Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1920)/Tomo I/Libro primero
LIBRO PRIMERO
de la historia de los trabajos de Persiles y Sigismunda.
CAPITULO PRIMERO
Voces daba el bárbaro Corsicurbo a la estrecha boca de una profunda mazmorra, antes sepultura que prisión de muchos cuerpos vivos que en ella estaban sepultados, y, aunque su terrible y espantoso estruendo cerca y lejos se escuchaba, de nadie eran entendidas articuladamente las razones que pronunciaba, sino de la miserable Cloelia, a quien sus desventuras en aquella profundidad tenían encerrada.
—Haz, ¡oh Cloelia!—decía el bárbaro—, que, así como está, ligadas las manos atrás, salga acá arriba, atado a esa cuerda que descuelgo, aquel mancebo que habrá dos días que te entregamos; y mira bien si, entre las mujeres de la pasada presa, hay alguna que merezca nuestra compañía, y gozar de la luz del claro cielo que nos cubre y del aire saludable que nos rodea.
Descolgó en esto una gruesa cuerda de cáñamo, y, de allí a poco espacio, él y otros cuatro bárbaros tiraron hacia arriba, en la cual cuerda, ligado por debajo de los brazos, sacaron, asido fuertemente, a un mancebo, al parecer de hasta diecinueve o veinte años, vestido de lienzo basto, como marinero, pero hermoso sobre todo encarecimiento. Lo primero que hicieron los bárbaros fué requerir las esposas y cordeles con que a las espaldas traía ligadas las manos; luego le sacudieron los cabellos, que, como infinitos anillos de puro oro, la cabeza le cubrían; limpiáronle el rostro, que cubierto de polvo tenía, y descubrió una tan maravillosa hermosura, que suspendió y enterneció los pechos de aquellos que para ser sus verdugos le llevaban. No mostraba el gallardo mozo en su semblante género de aflición alguna; antes, con ojos, al parecer, alegres, alzó el rostro y miró al cielo por todas partes, y con voz clara y no turbada lengua dijo:
—Gracias os hago, ¡oh inmensos y piadosos cielos!, de que me habéis traído a morir adonde vuestra luz vea mi muerte, y no adonde estos escuros calabozos, de donde ahora salgo, de sombras caliginosas la cubran; bien querría yo no morir desesperado, a lo menos, porque soy cristiano; pero mis desdichas son tales que me llaman y casi fuerzan a desearlo.
Ninguna destas razones fué entendida de los bárbaros, por ser dichas en diferente lenguaje que el suyo, y así, cerrando primero la boca de la mazmorra con una gran piedra, y cogiendo al mancebo sin desatarle, entre los cuatro llegaron con él a la marina, donde tenían una balsa de maderos, y atados unos con otros con fuertes bejucos y flexibles mimbres. Este artificio les servía, como luego pareció, de bajel, en que pasaban a otra isla que no dos millas o tres de allí se parecía. Saltaron luego en los maderos, y pusieron en medio dellos, sentado, al prisionero, y luego uno de los bárbaros asió de un grandísimo arco que en la balsa estaba, y, poniendo en él una desmesurada flecha, cuya punta era de pedernal, con mucha presteza le flechó, y, encarando al mancebo, le señaló por su blanco, dando señales y muestras de que ya le quería pasar el pecho. Los bárbaros que quedaban asieron de tres palos gruesos, cortados a manera de remos, y el uno se puso a ser timonero, y los dos a encaminar la balsa a la otra isla. El hermoso mozo, que por instantes esperaba y temía el golpe de la flecha amenazadora, encogía los hombros, apretaba los labios, enarcaba las cejas, y, con silencio profundo, dentro en su corazón pedía al cielo, no que le librase de aquel tan cercano como cruel peligro, sino que le diese ánimo para sufrirlo; viendo lo cual el bárbaro flechero, y sabiendo que no había de ser aquél el género de muerte con que le habían de quitar la vida, hallando la belleza del mozo piedad en la dureza de su corazón, no quiso darle dilatada muerte, teniéndole siempre encarada la flecha al pecho; y así arrojó de sí el arco, y, llegándose a él por señas, como mejor pudo, le dió a entender que no quería matarle.
En esto estaban, cuando los maderos llegaron a la mitad del estrecho que las dos islas formaban, en el cual, de improviso, se levantó una borrasca que, sin poder remediarlo los inexpertos marineros, los leños de la balsa se desligaron y dividieron en partes, quedando en la una, que sería de hasta seis maderos compuesta, el mancebo, que de otra muerte que de ser anegado tan poco había que estaba temeroso. Levantaron remolinos las aguas; pelearon entre sí los contrapuestos vientos; anegáronse los bárbaros; salieron los leños del atado prisionero al mar abierto; pasábanle las olas por cima, no solamente impidiéndole ver el cielo, pero negándole el poder pedirle que tuviese compasión de su desventura. Y sí tuvo, pues las continuas y furiosas ondas, que a cada punto le cubrían, no le arrancaron de los leños y se le llevaron consigo a su abismo: que, como llevaba atadas las manos a las espaldas, ni podía asirse ni usar de otro remedio alguno. De esta manera que se ha dicho salió a lo raso del mar, que se mostró algún tanto sosegado y tranquilo al volver una punta de la isla, adonde los leños milagrosamente se encaminaron y del furioso mar se defendieron. Sentóse el fatigado joven, y, tendiendo la vista a todas partes, casi junto a él descubrió un navío que en aquel reposo del alterado mar, como en seguro puerto, se reparaba; descubrieron asimismo los del navío los maderos y el bulto que sobre ellos venía, y por certificarse qué podía ser aquello, echaron el esquife al agua, y llegaron a verlo, y hallando allí al tan desfigurado como hermoso mancebo, con diligencia y lástima le pasaron a su navío, dando con el nuevo hallazgo admiración a cuantos en él estaban. Subió el mozo en brazos ajenos, y, no pudiendo tenerse en sus pies de puro flaco, porque había tres días que no había comido, y de puro molido y maltratado de las olas, dió consigo un gran golpe sobre la cubierta del navío, el capitán del cual, con ánimo generoso y compasión natural, mandó que le socorriesen. Acudieron luego unos a quitarle las ataduras, otros a traer conservas y odoríferos vinos, con cuyos remedios volvió en sí, como de muerte a vida, el desmayado mozo, el cual, poniendo los ojos en el capitán, cuya gentileza y rico traje le llevó tras sí la vista y aun la lengua, le dijo:
—Los piadosos cielos te paguen, piadoso señor, el bien que me has hecho, que mal se pueden llevar las tristezas del ánimo, si no se esfuerzan los descaecimientos del cuerpo. Mis desdichas me tienen de manera que no te puedo hacer ninguna recompensa deste beneficio, si no es con el agradecimiento; y, si se sufre que un pobre afligido pueda decir de sí mismo alguna alabanza, yo sé que en ser agradecido ninguno en el mundo me podrá llevar alguna ventaja.
Y en esto probó a levantarse, para ir a besarle los pies; mas la flaqueza no se lo permitió, porque tres veces lo probó, y otras tantas volvió a dar consigo en el suelo; viendo lo cual, el capitán mandó que le llevasen debajo de cubierta y le echasen en dos traspontines, y que, quitándole los mojados vestidos, le vistiesen otros enjutos y limpios, y le hiciesen descansar y dormir, Hízose lo que el capitán mandó; obedeció, callando, el mozo, y en el capitán creció la admiración de nuevo, viéndolo levantar en pie, con la gallarda disposición que tenía, y luego le comenzó a fatigar el deseo de saber dél, lo más presto que pudiese, quién era, cómo se llamaba y de qué causas había nacido el efecto que en tanta estrecheza le había puesto; pero, excediendo su cortesía a su deseo, quiso que primero se acudiese a su debilidad, que cumplir la voluntad suya.
CAPITULO IIDEL LIBRO PRIMERO
Reposando dejaron los ministros de la nave al mancebo, en cumplimiento de lo que su señor les había mandado; pero como le acosaban varios y tristes pensamientos, no podía el sueño tomar posesión de sus sentidos, ni menos lo consintieron unos congojosos suspiros y unas angustiadas lamentaciones que a sus oídos llegaron, a su parecer, salidos de entre unas tablas de otro apartamiento que junto al suyo estaba; y poniéndose con grande atención a escucharlo, oyó que decían:
—En triste y menguado signo mis padres me engendraron, y en no benigna estrella mi madre me arrojó a la luz del mundo; y bien digo arrojó, porque nacimiento como el mío, antes se puede decir arrojar que nacer. Libre pensé yo que gozara de la luz del sol en esta vida; pero engañóme mi pensamiento, pues me veo a pique de ser vendida por esclava: desventura a quien ninguna puede compararse.
—¡Oh tú, quienquiera que seas!—dijo a esta sazón el mancebo—. Si es, como decirse suele, que las desgracias y trabajos, cuando se comunican, suelen aliviarse, llégate aquí, y, por entre los espacios descubiertos destas tablas, cuéntame los tuyos: que si en mí no hallares alivio, hallarás quien dellos se compadezca.
—Escucha, pues—le fué respondido—, que, en las más breves razones, te contaré las sinrazones que la fortuna me ha hecho. Pero querría saber primero a quién las cuento. Dime si eres, por ventura, un mancebo que poco ha hallaron medio muerto en unos maderos que dicen sirven de barcos a unos bárbaros que están en esta isla donde habemos dado fondo, reparándonos de la borrasca que se ha levantado.
—El mismo soy—respondió el mancebo.
—Pues, ¿quién eres?—preguntó la persona que hablaba.
—Dijératelo, si no quisiera que primero me obligaras con contarme tu vida, que, por las palabras que poco ha que te oí decir, imagino que no debe de ser tan buena como quisieras.
A lo que le respondieron:
—Escucha, que en cifra te diré mis males. El capitán y señor deste navío se llama Arnaldo; es hijo heredero del rey de Dinamarca, a cuyo poder vino por diferentes y extraños acontecimientos una principal doncella, a quien yo tuve por señora, a mi parecer, de tanta hermosura, que, entre las que hoy viven en el mundo, y entre aquellas que puede pintar en la imaginación el más agudo entendimiento, puede llevar la ventaja; su discreción iguala a su belleza, y sus desdichas a su discreción y a su hermosura: su nombre es Auristela; sus padres, de linaje de reyes y de riquísimo estado. Esta, pues, a quien todas estas alabanzas vienen cortas, se vió vendida y comprada de Arnaldo, y con tanto ahinco y con tantas veras la amó y la ama, que mil veces de esclava la quiso hacer su señora, admitiéndola por su legítima esposa, y esto con voluntad del rey, padre de Arnaldo, que juzgó que las raras virtudes y gentileza de Auristela mucho más que ser reina merecían; pero ella se defendía diciendo no ser posible romper un voto que tenía hecho de guardar virginidad toda su vida, y que no pensaba quebrarle en ninguna manera, si bien la solicitasen promesas o la amenazasen muertes. Pero no por esto ha dejado Arnaldo de entretener sus esperanzas con dudosas imaginaciones, arrimándolas a la variación de los tiempos y a la mudable condición de las mujeres, hasta que sucedió que, andando mi señora Auristela por la ribera del mar solazándose, no como esclava, sino como reina, llegaron unos bajeles de cosarios, y la robaron y llevaron no se sabe adónde. El príncipe Arnaldo, imaginando que estos cosarios eran los mismos que la primera vez se la vendieron—los cuales cosarios andan por todos estos mares, ínsulas y riberas robando o comprando las más hermosas doncellas que hallan, para traellas por granjería a vender a esta ínsula donde dicen que estamos, la cual es habitada de unos bárbaros, gente indómita y cruel, los cuales tienen entre sí por cosa inviolable y cierta, persuadidos, o ya del demonio, o ya de un antiguo hechicero a quien ellos tienen por sapientísimo varón, que de entre ellos ha de salir un rey que conquiste y gane gran parte del mundo; este rey que esperan no saben quién ha de ser, y, para saberlo, aquel hechicero les dió esta orden: que sacrificasen todos los hombres que a su ínsula llegasen, de cuyos corazones, digo, de cada uno de por sí, hiciesen polvos, y los diesen a beber a los bárbaros más principales de la ínsula, con expresa orden que, el que los pasase sin torcer el rostro ni dar muestras de que le sabía mal, le alzasen por su rey; pero no ha de ser éste el que conquiste el mundo, sino un hijo suyo. También les mandó que tuviesen en la isla todas las doncellas que pudiesen o comprar o robar, y que la más hermosa dellas se la entregasen luego al bárbaro cuya sucesión valerosa prometía la bebida de los polvos. Estas doncellas compradas o robadas son bien tratadas de ellos, que sólo en esto muestran no ser bárbaros, y las que compran son a subidísimos precios, que los pagan en pedazos de oro sin cuño y en preciosísimas perlas, de que los mares de las riberas destas islas abundan; y a esta causa, llevados deste interés y ganancia, muchos se han hecho cosarios y mercaderes—. Arnaldo, pues, que, como te he dicho, ha imaginado que en esta isla podría ser que estuviese Auristela, mitad de su alma, sin la cual no puede vivir, ha ordenado, para certificarse desta duda, de venderme a mí a los bárbaros, porque, quedando yo entre ellos, sirva de espía de saber lo que desea, y no espera otra cosa sino que el mar se amanse, para hacer escala y concluir su venta. Mira, pues, si con razón me quejo, pues la ventura que me aguarda es venir a vivir entre bárbaros, que de mi hermosura no me puedo prometer venir a ser reina, especialmente si la corta suerte hubiese traído a esta tierra a mi señora, la sin par Auristela. De esta causa nacieron los suspiros que me has oído, y destos temores las quejas que me atormentan.
Calló en diciendo esto, y al mancebo se le atravesó un ñudo en la garganta, pegó la boca con las tablas, que humedeció con copiosas lágrimas, y al cabo de un pequeño espacio, le preguntó si, por ventura, tenía algunos barruntos de que Arnaldo hubiese gozado de Auristela, o ya de que Auristela, por estar en otra parte prendada, desdeñase a Arnaldo y no admitiese tan gran dádiva como la de un reino, porque a él le parecía que tal vez las leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de la religión. Respondióle que, aunque ella imaginaba que el tiempo había podido dar a Auristela ocasión de querer bien a un tal Periandro, que la había sacado de su patria, caballero generoso, dotado de todas las partes que le podían hacer amable de todos aquellos que le conociesen, nunca se le había oído nombrar en las continuas quejas que de sus desgracias daba al cielo, ni en otro modo alguno. Preguntóle si conocía ella a aquel Periandro que decía. Díjole que no, sino que por relación sabía ser el que llevó a su señora, a cuyo servicio ella había venido después que Periandro, por un extraño acontecimiento, la había dejado. En esto estaban, cuando de arriba llamaron a Taurisa, que éste era el nombre de la que sus desgracias había contado, la cual, oyéndose llamar, dijo:
—Sin duda alguna, el mar está manso, y la borrasca, quieta, pues me llaman para hacer de mí la desdichada entrega. A Dios te queda, quien quiera que seas, y los cielos te libren de ser entregado para que los polvos de tu abrasado corazón testifiquen esta vanidad e impertinente profecía: que también estos insolentes moradores desta ínsula buscan corazones que abrasar, como doncellas que guardar para lo que procuran.
Apartáronse; subió Taurisa a la cubierta; quedó el mancebo pensativo, y pidió que le diesen de vestir, que quería levantarse. Trujéronle un vestido de damasco verde, cortado al modo del que él había traído de lienzo; subió arriba, recibióle Arnaldo con agradable semblante, sentóle junto a sí, vistieron a Taurisa rica y gallardamente, al modo que suelen vestirse las ninfas de las aguas o las amadríades de los montes. En tanto que esto se hacía, con admiración del mozo, Arnaldo le contó todos sus amores y sus intentos, y aun le pidió consejo de lo que haría, y le preguntó si los medios que ponía para saber de Auristela iban bien encaminados. El mozo, que del razonamiento que había tenido con Taurisa y de lo que Arnaldo le contaba, tenía el alma llena de mil imaginaciones y sospechas, discurriendo con velocísimo curso del entendimiento lo que podía suceder si acaso Auristela entre aquellos bárbaros se hallase, le respondió:
—Señor, yo no tengo edad para saberte aconsejar; pero tengo voluntad, que me mueve a servirte, que la vida que me has dado, con el recibimiento y mercedes que me has hecho, me obligan a emplearla en tu servicio. Mi nombre es Periandro, de nobilísimos padres nacido, y al par de mi nobleza corre mi desventura y mis desgracias, las cuales, por ser tantas, no conceden ahora lugar para contártelas. Esa Auristela que buscas es una hermana mía que también yo ando buscando, que, por varios acontecimientos, ha un año que nos perdimos. Por el nombre y por la hermosura que me encareces, conozco, sin duda, que es mi perdida hermana, que daría por hallarla no sólo la vida que poseo, sino el contento que espero recibir de haberla hallado, que es lo más que puedo encarecer; y así, como tan interesado en este hallazgo, voy escogiendo, entre otros muchos medios que en la imaginación fabrico, éste, que, aunque venga a ser con más peligro de mi vida, será más cierto y más breve: tú, señor Arnaldo, ¿estás determinado de vender esta doncella a estos bárbaros, para que, estando en su poder, vea si está en el suyo Auristela, de que te podrás informar volviendo otra vez a vender otra doncella a los mismos bárbaros, y a Taurisa no le faltará modo, o dará señales si está o no Auristela con las demás que para el efeto que se sabe los bárbaros guardan y con tanta solicitud compran?
—Así es la verdad—dijo Arnaldo—; y he escogido antes a Taurisa que a otra, de cuatro que van en el navío para el mismo efeto, porque Taurisa la conoce, que ha sido su doncella.
—Todo eso está muy bien pensado—dijo Periandro—; pero yo soy de parecer que ninguna persona hará esa diligencia tan bien como yo, pues mi edad, mi rostro, el interés que se me sigue, juntamente con el conocimiento que tengo de Auristela, me está incitando a aconsejarme que tome sobre mis hombros esta empresa. Mira, señor, si vienes en este parecer, y no lo dilates, que, en los casos arduos y dificultosos, en un mismo punto han de andar el consejo y la obra.
Cuadráronle a Arnaldo las razones de Periandro, y, sin reparar en algunos inconvenientes que se le ofrecían, las puso en obra, y de muchos y ricos vestidos de que venía proveído por si hallaba a Auristela, vistió a Periandro, que quedó, al parecer, la más gallarda y hermosa mujer que hasta entonces los ojos humanos habían visto; pues, si no era la hermosura de Auristela, ninguna otra podía igualársele. Los del navío quedaron admirados; Taurisa, atónita; el príncipe, confuso, el cual, a no pensar que era hermano de Auristela, el considerar que era varón, le traspasara el alma con la dura lanza de los celos, cuya punta se atreve a entrar por las del más agudo diamante; quiero decir que los celos rompen toda seguridad y recato, aunque dél se armen los pechos enamorados. Finalmente, hecho el metamorfosis de Periandro, se hicieron un poco a la mar, para que de todo en todo de los bárbaros fuesen descubiertos.
La priesa con que Arnaldo quiso saber de Auristela no consintió en que preguntase primero a Periandro quién eran él y su hermana, y por qué trances habían venido al miserable en que le había hallado: que todo esto, según buen discurso, había de preceder a la confianza que dél hacía; pero como es propia condición de los amantes ocupar los pensamientos antes en buscar los medios de alcanzar el fin de su deseo, que en otras curiosidades, no le dió lugar a que preguntase lo que fuera bien que supiera, y lo que supo después, cuando no le estuvo bien el saberlo. Alongados, pues, un tanto de la isla, como se ha dicho, adornaron la nave con flámulas y gallardetes, que ellos azotando el aire y ellas besando las aguas, hermosísima vista hacían; el mar tranquilo, el cielo claro, el son de las chirimías y de otros instrumentos, tan bélicos como alegres, suspendían los ánimos; y los bárbaros, que de no muy lejos lo miraban, quedaron más suspensos, y en un momento coronaron la ribera, armados de arcos y saetas de la grandeza que otra vez se ha dicho. Poco menos de una milla llegaba la nave a la isla, cuando, disparando toda la artillería, que traía mucha y gruesa, arrojó el esquife al agua, y entrando en él Arnaldo, Taurisa y Periandro, y otros seis marineros, pusieron en una lanza un lienzo blanco, señal de que venían de paz, como es costumbre casi en todas las naciones de la tierra; y lo que en ésta les sucedió, se cuenta en el capítulo que se sigue.
