Los verdaderos límites del crecimiento son políticos y morales, no físicos
1974 Los verdaderos límites del crecimiento son políticos y morales, no físicos. Luís Echeverría
Febrero 4 de 1974
Documento presentado por el licenciado Luís Echeverría Álvarez, Presidente Constitucional de México en el Club de Roma, durante la reunión de Jefes de Estado en la ciudad de Salzburgo, Austria.
Desde hace pocos años asistimos a un debate abierto, y cada vez más dramático, sobre la perdida del equilibrio entre el hombre y su medio. Fenómeno en el que concurren la explosión demográfica, la finitud de los recursos naturales, el deterioro ecológico y el agotamiento de materias primas que constituyen el acervo colectivo de la humanidad.
Desde hace pocos años, a partir de la cultura dominante en los grandes países industriales, se conmina al mundo a una revisión del crecimiento económico, ante las catastróficas consecuencias que se derivan del uso desmedido y unilateral de los bienes que nos son comunes.
Debemos agradecer al Club de Roma los esfuerzos que ha hecho por hacer patente, no solo un conjunto de realidades en el orden cuantitativo, sino también la estructura misma de una sociedad universal en quiebra.
En los análisis a que aludo, independientemente de su validez científica, que es discutible, existe una ausencia evidente de reflexiones filosóficas y políticas sobre las causas y consecuencias de la situación que se denuncia. Gran parte de esos estudios responden a una actitud ideológica, en la medida que las alternativas propuestas reflejan los intereses de los grupos dominantes y los excluyen, en cambio, de toda responsabilidad objetiva en la naturaleza y solución de los problemas.
Consideramos imprescindible una reinterpretación de la crisis. Seria inadmisible e impráctico que las opciones a la situación actual se planteasen desde los supuestos económicos y políticos de las naciones más poderosas. De aquellas que han contribuido primordialmente, a través de diversas formas de colonialismo y de dispendio, a generar la estructura que hoy las alarma. Seria injusto que las sociedades del Tercer Mundo continuaran pagando, con su marginalismo, el costo de la prosperidad que disfrutan unas cuantas sociedades opulentas.
La visión catastrófica del momento que vivimos es un esquema teórico y una moda de la sociedad industrial que no podemos aceptar. Transforma el problema en ideología, porque pretende fundamentar la perduración del modelo económico y moral que se encuentra en bancarrota.
Nadie niega que nos encontramos en una hora decisiva del destino del hombre. Por eso mismo, es preciso esclarecer los conceptos. Impedir que la conciencia de la crisis sea utilizada por la literatura del poder multinacional. Así contribuiremos a evitar que los dilemas auténticos de la humanidad se conviertan en lenguaje publicitario, en artículo de consumo, en caricatura de una verdad que para el Tercer Mundo, se expresa en términos de explotación, desigualdad e injusticia.
Parece innecesario insistir en que los verdaderos límites del crecimiento son políticos y morales y que las nuevas fronteras de la humanidad sólo podrán establecerse por un cambio en la organización de las relaciones entre las clases sociales, los países y los grupos de países.
Se han dejado al margen, hasta ahora, las condiciones objetivas que hacen viable cualquier solución. Se ha olvidado que, de prolongarse la situación actual, los sistemas políticos agotaran sus posibilidades mucho antes que los recursos materiales. Se pretende ignorar la potencialidad revolucionaria de los habitantes del Tercer Mundo, cuya angustia creciente los lleva a plantear las alternativas del siglo XXI.
Es falsa cualquier hipótesis que aísle o intente solucionar separadamente, los elementos en crisis. La explosión demográfica, por ejemplo, no constituye un hecho autónomo sobre el cual pueda operarse para aliviar las tensiones del Tercer Mundo.
El desmesurado aumento de la población es parte esencial del subdesarrollo y sólo puede rectificarse mediante el desarrollo.
Pretender, por otra parte, que las disponibilidades de materias primas y recursos naturales de las sociedades opulentas, serán mayores en tanto menos se expanda la población de la periferia, es un simplismo conceptual, un racismo inconfesado o una utopía totalitaria.
