo riendo.
—¿Sabes que llevamos escolta?
Y ella, (¡torpe!) dijo, mirando atrás:
—¡Ca!
Este ¡ca! era una declaración.
Aquella misma noche debía salir de Madrid el marido.
Al llegar a casa volvió la vista y notó que el sujeto próximo estaba en la acera de enfrente.
—Entra, dijo a la señora el marido.
Y la señora entró en casa sin preguntar por qué.
Entonces el marido fué a dirigirse al sujeto...
Pero tuvo un instante de lucidez, y pensó:
—¿Qué voy yo a hacer?
En seguida entró en casa.
Al subir por la escalera tuvo otro momento de lucidez, y pensó:
—¡Qué estúpido se vuelve un hombre cuando es marido! ¡Ya iba yo a sospechar de mi mujercita!
Arregló la maleta, abrazó a su mujercita, y se marchó a Toledo, donde tenía que despachar asuntos de importancia.
En cuanto llegó a Toledo escribió a su mujer.
A los dos días recibió carta de ella.
La abrió (la carta) y se encontró con esto:
« Luis, eres un imprudente: la otra noche me seguiste, yendo yo con mi marido, y estuvimos a punto de ser descubiertos. Mi marido ha salido para Toledo hace dos días. Ven.»
Y seguía la firma.
El marido comprendió inmediatamente que su mujer había trocado el sobre de la carta.... Abrió la ventana de par en par y se arrojó a la calle.
Murió en el acto.
Epílogo. La mujer se llamaba.... ¡Consolación!
La tercera historia no es menos lastimosa.
Es la historia de España.
España era un escribano amigo mío, el hombre más jovial de la tierra.
¡Siempre estaba contento! Daba gozo ver a aquel hombre gordo; colorado, alegre, decidor, ocurrente como ninguno y burlón como cualquier habitante de su apellido.
Venía todas las noches al café Suizo a última hora, y era el jefe de una reunión de gente alegre, cuya ocupación nocturna consistía en hablar mucho y mal de todo bicho viviente.
Una noche dejó de venir.
—¿Y España? preguntábamos todos; ¿qué le habrá pasado?
—¿Estará malo?
A la noche siguiente tampoco vino.
Nos hacía falta, le queríamos mucho, y ya íbamos a ir a su casa a preguntar por él, cuando un suelto de La Correspondencia nos dejó como petrificados.
España se había suicidado.
Repuestos del primer susto quisimos creer que ó la noticia sería falsa, ó el España suicidado sería otro; uno de nuestros amigos llegó entonces y confirmó la noticia.
¡El hombre alegre, el hombre, se había arrojado al estanque del Retiro!
Y había dejado escrita la siguiente carta:
«Muero porque no puedo sufrir el desengaño
que me ha dado una mujer a quien amaba ciegamente desde hace dos años, y que ha huido al
extranjero con otro hombre.»
Ahora bien, lector amigo, por si acaso estás de acuerdo con alguno de los tres señores cuyo trágico fin te he contado, y por si me dices que tú en su caso hubieras hecho lo mismo, voy a convencerte de que no tienes razón.
Hace ocho meses que se suicidó Fernando.
Diez y medio que se arrojó por la ventana el marido de Consolación.
Un año que perdimos a España.
Zea pasea a caballo por la fuente de la Castellana con un capitán de cazadores.
Consolación se ha quitado el luto, y está mucho más gorda.
La señora de España ha vuelto a Madrid y está abonada al teatro de la Zarzuela.