CAPITULO IIIDEL LIBRO PRIMERO
Como se iba acercando el barco a la ribera, se iban apiñando los bárbaros, cada uno deseoso de saber, primero que viese, lo que en él venía; y, en señal de que lo recibirían de paz y no de guerra, sacaron muchos lienzos y los campearon por el aire, tiraron infinitas flechas al viento, y, con increíble ligereza, saltaban algunos de unas partes en otras. No pudo llegar el barco a bordas con la tierra, por ser la mar baja, que en aquellas partes crece y mengua como en las nuestras; pero los bárbaros, hasta cantidad de veinte, se entraron a pie por la mojada arena, y llegaron a él casi a tocarse con las manos. Traían sobre los hombros a una mujer bárbara, pero de mucha hermosura, la cual, antes que otro alguno hablase, dijo en lengua polaca:
—A vosotros, quienquiera que seáis, pide nuestro príncipe, o, por mejor decir, nuestro gobernador, que le digáis quién sois, a qué venís y qué es lo que buscáis. Si, por ventura, traéis alguna doncella que vender, se os será muy bien pagada; pero si son otras mercancías, las vuestras no las hemos menester, porque en esta nuestra isla, merced al cielo, tenemos todo lo necesario para la vida humana, sin tener necesidad de salir a otra parte a buscarlo.
Entendióla muy bien Arnaldo, y preguntóle si era bárbara de nación, o si acaso era de las compradas en aquella isla, a lo que le respondió:
—Respóndeme tú a lo que he preguntado, que estos mis amos no gustan que en otras pláticas me dilate, sino en aquellas que hacen al caso para su negocio.
Oyendo lo cual, Arnaldo respondió:
—Nosotros somos naturales del reino de Dinamarca, usamos el oficio de mercaderes y de cosarios, trocamos lo que podemos, vendemos lo que nos compran y despachamos lo que hurtamos; y entre otras presas que a nuestras manos han venido, ha sido la de esta doncella—y señaló a Periandro—, la cual, por ser una de las más hermosas, o, por mejor decir, la más hermosa del mundo, os la traemos a vender, que ya sabemos el efeto para qué las compran en esta isla; y si es que ha de salir verdadero el vaticinio que vuestros sabios han dicho, bien podéis esperar desta sin igual belleza y disposición gallarda que os dará hijos hermosos y valientes.
Oyendo esto, algunos de los bárbaros preguntaron a la bárbara les dijese lo que decía; díjolo ella, y al momento se partieron cuatro dellos, y fueron, a lo que pareció, a dar aviso a su gobernador. En este espacio que volvían, preguntó Arnaldo a la bárbara si tenían algunas mujeres compradas en la isla, y si había alguna entre ellas de belleza tanta que pudiese igualar a la que ellos traían para vender.
—No—dijo la bárbara—; porque, aunque hay muchas, ninguna dellas se me iguala, porque, en efeto, yo soy una de las desdichadas para ser reina destos bárbaros, que sería la mayor desventura que me pudiese venir.
Volvieron los que habían ido a la tierra, y con ellos otros muchos y su príncipe, que lo mostró ser en el rico adorno que traía. Habíase echado sobre el rostro un delgado y transparente velo Periandro, por dar de improviso, como rayo, con la luz de sus ojos en los de aquellos bárbaros, que con grandísima atención le estaban mirando. Habló el gobernador con la bárbara, de que resultó que ella dijo a Arnaldo que su príncipe decía que mandase alzar el velo a su doncella. Hízose así, levantóse en pie Periandro, descubrió el rostro, alzó los ojos al cielo, mostró dolerse de su ventura, extendió los rayos de sus dos soles a una y otra parte, que, encontrándose con los del bárbaro capitán, dieron con él en tierra; a lo menos, así lo dió a entender el hincarse de rodillas, como se hincó, adorando a su modo en la hermosa imagen, que pensaba ser mujer, y, hablando con la bárbara, en pocas razones concertó la venta, y dió por ello, todo lo que quiso pedir Arnaldo, sin replicar palabra alguna. Partieron todos los bárbaros a una isla; en un instante volvieron con infinitos pedazos de oro y con luengas sartas de finísimas perlas, que sin cuenta y a montón confuso se las entregaron a Arnaldo, el cual luego, tomando de la mano a Periandro, le entregó al bárbaro, y dijo a la intérprete dijese a su dueño que dentro de pocos días volvería a venderle otra doncella, si no tan hermosa, a lo menos tal que pudiese merecer ser comprada. Abrazó Periandro a todos los que en el barco venían, casi preñados los ojos de lágrimas, que no le nacían de corazón afeminado, sino de la consideración de los rigurosos trances que por él habían pasado; hizo señal Arnaldo a la nave que disparase la artillería, y el bárbaro a los suyos que tocasen sus instrumentos, y en un instante atronó el cielo la artillería y la música de los bárbaros, y llenaron los aires de confusos y diferentes sones. Con este aplauso, llevado en hombros de los bárbaros, puso los pies en tierra Periandro, llegó a su nave Arnaldo y los que con él venían, quedando concertado entre Periandro y Arnaldo que, si el viento no le forzase, procuraría no desviarse de la isla sino lo que bastase para no ser de ella descubierto, y volver a ella a vender, si fuese necesario, a Taurisa, que, con la seña que Periandro le hiciese, se sabría el sí o el no del hallazgo de Auristela; y, en caso que no estuviese en la isla, no faltaría traza para libertar a Periandro, aunque fuese moviendo guerra a los bárbaros con todo su poder y el de sus amigos.
CAPITULO IVDEL LIBRO PRIMERO
Entre los que vinieron a concertar la compra de la doncella, vino con el capitán un bárbaro llamado Bradamiro, de los más valientes y más principales de toda la isla, menospreciador de toda ley, arrogante sobre la misma arrogancia y atrevido tanto como él mismo, porque no se halla con quién compararlo. Este, pues, desde el punto que vió a Periandro, creyendo ser mujer, como todos lo creyeron, hizo disinio en su pensamiento de escogerla para sí, sin esperar a que las leyes del vaticinio se probasen o cumpliesen. Así como puso los pies en la ínsula Periandro, muchos bárbaros, a porfía, le tomaron en hombros, y, con muestras de infinita alegría, le llevaron a una gran tienda que, entre otras muchas pequeñas, en un apacible y deleitoso prado estaban puestas, todas cubiertas de pieles de animales, cuáles domésticos, cuáles selváticos. La bárbara que había servido de intérprete de la compra y venta no se le quitaba del lado, y con palabras y en lenguaje que él no entendía, le consolaba.
Ordenó luego el gobernador que pasasen a la ínsula de la prisión y trajesen de ella algún varón, si le hubiese, para hacer la prueba de su engañosa esperanza. Fué obedecido al punto, y, al mismo instante, tendieron por el suelo pieles curtidas, olorosas, limpias y lisas, de animales, para que de manteles sirviesen, sobre las cuales arrojaron y tendieron, sin concierto ni policía alguna, diversos géneros de frutas secas, y, sentándose él y algunos de los principales bárbaros que allí estaban, comenzó a comer y a convidar por señas a Periandro que lo mismo hiciese. Sólo se quedó en pie Bradamiro, arrimado a su arco, clavados los ojos en la que pensaba ser mujer; rogóle el gobernador se sentase, pero no quiso obedecerle; antes, dando un gran suspiro, volvió las espaldas y se salió de la tienda. En esto llegó un bárbaro, que dijo al capitán que, al tiempo que habían llegado él y otros cuatro para pasar a la prisión, llegó a la marina una balsa, la cual traía un varón y a la mujer guardiana de la mazmorra, cuyas nuevas pusieron fin a la comida, y levantándose el capitán con todos los que allí estaban, acudió a ver la balsa. Quiso acompañarle Periandro, de lo que él fué muy contento.
Cuando llegaron, ya estaban en tierra el prisionero y la custodia. Miró atentamente Periandro, por ver si por ventura conocía al desdichado a quien su corta suerte había puesto en el mismo extremo en que él se había visto; pero no pudo verle el rostro de lleno en lleno, a causa que tenía inclinada la cabeza, y, como de industria, parecía que no dejaba verse de nadie; pero no dejó de conocer a la mujer que decían ser guardiana de la prisión, cuya vista y conocimiento le suspendió el alma y le alborotó los sentidos, porque claramente, y sin poner duda en ello, conoció ser Cloelia, ama de su querida Auristela. Quisiérala hablar, pero no se atrevió, por no entender si acertaría o no en ello; y así, reprimiendo su deseo como sus labios, estuvo esperando en lo que pararía semejante acontecimiento. El gobernador, con deseo de apresurar sus pruebas y dar felice compañía a Periandro, mandó que al momento se sacrificase aquel mancebo, de cuyo corazón se hiciesen los polvos de la ridícula y engañosa prueba. Asieron al momento del mancebo muchos bárbaros, sin más ceremonia que atarle un lienzo por los ojos; le hicieron hincar de rodillas, atándole por atrás las manos, el cual, sin hablar palabra, como un manso cordero, esperaba el golpe que le había de quitar la vida; visto lo cual por la antigua Cloelia, alzó la voz, y, con más aliento que de sus muchos años se esperaba, comenzó a decir:
—Mira, ¡oh gran gobernador!, lo que haces, porque ese varón que mandas sacrificar no lo es, ni puede aprovechar ni servir en cosa alguna a tu intención, porque es la más hermosa mujer que puede imaginarse. Habla, hermosísima Auristela, y no permitas, llevada de la corriente de tus desgracias, que te quiten la vida, poniendo tasa a la providencia de los cielos, que te la pueden guardar y conservar para que felizmente la goces.
A estas razones, los crueles bárbaros detuvieron el golpe, que ya la sombra del cuchillo se señalaba en la garganta del arrodillado. Mandó el capitán desatarle y dar libertad a las manos y luz a los ojos, y mirándole con atención, le pareció ver el más hermoso rostro de mujer que hubiese visto, y juzgó, aunque bárbaro, que si no era el de Periandro, ninguno otro en el mundo podía igualársele. ¡Qué lengua podrá decir, o qué pluma escribir, lo que sintió Periandro cuando conoció ser Auristela la condenada y la libre! Quitósele la vista de los ojos, cubriósele el corazón, y con pasos torcidos y flojos fué a abrazarse con Auristela, a quien dijo, teniéndola estrechamente entre sus brazos:
—¡Oh querida mitad de mi alma; oh firme columna de mis esperanzas; oh prenda, que no sé si diga por mi bien o por mi mal hallada, aunque no será sino por bien, pues de tu vista no puede proceder mal ninguno! Ves aquí a tu hermano Periandro.
Y esta razón dijo con voz tan baja, que de nadie pudo ser oída, y prosiguió diciendo:
—Vive, señora y hermana mía, que en esta isla no hay muerte para las mujeres, y no quieras tú para contigo ser más cruel que sus moradores; confía en los cielos, que, pues te han librado hasta aquí de los infinitos peligros en que te debes de haber visto, te librarán de los que se pueden temer de aquí adelante.
—¡Ay hermano!—respondió Auristela, que era la misma que por varón pensaba ser sacrificada—;¡ay hermano—replicó otra vez—, y como creo que éste en que nos hallamos ha de ser el último trance que de nuestras desventuras puede temerse! Suerte dichosa ha sido el hallarte; pero desdichada ser en tal lugar y en semejante traje.
Lloraban entrambos, cuyas lágrimas vió el bárbaro Bradamiro, y creyendo que Periandro las vertía del dolor de la muerte de aquel que pensó ser su conocido, pariente o amigo, determinó de libertarle, aunque se pusiese a romper por todo inconveniente; y así, llegándose a los dos, asió de la una mano a Auristela y de la otra a Periandro, y con semblante amenazador y ademán soberbio, en alta voz dijo:
—Ninguno sea osado, si es que estima en algo su vida, de tocar a estos dos, aun en un solo cabello; esta doncella es mía, porque yo la quiero, y este hombre ha de ser libre porque ella lo quiere.
Apenas hubo dicho esto, cuando el bárbaro gobernador, indignado e impaciente sobremanera, puso una grande y aguda flecha en el arco, y desviándole de sí cuanto pudo extenderse el brazo izquierdo, puso la empulguera con el derecho junto al diestro oído, y disparó la flecha, con tan buen tino y con tanta furia, que en un instante llegó a la boca de Bradamiro, y se la cerró, quitándole el movimiento de la lengua y sacándole el alma, con que dejó admirados, atónitos y suspensos a cuantos allí estaban. Pero no hizo tan a su salvo el tiro, tan atrevido como certero, que no recibiese por el mismo estilo la paga de su atrevimiento; porque un hijo de Corsicurbo el bárbaro, que se ahogó en el pasaje de Periandro, pareciéndole ser más ligeros sus pies que las flechas de su arco, en dos brincos se puso junto al capitán, y alzando el brazo le envainó en el pecho un puñal que, aunque de piedra, era más fuerte y agudo que si de acero forjado fuera. Cerró el capitán en sempiterna noche los ojos, y dió con su muerte venganza a la de Bradamiro, alborotó los pechos y los corazones de los parientes de entrambos, puso las armas en las manos de todos, y en un instante, incitados de la venganza y cólera, comenzaron a enviar muertes en las flechas de unas partes a otras; acabadas las flechas, como no se acabaron las manos ni los puñales, arremetieron los unos a los otros, sin respetar el hijo al padre ni el hermano al hermano: antes, como si de muchos tiempos atrás fueran enemigos mortales por muchas injurias recebidas, con las uñas se despedazaban y con los puñales se herían, sin haber quien los pusiese en paz.
Entre estas flechas, entre estas heridas, entre estos golpes y entre estas muertes estaban juntos la antigua Cloelia, la doncella intérprete, Periandro y Auristela, todos apiñados y todos llenos de confusión y de miedo. En mitad desta furia, llevados en vuelo algunos bárbaros de los que debían de ser de la parcialidad de Bradamiro, se desviaron de la contienda y fueron a poner fuego a una selva que estaba allí cerca, como a hacienda del gobernador; comenzaron a arder los árboles, y a favorecer la ira el viento, que, aumentando las llamas y el humo, todos temieron ser ciegos y abrasados. Llegábase la noche, que, aunque fuera clara, se escureciera, cuanto más siendo escura y tenebrosa; los gemidos de los que morían, las voces de los que amenazaban, los estallidos del fuego, no en los corazones de los bárbaros ponían miedo alguno, porque estaban ocupados con la ira y la venganza; poníanle, sí, en los de los miserables apiñados, que no sabían qué hacerse, adónde irse o cómo valerse; y en esta sazón tan confusa, no se olvidó el cielo de socorrerlos, por tan extraña novedad, que la tuvieron por milagro. Ya casi cerraba la noche, y, como se ha dicho, escura y temerosa, y solas las llamas de la abrasada selva daban luz bastante para divisar las cosas, cuando un bárbaro mancebo se llegó a Periandro, y en lengua castellana, que dél fué bien entendida, le dijo:
—Sígueme, hermosa doncella, y di que hagan lo mismo las personas que contigo están, que yo os pondré en salvo si los cielos me ayudan.
No le respondió palabra Periandro, sino hizo que Auristela, Cloelia y la intérprete se animasen y le siguiesen, y así, pisando muertos y hollando armas, siguieron al joven bárbaro que los guiaba. Llevaban las llamas de la ardiente selva a las espaldas, que les servían de viento que el paso les aligerase. Los muchos años de Cloelia y los pocos de Auristela no permitían que al paso de su guía tendiesen el suyo, viendo lo cual, el bárbaro, robusto y de fuerzas, asió de Cloelia y se la echó al hombro, y Periandro hizo lo mismo de Auristela; la intérprete, menos tierna, más animosa, con varonil brío los seguía. Desta manera, cayendo y levantando, como decirse suele, llegaron a la marina, y habiendo andado como una milla por ella hacia la banda del norte, se entró el bárbaro por una espaciosa cueva, en quien la saca del mar entraba y salía. Pocos pasos anduvieron por ella, torciéndose a una y otra parte, estrechándose en una y alargándose en otra, ya agazapados, ya inclinados, ya agobiados al suelo, y ya en pie y derechos, hasta que salieron, a su parecer, a un campo raso, pues les pareció que podían libremente enderezarse, que así se lo dijo su guiador, no pudiendo verlo ellos por la escuridad de la noche y porque las luces de los encendidos montes, que entonces con más rigor ardían, allí llegar no podían.
—¡Bendito sea Dios—dijo el bárbaro en la misma lengua castellana—, que nos ha traído a este lugar, que, aunque en él se puede temer algún peligro, no será de muerte!
En esto vieron que hacia ellos venía corriendo una gran luz, bien así como cometa, o, por mejor decir, exhalación que por el aire camina. Esperáranla con temor si el bárbaro no dijera:
—Este es mi padre, que viene a recebirme.
Periandro, que, aunque no muy despiertamente, sabía hablar la lengua castellana, le dijo:
—El cielo te pague, ¡oh ángel humano, oh quienquiera que seas!, el bien que nos has hecho, que, aunque no sea otro que el dilatar nuestra muerte, lo tenemos por singular beneficio.
Llegó en esto la luz, que la traía uno, al parecer bárbaro, cuyo aspecto la edad de poco más de cincuenta años le señalaba. Llegando, puso la luz en tierra, que era un grueso palo de tea, y a brazos abiertos se fué a su hijo, a quien preguntó en castellano que qué le había sucedido que con tal compañía volvía.
—Padre—respondió el mozo—, vamos a nuestro rancho, que hay muchas cosas que decir y muchas más que pensar: la isla se abrasa; casi todos los moradores della quedan hechos ceniza o medio abrasados; estas pocas reliquias que aquí veis, por impulso del cielo las he hurtado a las llamas y al filo de los bárbaros puñales. Vamos, señor, como tengo dicho, a nuestro rancho, para que la caridad de mi madre y de mi hermana se muestre y ejercite en acariciar a estos mis cansados y temerosos huéspedes.
Guió el padre; siguiéronle todos; animóse Cloelia, pues caminó a pie; no quiso dejar Periandro la hermosa carga que llevaba, por no ser posible que le diese pesadumbre, siendo Auristela único bien suyo en la tierra. Poco anduvieron, cuando llegaron a una altísima peña, al pie de la cual descubrieron un anchísimo espacio o cueva, a quien servían de techo y de paredes las mismas peñas. Salieron, con teas encendidas en las manos, dos mujeres vestidas al traje bárbaro: la una muchacha de hasta quince años, y la otra hasta treinta; ésta hermosa, pero la muchacha hermosísima. La una dijo:
—¡Ay padre y hermano mío!
Y la otra no dijo más sino:
—¡Seáis bien venido, regalado hijo de mi alma!
La intérprete estaba admirada de oír hablar en aquella parte, y a mujeres que parecían bárbaras, otra lengua de aquella que en la isla se acostumbraba; y cuando les iba a preguntar qué misterio tenía saber ellas aquel lenguaje, lo estorbó mandar el padre a su esposa y a su hija que aderezasen con lanudas pieles el suelo de la inculta cueva. Ellas le obedecieron, arrimando a las paredes las teas; en un instante, solícitas y diligentes, sacaron de otra cueva que más adentro se hacía pieles de cabras y ovejas y de otros animales, con que quedó el suelo adornado y se reparó el frío, que comenzaba a fatigarlos.
CAPITULO VDe la cuenta que dió de sí el bárbaro español a sus nuevos huéspedes.