Es falsa, también, la antitesis entre crecimiento industrial y contaminación de la naturaleza. No son la industrialización y el progreso tecnológico, por sí mismos, los causantes del agotamiento de ciertos recursos o de la degradación del medio ambiente. La responsabilidad recae, principalmente, sobre el sistema económico de explotación que organizó la sociedad internacional con objetivos exclusivos de ganancia y consecuente sujeción colonial.
El hambre, como característica estructural del Tercer Mundo, es el correlato histórico del imperialismo. La yuxtaposición de subdesarrollo y desarrollo es el resultado histórico de un proceso colonial de articulación.
Hubo, antes de la expansión de occidente, cultura de menor nivel técnico y distintos modelos de civilización; pero la división actual entre los pueblos, y sus connotaciones de miseria, dependencia y antagonismo, corresponden a la superestructura de la modernidad. Superestructura que, en vez de debilitarse, tiende a fortalecerse por el proceso de acumulación científica, tecnológica y militar.
Parece indudable que el sistema imperante ha convertido el despilfarro y la servidumbre correlativa del Tercer Mundo, en la palanca primordial del crecimiento económico de los países ricos. Por eso mismo, resulta inútil la condena del armamentismo como tal. Es preciso ir a sus raíces, ya que el rearme no es sólo un dispendio de medios financieros, sino la garantía política de un sistema económico de explotación.
La ayuda internacional ha fracasado, contra lo que se cree habitualmente, no porque los grandes países hayan faltado a sus compromisos. Estaba ya en la naturaleza misma del modelo internacional dominante el que esos planes no fueran operantes o el transformarlos en simples negocios favorables final mente a las metrópolis.
Todo ello pone de manifiesto que las respuestas puramente tecnocráticas ofrecen soluciones adecuadas a los intereses de quienes las formulan. Suponen en la mayoría de los casos, adaptaciones del sistema de la opulencia al proceso de la escasez.
En cambio, el desarrollo al que aspiran nuestros pueblos busca la elevación generalizada de la calidad de la vida. No puede confundirse con el modelo consumista de la sociedad industrial que exige la concentración internacional de los factores productivos, y no representa una alternativa viable para la mayoría de la humanidad.
Los dilemas del hombre contemporáneo no son los del individuo aislado frente a la cibernética o los consorcios transnacionales. Implican, en verdad, la necesidad de oponer una conciencia organizada y una fuerza conjugada de razón y de poder, capaz de modificar los sistemas económicos imperantes.
En las próximas dos décadas, el problema del desempleo será la mayor encrucijada del desarrollo. Afectará de tal modo al Tercer Mundo que no es posible pensar que las actuales estructuras sociales resistan sin una explosión revolucionaria. Tenemos todavía algún tiempo, muy poco, por cierto, para emprender una reorganización a fondo de las relaciones internacionales y de nuestros intercambios económicos, a partir de las aspiraciones del Tercer Mundo que constituyen una nueva fuerza de la historia.
La creación de un ambiente internacional que haga posible el desarrollo, no es factible si las soluciones a los problemas que enfrentamos continúan fincadas en la misma lógica del poder. Aun las sociedades altamente industrializadas se han percatado en los últimos meses, de que los viejos esquemas hegemónicos no pueden ya fundar las relaciones entre los pueblos y de que es indispensable establecer un marco global de cooperación económica.
Con esta convicción, en abril de 1971 propuse a la comunidad mundial, a través de la Tercera Conferencia de Comercio y Desarrollo de las Naciones unidas, la formulación y adopción de una Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados, destinada a definir las bases para un intercambio internacional más equitativo.
La idea de fortalecer los precarios fundamentos normativos de la economía mundial, responde al propósito de precisar y solemnizar el principio de responsabilidad común. No es sino el primer paso de un proceso de legislación y de creación de instrumentos concretos que permitan regular las transacciones a partir de los derechos y obligaciones que respectivamente corresponden a los oferentes de capital, de tecnología, de recursos naturales y de materias primas.
