Los tesoros de la Alhambra
Una noche (ya muy cercana su partida para pasar el verano con sus padres) dieron las doce sin haber acudido al sitio acostumbrada. Ya principiaba yo á tomar cuidado por su tardanza cuando lo vi llegar mas alegre y estruendosamente que nunca, y apoderándose de mi mano con el afecto mas cordial se me excusó de su descuido, y como siempre, enderezamos hacia nuestra posada. Aquella noche fueme imposible hacerle entablar discurso alguno de interés, y mucho menos de nuestras tareas académicas: "Estudiemos por placer y no por obligación, me decia, ¿ piensas que se apreciarán nuestros desvelos aunque descollemos en la universidad y logremos todos los lauros de Minerva ? Si tal sucediera ¿ cómo quedarían los necios? y ya está decidido que ellos han de campear siempre por el mundo. Asi, diciendo proseguía, de hoy en adelante discurramos por pláticas mas sabrosas y no de tanto enfado, y ya que no podemos atraer el sueño ahora olvidemos las pandectas y los códigos." Diciendo esto comenzó á presentarme sus proyectos, que no fueran mayores ni mas espléndidos si hubiera á mano un millón de pesos, y por sus adquisiciones futuras y por las haciendas que me habia de regalar, y por los viajes que inseparablemente habíamos de emprender, lo dejé por loco ó como hombre que se entretenía en fantasear las horas del sueño y del descanso. Al día siguiente bien de mañana estaba ya en su bufete sumando y figurando cantidades de un valor inmenso, y sin embargo de tener á mano el dinero que su familia le envió para el viaje, me rogó que le prestase tres monedas que fuesen de una á otra mayores en otro tanto. Respondile que las monedas pocas que poseía, no guardaban tal proporción, pero que para gastarlas nada importaba, aquella para mí circunstancia muy extraña. Se levantó sin replicarme ni un eco, y fuese por la casa en demanda de monedas tan peregrinas, y á poco volvió diciendo: "Es mucho que nadie ha podido cumplirme el gusto sino la persona que menos hubiera querido, pero fuerza ha sido contentarse con su buena obra. La vieja Carja me ha dado tres monedas con el requisito que yo pedia: son tres doblas, la primera de dos pesos, la segunda de cuatro y la tercera de ocho, y esta última preciso es que la tenga guardada muchos lustros ha, puesto que es de oro macuquino ó cortado, y esto hablando me enseñó la dobla, que por el reverso tenía los nombres de Fernando y de Isabel. La vieja Carja (prosiguió mi camarada), por muy dulzaina que se muestre para conmigo, siempre me es de mal agüero desde que el otro dia, diciéndome la buenaventura cierta gitanilla que conoces, me vaticinó que mis gustos se me habian de aguar por manos viejas, pero en el asunto que ahora trato no se que mal pueda inducirme."
Nos separamos sobre el anochecer y quedamos como siempre citados en el puente de Santa Ana. Llegada la hora, y aun no habia dado el cuarto para las doce, cuando con paso vacilante y con el aire mas melancólico se me acercó, y tomándome por la mano, fria como el granizo, tiró de mi para la posada, yendo yo tan confuso como espantado. Sus suspiros me lastimaban sobremanera, y al tocar los umbrales de la puerta me dijo: "¡Qué maravillas vas á saber de mí!" Retirados á nuestro aposento, y yo mas curioso que nunca y temiendo el espíritu arriscado y de aventuras de mi amigo, me senté sobre el borde de la cama y esperé á que comenzase, como comenzó asi su razonamiento.
"Ayer al asomar la noche, recogía el fresco por el puente último que lleva al Abellano, y donde viene también á dar la senda que conduce á las espaldas de la Alhambra. Solitario el sitio, y la hora á propósito, me dejaba ir en alas de mis devaneos, cuando una voz cercana á mí en extremo me sacó de mis ensueños, diciéndome: "¿Eres valiente? Quieres hacer fortuna?...." Volví los ojos y me encontré á dos pasos con un soldado de mas que alta estatura , con morrion de cresta, con gola y vestes azules , con el rostro no desagradable pero pálido y ceniciento, y con la voz si bien honda y tristísima nada desapacible. Llevaba terciada la espada del hombro, y en la mano apoyaba la pica oscura pero de hierro muy luciente. Considerándolo un breve espacio, y porque no dudase de mi valor, le dije que estaba resuelto á lodo, y ordenándome que lo siguiese fuime en pos de él, ya casi perdido todo recelo por haberme largado la pica en que se apoyaba para que yo la condujese. El astil era tan pesado, que casi la llevaba arrastrando, y sin falta me prestaba la cualidad de invisible, puesto que encontrándome con varios conocidos y amigos que volvían de su paseo ninguno hizo reparo en mi persona. Ya cercano al bosque me dijo el soldado: "Cuando lleguemos á las ruinas de los torreones (y cuenta con no equivocarle) haz lo contrario de lo que yo le mande." Prometilo asi y emparejamos con el baluarte de la puerta de hierro, por donde se dice que Boabdil salió huyendo de la furia de los caballeros Abencerrájes por la muerte de sus parientes. Allí me dijo el misterioso guia que tocase con la lanza, lo que me guardé mucho de ejecutar, pero cuando llegamos á la torre aislada de las almenas y me ordenó que no llamase, entonces la levanté y di con ella un gentil bote contra la muralla, la cual maravillosamente se abrió de par en par, no dudando yo de seguir al soldado por aquellas oscuridades. En la estancia donde nos paramos no encontré mas adornos que enormes tinajas enclavadas en la tierra, y sentándose y haciéndome sentar el soldado sobre las tapas de hierro que las cubrían, me relató el encanto y el prodigio mas estupendo que puede forjar la imaginación