Presta y breve fué la cena; pero, por cenarla sin sobresalto, la hizo sabrosa. Renovaron las teas, y, aunque quedó ahumado el aposento, quedó caliente. Las vajillas que en la cena sirvieron, ni fueron de plata ni de Pisa: las manos de la bárbara y bárbaro pequeños fueron los platos, y mas cortezas de árboles, un poco más agradables que de corcho, fueron los vasos. Quedóse Candia lejos, y sirvió en su lugar agua pura, limpia y frigidísima. Quedóse dormida Cloelia, porque los luengos años más amigos son del sueño que de otra cualquiera conversación, por gustosa que sea; acomodóla la bárbara grande en el segundo apartamiento, haciéndole de pieles así colchones como frazadas; volvió a sentarse con los demás, a quien el español dijo en lengua castellana desta manera:
—Puesto que estaba en razón que yo supiera primero, señores míos, algo de vuestra hacienda y sucesos antes que os dijera los míos, quiero, por obligaros, que los sepáis, porque los vuestros no se me encubran después que los míos hubiéredes oído. Yo, según la buena suerte quiso, nací en España, en una de las mejores provincias de ella; echáronme al mundo padres medianamente nobles; criáronme como ricos; llegué a las puertas de la Gramática, que son aquellas por donde se entra a las demás ciencias; inclinóme mi estrella, si bien en parte a las letras, mucho más a las armas; no tuve amistad en mis verdes años ni con Ceres ni con Baco, y así, en mí siempre estuvo Venus fría. Llevado, pues, de mi inclinación natural, dejé mi patria, y fuime a la guerra que entonces la majestad del César Carlo Quinto hacía en Alemania contra algunos potentados de ella. Fuéme Marte favorable, alcancé nombre de buen soldado, honróme el emperador, tuve amigos, y, sobre todo, aprendí a ser liberal y bien criado, que estas virtudes se aprenden en la escuela del Marte cristiano. Volví a mi patria, honrado y rico, con propósito de estarme en ella algunos días gozando de mis padres, que aun vivían, y de los amigos que me esperaban; pero esta que llaman Fortuna, que yo no sé lo que se sea, envidiosa de mi sosiego, volviendo la rueda que dicen que tiene, me derribó de su cumbre, adonde yo pensé que estaba puesto, al profundo de la miseria en que me veo, tomando por instrumento para hacerlo a un caballero, hijo segundo de un titulado que junto a mi lugar el de su Estado tenía.
”Este, pues, vino a mi pueblo a ver unas fiestas; estando en la plaza en una rueda o corro de hidalgos y caballeros, donde yo también hacía número, volviéndose a mí, con ademán arrogante y risueño, me dijo: “Bravo estáis, señor Antonio; mucho le ha aprovechado la plática de Flandes y de Italia, porque en verdad que está bizarro; y sepa el buen Antonio que yo le quiero mucho.” Yo le respondí: “Porque yo soy aquel Antonio, beso a vuesa señoría las manos mil veces por la merced que me hace; en fin, vuesa señoría hace somo quien es en honrar a sus compatriotas y servidores; pero, con todo eso, quiero que vuesa señoría entienda que las galas yo me las llevé de mi tierra a Flandes, y con la buena crianza nací del vientre de mi madre; así que, por esto, ni merezo ser alabado ni vituperado; y, con todo, bueno o malo que yo sea, soy muy servidor de vuesa señoría, a quien suplico me honre como merecen mis buenos deseos.” Un hidalgo que estaba a mi lado, grande amigo mío, me dijo, y no tan bajo que no lo pudo oír el caballero: “Mirad, amigo Antonio, cómo habláis, que al señor don Fulano no le llamamos acá señoría.” A lo que respondió el caballero antes que yo respondiese: “El buen Antonio habla bien, porque me trata al modo de Italia, donde, en lugar de merced, dicen señoría.” “Bien sé—dije yo—los usos y las ceremonias de cualquiera buena crianza; y el llamar a vuesa señoría señoría no es al modo de Italia, sino porque entiendo que el que me ha de llamar vos ha de ser señoría, a modo de España; y yo, por ser hijo de mis obras y de padres hidalgos, merezco el merced de cualquier señoría; y quien otra cosa dijere—y esto echando mano a mi espada—está muy lejos de ser bien criado.” Y, diciendo y haciendo, le di dos cuchilladas en la cabeza muy bien dadas, con que le turbé de manera que no supo lo que le había acontecido, ni hizo cosa en su desagravio que fuese de provecho, y yo sustenté la ofensa, estándome quedo con mi espada desnuda en la mano; pero, pasándosele la turbación, puso mano a su espada, y, con gentil brío, procuró vengar su injuria; mas yo no le dejé poner en efeto su honrada determinación, ni a él la sangre que le corría de la cabeza, de una de las dos heridas. Alborotáronse los circunstantes, pusieron mano contra mí, retiréme a casa de mis padres, contéles el caso, y, advertidos del peligro en que estaba, me proveyeron de dineros y de un buen caballo, aconsejándome a que me pusiese en cobro, porque me había granjeado muchos, fuertes y poderosos enemigos. Hícelo así, y en dos días pisé la raya de Aragón, donde respiré algún tanto de mi no vista priesa. En resolución: con poco menos diligencia, me puse en Alemania, donde volví a servir al emperador; allí me avisaron que mi enemigo me buscaba, con otros muchos, para matarme del modo que pudiese; temí este peligro, como era razón que lo temiese; volvime a España, porque no hay mejor asilo que el que promete la casa del mismo enemigo; vi a mis padres de noche; tornáronme a proveer de dineros y joyas, con que vine a Lisboa, y me embarqué en una nave que estaba con las velas en alto para partirse en Inglaterra, en la cual iban algunos caballeros ingleses que habían venido, llevados de su curiosidad, a ver a España, y habiéndola visto toda, o, por lo menos, las mejores ciudades della, se volvían a su patria.
"Sucedió, pues, que yo me revolví sobre una cosa de poca importancia con un marinero inglés, a quien fué forzoso darle un bofetón; llamó este golpe la cólera de los demás marineros y de toda la chusma de la nave, que comenzaron a tirárme todos los instrumentos arrojadizos que les vinieron a las manos; retiréme al castillo de popa, y tomé por defensa a uno de los caballeros ingleses, poniéndome a sus espaldas, cuya defensa me valió de modo que no perdí luego la vida. Los demás caballeros sosegaron la turba; pero fué con condición que me arrojasen a la mar o que me diesen el esquife o barquilla de la nave, en que me volviese a España o adonde el cielo me llevase. Hízose así: diéronme la barca, proveída con dos barriles de agua, uno de manteca y alguna cantidad de bizcocho; agradecí a mis valedores la merced que me hacían; entré en la barca con solos dos remos; alargóse la nave; vino la noche escura; halléme solo en la mitad de la inmensidad de aquellas aguas, sin tomar otro camino que aquel que le concedía el no contrastar contra las olas ni contra el viento; alcé los ojos al cielo; encomendéme a Dios con la mayor devoción que pude; miré al norte, por donde distinguí el camino que hacía, pero no supe el paraje en que estaba.
”Seis días y seis noches anduve desta manera, confiando más en la benignidad de los cielos que en la fuerza de mis brazos, los cuales, ya cansados y sin vigor alguna del continuo trabajo, abandonaron los remos, que quité de los escalamos, y los puse dentro de la barca, para servirme dellos cuando el mar lo consintiese o las fuerzas me ayudasen. Tendíme de largo a largo de espaldas en la barca, cerré los ojos, y en lo secreto de mi corazón no quedó santo en el cielo a quien no llamase en mi ayuda; y en mitad deste aprieto, y en medio desta necesidad—cosa dura de creer—, me sobrevino un sueño tan pesado, que, borrándome de los sentidos el sentimiento, me quedé dormido—tales son las fuerzas de lo que pide y ha menester nuestra naturaleza—; pero allá en el sueño me representaba la imaginación mil géneros de muertes espantosas, pero todas en el agua, y algunas dellas me parecía que me comían lobos y despedazaban fieras; de modo que, dormido y despierto, era una muerte dilatada mi vida. Deste no apacible sueño me despertó con sobresalto una furiosa ola del mar que, pasando por cima de la barca, la llenó de agua. Reconocí el peligro; volví como mejor pude el mar al mar; torné a valerme de los remos, que ninguna cosa me aprovecharon; vi que el mar se ensoberbecía, azotado y herido de un viento abrego que en aquellas partes parece que más que en otros mares muestra su poderío; vi que era simpleza oponer mi débil barca a su furia, y, con mis flacas y desmayadas fuerzas, a su rigor; y así, torné a recoger los remos y a dejar correr la barca por donde las olas y el viento quisiesen llevarla. Reiteré plegarias, añadí promesas, aumenté las aguas del mar con las que derramaba de mis ojos, no de temor de la muerte, que tan cercana se me mostraba, sino por el de la pena que mis malas obras merecían. Finalmente, no sé a cabo de cuántos días y noches que anduve vagabundo por el mar, siempre más inquieto y alterado, me vine a hallar junto a una isla desploblada de gente humana, aunque llena de lobos que por ella a manadas discurrían. Lleguéme al abrigo de una peña que en la ribera estaba, sin osar saltar en tierra, por temor de los animales que había visto; comí del bizcocho, ya remojado: que la necesidad y la hambre no reparan en nada; llegó la noche, menos escura que había sido la pasada; pareció que el mar se sosegaba, y prometía más quietud el venidero día; miré al cielo; vi las estrellas con aspecto de prometer bonanza en las aguas y sosiego en el aire.
"Estando en esto, me pareció, por entre la dudosa luz de la noche, que la peña que me servía de puerto se coronaba de los mismos lobos que en la marina había visto, y que uno dellos—como es la verdad—me dijo en voz clara y distinta y en mi propia lengua: “Español, hazte a lo largo y busca en otra parte tu ventura, si no quieres en ésta morir hecho pedazos por nuestras uñas y dientes; y no preguntes quién es el que esto te dice, sino da gracias al cielo de que has hallado piedad entre las mismas fieras.” Si quedé espantado o no, a vuestra consideración lo dejo; pero no fué bastante la turbación mía para dejar de poner en obra el consejo que se me había dado: apreté los escalamos, até los remos, esforcé los brazos y salí al mar descubierto; mas, como suele acontecer que las desdichas y afliciones turban la memoria de quien las padece, no os podré decir cuántos fueron los días que anduve por aquellos mares, tragando, no una sino mil muertes a cada paso, hasta que, arrebatada mi barca en los brazos de una terrible borrasca, me hallé en esta isla, donde di al través con ella en la misma parte y lugar adonde está la boca de la cueva por donde aquí entraste. Llegó la barca a dar casi en seco por la cueva adentro; pero volvíala a sacar la resaca; viendo yo lo cual, me arrojó della, y, clavando las uñas en la arena, no di lugar a que la resaca al mar me volviese; y, aunque con la barca me llevaba el mar la vida, pues me quitaba la esperanza de cobrarla, holgué de mudar género de muerte y quedarme en tierra: que, como se dilate la vida, no se desmaya la esperanza.”
A este punto llegaba el bárbaro español, que este título le daba su traje, cuando, en la estancia más adentro, donde habían dejado a Cloelia, se oyeron tiernos gemidos y sollozos. Acudieron al instante con luces Auristela, Periandro y todos los demás, a ver qué sería, y hallaron que Cloelia, arrimadas las espaldas a la peña, sentada en las pieles, tenía los ojos clavados en el cielo y casi quebrados. Llegóse a ella Auristela, y, a voces compasivas y dolorosas, le dijo:
—¿Qué es esto, ama mía? Cómo, ¿y es posible que me queréis dejar en esta soledad y a tiempo que más he menester valerme de vuestros consejos?
Volvió en sí algún tanto Cloelia, y tomando la mano de Auristela, le dijo:
—Ve ahí, hija de mi alma, lo que tengo tuyo; yo quisiera que mi vida durara hasta que la tuya se viera en el sosiego que merece; pero si no lo permite el cielo, mi voluntad se ajusta con la suya, y de la mejor que es en mi mano le ofrezco mi vida. Lo que te ruego es, señora mía, que, cuando la buena suerte quisiere, que si querrá, que te veas en tu Estado, y mis padres aun fueren vivos, o alguno de mis parientes, les digas cómo yo muero cristiana en la fe de Jesucristo y en la que tiene, que es la misma, la Santa Iglesia Católica Romana; y no te digo más porque no puedo.
Esto dicho, y muchas veces pronunciando el nombre de Jesús, cerró los ojos en tenebrosa noche, a cuyo espectáculo también cerró los ojos Auristela con un profundo desmayo, hiciéronse fuentes los de Periandro y ríos los de todos los circunstantes. Acudió Periandro a socorrer a Auristela, la cual, vuelta en sí, acrecentó las lágrimas y comenzó suspiros nuevos, y dijo razones que movieran a lástima a las piedras. Ordenóse que otro día la sepultasen, y quedando en guarda del cuerpo muerto la doncella bárbara y su hermano, los demás se fueron a reposar lo poco que de la noche les faltaba.
CAPITULO VIDonde el bárbaro español prosigue su historia.
Tardó aquel día en mostrarse al mundo, al parecer, más de lo acostumbrado, a causa que el humo y pavesas del incendio de la isla, que aun duraba, impedía que los rayos del sol por aquella parte pasasen a la tierra. Mandó el bárbaro español a su hijo que saliese de aquel sitio, como otras veces solía, y se informase de lo que en la isla pasaba. Con alborotado sueño pasaron los demás aquella noche, porque el dolor y sentimiento de la muerte de su ama Cloelia no consintió que Auristela durmiese, y el no dormir de Auristela tuvo en continua vigilia a Periandro, el cual, con Auristela, salió al raso de aquel sitio, y vió que era hecho y fabricado de la naturaleza, como si la industria y el arte le hubieran compuesto. Era redondo, cercado de altísimas y peladas peñas, y, a su parecer, tanteó que bojaba poco más de una legua, todo lleno de árboles silvestres, que ofrecían frutos, si bien ásperos, comestibles a lo menos; estaba crecida la hierba, porque las muchas aguas que de las peñas salían las tenían en perpetua verdura; todo lo cual le admiraba y suspendía. Y llegó en esto el bárbaro español, y dijo:
—Venid, señores, y daremos sepultura a la difunta, y fin a mi comenzada historia.
Hiciéronlo así, y enterraron a Cloelia en lo hueco de una peña, cubriéndola con tierra y con otras peñas menores. Auristela le rogó que le pusiese una cruz encima, para señal de que aquel cuerpo había sido cristiano. El español respondió que él traería una gran cruz que en su estancia tenía, y la pondría encima de aquella sepultura. Diéronle todos el último vale; renovó el llanto Auristela, cuyas lágrimas sacaron al momento las de los ojos de Periandro. En tanto, pues, que el mozo bárbaro volvía, se volvieron todos a encerrar en el cóncavo de la peña donde habían dormido, por defenderse del frío, que con rigor amenazaba, y habiéndose sentado en las blandas pieles, pidió el bárbaro silencio y prosiguió su cuento en esta forma:
—Cuando me dejó la barca en que venía en la arena, y la mar tornó a cobrarla—ya dije que con ella se me fué la esperanza de la libertad, pues aun ahora no la tengo de cobrarla—, entré aquí dentro, vi este sitio y parecióme que la naturaleza le había hecho y formado para ser teatro donde se representase la tragedia de mis desgracias. Admiróme el no ver gente alguna, sino algunas cabras monteses y animales pequeños de diversos géneros; rodeé todo el sitio, hallé esta cueva cavada en estas peñas y señaléla para mi morada; finalmente, habiéndolo rodeado todo, volví a la entrada que aquí me había conducido, por ver si oía voz humana o descubría quien me dijese en qué parte estaba, y la buena suerte y los piadosos cielos, que aun del todo no me tenían olvidado, me depararon una muchacha bárbara, de hasta edad de quince años, que por entre las peñas, riscos y escollos de la marina, pintadas conchas y apetitoso marisco andaba buscando. Pasmóse viéndome, pegáronsele los pies en la arena, soltó las cogidas conchuelas y derramósele el marisco; y cogiéndola entre mis brazos, sin decirle palabra, ni ella a mi tampoco, me entré por la cueva adelante, y la truje a este mismo lugar donde agora estamos. Púsela en el suelo, beséle las manos, halaguéle el rostro con las mías, y hice todas las señales y demostraciones que pude para mostrarme blando y amoroso con ella. Ella, pasado aquel primer espanto, con atentísimos ojos me estuvo mirando, y con las manos me tocaba todo el cuerpo, y de cuando en cuando, ya perdido el miedo, se reía y me abrazaba; y sacando del seno una manera de pan hecho a su modo, que no era de trigo, me lo puso en la boca, y en su lengua me habló, y a lo que después acá he sabido, en lo que decía me rogaba que comiese. Yo lo hice ansí, porque lo había bien menester; ella me asió por la mano y me llevó a aquel arroyo que allí está, donde ansímismo, por señas, me rogó que bebiese. Yo no me hartaba de mirarla, pareciéndome antes ángel del cielo que bárbara de la tierra. Volví a la entrada de la cueva, y allí, con señas y con palabras que ella no entendía, le supliqué, como si ella las entendiera, que volviese a verme; con esto la abracé de nuevo, y ella, simple y piadosa, me besó en la frente y me hizo claras y ciertas señas de que volvería a verme. Hecho esto, torné a pisar este sitio y a requerir y probar la fruta de que algunos árboles estaban cargados, y hallé nueces y avellanas, y algunas peras silvestres; di gracias a Dios del hallazgo, y alenté las desmayadas esperanzas de mi remedio. Pasé aquella noche en este mismo lugar, esperé el día, y en él esperé también la vuelta de mi bárbara hermosa, de quien comencé a temer y a recelar que me había de descubrir y entregarme a los bárbaros, de quien imaginé estar llena esta isla; pero sacóme deste temor el verla volver algo entrado el día, bella como el Sol, mansa como una cordera, no acompañada de bárbaros que me prendiesen, sino cargada de bastimentos que me sustentasen.”
Aquí llegaba de su historia el español gallardo, cuando llegó el que había ido a saber lo que en la isla pasaba, el cual dijo que casi toda estaba abrasada, y todos o los más de los bárbaros muertos, unos a hierro y otros a fuego, y que si algunos había vivos, eran los que en algunas balsas de maderos se habían entrado del mar, por huir en el agua el fuego de la tierra; que bien podían salir de allí y pasear la isla por la parte que el fuego les diese licencia, y que cada uno pensase qué remedio se tomaría para escapar de aquella tierra maldita, que por allí cerca había otras islas de gente menos bárbara habitadas; que quizá, mudando de lugar, mudarían de ventura.
—Sosiégate, hijo, un poco, que estoy dando cuenta a estos señores de mis sucesos, y no me falta mucho, aunque mis desgracias son infinitas.
—No te canses, señor mío—dijo la bárbara grande—, en referirlos tan por extenso, que podrá ser que te canses o que canses; déjame a mí que cuente lo que queda, a lo menos hasta este punto en que estamos.
—Soy contento—respondió el español—, porque me le dará muy grande el ver cómo las relatas.