Un grupo de trabajo, compuesto por representantes de 40 países, sesiona actualmente en la ciudad de Ginebra, con el propósito de elaborar un texto que será presentado para su aprobación en el próximo periodo de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Existe ya consenso sobre los principios básicos que tal documento debe contener. En primer término, el reconocimiento del derecho que cada Estado tiene para determinar, libre de coerción, su propio sistema económico y social. En consecuencia, es indispensable garantizar la potestad de cada Estado para ejercer plena soberanía sobre los recursos naturales, con apego a normas de responsabilidad colectiva.
EI derecho a la expropiación de propiedades o empresas ubicadas en el ámbito de cada nación, es requisito para el ejercicio de una plena soberanía. Sin esta garantía y sin la eliminación de barreras comerciales discriminatorias hacia los países de menos poder económico, no es practicable el derecho al desarrollo.
La estructura actual supone una división internacional del trabajo que es moral y científicamente inaceptable. Trasladamos trozos de la corteza terrestre, llamados recursos naturales, de los países pobres a los industrializados, contaminando los océanos y desperdiciando las materias primas.
La movilidad internacional de factores productivos, postulada desde el liberalismo, debe conducir al desplazamiento de la actividad económica hacia las áreas que disponen de recursos naturales y mano de obra excedente. Promover la difusión de la actividad económica mediante la cooperación, aparece así en su doble carácter de derecho y deber de todos los Estados.
Debe aceptarse el derecho de todos los pueblos a reglamentar la inversión extranjera, a participar justa y equitativamente en el comercio internacional; a recibir el precio justo de los productos básicos; a disfrutar de preferencias no reciprocas de acuerdo con el grado de desarrollo, y a beneficiarse de una amplia y adecuada transmisión de recursos científicos y tecnológicos.
La actividad de las empresas transnacionales debe ser, además, objeto de una reglamentación especifica, a fin de que exista una correspondencia precisa entre la capacidad de acción de estas corporaciones y su responsabilidad frente a pueblos y gobiernos. Ha de establecerse, igualmente, por la comunidad mundial la obligación de dedicar a las tareas del desarrollo una parte substancial de los recursos que ahora se dilapidan en el armamentismo.
Los recursos existentes en los fondos marinos más allá de la jurisdicción nacional, constituyen patrimonio de la humanidad y su explotación es derecho colectivo y debe beneficiar, especialmente, a los países menos desarrollados. La preservación del medio ambiente es una responsabilidad común, cuyos costos han de ser distribuidos de acuerdo con las posibilidades de cada país.
Consideramos derecho de todo Estado ribereño disfrutar y ejercer soberanía sobre el mar patrimonial adyacente a sus costas. La carencia de una clara definición de la propiedad de estos recursos, ha conducido a su explotación irracional y, en muchos casos, a su virtual agotamiento.
Son estos los componentes principales de la Carta y, consecuentemente, del proyecto de sociedad internacional que proponemos. Consideramos necesario que la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados se adopte en un plazo perentorio. Invito a ustedes, para que coadyuven en este propósito, prestándole su más resuelto apoyo.
La situación actual nos obliga a no eludir las cuestiones inmediatas, en aras de las que pudieran estimarse de largo plazo. Sobre todo porque los problemas de hoy serán factores determinantes en el futuro de la vida económica internacional.
No sólo el problema del petróleo, sino de manera inseparable, todo cuanto concierne a los precios de las materias primas, a la producción y distribución de alimentos, como parte de una política general de equilibrio en las relaciones entre los pueblos.
Aduciendo semejantes razones, hace solo unos días, el Presidente Hourai Boumedienne, en nombre de la República de Argelia y de los países no alineados, ha solicitado al Secretario General de las Naciones Unidas la celebración de un periodo extraordinario de sesiones de la Asamblea General.
Sin duda el proyecto de Carta que se formula en Ginebra, encontrará motivo de inspiración y aun de necesaria actualización en los debates que habrán de suscitarse con motivo de esta convocatoria.
Una reunión con el contenido y alcance que se proponen no puede sino reafirmar la necesidad de establecer bases permanentes para la cooperación económica internacional.
Por este motivo, México apoya resueltamente la celebración de un periodo extraordinario de sesiones de las Naciones Unidas e invita a todos los países amigos a respaldar esta iniciativa.