mas maravillosa. Me dijo que desde la conquista de Granada estaba preso en aquella torre, custodiando los crecidos tesoros que los moros habian recatado y escondido de los cristianos, cuyo empleo enojoso lo cumplia enfadosamente. Que le estaba permitido el salir de tres en tres años para procurar su libertad, y que en distintos trances se habia dejado ver de algunos, para que le facilitasen su rescate, pero que nunca logró el cabo y fin deseado, pues de ellos á unos les faltó el valor, otros desmayaron en la mitad del camino y muchos no llenaron los requisitos y condiciones que se les habian impuesto, perdiendo asi el premio de su trabajo: y al decir esto levantó la tapa y sacó de la tinaja mas cercana , como por muestra el puño lleno de la arena mas fina de oro, que era lo que reposaba en aquellos vasos. Yo entonces, prosiguió mi amigo, le aseguré al soldado mi buen deseo y le ofrecí la fineza y esmero mas extremado, y que pudiera disponer de mí á su buen alvedrío, sin que los peligros pudieran arredrarme. El soldado me respondió que no seria necesario arriesgar mi persona, y que para dar comienzo á la obra volviese á verle á la noche siguiente (por hoy) con tres monedas pedidas, pensadas y dobladas. Pedile la clave de este enigma, y me dijo que las tres monedas habian de ser rogadas y tomadas de un amigo que ignorando el fin misterioso de su destino pensase que eran para el uso mío, y que últimamente fueran el doble la una de la otra. Bien encomendadas á mi memoria todas estas circunstancias me despedí del soldado, quien para llamarlo cuando la ocasión llegase me dio la seña de tres palmadas, con tres palabras que habrá una hora que recité y ya las he olvidado con mayor espanto mio. Separado de él anoche, tenia ante mis ojos la opulencia mas rica, y en mi mano el hacerte feliz y poderoso, y ya reparaste la loca alegría que me dominaba. No perdiendo tiempo me procuré las monedas misteriosas, que al ver mio, llenaban los puntos acondicionados, y esta misma noche volé al torreón arruinado, y dando las tres palmadas, y pronunciando las tres palabras que ya olvidé, se abrió al punto la muralla, dejándoseme ver el soldado, con el rostro mas tristey lastimado. "Todo lo hemos perdido, me dijo, sé que has hecho cuanto tu buen deseo te sugirió y cuanto estuvo en tu mano, pero si bien las monedas son dobladas, la mayor tiene el mal de pertenecer á los Reyes conquistadores de este suelo, Fernando é Isabel, y para los usos que debieron servir no perdonan los genios que aquí mandan, ni el nombre ni la efigie de entrambos héroes. Mira en prueba, me dijo, á que se redujo cuanto estos vasos contenían, y destapándolos sucesivamente no me mostró sino ceniza , y estas urnas, prosiguió, llenas de piedras preciosas, que por fineza mia y adeala debida á tu buena voluntad te destinaba, todas se han vuelto de carbon, y era asi como él decia , siendo las urnas como aquellos jarrones de porcelana que se conservan en los Adarves, y fueron hallados en el aposento de las ninfas llenos de ametistes, topacios y esmeraldas. El soldado se despidió tristemente de mí, diciéndome que aún pudiera tener esperanza dentro de los tres años, plazo necesario para que su visión pudiera repetirse, sin temer yo nada por la seguridad de los tesoros, pues estaban á salvo enteramente entanto que estuviesen en su custodia." Salí de la muralla, y volviendo los ojos no vi sino el lienzo liso y sin lesión alguna, yendo á buscarte con el desconsuelo que puedes imaginar, pudiendo decir solo que nada en el mundo podrá aliviarme el pesar de haber perdido la mayor dicha y opulencia que puede esperar el hombre habiéndolas tenido á tiro de la mano."
Por mucho que me parecieran disparatadas las razones de mi amigo, todavia lo vi tan cordialmente afligido y con abatimiento tal, que tuve á mejor partido el consolarle con otros discursos no de mas compas que los suyos, y procuré que durmiendo recogiese con el sosiego algun poco de mas seso. Las horas de la noche las pasó sin descanso alguno y como en delirio, que llegó al frenesí mas subido cuando á la siguiente mañana nos dijeron que la vieja Carja habia desaparecido dejando muy mal olor de sus acciones, que quien las calificaba de hechiceras, quien las presentaba por de un espíritu malo. Con esta aventura mi amigo no hacia sino repetir el vaticinio de la gitana, y nada podia, no ya distraerle, pero ni aun picarle la curiosidad, ni despertarle el gusto. En fin, partió para su pais (cantón inmediato de las Alpujarras), donde le vi ir con gozo mio, por parecerme que allí dejarla el peso de sus cabilaciones confesando la irritacion de su fantasía. Las cartas que me escribió casi me lo daban ya por restablecido, cuando un veredero que llegó una tarde á mas andar, me trajo de la parte de mi desgraciado amigo el encargo encarecido de que fuese á darle el último adios, si es que queria verle antes de morir. Por mucha diligencia que puse en mi viaje por aquellas montañas, no llegué al lecho del moribundo sino á la segunda tarde, cuando ya mi pobre y delirante compañero tocaba en la agonía. Al verme me tendió la mano y con las lágrimas en los ojos me dijo: "Querido amigo, no he podido ser superior á mi desgracia. El que tuvo ante la vista, y destinadas para él, tantas riquezas y tal poder y se le escaparon de la mano no debe sobrevivir. No te olvides que la dicha tuya, hubiera acompañado á la felicidad de tu amigo. Adiós..... Adiós." Desde entonces no volvió á abrir los ojos y a pocos momentos espiró siempre repitiendo: ¡Los tesoros de la Alhambra!.... ¡Los tesoros de la Alhambra!....