—Es, pues, el caso—replicó la bárbara—que mis muchas entradas y salidas en este lugar le dieron bastante para que de mí y de mi esposo naciesen esta muchacha y este niño. Llamo esposo a este señor, porque, antes que me conociese del todo, me dió palabra de serlo, al modo que él dice que se usa entre verdaderos cristianos; hame enseñado su lengua, y yo a él la mía, y en ella ansímismo me enseñó la ley católica cristiana; dióme agua de bautismo en aquel arroyo, aunque no con las ceremonias que él me ha dicho que en su tierra se acostumbran; declaróme su fe como él la sabe, la cual yo asenté en mi alma y en mi corazón, donde le he dado el crédito que he podido darle; creo en la Santísima Trinidad, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, tres personas distintas, y que todas tres son un solo Dios verdadero, y que, aunque es Dios el Padre, y Dios el Hijo, y Dios el Espíritu Santo, no son tres dioses distintos y apartados, sino un solo Dios verdadero; finalmente, creo todo lo que tiene y cree la Santa Iglesia Católica Romana, regida por el Espíritu Santo y gobernada por el Sumo Pontífice, vicario y visorrey de Dios en la tierra, sucesor legítimo de San Pedro, su primer pastor después de Jesucristo, primero y universal pastor de su esposa la Iglesia. Díjome grandezas de la siempre Virgen María, reina de los cielos y señora de los ángeles y nuestra, tesoro del Padre, relicario del Hijo y amor del Espíritu Santo, amparo y refugio de los pecadores. Con éstas me ha enseñado otras cosas, que no las digo, por parecerme que las dichas bastan para que entendáis que soy católica cristiana. Yo, simple y compasiva, le entregué un alma rústica, y él, merced a los cielos, me la ha vuelto discreta y cristiana; entreguéle mi cuerpo, no pensando que en ello ofendía a nadie, y deste entrego resultó haberle dado dos hijos, como los que aquí veis, que acrecientan el número de los que alaban al Dios verdadero; en veces le truje alguna cantidad de oro de lo que abunda esta isla, y algunas perlas que yo tengo guardadas, esperando el día, que ha de ser tan dichoso, que nos saque desta prisión y nos lleve adonde con libertad y certeza, y sin escrúpulo, seamos unos de los del rebaño de Cristo, en quien adoro en aquella cruz que allí veis. Esto que he dicho me pareció a mí era lo que le faltaba por decir a mi señor Antonio—que así se llamaba el español bárbaro, el cual dijo:
—Dices verdad. Ricla mía—que éste era el propio nombre de la bárbara; con cuya variable historia admiraron a los presentes, y despertaron mil alabanzas que les dieron y mil buenas esperanzas que les anunciaron, especialmente Auristela, que quedó aficionadísima a las dos bárbaras, madre e hija.
El mozo bárbaro, que también, como su padre, se llamaba Antonio, dijo a esta sazón no ser bien estarse allí ociosos, sin dar traza y orden como salir de aquel encerramiento, porque si el fuego de la isla, que a más andar ardía, sobrepujase las altas sierras, o, traídas del viento, cayesen en aquel sitio, todos se abrasarían.
—Dices verdad, hijo—respondió el padre.
—Soy de parecer—dijo Ricla—que aguardemos dos días, porque de una isla que está tan cerca désta, que algunas veces, estando el sol claro y el mar tranquilo, alcanzó la vista a verla, della vienen a ésta sus moradores a vender y a trocar lo que tienen con lo que tenemos, y a trueco por trueco. Yo saldré de aquí, y pues ya no hay nadie que me escuche o que me impida, pues ni oyen ni impiden los muertos, concertaré que me vendan una barca por el precio que quisieren, que la he menester para escaparme con mis hijos y mi marido, que encerrados en una cueva tengo, de la riguridad del fuego. Pero quiero que sepáis que estas barcas son fabricadas de madera, y cubiertas de cueros fuertes de animales, bastantes a defender que no entre agua por los costados; pero, a lo que he visto y notado, nunca ellos navegan sino con mar sosegado, y no traen aquellos lienzos que he visto que traen otras barcas que suelen llegar a nuestras riberas a vender doncellas o varones para la vana superstición que habréis oído decir que en esta isla ha muchos tiempos que se acostumbra, por donde vengo a entender que estas tales barcas no son buenas para fiarlas del mar grande y de las borrascas y tormentas que dicen que suceden a cada paso.
A lo que añadió Periandro.
—¿No ha usado el señor Antonio deste remedio, en tantos años como ha que está aquí encerrado?
—No—respondió Ricla—, porque no me han dado lugar los muchos ojos que miran para poder concertarme con los dueños de las barcas, y por no poder hallar excusa que dar para la compra.
—Así es—dijo Antonio—, y no por no fiarme de la debilidad de los bajeles; pero agora que me ha dado el cielo este consejo, pienso tomarle, y mi hermosa Ricla estará atenta a ver cuando vengan los mercaderes de la otra isla, y, sin reparar en precio, comprará una barca con todo el necesario matalotaje, diciendo que la quiere para lo que tiene dicho.
En resolución: todos vinieron en este parecer y, saliendo de aquel lugar, quedaron admirados de ver el estrago que el fuego había hecho y las armas. Vieron mil diferentes géneros de muertes de quien la cólera, sinrazón y enojo suelen ser inventores; vieron asimismo que los bárbaros que habían quedado vivos, recogiéndose a sus balsas, desde lejos estaban mirando el riguroso incendio de su patria, y algunos se habían pasado a la isla que servía de prisión a los cautivos. Quisiera Auristela que pasaran a la isla, a ver si en la escura mazmorra quedaban algunos; pero no fué menester, porque vieron venir una balsa, y en ella hasta veinte personas, cuyo traje dió a entender ser los miserables que en la mazmorra estaban. Llegaron a la marina, besaron la tierra, y casi dieron muestras de adorar el fuego, por haberles dicho el bárbaro que los sacó del calabozo escuro, que la isla se abrasaba y que ya no tenían que temer a los bárbaros. Fueron recebidos de los libres amigablemente, y consolados en la mejor manera que les fué posible; algunos contaron sus miserias, y otros las dejaron en silencio, por no hallar palabras para decirlas. Ricla se admiró de que hubiese habido bárbaro tan piadoso que los sacase, y de que no hubiesen pasado a la isla de la prisión parte de aquellos que a las balsas se habían recogido. Uno de los prisioneros dijo que el bárbaro que los había libertado, en lengua italiana les había dicho todo el suceso miserable de la abrasada isla, aconsejándoles que pasasen a ella a satisfacerse de sus trabajos con el oro y perlas que en ella hallarían, y que él vendría en otra balsa que allá quedaba, a tenerles compañía y a dar traza en su libertad. Los sucesos que contaron fueron tan diferentes, tan extraños y tan desdichados, que unos les sacaban las lágrimas a los ojos, y otros la risa del pecho.
En esto vieron venir hacia la isla hasta seis barcas de aquellas de quien Ricla había dado noticia; hicieron escala, pero no sacaron mercadería alguna, por no parecer bárbaro que la comprase. Concertó Ricla todas las barcas con las mercancías, sin tener intención de llevarlas. No quisieron venderle sino las cuatro, porque les quedasen dos para volverse. Hízose el precio con liberalidad notable, sin que en él hubiese tanto más cuanto. Fué Ricla a su cueva, y, en pedazos de oro no acuñado, como se ha dicho, pagó todo lo que quisieron. Dieron dos barcas a los que habían salido de la mazmorra, y en otras dos se embarcaron, en la una todos los bastimentos que pudieron recoger, con cuatro personas de las recién libres, y en la otra se entraron Auristela, Periandro, Antonio el padre y Antonio el hijo, con la hermosa Ricla y la discreta Transila, y la gallarda Constanza, hija de Ricla y de Antonio. Quiso Auristela ir a despedirse de los huesos de su querida Cloelia; acompañáronla todos; lloró sobre la sepultura, y, entre lágrimas de tristeza y entre muestras de alegría, volvieron a embarcarse, habiendo primero en la marina hincádose de rodillas y suplicado al cielo, con tierna y devota oración, les diese feliz viaje y les enseñase el camino que tomarían. Sirvió la barca de Periandro de capitana, a quien siguieron los demás, y, al tiempo que querían dar los remos al agua, porque velas no las tenían, llegó a la orilla del mar un bárbaro gallardo, que a grandes voces, en lengua toscana, dijo:
Si por ventura sois cristianos los que vais en esas barcas, recoged a éste que lo es y por el verdadero Dios os lo suplica.
Uno de las otras barcas dijo:
—Este bárbaro, señores, es el que nos sacó de la mazmorra. Si queréis corresponder a la bondad que parece que tenéis—y esto encaminando su plática a los de la barca primera—, bien será que le paguéis el bien que nos hizo con el que le hacéis recogiéndole en nuestra compañía.
Oyendo lo cual Periandro, le mandó llegase su barca a tierra y le recogiese en la que llevaba los bastimentos. Hecho esto, alzaron las voces con alegres acentos, y tomando los remos en las manos, dieron alegre principio a su viaje.
CAPITULO VIIDEL LIBRO PRIMERO
Cuatro millas, poco más o menos, habrían navegado las cuatro barcas, cuando descubrieron una poderosa nave que, con todas las velas tendidas y viento en popa, parecía que venía a embestirlos. Periandro dijo, habiéndola visto:
—Sin duda, este navío debe de ser el de Arnaldo, que vuelve a saber de mi suceso, y tuviéralo yo por muy bueno agora no verle.
Había ya contado Periandro a Auristela todo lo que con Arnaldo le había pasado y lo que entre los dos dejaron concertado. Turbóse Auristela, que no quisiera volver al poder de Arnaldo, de quien había dicho, aunque breve y sucintamente, lo que en un año que estuvo en su poder le había acontecido. No quisiera ver juntos a los dos amantes, que, puesto que Arnaldo estaría seguro con el fingido hermanazgo suyo y de Periandro, todavía el temor de que podía ser descubierto el parentesco la fatigaba, y más que ¿quién le quitaría a Periandro no estar celoso viendo a los ojos tan poderoso contrario? Que no hay discreción que valga ni amorosa fe que asegure al enamorado pecho cuando, por su desventura, entran en él celosas sospechas. Pero de todas éstas le aseguró el viento, que volvió en un instante el soplo que daba de lleno y en popa a las velas en contrario, de modo que a vista suya, y en un momento breve, dejó la nave derribar las velas de alto a bajo, y en otro instante casi invisible las izaron y levantaron hasta las gavias, y la nave comenzó a correr en popa por el contrario rumbo que venía, alongándose de las barcas con toda priesa. Respiró Auristela, cobró nuevo aliento Periandro; pero los demás que en las barcas iban quisieran mudarlas, entrándose en la nave, que, por su grandeza, más seguridad de las vidas y más felice viaje pudiera prometerles. En menos de dos horas se les encubrió la nave, a quien quisieran seguir si pudieran; mas no les fué posible, ni pudieron hacer otra cosa que encaminarse a una isla cuyas altas montañas, cubiertas de nieve, hacían parecer que estaban cerca, distando de allí más de seis leguas. Cerraba la noche, algo escura; picaba el viento largo y en popa, que fué alivio a los brazos, que, volviendo a tomar los remos, se dieron priesa a tomar la isla.
La media noche sería, según el tanteo que el bárbaro Antonio hizo del norte y de las guardas, cuando llegaron a ella, y por herir blandamente las aguas en la orilla, y ser la resaca de poca consideración, dieron con las barcas en tierra y a fuerza de brazos las vararon. Era la noche fría, de tal modo, que les obligó a buscar reparos para el hielo; pero no hallaron ninguno. Ordenó Periandro que todas las mujeres se entrasen en la barca capitana, y apiñándose en ella, con la compañía y estrecheza, templasen el frío; hízose así, y los hombres hicieron cuerpo de guarda a la barca, paseándose como centinelas de una parte a otra, esperando el día para descubrir en qué parte estaban, porque no pudieron saber por entonces si era o no despoblada la isla; y como es cosa natural que los cuidados destierran el sueño, ninguno de aquella cuidadosa compañía pudo cerrar los ojos; lo cual, visto por el bárbaro Antonio, dijo al bárbaro italiano que, para entretener el tiempo y no sentir tanto la pesadumbre de la mala noche, fuese servido de entretenerlos contándoles los sucesos de su vida, porque no podían dejar de ser peregrinos y raros, pues en tal traje y en tal lugar le habían puesto.
—Haré yo eso de muy buena gana—respondió el bárbaro italiano—, aunque temo que, por ser mis desgracias tantas, tan nuevas y tan extraordinarias, no me habéis de dar crédito alguno.
A lo que dijo Periandro:
—En las que a nosotros nos han sucedido nos hemos ensayado y dispuesto a creer cuantas nos contaren, puesto que tengan más de lo imposible que de lo verdadero.
—Lleguémonos aquí—respondió el bárbaro—, al borde desta barca donde están estas señoras; quizá alguna, al son de la voz de mi cuento, se quedará dormida, y quizá alguna, desterrando el sueño, se mostrará compasiva: que es alivio al que cuenta sus desventuras ver o oír que hay quien se duela dellas.
—A lo menos por mí—respondió Ricla de dentro de la barca—, y a pesar del sueño, tengo lágrimas que ofrecer a la compasión de vuestra corta suerte, del largo tiempo de vuestras fatigas.
Casi lo mismo dijo Auristela, y así todos rodearon la barca, y con atento oído estuvieron escuchando lo que el que parecía bárbaro decía, el cual comenzó su historia desta manera:
CAPITULO VIIIDonde Rutilio cuenta de su vida.
—Mi nombre es Rutilio; mi patria, Sena, una de las más famosas ciudades de Italia; mi oficio maestro de danzar, único en él, y venturoso, si yo quisiera. Había en Sena un caballero rico, a quien el cielo dió una hija más hermosa que discreta, a la cual trató de casar su padre con un caballero florentín, y, por entregársela adornada de gracias adquiridas, ya que las del entendimiento le faltaban, quiso que yo la enseñase a danzar: que la gentileza, gallardía y disposición del cuerpo, en los bailes honestos más que en otros pasos se señalan, y a las damas principales les está muy bien saberlos, para las ocasiones forzosas que les pueden suceder. Entré a enseñarle los movimientos del cuerpo; pero movíala los del alma; pues, como no discreta, como he dicho, rindió la suya a la mía, y la suerte, que de corriente larga traía encaminadas mis desgracias, hizo que, para que los dos nos gozásemos, yo la sacase de en casa de su padre y la llevase a Roma. Pero como el amor no da baratos sus gustos, y los delitos llevan a las espaldas el castigo, pues siempre se teme, en el camino nos prendieron a los dos, por la diligencia que su padre puso en buscarnos. Su confesión y la mía, que fué decir que yo llevaba a mi esposa, y ella se iba con su marido, no fué bastante para no agravar mi culpa, tanto, que obligó al juez, movió y convenció a sentenciarme a muerte. Apartáronme en la prisión con los ya condenados a ella por otros delitos no tan honrados como el mío.
”Visitéme en el calabozo una mujer que decían estaba presa por fatucherie—que en castellano se llaman hechiceras—, que la alcaidesa de la cárcel había hecho soltar de las prisiones y llevádola a su aposento, a título de que con hierbas y palabras había de curar a una hija suya de una enfermedad que los médicos no acertaban a curarle. Finalmente, por abreviar mi historia, pues no hay razonamiento que, aunque sea bueno, siendo largo, lo parezca, viéndome yo atado y con el cordel a la garganta, sentenciado al suplicio, sin orden ni esperanza de remedio, di el sí a lo que la hechicera me pidió de ser su marido si me sacaba de aquel trabajo. Díjome que no tuviese pena, que aquella misma noche del día que sucedió esta plática, ella rompería las cadenas y los cepos, y, a pesar de otro cualquier impedimento, me pondría en libertad, y en parte donde no me pudiesen ofender mis enemigos, aunque fuesen muchos y poderosos. Túvela, no por hechicera, sino por ángel que enviaba el cielo para mi remedio; esperé la noche, y, en la mitad de su silencio, llegó a mí y me dijo que asiese de la punta de una caña que me puso en la mano, diciéndome la siguiese. Turbéme algún tanto; pero como el interés era tan grande, moví los pies para seguirla, y hallélos sin grillos y sin cadenas, y las puertas de toda la prisión de par en par abiertas, y los prisioneros y guardas en profundísimo sueño sepultados. En saliendo a la calle, tendió en el suelo mi guiadora un manto, y mandándome que pusiese los pies en él, me dijo que tuviese buen ánimo, que por entonces dejase mis devociones; luego vi mala señal, luego conocí que quería llevarme por los aires, y aunque, como cristiano bien enseñado, tenía por burla todas estas hechicerías, como es razón que se tengan, todavía el peligro de la muerte, como ya he dicho, me dejó atropellar por todo, y, en fin, puse los pies en la mitad del manto, y ella ni más ni menos, murmurando unas razones que yo no pude entender, y el manto comenzó a levantarse en el aire, y yo comencé a temer poderosamente, y en mi corazón no tuvo santo la letanía a quien yo no llamase en mi ayuda. Ella debió de conocer mi miedo y presentir mis rogativas, y volvióme a mandar que las dejase. “¡Desdichado de mí!—dije—. ¿Qué bien puedo esperar si se me niega el pedirle a Dios, de quien todos los bienes vienen?” En resolución, cerré los ojos y dejéme llevar de los diablos, que no son otras las postas de las hechiceras, y, al parecer, cuatro horas o poco más había volado, cuando me hallé al crepúsculo del día en una tierra no conocida. Tocó el manto el suelo, y mi guiadora me dijo: “En parte estás, amigo Rutilio, que todo el género humano no podrá ofenderte.” Y, diciendo esto, comenzó a abrazarme no muy honestamente; apartéla de mí con los brazos, y, como mejor pude, divisé que la que me abrazaba era una figura de lobo, cuya visión me heló el alma, me turbó los sentidos y dió con mi mucho ánimo al través; pero como suele acontecer que, en los grandes peligros, la poca esperanza de vencerlos saca del ánimo desesperadas fuerzas, las pocas mías me pusieron en la mano un cuchillo que acaso en el seno traía, y con furia y rabia se le hinqué por el pecho a la que pensé ser loba, la cual, cayendo en el suelo, perdió aquella fea figura, y hallé muerta y corriendo sangre a la desventurada encantadora.
”Considerad, señores, cuál quedaría yo, en tierra no conocida y sin persona que me guiase. Estuve esperandp el día muchas horas; pero nunca acababa de llegar, ni por los horizontes se descubría señal de que el sol viniese. Apartéme de aquel cadáver, porque me causaba horror y espanto el tenerlo cerca de mí. Volvía muy a menudo los ojos al cielo, contemplaba el movimiento de las estrellas, y parecíame, según el curso que habían hecho, que ya había de ser de día. Estando en esta confusión, oí que venía hablando, por junto de donde estaba, alguna gente, y así fué verdad; y, saliéndoles al encuentro, les pregunté en mi lengua toscana que me dijesen qué tierra era aquélla, y uno de ellos, asimismo en italiano, me respondió: “Esta tierra es Noruega; pero ¿quién eres tú que lo preguntas, y en lengua que en estas partes hay muy pocos que la entiendan?” “Yo soy—respondí—un miserable que, por huir de la muerte, he venido a caer en sus manos.” Y en breves razones le di cuenta de mi viaje, y aun de la muerte de la hechicera. Mostró condolerse el que me hablaba, y díjome: “Puedes, buen hombre, dar infinitas gracias al cielo por haberte librado del poder destas maléficas hechiceras, de las cuales hay mucha abundancia en estas setentrionales partes. Cuéntase dellas que se convierten en lobos, así machos como hembras, porque de entrambos géneros hay maléficos y encantadores. Cómo esto pueda ser, yo lo ignoro, y como cristiano que soy católico, no lo creo; pero la experiencia me muestra lo contrario. Lo que puedo alcanzar es que todas estas transformaciones son ilusiones del demonio, y permisión de Dios y castigo de los abominables pecados de este maldito género de gente,” Preguntéle qué hora podría ser, porque me parecía que la noche se alargaba y el día nunca venía. Respondióme que en aquellas partes remotas se repartía el año en cuatro tiempos: tres meses había de noche escura, sin que el sol pareciese en la tierra en manera alguna, y tres meses había de crepúsculo del día, sin que bien fuese noche ni bien fuese día; otros tres meses había de día claro continuado, sin que el sol se escondiese, y otros tres de crepúsculo de la noche; y que la sazón en que estaban era la del crepúsculo del día; así que esperar la claridad del sol por entonces era esperanza vana, y que también lo sería esperar yo volver a mi tierra tan presto, si no fuese cuando llegase la sazón del día grande, en la cual parten navíos de estas partes a Inglaterra, Francia y España con algunas mercancías. Preguntóme si tenía algún oficio en que ganar de comer mientras llegaba tiempo de volverme a mi tierra. Díjele que era bailarín y grande hombre de hacer cabriolas, y que sabía jugar de manos sutilísimamente. Rióse de gana el hombre, y me dijo que aquellos ejercicios o oficios, o como llamarlos quisiese, no corrían en Noruega ni en todas aquellas partes. Preguntóme si sabría oficio de orífice. Díjele que tenía habilidad para aprender lo que me enseñasen. “Pues veníos, hermano, conmigo, aunque primero será bien que demos sepultura a esta miserable.”
