Los tziganos
Los tziganos tocan con gueto
esto es inevitable.
Trémolos exuberantes; bigotes de alambre, en aspa de Miura. Pelo = Virutas de acero, para lustrar parquets. Vibrato al cuarto dedo, abrillantado por un fondo de vaso.
Emoción, amorrrrrr...
Ojos lacrimosos, saltones, atosigados de pestañas. Hornallas palpitantes, por las cuales los pelos se abalanzan hacia el bigote.
Tal cual, el director de orquesta de «Le maquereau qui léche l'écu» dicta su cátedra de «musique excitante».
En su corazón, se columpia el badajo de amor.
La rubia mundana de ojos glaucos, que allí se encuentra esa noche por casualidad, ejecuta masacres de uña en su servilleta, vilmente, insensible.
-¡Oh! tzigano, tzigano. Como son negros los agujeros de tus ojos, que van al alma. Mírame... ¡oh! ¡así! Tu mirada es en mi corazón el arco que aqueja las cuerdas musicales de las ultra sensibilidades. Tzigano, mírame con los brazos de tu alma; cava en mí con el hachich de tu música posesora.
La mundana está, lunáticamente, exangüe. Sus pupilas van a las otras, como alambres estirados. La gente no pasa, entre ellos, consciente de que algo se llevaría por delante.
El vals ha concluido y la mundana se marchita, como una Rosa de Jericó, en el apogeo de su púrpura. Morirá seguramente de alguna tisis histérica. Más esto será para el futuro; por el momento, el poderoso arranca-notas está cercano y viene tal vez... ¡Oh! ¡destino!... a declararle su amor y proponerle fuga (muy musical).
Pero un personaje (tercero en discordia), que la pálida Ipsipila recuerda como su esposo, ha hecho sobre la mesa tremolar con áureo zumbido un Louis, todo de oro.
-Merci, mon prince!
¡Oh! decepciones, ¡ah! vilezas. La pobre alma de Ipsipila se amontona, hecha un sollozo, en la laringe, que ensordece su protesta.
¡Alma, alma! Nunca te entenderán, ¡oh! tierna sensitiva hiperromántica, superimaginativa, en este bajo mundo.
Buenos Aires, 1914.