“Hicímoslo así, y llevóme a una ciudad donde toda la gente andaba por las calles con palos de tea encendidos en las manos, negociando lo que les importaba. Preguntéle en el camino que cómo o cuándo había venido a aquella tierra, y que si era verdaderamente italiano. Respondió que unos de sus pasados abuelos se había casado en ella, viniendo de Italia a negocios que le importaban, y a los hijos que tuvo les enseñó su lengua, y de uno en otro se extendió por todo su linaje, hasta llegar a él, que era uno de sus cuartos nietos: “y así, como vecino y morador tan antiguo, llevado de la afición de mis hijos y mujer, me he quedado hecho carne y sangre entre esta gente, sin acordarme de Italia ni de los parientes que allá dijeron mis padres que tenían.”
“Contar yo ahora la casa donde entré, la mujer e hijos que hallé, y criados—que tenía muchos—, el gran caudal, el recibimiento y agasajo que me hiceron, sería proceder en infinito; basta decir, en suma, que yo aprendí su oficio, y en pocos meses ganaba de comer por mi trabajo. En este tiempo se llegó el de llegar el día grande, y mi amo y maestro—que así le puedo llamar—ordenó de llevar gran cantidad de su mercancía a otras islas por allí cercanas y a otras bien apartadas. Fuime con él así por curiosidad como por vender algo que ya tenía de caudal, en el cual viaje vi cosas dignas de admiración y espanto, y otras de risa y contento; noté costumbres, advertí en ceremonias no vistas y de ninguna otra gente usadas; en fin: a cabo de dos meses, corrimos una borrasca que nos duró cerca de cuarenta días, al cabo de los cuales dimos en esta isla de donde hoy salimos, entre unas peñas, donde nuestro bajel se hizo pedazos, y ninguno de los que en él venían quedó vivo sino yo.
CAPITULO IXDonde Rutilio prosigue la historia de su vida.
“Lo primero que se me ofreció a la vista, antes que viese otra cosa alguna, fué un bárbaro pendiente y ahorcado de un árbol, por donde conocí que estaba en tierra de bárbaros salvajes, y luego el miedo me puso delante mil géneros de muertes, y, no sabiendo qué hacerme, alguna o todas juntas las tenía y las esperaba. En fin, como la necesidad, según se dice, es maestra de sutilizar el ingenio, di en un pensamiento harto extraordinario, y fué que descolgué al bárbaro del árbol, y, habiéndome desnudado de todos mis vestidos, que enterré en la arena, me vestí de los suyos, que me vinieron bien, pues no tenían otra hechura que ser de pieles de animales, no cosidos ni cortados a medida, sino ceñidos por el cuerpo, como lo habéis visto. Para disimular la lengua, y que por ella no fuese conocido por extranjero, me fingí mudo y sordo, y con esta industria me entré por la isla adentro, saltando y haciendo cabriolas en el aire.
”A poco trecho, descubrí una gran cantidad de bárbaros, los cuales me rodearon, y en su lengua unos y otros, con gran priesa, me preguntaron —a lo que después acá he entendido—quién era, cómo me llamaba, adónde venía y adónde iba. Respondíles con callar y hacer todas las señales de mudo más aparentes que pude, y luego reiteraba los saltos y menudeaba las cabriolas. Salíme de entre ellos; siguiéronme los muchachos, que no me dejaban adondequiera que iba. Con esta industria pasé por bárbaro y por mudo, y los muchachos, por verme saltar y hacer gestos, me daban de comer de lo que tenían. Desta manera he pasado tres años entre ellos, y aun pasara todos los de mi vida sin ser conocido. Con la atención y curiosidad noté su lengua y aprendí mucha parte de ella; supe la profecía que de la duración de su reino tenía profetizada un antiguo y sabio bárbaro a quien ellos daban gran crédito; he visto sacrificar algunos varones para hacer la experiencia de su cumplimiento, y he visto comprar algunas doncellas para el mismo efeto, hasta que sucedió el incendio de la isla que vosotros, señores, habéis visto. Guardéme de las llamas, fuí a dar aviso a los prisioneros de la mazmorra donde vosotros, sin duda, habéis estado; vi estas barcas, acudí a la marina, hallaron en vuestros generosos pechos lugar mis ruegos, recogístesme en ellas, por lo que os doy infinitas gracias, y agora espero en la del cielo, que, pues nos sacó de tanta miseria a todos, nos ha de dar en este que pretendemos felicísimo viaje.”
Aquí dió fin Rutilio a su plática, con que dejó admirados y contentos a los oyentes. Llegóse el día, áspero, turbio y con señales de nieve muy ciertas. Dióle Auristela a Periandro lo que Cloelia le había dado la noche que murió, que fueron dos pelotas de cera, que la una, como se vió, cubría una cruz de diamantes, tan rica, que no acertaron a estimarla, por no agraviar su valor, y la otra, dos perlas redondas, asimismo de inestimable precio. Por estas joyas vinieron en conocimiento de que Auristela y Periandro eran gente principal, puesto que mejor declaraba esta verdad su gentil disposición y agradable trato. El bárbaro Antonio, viniendo el día, se entró un poco por la isla; pero no descubrió otra cosa que montañas y sierras de nieve, y, volviendo a las barcas, dijo que la isla era despoblada y que convenía partirse de allí luego a buscar otra parte donde recogerse del frío que amenazaba y proveerse de los mantenimientos que presto le harían falta. Echaron con presteza las barcas al agua, embarcáronse todos, y pusieron las proas en otra isla que no lejos de allí se descubría. En esto, yendo navegando con el espacio que podían prometer dos remos, que no llevaba más cada barca, oyeron que de la una de las otras dos salía una voz blanda, suave, de manera que les hizo estar atentos a escuchalla. Notaron, especialmente el bárbaro Antonio, el padre, que notó que lo que se cantaba era en lengua portuguesa, que él sabía muy bien. Calló la voz, y de allí a poco volvió a cantar en castellano, y no a otro tono de instrumentos que al de remos que sesgamente por el tranquilo mar las barcas impelían, y notó que lo que cantaron fué esto:
Mar sesgo, viento largo, estrella clara,
camino, aunque no usado, alegre y cierto,
al hermoso, al seguro, al capaz puerto
llevan la nave vuestra, única y rara.
En Scilas ni en Caribdis no repara,
ni en peligro que el mar tenga encubierto,
siguiendo su derrota al descubierto,
que limpia honestidad su curso para.
Con todo, si os faltare la esperanza
del llegar a este puerto, no por eso
giréis las velas, que será simpleza.
Que es enemigo amor de la mudanza,
y nunca tuvo próspero suceso
el que no se quilata en la firmeza.
La bárbara Ricla dijo, en callando la voz:
—Despacio debe de estar y ocioso el cantor que en semejante tiempo da su voz a los vientos.
Pero no lo juzgaron así Periandro y Auristela, porque le tuvieron por más enamorado que ocioso al que cantado había: que los enamorados fácilmente reconcilian los ánimos y traban amistad con los que conocen que padecen su misma enfermedad. Y así, con licencia de los demás que en su barca venían, aunque no fuera menester pedirla, hizo que el cantor se pasase a su barca, así por gozar de cerca de su voz, como saber de sus sucesos; porque persona que en tales tiempos cantaba, o sentía mucho, o no tenía sentimiento alguno. Juntáronse las barcas, pasó el músico a la de Periandro, y todos los della le hicieron agradable recogida. En entrando el músico, en medio portugués y en medio castellano, dijo:
—Al cielo y a vosotros, señores, y a mi voz, agradezco esta mudanza y esta mejora de navío, aunque creo que con mucha brevedad le dejare libre de la carga de mi cuerpo, porque las penas que siento en el alma me van dando señales de que tengo la vida en sus últimos términos.
—Mejor lo hará el cielo—respondió Periandro—, que, pues yo soy vivo, no habrá trabajos que puedan matar a alguno.
—No sería esperanza aquella—dijo a esta sazón Auristela—a que pudiesen contrastar y derribar infortunios; pues así como la luz resplandece más en las tinieblas, así la esperanza ha de estar más firme en los trabajos: que el desesperarse en ellos es acción de pechos cobardes, y no hay mayor pusilanimidad ni bajeza que entregarse el trabajado, por más que lo sea, a la desesperación.
—El alma ha de estar—dijo Periandro—el un pie en los labios y el otro en los dientes, si es que hablo con propiedad, y no ha de dejar de esperar su remedio, porque sería agraviar a Dios, que no puede ser agraviado, poniendo tasa y coto a sus infinitas misericordias.
—Todo es así—respondió el músico—, y yo lo creo a despecho y pesar de las experiencias que en el discurso de mi vida en mis muchos males tengo hechas.
No por estas pláticas dejaban de bogar, de modo que, antes de anochecer, con dos horas, llegaron a una isla también despoblada, aunque no de árboles, porque tenía muchos, y llenos de fruto que, aunque pasado de sazón y seco, se dejaba comer. Saltaron todos en tierra, en la cual vararon las barcas, y con gran priesa se dieron a desgajar árboles y hacer una gran barraca para defenderse aquella noche del frío; hicieron asimismo fuego, ludiendo dos secos palos el uno con el otro, artificio tan sabido como usado, y, como todos trabajaban, en un punto se vió levantada la pobre máquina, donde se recogieron todos, supliendo con mucho fuego la incomodidad del sitio, pareciéndoles aquella choza dilatado alcázar. Satisficieron la hambre, y acomodáronse a dormir luego, si el deseo que Periandro tenía de saber el suceso del músico no lo estorbara, porque le rogó, si era posible, les hiciese sabidores de sus desgracias, pues no podían ser venturas las que en aquellas partes le habían traído. Era cortés el cantor, y así, sin hacerse de rogar, dijo:
CAPITULO XDe lo que contó el enamorado portugués.
—Con más breves razones de las que sean posibles daré fin a mi cuento, con darle al de mi vida, si es que tengo de dar crédito a cierto sueño que la pasada noche me turbó el alma. Yo, señores, soy portugués de nación, noble en sangre, rico en los bienes de fortuna y no pobre en los de naturaleza; mi nombre es Manuel de Sosa Coitiño; mi patria, Lisboa, y mi ejercicio, el de soldado. Junto a la casa de mis padres, casi pared en medio, estaba la de otro caballero del antiguo linaje de los Pereiras, el cual tenía sola una hija, única heredera de sus bienes, que eran muchos, báculo y esperanza de la prosperidad de sus padres; la cual, por el linaje, por la riqueza y por la hermosura, era deseada de todos los mejores del reino de Portugal; y yo, que como más vecino de su casa, tenía más comodidad de verla, la miré, la conocí y la adoré con una esperanza, más dudosa que cierta, de que podría ser viniese a ser mi esposa; y por ahorrar de tiempo, y por entender que con ella habían de valer poco requiebros, promesas ni dádivas, determiné de que un pariente mío se la pidiese a sus padres para esposa mía, pues ni en el linaje, ni en la hacienda, ni aun en la edad diferenciábamos en nada. La respuesta que trujo fué que su hija Leonora aun no estaba en edad de casarse; que dejase pasar dos años, que le daba la palabra de no disponer de su hija en todo aquel tiempo, sin hacerme sabidor dello. Llevé este primer golpe en los hombros de mi paciencia y en el escudo de la esperanza; pero no dejé por esto de servirla públicamente a sombra de mi honesta pretensión, que luego se supo por toda la ciudad; pero ella, retirada en la fortaleza de su prudencia y en los retretes de su recato, con honestidad y licencia de sus padres, admitía mis servicios, y daba a entender que, si no los agradecía con otros, por lo menos no los desestimaba.
“Sucedió que en este tiempo mi rey me envió por capitán general a una de las fuerzas que tiene en Berbería, oficio de calidad y de confianza. Llegóse el día de mi partida, y pues en él no llegó el de mi muerte, no hay ausencia que mate ni dolor que consuma. Hablé a su padre, hícele que me volviese a dar la palabra de la espera de los dos años; túvome lástima, porque era discreto, y consintió que me despidiese de su mujer y de su hija Leonor, la cual, en compañía de su madre, salió a verme a una sala, y salieron con ella la honestidad, la gallardía y el silencio. Pasméme cuando vi tan cerca de mí tanta hermosura; quise hablar, y anudóseme la voz a la garganta y pegóseme al paladar la lengua, y ni supe ni pude hacer otra cosa que callar y dar con mi silencio indicio de mi turbación, la cual, vista por el padre, que era tan cortés como discreto, se abrazó conmigo y dijo: “Nunca, señor Manuel de Sosa, los días de partida dan licencia a la lengua que se desmande, y puede ser que este silencio hable en su favor de vuesa merced más que alguna otra retórica. Vuesa merced vaya a ejercer su cargo y vuelva en buen punto, que yo no faltaré ninguno en lo que tocare a servirle. Leonora, mi hija, es obediente, y mi mujer desea darme gusto, y yo tengo el deseo que he dicho: que con estas tres cosas, me parece que puede esperar vuesa merced buen suceso en lo que deseo.” Estas palabras todas me quedaron en la memoria y en el alma impresas de tal manera, que no se me han olvidado, ni se me olvidarán en tanto que la vida me durare. Ni la hermosa Leonora ni su madre me dijeron palabra, ni yo pude, como he dicho, decir alguna. Partíme a Berbería; ejercité mi cargo, con satisfacción de mi rey, dos años; volví a Lisboa; hallé que la fama y hermosura de Leonora había salido ya de los límites de la ciudad y del reino, y extendídose por Castilla y otras partes, de las cuales venían embajadas de príncipes y señores que la pretendían por esposa; pero como ella tenía la voluntad tan sujeta a la de sus padres, no miraba si era o no solicitada.
“En fin: viendo yo pasado el término de los dos años, volví a suplicar a su padre me la diese por esposa. ¡Ay de mí, que no es posible que me detenga en estas circunstancias, porque a las puertas de mi vida está llamando la muerte, y temo que no me ha de dar espacio para contar mis desventuras: que si así fuese, no las tendría yo por tales! Finalmente, un día me avisaron que, para un domingo venidero, me entregarían a mi deseada Leonora, cuya nueva faltó poco para no quitarme la vida de contento. Convidé a mis parientes, llamé a mis amigos, hice galas, envié presentes, con todos los requisitos que pudiesen mostrar ser yo el que me casaba y Leonora la que había de ser mi esposa. Llegóse este día, y yo fui acompañado de todo lo mejor de la ciudad a un monasterio de monjas que se llama de la Madre de Dios, adonde me dijeron que mi esposa, desde el día de antes, me esperaba: que había sido su gusto que en aquel monasterio se celebrase su desposorio, con licencia del arzobispo de la ciudad.”
Detúvose algún tanto el lastimado caballero, como para tomar aliento de proseguir su plática, y luego dijo:
—Llegué al monasterio, que real y pomposamente estaba adornado; salieron a recebirme casi toda la gente principal del reino, que allí aguardándome estaba, con infinitas señoras de la ciudad de las más principales; hundíase el templo de música, así de voces como de instrumentos, y en esto salió por la puerta del claustro la sin par Leonora, acompañada de la priora y de otras muchas monjas, vestida de raso blanco acuchillado, con saya entera a lo castellano, tornadas las cuchilladas con ricas y gruesas perlas. Venía forrada la saya en tela de oro verde; traía los cabellos sueltos por las espaldas, tan rubios, que deslumbraban los del sol, y tan luengos, que casi besaban la tierra; la cintura, collar y anillos que traía, opiniones hubo que valían un reino; torno a decir que salió tan bella, tan costosa, tan gallarda y tan ricamente compuesta y adornada, que causó invidia en las mujeres y admiración en los hombres. De mí sé decir que quedé tal con su vista, que me hallé indigno de merecerla, por parecerme que la agraviaba, aunque yo fuera el emperador del mundo.
“Estaba hecho un modo de teatro en mitad del cuerpo de la iglesia, donde desenfadadamente, y sin que nadie lo empachase, se había de celebrar muestro desposorio. Subió en el primero la hermosa doncella, donde al descubierto mostró su gallardía y gentileza; pareció a todos los ojos que la miraban lo que suele parecer la bella aurora al despuntar del día, o lo que dicen las antiguas fábulas que parecía la casta Diana en los bosques; y algunos creo que hubo tan discretos, que no la acertaron a comparar sino a sí misma. Subí yo al teatro, pensando que subía a mi cielo, y, puesto de rodillas ante ella, casi di demostración de adorarla. Alzóse una voz en el templo, procedida de otras muchas, que decía: “¡Vivid felices y luengos años en el mundo, ¡oh dichosos y bellísimos amantes!; coronen presto hermosísimos hijos vuestra mesa, y a largo andar se dilate vuestro amor en vuestros nietos; no sepan los rabiosos celos ni las dudosas sospechas la morada de vuestros pechos; ríndase la invidia a vuestros pies y la buena fortuna no acierte a salir de vuestra casa.” Todas estas razones y deprecaciones santas me colmaban el alma de contento, viendo con qué gusto general llevaba el pueblo mi ventura. En esto, la hermosa Leonora me tomó por la mano, y así, en pie como estábamos, alzando un poco la voz, me dijo: “Bien sabéis, señor Manuel de Sosa, cómo mi padre os dió palabra que no dispondría de mi persona en dos años, que se habían de contar desde el día que me pedistes fuese yo vuestra esposa; y también, si mal no me acuerdo, os dije yo, viéndome acosada de vuestra solicitud, y obligada de los infinitos beneficios que me habéis hecho, más por vuestra cortesía que por mis merecimientos, que yo no tomaría otro esposo en la tierra sino a vos. Esta palabra mi padre os la ha cumplido, como habéis visto, y yo os quiero cumplir la mía, como veréis; y así, porque sé que los engaños, aunque sean honrosos y provechosos, tienen un no sé qué de traición cuando se dilatan y entretienen, quiero, del que os parecerá que os he hecho, sacaros en este instante. Yo, señor mío, soy casada, y en ninguna manera, siendo mi esposo vivo, puedo casarme con otro; yo no os dejo por ningún hombre de la tierra, sino por uno del cielo, que es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: él es mi esposo, a él le di la palabra primero que a vos; a él, sin engaño y de toda mi voluntad, y a vos con disimulación y sin firmeza alguna. Yo confieso que, para escoger esposo en la tierra, ninguno os pudiera igualar; pero, habiéndole de escoger en el cielo, ¿quién como Dios? Si esto os parece traición o descomedido trato, dadme la pena que quisiéredes y el nombre que se os antojare, que no habrá muerte, promesa o amenaza que me aparte del crucificado esposo mío.” Calló, y al mismo punto la priora y las otras monjas comenzaron a desnudarla y a cortarle la preciosa madeja de sus cabellos. Yo enmudecí, y, por no dar muestras de flaqueza, tuve cuenta con reprimir las lágrimas que me venían a los ojos; y hincándome otra vez de rodillas ante ella, casi por fuerza la besé la mano; y ella, cristianamente compasiva, me echó los brazos al cuello; alcéme en pie, y, alzando la voz de modo que todos me oyesen, dije: “María optimam partem elegit.” Y diciendo esto me bajé del teatro, y, acompañado de mis amigos, me volví a mi casa, adonde, yendo y viniendo con la imaginación en este extraño suceso, vine casi a perder el juicio; y ahora, por la misma causa, vengo a perder la vida.”
“Y dando un gran suspiro, se le salió el alma, y dió consigo en el suelo.
CAPITULO XI
Acudió con presteza Periandro a verle, y halló que había expirado de todo punto, dejando a todos confusos y admirados del triste y no imaginado suceso.
—Con este sueño—dijo a esta sazón Auristela—se ha excusado este caballero de contarnos qué le sucedió en la pasada noche, los trances por donde vino a tan desastrado término y a la prisión de los bárbaros, que, sin duda, debían de ser casos tan desesperados como peregrinos.
A lo que añadió el bárbaro Antonio:
—¿Por maravilla hay desdichado sólo que lo sea en sus desventuras? Compañeros tienen las desgracias, y por aquí o por allí siempre son grandes, y entonces lo dejan de ser, cuando acaban con la vida del que las padece.
Dieron luego orden de enterralle como mejor pudieron: sirvióle de mortaja su mismo vestido; de tierra, la nieve; y de cruz, la que le hallaron en el pecho en un escapulario, que era la de Cristo, por ser caballero de su hábito; y no fuera menester hallarle esta honrosa señal para enterarse de su nobleza, pues las habían dado bien claras su grave presencia y razonar discreto. No faltaron lágrimas que le acompañasen, porque la compasión hizo su oficio, y las sacó de todos los ojos de los circunstantes. Amaneció en esto; volvieron las barcas al agua, pareciéndoles que el mar les esperaba sosegado y blando, y, entre tristes y alegres, entre temor y esperanza, siguieron su camino, sin llevar parte cierta adonde encaminalle. Están todos aquellos mares casi cubiertos de islas, todas o las más despobladas, y las que tienen gente, es rústica y medio bárbara, de poca urbanidad y de corazones duros e insolentes; y, con todo esto, deseaban topar alguna que los acogiese, porque imaginaban que no podían ser tan crueles sus moradores, que no lo fuesen más las montañas de nieve y los duros y ásperos riscos de las que atrás deseaban. Diez días más navegaron, sin tomar puerto, playa o abrigo alguno, dejando a entrambas partes, diestra y siniestra, islas pequeñas que no prometían estar pobladas de gente, puesta la mira en una gran montaña que a la vista se les ofrecía, y pugnaban con todas sus fuerzas llegar a ella con la mayor brevedad que pudiesen, porque ya sus barcas hacían agua y los bastimentos, a más andar, iban faltando.
En fin: más con la ayuda del cielo, como se debe creer, que con las de sus brazos, llegaron a la deseada isla, y vieron andar dos personas por la marina, a quien con grandes voces preguntó Transila qué tierra era aquélla, quién la gobernaba y si era de cristianos católicos. Respondiéronle, en lengua que él la entendió, que aquella isla se llamaba Golandia, y que era de católicos, puesto que estaba despoblada, por ser tan poca la gente que tenía, que no ocupaba más de una casa que servía de mesón a la gente que llegaba a un puerto detrás de un peñón que señaló con la mano: “Y si vosotros, quienquiera que seáis, queréis repararos de algunas faltas, seguidnos con la vista, que nosotros os pondremos en el puerto.” Dieron gracias a Dios los de las barcas, y siguieron por la mar a los que los guiaban por la tierra, y, al volver del peñón que les habían señalado, vieron un abrigo que podía llamarse puerto, y en él hasta diez o doce bajeles, dellos chicos, dellos medianos y dellos grandes, y fué grande la alegría que de verlos recibieron, pues les daba esperanza de mudar de navíos y seguridad de caminar con certeza a otras partes. Llegaron a tierra; salieron así gente de los navíos como del mesón a recibirlos; saltó en tierra, en hombros de Periandro y de los dos bárbaros, padre e hijo, la hermosa Auristela, vestida con el vestido y adorno con que fué Periandro vendido a los bárbaros por Arnaldo; salió con ella la gallarda Transila, y la bella bárbara Constanza, con Ricla, su madre, y todos los demás de las barcas acompañaron este escuadrón gallardo. De tal manera causó admiración, espanto y asombro la bellísima escuadra en los de la mar y la tierra, que todos se postraron en el suelo y dieron muestras de adorar a Auristela; mirábanla callando, y con tanto respeto, que no acertaban a mover las lenguas, por no ocuparse en otra cosa que en mirar. La hermosa Transila, como ya había hecho experiencia de que entendían su lengua, fué la primera que rompió el silencio, diciéndoles:
—A vuestro hospedaje nos ha traído la nuestra, hasta hoy, contraria fortuna. En nuestro traje y en nuestra mansedumbre echaréis de ver que antes buscamos paz que guerra, porque no hacen batalla las mujeres ni los varones afligidos. Acogednos, señores, en vuestro hospedaje y en vuestros navíos, que las barcas que aquí nos han conducido, aquí dejan el atrevimiento y la voluntad de tornar otra vez a entregarse a la instabilidad del mar. Si aquí se cambia por oro o por plata lo necesario que se busca, con facilidad y abundancia seréis recompensados de lo que nos diéredes; que, por subidos precios que lo vendáis, lo recibiremos como si fuese dado.
Uno, ¡milagro extraño!, que parecía ser de la gente de los navíos, en lengua española respondió:
—De corto entendimiento fuera, hermosa señora, el que dudara la verdad que dices: que, puesto que la mentira se disimula y el daño se disfraza con la máscara de la verdad y del bien, no es posible que haya tenido lugar de acogerse a tan gran belleza como la vuestra. El patrón de este hospedaje es cortesísimo, y todos los de estas naves, ni más ni menos. Mirad si os da más gusto volveros a ellas o entrar en el hospedaje, que en ellas y en él seréis recebidos y tratados como vuestra presencia merece.
Entonces, viendo el bárbaro Antonio, o oyendo por mejor decir, hablar su lengua, dijo:
—Pues el cielo nos ha traído a parte que suene en mis oídos la dulce lengua de mi nación, casi tengo ya por cierto el fin de mis desgracias. Vamos, señores, al hospedaje, y, en reposando algún tanto, daremos orden en volver a nuestro camino, con más seguridad que la que hasta aquí hemos traído.
En esto, un grumete, que estaba en lo alto de una gavia, dijo a voces, en lengua inglesa:
—Un navío se descubre que, con tendidas velas, y mar y viento en popa, viene la vuelta de este abrigo.
Alborotáronse todos, y, en el mismo lugar donde estaban, sin moverse un paso, se pusieron a esperar el bajel que tan cerca se descubría, y cuando estuvo junto, vieron que las hinchadas velas las atravesaban unas cruces rojas, y conocieron que, en una bandera que traía en el peñolo de la mayor gavia, venían pintadas las armas de Inglaterra. Disparó, en llegando, dos piezas de gruesa artillería, y luego hasta obra de veinte arcabuces; de la tierra les fué hecha señal de paz y de alegres voces, porque no tenían artillería con qué responderle.
CAPITULO XIDonde se cuenta de qué parte y quién eran los que venían en el navío.
Hecha, como se ha dicho, la salva de entrambas partes, así del navío como de la tierra, al momento echaron áncoras los de la nave, y arrojaron el esquife al agua, en el cual el primero que saltó, después de cuatro marineros que le adornaron con tapetes y asieron de los remos, fué un anciano varón, al parecer de edad de sesenta años, vestido de una ropa de terciopelo negro que le llegaba a los pies, forrada en felpa negra, y ceñida con una de las que llaman colonias de seda; en la cabeza traía un sombrero alto y puntiagudo, asimismo, al parecer, de felpa. Tras él bajó al esquife un gallardo y brioso mancebo, de poco más edad de veinticuatro años, vestido, a lo marinero, de terciopelo negro, una espada dorada en las manos y una daga en la cinta. Luego, como si los arrojaran, echaron de la nave al esquife un hombre lleno de cadenas y una mujer con él enredada y presa con las cadenas mismas: él, de hasta cuarenta años de edad, y ella, de más de cincuenta; él, brioso y despechado, y ella, malencólica y triste. Impelieron el esquife los marineros; en un instante llegaron a tierra, adonde, en sus hombros y en los de otros soldados arcabuceros que en el barco venían, sacaron a tierra al viejo y al mozo y a los dos prisioneros. Transila, que, como los demás, había estado atentísima mirando los que en el esquife venían, volviéndose a Auristela, le dijo:
—Por tu vida, señora, que me cubras el rostro con ese velo que traes atado al brazo, porque, o yo tengo poco conocimiento, o son algunos de los que vienen en este barco personas que yo conozco y me conocen.
Hízolo así Auristela, y en esto llegaron los de la barca a juntarse con ellos, y todos se hicieron bien criados recibimientos. Fuése derecho el anciano de la felpa a Transila, diciendo:
—Si mi ciencia no me engaña y la fortuna no me desfavorece, próspera habrá sido la mía con este hallazgo.
Y diciendo y haciendo, alzó el velo del rostro de Transila, y se quedó desmayado en sus brazos, que ella se los ofreció y se los puso, porque no diese en tierra. Sin duda, se puede creer que este caso de tanta novedad y tan no esperado puso en admiración a los circunstantes, y más cuando le oyeron decir a Transila:
—¡Oh padre de mi alma! ¿Qué venida es ésta? ¿Quién trae a vuestras venerables canas y a vuestros cansados años por tierras tan apartadas de la vuestra?
—¿Quién le ha de traer—dijo a esta sazón el brioso mancebo—, sino el buscar la ventura que sin vos le faltaba? El y yo, dulcísima señora y esposa mía, venimos buscando el norte que nos ha de guiar adonde hallemos el puerto de nuestro descanso; pero pues ya, gracias sean dadas a los cielos, le habemos hallado, haz, señora, que vuelva en sí tu padre Mauricio, y consiente que de su alegría reciba yo parte, recibiéndole a él como a padre, y a mí, como a tu legítimo esposo.
Volvió en sí Mauricio, y sucedióle en su desmayo Transila. Acudió Auristela a su remedio; pero no osó llegar a ella Ladislao, que éste era el nombre de su esposo, por guardar el honesto decoro que a Transila se le debía; pero como los desmayos que suceden de alegres y no pensados acontecimientos, o quitan la vida en un instante, o no duran mucho, fué pequeño espacio el en que estuvo Transila desmayada. El dueño de aquel mesón u hospedaje, dijo:
—Venid, señores, todos, adonde, con más comodidad y menos frío del que aquí hace, os deis cuenta de vuestros sucesos.
Tomaron su consejo y fuéronse al mesón, y hallaron que era capaz de alojar una flota. Los dos encadenados se fueron por su pie, ayudándoles a llevar sus hierros los arcabuceros que, como en guarda, con ellos venían; acudieron a sus naves algunos, y, con tanta priesa como buena voluntad, trujeron de ellas los regalos que tenían. Hízose lumbre, pusiéronse las mesas, y, sin tratar entonces de otra cosa, satisficieron todos la hambre, más con muchos géneros de pescados que con carnes, porque no sirvió otra que la de muchos pájaros que se crían en aquellas partes, de tan extraña manera, que, por ser rara y peregrina, me obliga a que aquí la cuente. Híncanse unos palos en la orilla del mar y entre los escollos donde las aguas llegan, los cuales palos, de allí a poco tiempo, todo aquello que cubre el agua se convierte en dura piedra, y, lo que queda fuera del agua, se pudre y se corrompe, de cuya corrupción se engendra un pequeño pajarillo que, volando a la tierra, se hace grande, y tan sabroso de comer, que es uno de los mejores manjares que se usan; y donde hay más abundancia de ellos es en las provincias de Hibernia y de Irlanda, el cual pájaro se llama Barnacias. El deseo que tenían todos de saber los sucesos de los recién llegados les hacía parecer larga la comida, la cual acabada, el anciano Mauricio dió una gran palmada en la mesa, como dando señal de pedir que con atención le escuchasen. Enmudecieron todos, y el silencio les selló los labios, y la curiosidad les abrió los oídos, viendo lo cual, Mauricio soltó la voz en tales razones:
—En una isla, de siete que están circunvecinas a la de Hibernia, nací yo, y tuvo principio mi linaje, tan antiguo, bien como aquel que es de los Mauricios, que, en decir este apellido, le encarezco todo lo que puedo; soy cristiano católico, y no de aquellos que andan mendigando la fe verdadera entre opiniones; mis padres me criaron en los estudios, así de las armas como de las letras—si se puede decir que las armas se estudian—; he sido aficionado a la ciencia de la astrología judiciaria, en la cual he alcanzado famoso nombre; caséme, en teniendo edad para tomar estado, con una hermosa y principal mujer de mi ciudad, de la cual tuve esta hija que está aquí presente; seguí las costumbres de mi patria, a lo menos en cuanto a las que parecían ser niveladas con la razón, y en las que no, con apariencias fingidas, mostraba seguirlas, que tal vez la disimulación es provechosa; creció esta muchacha a mi sombra, porque le faltó la de su madre a dos años después de nacida, y a mí me faltó el arrimo de mi vejez y me sobró el cuidado de criar la hija, y por salir de él, que es carga difícil de llevar de cansados y ancianos hombros, en llegando a casi edad de darle esposo en que le diese arrimo y compañía, lo puse en efeto, y el que le escogí fué este gallardo mancebo que tengo a mi lado, que se llama Ladislao, tomando consentimiento primero de mi hija, por parecerme acertado y aun conveniente que los padres casen a sus hijas con su beneplácito y gusto, pues no les dan compañía por un día, sino por todos aquellos que les durase la vida; y de no hacer esto ansí, se han seguido, siguen y seguirán millares de inconvenientes, que los más suelen parar en desastrados sucesos. Es, pues, de saber que en mi patria hay una costumbre, entre muchas malas la peor de todas, y es que, concertado el matrimonio, y llegado el día de la boda, en una casa principal, para esto diputada, se juntan los novios y sus hermanos, si los tienen, con todos los parientes más cercanos de entrambas partes, y con ellos el regimiento de la ciudad, los unos para testigos y los otros para verdugos, que así los puedo y debo llamar. Está la desposada en un rico apartamiento esperando lo que no sé cómo pueda decirlo sin que la vergüenza no me turbe la lengua; está esperando, digo, a que entren los hermanos de su esposo, si los tiene, y algunos de sus parientes más cercanos, de uno en uno, a coger las flores de su jardín y a manosear los ramilletes que ella quisiera guardar intactos para su marido: costumbre bárbara y maldita, que va contra todas las leyes de la honestidad y del buen decoro, porque ¿qué dote puede llevar más rico una doncella que serlo, ni qué limpieza puede ni debe agradar más al esposo que la que la mujer lleva a su poder en su entereza? La honestidad siempre anda acompañada con la vergüenza y la vergüenza con la honestidad; y si la una o la otra comienzan a desmoronarse y a perderse, todo el edificio de la hermosura dará en tierra y será tenido el precio bajo y asqueroso. Muchas veces había yo intentado de persuadir a mi pueblo dejase esta prodigiosa costumbre; pero apenas lo intentaba, cuando se me daba en la boca con mil amenazas de muerte, donde vine a verificar aquel antiguo adagio que vulgarmente se dice: que la costumbre es otra naturaleza, y el mudarla se siente como la muerte. Finalmente, mi hija se encerró en el retraimiento dicho, y estuvo esperando su perdición; y cuando quería ya entrar un hermano de su esposo a dar principio al torpe trato, veis aquí donde veo salir, con una lanza terciada en las manos, a la gran sala donde toda la gente estaba, a Transila, hermosa como el sol, brava como una leona y airada como una tigre.
Aquí llegaba de su historia el anciano Mauricio, escuchándole todos con la atención posible, cuando, revistiéndosele a Transila el mismo espíritu que tuvo al tiempo que se vió en el mismo acto y ocasión que su padre contaba, levantándose en pie, con lengua a quien suele turbar la cólera, con el rostro hecho brasa y los ojos fuego, en efeto, con ademán que la pudiera hacer menos hermosa, si es que los accidentes tienen fuerzas de menoscabar las grandes hermosuras, quitándole a su padre las palabras de la boca, dijo las del siguiente capítulo.
CAPITULO XIIIDonde Transila prosigue la historia a quien su padre dió principio.
—Salí—dijo Transila—, como mi padre ha dicho, a la gran sala, y, mirando a todas partes, en alta y colérica voz dije: “Haceos adelante vosotros, aquellos cuyas deshonestas y bárbaras costumbres van contra las que guarda cualquier bien ordenada república. Vosotros, digo, más lascivos que religiosos, que con apariencia y sombra de ceremonias vanas queréis cultivar los ajenos campos sin licencia de sus legítimos dueños. Veisme aquí, gente mal perdida y peor aconsejada; venid, venid, que la razón, puesta en la punta de esta lanza, defenderá mi partido y quitará las fuerzas a vuestros malos pensamientos, tan enemigos de la honestidad y de la limpieza.” Y en diciendo esto, salté en mitad de la turba y, rompiendo por ella, salí a la calle, acompañada de mi mismo enojo, y llegué a la marina, donde, cifrando mil discursos, que en aquel tiempo hice en uno, me arrojé en un pequeño barco que, sin duda, me deparó el cielo. Asiendo de dos pequeños remos, me alargué de la tierra todo lo que pude; pero viendo que se daban priesa a seguirme en otros muchos barcos, más bien parados y de mayores fuerzas impelidos, y que no era posible escaparme, solté los remos y volví a tomar mi lanza, con intención de esperarlos y dejar llevarme a su poder, si no perdiendo la vida, vengando primero en quien pudiese mi agravio. Vuelvo a decir otra vez que el cielo, conmovido de mi desgracia, avivó el viento y llevó el barco, sin empelerle los remos, el mar adentro, hasta que llegó a una corriente o raudal que le arrebató como en peso y le llevó más adentro, quitando la esperanza a los que tras mí venían de alcanzarme, que no se aventuraron a entrarse en la desenfrenada corriente que por aquella parte el mar llevaba.
Así es verdad—dijo a esta sazón su esposo Ladislao—, porque, como me llevabas el alma, no pude dejar de seguirte. Sobrevino la noche, y perdímoste de vista, y aun perdimos la esperanza de hallarte viva, si no fuese en las lenguas de la fama, que desde aquel punto tomó a su cargo el celebrar tal hazaña por siglos eternos.
—Es, pues, el caso—prosiguió Transila—que aquella noche, un viento que de la mar soplaba, me trujo a la tierra, y en la marina hallé unos pescadores que benignamente me recogieron y albergaron, y aun me ofrecieron marido, si no le tenía, y creo sin aquellas condiciones de quien yo iba huyendo. Pero la codicia humana, que reina y tiene su señorío aun entre las peñas y riscos del mar y en los corazones duros y campestres, se entró aquella noche en los pechos de aquellos rústicos pescadores, y acordaron entre sí que, pues de todos era la presa que en mí tenían, y que no podía ser dividida en partes para poder repartirme, que me vendiesen a unos cosarios que aquella tarde habían descubierto no lejos de sus pesquerías. Bien pudiera yo ofrecerles mayor precio del que ellos pudieran pedir a los cosarios; pero no quise tomar ocasión de recebir bien alguno de ninguno de mi bárbara patria, y así, al amanecer, habiendo llegado allí los piratas, me vendieron no sé por cuánto, habiéndome primero despojado de las joyas que llevaba de desposada. Lo que sé decir es que me trataron los cosarios con mejor término que mis ciudadanos, y me dijeron que no fuese malencólica, porque no me llevaban para ser esclava, sino para esperar ser reina y aun señora de todo el universo, si ya no mentían ciertas profecías de los bárbaros de aquella isla, de quien tanto se hablaba por el mundo. De cómo llegué, del recibimiento que los bárbaros me hicieron, de cómo aprendí su lengua en este tiempo que ha que falté de vuestra presencia, de sus ritos y ceremonias y costumbres, del vano asunto de sus profecías y del hallazgo de estos señores con quien vengo, y del incendio de la isla, que ya queda abrasada, y de nuestra libertad, diré otra vez que por agora basta lo dicho, y quiero dar lugar a que mi padre me diga qué ventura le ha traído a dármela tan buena cuando menos la esperaba.
Aquí dió fin Transila a su plática, teniendo a todos colgados de la suavidad de su lengua y admirados del extremo de su hermosura, que, después de la de Auristela, ninguna se le igualaba. Mauricio, su padre, entonces dijo:
—Ya sabes, hermosa Transila, querida hija, cómo mis estudios y ejercicios, entre otros muchos gustosos y loables, me llevaron tras sí los de la astrología judiciaria, como aquellos que, cuando aciertan, cumplen el natural deseo que todos los hombres tienen, no sólo de saber todo lo pasado y presente, sino lo por venir. Viéndote, pues, perdida, noté al punto, observé los astros, miré el aspecto de los planetas, señalé los sitios y casas necesarias para que respondiese mi trabajo a mi deseo, porque ninguna ciencia, en cuanto a ciencia, engaña: el engaño está en quien no la sabe, principalmente la de la astrología, por la velocidad de los cielos, que se lleva tras sí todas las estrellas, las cuales no influyen en este lugar lo que en aquél, ni en aquél lo que en éste; y así, el astrólogo judiciario, si acierta alguna vez en sus juicios, es por arrimarse a lo más probable y a lo más experimentado, y el mejor astrólogo del mundo, puesto que muchas veces se engaña, es el demonio, porque no solamente juzga de lo por venir por la ciencia que sabe, sino también por las premisas y conjeturas, y como ha tanto tiempo que tiene experiencia de los casos pasados y tanta noticia de los presentes, con facilidad se arroja a juzgar de los por venir, lo que no tenemos los aprendices de esta ciencia, pues hemos de juzgar siempre a tiento y con poca seguridad. Con todo eso alcancé que tu perdición había de durar dos años, y que te había de cobrar este día, y en esta parte, para remozar mis canas y para dar gracias a los cielos del hallazgo de mi tesoro, alegrando mi espíritu con tu presencia, puesto que sé que ha de ser a costa de algunos sobresaltos: que por la mayor parte las buenas andanzas no vienen sin el contrapeso de desdichas, las cuales tienen jurisdicción y un modo de licencia de entrarse por los buenos sucesos, para darnos a entender que ni el bien es eterno ni el mal durable.
—Los cielos serán servidos—dijo a esta sazón Auristela, que había gran tiempo que callaba—de darnos próspero viaje, pues nos le promete tan buen hallazgo.
La mujer prisionera, que había estado escuchando con gran atención el razonamiento de Transila, se puso en pie, a pesar de sus cadenas y al de la fuerza que le hacía para que no se levantase el que con ella venía preso, y, con voz levantada, dijo:
CAPITULO XIVDonde se declara quién eran los que tan aherrojados venían.
—Si es que los afligidos tienen licencia para hablar ante los venturosos, concédaseme a mí por esta vez, donde la brevedad de mis razones templará el fastidio que tuviéredes de escuchallas. Haste quejado—dijo, volviéndose a Transila—, señora doncella, de la bárbara costumbre de los de la ciudad, como si lo fuera aliviar el trabajo a los menesterosos y quitar la carga a los flacos; si que no es error, por bueno que sea un caballo, pasearle la carrera primero que se ponga en él, ni va contra la honestidad el uso y costumbre si en él no se pierde la honra, y se tiene por acertado lo que no le parece; si que mejor gobernará el timón de una nave el que hubiere sido marinero que no el que sale de las escuelas de la tierra para ser piloto: la experiencia en todas las cosas es la mejor muestra de las artes, y así, mejor te fuera entrar experimentada en la compañía de tu esposo que rústica e inculta.
Apenas oyó esta razón última el hombre que consigo venía atado, cuando dijo, poniéndole el puño cerrado junto al rostro, amenazándola:
—¡Oh Rosamunda, o, por mejor decir, Rosa inmunda!, porque munda, ni lo fuiste, ni lo eres, ni lo serás en tu vida, si vivieses más años que los mismos tiempos, y así, no me maravillo de que te parezca mal la honestidad ni el buen recato, a que están obligadas las honradas doncellas. Sabed, señores—mirando a todos los circunstantes, prosiguió—, que esta mujer que aquí veis, atada como loca, y libre como atrevida, es aquella famosa Rosamunda, dama que ha sido concubina y amiga del rey de Inglaterra, de cuyas impúdicas costumbres hay largas historias y longísimas memorias entre todas las gentes del mundo. Esta mandó al rey, y, por añadidura, a todo el reino; puso leyes, quitó leyes; levantó caídos viciosos y derribó levantados virtuosos; cumplió sus gustos, tan torpe como públicamente, en menoscabo de la autoridad del rey, y en muestra de sus torpes apetitos, que fueron tantas las muestras y tan torpes y tantos sus atrevimientos, que, rompiendo los lazos de diamantes y las redes de bronce con que tenía ligado el corazón del rey, le movieron a apartarla de sí y a menospreciarla en el mismo grado que la había tenido en precio. Cuando ésta estaba en la cumbre de su rueda y tenía asida por la guedeja a la fortuna, vivía yo despechado y con deseos de mostrar al mundo cuán mal estaban empleados los de mi rey y señor natural; tengo un cierto espíritu satírico y maldiciente, una pluma veloz y una lengua libre; deléitanme las maliciosas agudezas, y, por decir una, perderé yo, no sólo un amigo, pero cien mil vidas; no me ataban la lengua prisiones, ni enmudecían destierros, ni atemorizaban amenazas, ni enmendaban castigos; finalmente, a entrambos a dos llegó el día de nuestra última paga: a ésta mandó el rey que nadie, en toda la ciudad ni en todos sus reinos y señoríos, le diese, ni dado ni por dineros, otro algún sustento que pan y agua, y que a mí, junto con ella, nos trajesen a una de las muchas islas que por aquí hay que fuese despoblada, y aquí nos dejasen: pena que para mí ha sido más mala que quitarme la vida, porque, la que con ella paso, es peor que la muerte.
—Mira, Clodio—dijo a esta sazón Rosamunda—, cuán mal me hallo yo en tu compañía, que mil veces me ha venido al pensamiento de arrojarme en la profundidad del mar, y si lo he dejado de hacer es por no llevarte conmigo: que si en el infierno pudiera estar sin ti, se me aliviaran las penas. Yo confieso que mis torpezas han sido muches, pero han caído sobre sujeto flaco y poco discreto; mas las tuyas han cargado sobre varoniles hombros y sobre discreción experimentada, sin sacar de ellas otra ganancia que una delectación más ligera que la menuda paja que en volubles remolinos revuelve el viento; tú has lastimado mil ajenas honras, has aniquilado ilustres créditos, has descubierto secretos escondidos y contaminado linajes claros; haste atrevido a tu rey, a tus ciudadanos, a tus amigos y a tus mismos parientes, y, en son de decir gracias, te has desgraciado con todo el mundo. Bien quisiera yo que quisiera el rey que, en pena de mis delitos, acabara con otro género de muerte la vida en mi tierra, y no con el de las heridas que a cada paso me da tu lengua, de la cual tal vez no están seguros los cielos ni los santos.
—Con todo eso—dijo Clodio—, jamás me ha acusado la conciencia de haber dicho alguna mentira.
—A tener tú conciencia—dijo Rosamunda—de las verdades que has dicho, tenías harto de qué acusarte; que no todas las verdades han de salir en público ni a los ojos de todos.
—Sí—dijo a esta sazón Mauricio—, sí que tiene razón Rosamunda: que las verdades de las culpas cometidas en secreto nadie ha de ser osado de sacarlas en público, especialmente las de los reyes y príncipes que nos gobiernan; sí que no toca a un hombre particular reprehender a su rey y señor ni sembrar en los oídos de sus vasallos las faltas de su príncipe, porque esto no será causa de enmendarle, sino de que los suyos no le estimen; y si la corrección ha de ser fraterna entre todos, ¿por qué no ha de gozar deste privilegio el príncipe? ¿Por qué le han de decir públicamente y en el rostro sus defectos? Que tal vez la reprehensión pública y mal considerada suele endurecer la condición del que la recibe y volverle antes pertinaz que blando; y como es forzoso que la reprehensión caiga sobre culpas verdaderas o imaginadas, nadie quiere que le reprehendan en público, y así, dignamente, los satíricos, los maldicientes, los malintencionados, son desterrados y echados de sus casas, sin honra y con vituperio, sin que les quede otra alabanza que llamarse agudos sobre bellacos y bellacos sobre agudos, y es como lo que suele decirse: la traición contenta, pero el traidor enfada. Y hay más: que las honras que se quitan por escrito, como vuelan y pasan de gente en gente, no se pueden reducir a restitución, sin la cual no se perdonan los pecados.
—Todo lo sé—respondió Clodio—; pero si quieren que no hable o escriba, córtenme la lengua y las manos, y aun entonces pondré la boca en las entrañas de la tierra, y daré voces como pudiere, y tendré esperanza que de allí salgan las cañas del rey Midas.
—Ahora bien—dijo a esta sazón Ladislao—; háganse estas paces; casemos a Rosamunda con Clodio; quizá con la bendición del sacramento del matrimonio y con la discreción de entrambos, mudando de estado, mudarán de vida.
—Aun bien—dijo Rosamunda—, que tengo aquí un cuchillo con que podré hacer una o dos puertas en mi pecho por donde salga el alma, que ya tengo casi puesta en los dientes en sólo haber oído este tan desastrado y desatinado casamiento.
—Yo no me mataré—dijo Clodio—; porque, aunque soy murmurador y maldiciente, el gusto que recibo de decir mal, cuando lo digo bien, es tal, que quiero vivir porque quiero decir mal; verdad es que pienso guardar la cara a los príncipes, porque ellos tienen largos brazos y alcanzan adonde quieren y a quien quieren, y ya la experiencia me ha mostrado que no es bien ofender a los poderosos, y la caridad cristiana enseña que por el príncipe bueno se ha de rogar al cielo por su vida y por su salud, y por el malo, que le mejore y enmiende.
—Quien todo eso sabe—dijo el bárbaro Antonio—, cerca está de enmendarse; no hay pecado tan grande ni vicio tan apoderado, que, con el arrepentimiento, no se borre o quite del todo. La lengua maldiciente es como espada de dos filos, que corta hasta los huesos, o como rayo del cielo, que, sin romper la vaina, rompe y desmenuza el acero que cubre; y aunque las conversaciones y entretenimientos se hacen sabrosos con la sal de la murmuración, todavía suelen tener los dejos las más veces amargos y desabridos. Es tan ligera la lengua como el pensamiento, y si son malas las preñeces de los pensamientos, las empeoran los partos de la lengua; y como sean las palabras como las piedras que se sueltan de la mano, que no se pueden revocar ni volver a la parte donde salieron hasta que han hecho su efeto, pocas veces el arrepentirse de haberlas dicho menoscaba la culpa del que las dijo, aunque ya tengo dicho que un buen arrepentimiento es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma.
CAPITULO XV
En esto estaban, cuando entró un marinero en el hospedaje, diciendo a voces:
—Un bajel grande viene con las velas tendidas encaminado a este puerto, y hasta agora no he descubierto señal que me dé a entender de qué parte sea.
Apenas dijo esto, cuando llegó a sus oídos el son horrible de muchas piezas de artillería que el bajel disparó al entrar del puerto, todas limpias y sin bala alguna, señal de paz y no de guerra; de la misma manera le respondió el bajel de Mauricio y toda la arcabucería de los soldados que en él venían. Al momento, todos los que estaban en el hospedaje salieron a la marina, y en viendo Periandro el bajel recién llegado, conoció ser el de Arnaldo, príncipe de Dinamarca, de que no recibió contento alguno: antes se le revolvieron las entrañas, y el corazón le comenzó a dar saltos en el pecho. Los mismos accidentes y sobresaltos recibió en el suyo Auristela, como aquella que por larga experiencia sabía la voluntad que Arnaldo le tenía, y no podía acomodar su corazón a pensar cómo podría ser que las voluntades de Arnaldo y Periandro se aviniesen bien, sin que la rigurosa y desesperada flecha de los celos no les atravesase las almas. Ya estaba Arnaldo en el esquife de la nave, y ya llegaba a la orilla, cuando se adelantó Periandro a recebille; pero Auristela no se movió del lugar donde primero puso el pie, y aun quisiera que allí se le hincaran en el suelo y se volvieran en torcidas raíces, como se volvieron los de la hija de Peneo cuando el ligero corredor Apolo la seguía. Arnaldo, que vió a Periandro, le conoció, y, sin esperar que los suyos le sacasen en hombros a tierra, de un salto que dió desde la popa del esquife, se puso en ella, y en los brazos de Periandro, que con ellos abiertos le recibió, y Arnaldo le dijo:
—Si yo fuere tan venturoso, amigo Periandro, que contigo hallare a tu hermana Auristela, ni tendría mal que temer ni otro bien mayor que esperar.
—Conmigo está, valeroso señor—respondió Periandro—: que los cielos, atentos a favorecer tus virtuosos y honestos pensamientos, te la han guardado con la entereza que también ella por sus buenos deseos merece.
Ya en esto se había comunicado por la nueva gente y por la que en la tierra estaba quién era el príncipe que en la nave venía, y todavía estaba Auristela como estatua, sin voz, inmóvil, y junto a ella la hermosa Transila, y las dos, al parecer, bárbaras Ricla y Constanza. Llegó Arnaldo, y, puesto de hinojos ante Auristela, le dijo:
—¡Seas bien hallada, norte por donde se guían mis honestos pensamientos y estrella fija que me lleva al puerto donde han de tener reposo mis buenos deseos!
A todo esto no respondió palabra Auristela; antes le vinieron las lágrimas a los ojos, que comenzaron a bañar sus rosadas mejillas. Confuso Arnaldo de tal accidente, no supo determinarse si de pesar o de alegría podía proceder semejante acontecimiento; mas Periandro, que todo lo notaba, y en cualquier movimiento de Auristela tenía puestos los ojos, sacó a Arnaldo de duda, diciéndole:
—Señor: el silencio y las lágrimas de mi hermana nacen de admiración y de gusto: la admiración, del verte en parte tan no esperada, y las lágrimas, del gusto de haberte visto; ella es agradecida, como lo deben ser las bien nacidas, y conoce las obligaciones en que la has puesto de servirte, con las mercedes y limpio tratamiento que siempre le has hecho.
Fuéronse con esto al hospedaje; volvieron a colmarse las mesas de manjares; llenáronse de regocijo los pechos, porque se llenaron las tazas de generosos vinos; que cuando se trasiegan por la mar de un cabo a otro, se mejoran de manera que no hay néctar que se los iguale. Esta segunda comida se hizo por respeto del príncipe Arnaldo. Contó Periandro al príncipe lo que le sucedió en la isla bárbara, con la libertad de Auristela, con todos los sucesos y puntos que hasta aquí se han contado, con que se suspendió Arnaldo, y de nuevo se alegraron y admiraron todos los presentes.
CAPITULO XVI
En esto, el patrón del hospedaje dijo:
—No sé si diga que me pesa de la bonanza que prometen en el mar las señales del cielo: el Sol se pone claro y limpio, cerca ni lejos no se descubre celaje alguno, las olas hieren la tierra blanda y suavemente, y las aves salen al mar a espaciarse; que todos éstos son indicios de serenidad firme y duradera, cosa que ha de obligar a que me dejen solo tan honrados huéspedes como la fortuna a mi hospedaje ha traído.
—Así será—dijo Mauricio—, que, puesto que vuestra noble compañía se ha de tener por agradable y cara, el deseo de volver a nuestras patrias no consiente que mucho tiempo la gocemos. De mí sé decir que esta noche, a la primera guarda, me pienso hacer a la vela, si con mi parecer viene el de mi piloto y el de estos señores soldados que en el navío vienen.
A lo que añadió Arnaldo:
—Siempre la pérdida del tiempo no se puede cobrar, y la que se pierde en la navegación es irremediable.
En efeto: entre todos los que en el puerto estaban quedó de acuerdo que en aquella noche fuesen de partida la vuelta de Inglaterra, a quien todos iban encaminados. Levantóse Arnaldo de la mesa, y asiendo de la mano a Periandro, le sacó fuera del hospedaje, donde a solas y sin ser oído de nadie le dijo:
—No es posible, Periandro amigo, sino que tu hermana Auristela te habrá dicho la voluntad que en dos años que estuvo en poder del rey mi padre, le mostré, tan ajustada con sus honestos deseos, que jamás me salieron palabras a la boca que pudiesen turbar sus castos intentos; nunca quise saber más de su hacienda de aquello que ella quiso decirme, pintándola en mi imaginación no como persona ordinaria y de bajo estado, sino como a reina de todo el mundo, porque su honestidad, su gravedad, su discreción, tan en extremo extremada, no me daba lugar a que otra cosa pensase. Mil veces me le ofrecí por su esposo, y esto con voluntad de mi padre, y aun me parecía que era corto mi ofrecimiento. Respondióme siempre que, hasta verse en la ciudad de Roma, adonde iba a cumplir un voto, no podía disponer de su persona; jamás me quiso decir su calidad ni la de sus padres, ni yo, como ya he dicho, le importuné me la dijese, pues ella sola, por sí misma, sin que traiga dependencia de otra alguna nobleza, merece, no solamente la corona de Dinamarca, sino de toda la monarquía de la tierra. Todo esto te he dicho, Periandro, para que, como varón de discurso y entendimiento, consideres que no es muy baja la ventura que está llamando a las puertas de tu comodidad y la de tu hermana, a quien desde aquí me ofrezco por su esposo, y prometo de cumplir este ofrecimiento cuando ella quisiere y adonde quisiere; aquí debajo destos pobres techos, o en los dorados de la famosa Roma; y asimismo te ofrezco de contenerme en los límites de la honestidad y buen decoro, si bien viese consumirme en los ahincos y deseos que trae consigo la concupiscencia desenfrenada y la esperanza propicia, que suele fatigar más que la apartada.
Aquí dió fin su plática Arnaldo, y estuvo atentísimo a lo que Periandro había de responderle, que fué:
—Bien conozco, valeroso príncipe Arnaldo, la obligación en que yo y mi hermana te estamos por las mercedes que hasta aquí nos has hecho y por la que agora de nuevo nos haces: a mí, por ofrecerte por mi hermano, y a ella, por esposo; pero, aunque parezca locura que dos miserables peregrinos, desterrados de su patria, no admitan luego el bien que se les ofrece, te sé decir no ser posible el recebirle, como es posible el agradecerle. Mi hermana y yo vamos, llevados del destino y de la elección, a la santa ciudad de Roma, y hasta vernos en ella, parece que no tenemos ser alguno ni libertad para usar de nuestro albedrío. Si el cielo nos llevare a pisar la santísima tierra y adorar sus reliquias santas, quedaremos en disposición de disponer de nuestras hasta agora impedidas voluntades, y entonces será la mía toda empleada en servirte. Séte decir también que, si llegares al cumplimiento de tu buen deseo, llegarás a tener una esposa de ilustrísimo linaje nacida y un hermano que lo sea mejor que cuñado, y entre las muchas mercedes que entrambos a dos hemos recebido, te suplico me hagas a mí una, y es que no me preguntes más de nuestra hacienda y de nuestra vida, porque no me obligues a que sea mentiroso, inventando quimeras que decirte mentirosas y falsas, por no poder contarte las verdaderas de nuestra historia.
—Dispón de mí—respondió Arnaldo—, hermano mío, a toda tu voluntad y gusto, haciendo cuenta que yo soy cera y tú el sello que has de imprimir en mí lo que quisieres; y, si te parece, sea nuestra partida esta noche a Inglaterra, que de allí fácilmente pasaremos a Francia y a Roma, en cuyo viaje, y del modo que quisiéredes, pienso acompañaros, si dello gustáredes.
Aunque le pesó a Periandro deste último ofrecimiento, le admitió, esperando en el tiempo y en la dilación, que tal vez mejora los sucesos; y abrazándose los dos cuñados en esperanza, se volvieron al hospedaje a dar traza en su partida. Había visto Auristela cómo Arnaldo y Periandro habían salido juntos, y estaba temerosa del fin que podía tener el de su plática; y puesto que conocía la modestia en el príncipe Arnaldo y la mucha discreción de Periandro, mil géneros de temores la sobresalteaban, pareciéndole que, como el amor de Arnaldo igualaba a su poder, podía remitir a la fuerza sus ruegos: que tal vez en los pechos de los desdeñados amantes se convierte la paciencia en rabia y la cortesía en descomedimiento; pero cuando los vió venir tan sosegados y pacíficos, cobró casi los perdidos espíritus. Clodio el maldiciente, que ya había sabido quién era Arnaldo, se le echó a los pies, y le suplicó le mandase quitar la cadena y apartar de la compañía de Rosamunda. Mauricio le contó luego la condición, la culpa y la pena de Clodio y la de Rosamunda. Movido a compasión dellos, hizo, por un capitán que los traía a su cargo, que los desherrasen y se los entregasen, que él tomaba a su cargo alcanzarles perdón de su rey, por ser su grande amigo; viendo lo cual, el maldiciente Clodio dijo:
—Si todos los señores se ocupasen en hacer buenas obras, no habría quien se ocupase en decir mal dellos; pero, ¿por qué ha de esperar el que obra mal que digan bien dél? Y si las obras virtuosas y bien hechas son calumniadas de la malicia humana, ¿por qué no lo serán las malas? ¿Por qué ha de esperar el que siembra cizaña y maldad dé buen fruto su cosecha? Llévame contigo, ¡oh príncipe!, y verás cómo pongo sobre el cerco de la luna tus alabanzas.
—No, no—respondió Arnaldo—; no quiero que me alabes por las obras que en mí son naturales; y más, que la alabanza tanto es buena, cuanto es bueno el que la dice, y tanto es mala, cuanto es vicioso y malo el que alaba; que si la alabanza es premio de la virtud, si el que alaba es virtuoso, es alabanza; y si vicioso, vituperio.
CAPITULO XVIDa cuenta Arnaldo del suceso de Taurisa.
Con gran deseo estaba Auristela de saber lo que Arnaldo y Periandro pasaron en la plática que tuvieron fuera del hospedaje, y aguardaba comodidad para preguntárselo a Periandro, y para saber de Arnaldo qué se había hecho su doncella Taurisa; y, como si Arnaldo le adivinara los pensamientos, le dijo:
—Las desgracias que has pasado, hermosa Auristela, te habrán llevado de la memoria las que tenías en obligación de acordarte dellas, entre las cuales querría que hubiesen borrado de ella a mí mismo, que, con sola la imaginación de pensar que algún tiempo he estado en ella, viviría contento, pues no puede haber olvido de aquello de quien no se ha tenido acuerdo: el olvido presente cae sobre la memoria del acuerdo pasado; pero, como quiera que sea, acuérdesete de mí o no te acuerdes, de todo lo que hicieres estoy contento: que los cielos, que me han destinado para ser tuyo, no me dejan hacer otra cosa; mi albedrío lo es para obedecerte. Tu hermano Periandro me ha contado muchas de las cosas que después que te robaron de mi reino te han sucedido: unas me han admirado, otras suspendido, y éstas y aquéllas espantado. Veo asimismo que tienen fuerza las desgracias para borrar de la memoria algunas obligaciones que parecen forzosas: ni me has preguntado por mi padre, ni por Taurisa, tu doncella; a él dejé yo bueno, y con deseo de que te buscase y te hallase; a ella la traje conmigo, con intención de venderla a los bárbaros, para que sirviese de espía y viese si la fortuna te había llevado a su poder. De cómo vino al mío tu hermano Periandro, ya él te lo habrá contado, y el concierto que entre los dos hicimos; y aunque muchas veces he probado volver a la isla bárbara, los vientos contrarios no me han dejado, y ahora volvía con la misma intención y con el mismo deseo, el cual me ha cumplido el cielo con bienes de tantas ventajas como son de tenerte en mi presencia, alivio universal de mis cuidados. Taurisa, tu doncella, habrá dos días que la entregué a dos caballeros amigos míos que encontré en medio dese mar, que en un poderoso navío iban a Irlanda, a causa que Taurisa iba muy mala y con poca seguridad de la vida; y como este navío en que yo ando más se puede llamar de cosario que de hijo de rey, viendo que en él no había regalos ni medicinas, que piden los enfermos, se la entregué para que la llevasen a Irlanda y la entregasen a su príncipe, que la regalase, curase y guardase hasta que yo mismo fuese por ello. Hoy he dejado apuntado con tu hermano Periandro que nos partamos mañana, o ya para Inglaterra, o ya para España o Francia; que, doquiera que arribemos, tendremos segura comodidad para poner en efeto los honestos pensamientos que tu hermano me ha dicho que tienes; y yo en este entretanto llevaré sobre los hombros de mi paciencia mis esperanzas, sustentadas con el arrimo de tu buen entendimiento. Con todo esto, te ruego, señora, y te suplico que mires si con nuestro parecer viene y ajusta el tuyo, que, si algún tanto disuena, no le pondremos en ejecución.
—Yo no tengo otra voluntad—respondió Auristela—sino la de mi hermano Periandro, ni él, pues es discreto, querrá salir un punto de la tuya.
—Pues si así es—replicó Arnaldo—, no quiero mandar, sino obedecer, porque no digan que, por la calidad de mi persona, me quiero alzar con el mando a mayores.
Esto fué lo que pasó a Arnaldo con Auristela, la cual se lo contó todo a Periandro, y aquella noche, Arnaldo, Periandro, Mauricio, Ladislao y los dos capitanes, y el navío inglés, con todos los que salieron de la isla bárbara, entraron en consejo y ordenaron su partida en la forma siguiente:
CAPITULO XVIIIDonde Mauricio sabe por la astrología un mal suceso que les avino en el mar.
En la nave donde vinieron Mauricio y Ladislao, los capitanes y soldados que trajeron a Rosamunda y a Clodio se embarcaron todos aquellos que salieron de la mazmorra y prisión de la isla bárbara, y en el navío de Arnaldo se acomodaron Ricla y Costanza, y los dos Antonios, padre e hijo, Ladislao, Mauricio y Transila, sin consentir Arnaldo que se quedasen en tierra Clodio y Rosamunda; Rutilio se acomodó con Arnaldo. Hicieron agua aquella noche, recogiendo y comprando del huésped todos los bastimentos que pudieron, y habiendo mirado los puntos más convenientes para su partida, dijo Mauricio que, si la buena suerte le escapaba de una mala que les amenazaba muy propincua, tendría buen suceso su viaje; y que el tal peligro, puesto que era de agua, no había de suceder, si sucediese, por borrasca ni tormenta del mar ni de tierra, sino por una traición, mezclada y aun forjada del todo de deshonestos y lascivos deseos. Periandro, que siempre andaba sobresaltado con la compañía de Arnaldo, vino a temer si aquella traición había de ser fabricada por el príncipe para alzarse con la hermosa Auristela, pues la había de llevar en su navío; pero opúsose a todo este mal pensamiento la generosidad de su ánimo, y no quiso creer lo que temía, por parecerle que, en los pechos de los valerosos príncipes, no deben hallar acogida alguna las traiciones; pero no por esto dejó de pedir y rogar a Mauricio mirase muy bien de qué parte les podía venir el daño que los amenazaba. Mauricio respondió que no lo sabía, puesto que le tenía por cierto, aunque templaba su rigor con que ninguno de los que en él se hallasen había de perder la vida, sino el sosiego y la quietud, y habían de ver rompidos la mitad de sus disinios, sus más bien encaminadas esperanzas. A lo que Periandro le replicó que detuviesen algunos días la partida; quizá, con la tardanza del tiempo, se mudarían o se templarían los influjos rigurosos de las estrellas.
—No—replicó Mauricio—; mejor es arrojarnos en las manos deste peligro, pues no llega a quitar la vida, que no intentar otro camino que nos lleve a perderla.
—Ea, pues—dijo Periandro—; echada está la suerte; partamos en buen hora, y haga el cielo lo que ordenado tiene, pues nuestra diligencia no lo puede excusar.
Satisfizo Arnaldo al huésped magníficamente, con muchos dones, el buen hospedaje, y unos en unos navíos y otros en otros, cada cual según y como vió que más le convenía, dejó el puerto desembarazado y se hizo a la vela. Salió el navío de Arnaldo adornado de ligeras flámulas y banderetas, y de pintados y vistosos gallardetes. Al zarpar los hierros y tirar las áncoras, disparó así la gruesa como la menuda artillería; rompieron los aires los sones de las chirimías y los de otros instrumentos músicos y alegres; oyéronse las voces de los que decían, reiterándolo a menudo: “¡Buen viaje, buen viaje!” A todo esto, no alzaba la cabeza de sobre el pecho la hermosa Auristela, que, casi como présaga del mal que le había de venir, iba pensativa; mirábala Periandro y remirábala Arnaldo, teniéndola cada uno hecha blanco de sus ojos, fin de sus pensamientos y principio de sus alegrías. Acabóse el día; entróse la noche, clara, serena, despejando un aire blando los celajes, que parece que se iban a juntar si los dejaran. Puso los ojos en el cielo Mauricio, y de nuevo tornó a mirar en su imaginación las señales de la figura que había levantado, y de nuevo confirmó el peligro que los amenazaba; pero nunca supo atinar de qué parte les vendría. Con esta confusión y sobresalto se quedó dormido encima de la cubierta de la nave, y de allí a poco despertó despavorido, diciendo a grandes voces:
—¡Traición, traición, traición! ¡Despierta, príncipe Arnaldo, que los tuyos nos matan!
A cuyas voces se levantó Arnaldo, que no dormía, puesto que estaba echado junto a Periandro en la misma cubierta, y dijo:
—¿Qué has, amigo Mauricio? ¿Quién nos ofende o quién nos mata? Todos los que en este navío vamos, ¿no somos amigos? ¿No son todos los más vasallos y criados míos? ¿El cielo no está caro y sereno, el mar tranquilo y blando, y el bajel, sin tocar en escollo ni en bajío, no navega? ¿Hay alguna rémora que nos detenga? Pues si no hay nada desto, ¿de qué temes, que ansí con tus sobresaltos nos atemorizas?
—No sé—replicó Mauricio—; haz, señor, que bajen los buzanos a la sentina, que, si no es sueño, a mí me parece que nos vamos anegando.
No hubo bien acabado esta razón, cuando cuatro o seis marineros se dejaron calar al fondo del navío, y le requirieron todo, porque eran famosos buzanos, y no allanaron costura alguna por donde entrase agua al navío, y vueltos a la cubierta, dijeron que el navío iba sano y entero, y que el agua de la sentina estaba turbia y hedionda, señal clara de que no entraba agua nueva en la nave.
—Así debe de ser—dijo Mauricio—; sino que yo, como viejo, en quien el temor tiene su asiento de ordinario, hasta los sueños me espantan; y plega a Dios que este mi sueño lo sea, que yo me holgaría de parecer viejo temeroso antes que verdadero judiciario.
Arnaldo le dijo:
—Sosegaos, buen Mauricio, porque vuestros sueños le quitan a estas señoras.
—Yo lo haré así, si puedo—respondió Mauricio.
Y tornándose a echar sobre la cubierta, quedó el navío lleno de muy sosegado silencio, en el cual Rutilio, que iba sentado al pie del árbol mayor, convidado de la serenidad de la noche, de la comodidad del tiempo, o de la voz, que la tenía extremada, al son del viento, que dulcemente hería en las velas, en su propia lengua toscana comenzó a cantar esto, que, vuelto en lengua española, así decía:
Huye el rigor de la invencible mano,
advertido, y enciérrase en el arca
de todo el mundo el general monarca
con las reliquias del linaje humano.
El dilatado asilo, el soberano
lugar rompe los fueros de la Parca,
que entonces, fiera y licenciosa, abarca
cuanto alienta y respira el aire vano.
Vense en la excelsa máquina encerrarse
el león y el cordero, y, en segura
paz, la paloma al fiero alcón unida;
sin ser milagro, lo discorde amarse:
que, en el común peligro y desventura,
la natural inclinación se olvida.
El que mejor entendió lo que cantó Rutilio fué el bárbaro Antonio, el cual le dijo asimismo:
—Bien canta Rutilio, y si, por ventura, es suyo que ¿cómo lo puede ser bueno un oficial? Pero no digo bien: que yo me acuerdo haber visto en mi patria, España, poetas de todos los oficios.
Esto dijo en voz que la oyó Mauricio, el príncipe y Periandro, que no dormían, y Mauricio dijo:
—Posible cosa es que un oficial sea poeta, porque la poesía no está en las manos, sino en el entendimiento, y tan capaz es el alma del sastre para ser poeta, como la de un maese de campo, porque las almas todas son iguales, y de una misma masa en sus principios criadas y formadas por su Hacedor, y, según la caja y temperamento del cuerpo donde las encierra, así parecen ellas más o menos discretas, y atienden y se aficionan a saber las ciencias, artes o habilidades a que las estrellas más las inclinam; pero más principalmente y propia se dice que el poeta nascitur. Así que no hay que admirar de que Rutilio sea poeta, aunque haya sido maestro de danzar.
—Y tan grande—replicó Antonio—, que ha hecho cabriolas en el aire más arriba de las nubes.
—Así es—respondió Rutilio, que todo esto estaba escuchando—: que yo las hice casi junto al cielo, cuando me trajo, caballero en el manto, aquella hechicera desde Toscana, mi patria, hasta Noruega, donde la maté, que se había convertido en figura de loba, como ya otras veces he contado.
—Eso de convertirse en lobas y lobos algunas gentes destas setentrionales, es un error grandísimo—dijo Mauricio—, aunque admitido de muchos.
—¿Pues cómo es esto—dijo Arnaldo—, que comúnmente se dice, y se tiene por cierto, que en Inglaterra andan por los campos manadas de lobos, que de gentes humanas se han convertido en ellos?
—Eso—respondió Mauricio—no puede ser en Inglaterra, porque, en aquella isla templada y fertilísima, no sólo no se crían lobos, pero ninguno otro animal nocivo, como si dijésemos, serpientes, víboras, sapos, arañas y escorpiones; antes es cosa llana y manifiesta que, si algún animal ponzoñoso traen de otras partes a Inglaterra, en llegando a ella, muere; y si de la tierra desta isla llevan a otra parte a alguna tierra, y cercan con ella a alguna víbora, no osa ni puede salir del cerco que la aprisiona y rodea, hasta quedar muerta. Lo que se ha de entender desto de convertirse en lobos, es que hay una enfermedad, a quien llaman los médicos manía lupina, que es de calidad que, al que la padece, le parece que se ha convertido en lobo, y aúlla como lobo, y se junta con otros heridos del mismo mal, y andan en manadas por los campos y por los montes, ladrando ya como perros, o ya aullando como lobos; despedazan los árboles, matan a quien encuentran, y comen la carne cruda de los muertos, y hoy día sé yo que hay en la isla de Sicilia, que es la mayor del mar Mediterráneo, gentes deste género, a quien los sicilianos llaman lobos menar, los cuales, antes que les dé tan pestífera enfermedad, lo sienten, y dicen a los que están junto a ellos que se aparten y huyan dellos, o que los aten o encierren, porque si no se guardan, los hacen pedazos a bocados, y los desmenuzan, si pueden, con las uñas, dando terribles y espantosos ladridos. Y es esto tanta verdad, que, entre los que se han de casar, se hace información bastante de que ninguno dellos es tocado desta enfermedad; y si después, andando el tiempo, la experiencia muestra lo contrario, se dirime el matrimonio. También es opinión de Plinio, según lo escribe en el lib. 8, cap. 22, que entre los árcades hay un género de gente, la cual, pasando un lago, cuelga los vestidos que lleva de una encina, y se entra desnudo la tierra dentro, y se junta con la gente que allí halla de su linaje, en figura de lobos, y está con ellos nueve años, al cabo de los cuales, vuelve a pasar el lago y cobra su perdida figura. Pero todo esto se ha de tener por mentira, y, si algo hay, pasa en la imaginación, y no realmente.
—No sé—dijo Rutilio—; lo que sé es que maté la loba, y hallé muerta a mis pies la hechicera.
—Todo eso puede ser—replicó Mauricio—, porque la fuerza de los hechizos de los maléficos y encantadores, que los hay, nos hace ver una cosa por otra; y quede desde aquí asentado que no hay gente alguna que mude en otra su primer naturaleza.
—Gusto me ha dado grande—dijo Arnaldo—el saber esta verdad, porque también yo era uno de los crédulos deste error; y lo mismo debe de ser lo que las fábulas cuentan de la conversión en cuervo del rey Artus, de Inglaterra, tan creída de aquella discreta nación, que se abstienen de matar cuervos en toda la isla.
—No sé—respondió Mauricio—de dónde tomó principio esa fábula, tan creída como mal imaginada.
En esto fueron razonando casi toda la noche, y, al despuntar del día, dijo Clodio, que hasta allí había estado oyendo y callando:
—Yo soy un hombre a quien no se le da por averiguar estas cosas un dinero; ¿qué se me da a mí que haya lobos hombres o no, o que los reyes anden en figura de cuervos o de águilas? Aunque, si se hubiesen de convertir en aves, antes querría que fuesen en palomas que en milanos.
—Paso, Clodio, no digas mal de los reyes, que me parece que te quieres dar algún filo a la lengua para cortarles el crédito.
—No—respondió Clodio—; que el castigo me ha puesto una mordaza en la boca, o, por mejor decir, en la lengua, que no consiente que la mueva, y así pienso de aquí adelante reventar callando que alegrarme hablando. Los dichos agudos, las murmuraciones dilatadas, si a unos alegran, a otros entristecen. Contra el callar no hay castigo ni respuesta. Vivir quiero en paz los días que me quedan de la vida, a la sombra de tu generoso amparo, puesto que por momentos me fatigan ciertos ímpetus maliciosos que me hacen bailar la lengua en la boca y malográrseme entre los dientes más de cuatro verdades, que andan por salir a la plaza del mundo. ¡Sírvase Dios con todo!
A lo que dijo Auristela:
—De estimar es, ¡oh Clodio!, el sacrificio que haces al cielo de tu silencio.
Rosamunda, que era una de las llegadas a la conversación, volviéndose a Auristela dijo:
—El día que Clodio fuere callado, seré yo buena, porque en mí la torpeza y en él la murmuración son naturales, puesto que más esperanza puedo yo tener de enmendarme que no él, porque la hermosura se envejece con los años, y faltando la belleza, menguan los torpes deseos; pero sobre la lengua del maldiciente no tiene jurisdicción el tiempo; y así, los ancianos murmuradores hablan más cuanto más viejos, porque han visto más, y todos los gustos de los otros sentidos los han cifrado y recogido a la lengua.
—Todo es malo—dijo Transila—. Cada cual por su camino va a parar a su perdición.
—El que nosotros ahora hacemos—dijo Ladislao—, próspero y felice ha de ser, según el viento se muestra favorable y el mar tranquilo.
—Así se mostraba esta pasada noche—dijo la bárbara Constanza; pero el sueño del señor Mauricio nos puso en confusión y alboroto tanto, que ya yo pensé que nos había sorbido el mar a todos.
—En verdad, señora—respondió Mauricio—, que si yo no estuviera enseñado en la verdad católica, y me acordara de lo que dice Dios en el Levítico: “No seais agoreros, ni deis crédito a los sueños, porque no a todos es dado el entenderlos”, que me atreviera a juzgar del sueño que me puso en tan gran sobresalto, el cual, según a mi parecer, no me vino por algunas de las causas de donde suelen proceder los sueños, que cuando no son revelaciones divinas o ilusiones del demonio, proceden, o de los muchos manjares que suben vapores al cerebro, con que turban el sentido común, o ya de aquello que el hombre trata más de día. Ni el sueño que a mí me turbó cae debajo de la observación de la astrología, porque, sin guardar puntos ni observar astros, señalar rumbos ni mirar imágenes, me pareció ver visiblemente que en un gran palacio de madera, donde estábamos todos los que aquí vamos, llovían rayos del cielo que le abrían todo, y por las bocas que hacían descargaban las nubes no sólo un mar, sino mil mares, de agua; de tal manera, que, creyendo que me iba anegando, comencé a dar voces y hacer los mismos ademanes que suele hacer el que se anega; y aun no estoy tan libre de este temor que no me queden algunas reliquias en el alma. Y como sé que no hay más cierta astrología que la prudencia, de quien nacen los acertados discursos, ¿qué mucho que, yendo navegando en un navío de madera, tema rayos del cielo, nubes del aire y aguas de la mar? Pero lo que más me confunde y suspende es que si algún daño nos amenaza, no ha de ser de ningún elemento que destinada y precisamente se disponga a ello, sino de una traiPágina:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/148 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/149 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/150 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/151 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/152 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/153 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/154 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/155 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/156 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/157 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/158 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/159 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/160 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/161 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/162 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/163 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/164 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/165 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/166 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/167 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/168 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/169 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/170 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/171 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/172 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/173 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/174 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/175 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/176 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/177