Lucía Miranda/Dedicatoria a la señorita doña Elena Torres

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Mi Elena querida:

He ahí mi regalo de boda que yo te tenía destinado para el día de tus nupcias, y cuya publicación anticipo por pedido del público, a causa de estarse publicando otra novela con el mismo título, y basada sobre el mismo argumento.

«La primera novela que yo lea, me dijiste, ha de ser escrita por Vd.»

Ahí la tienes: a ti te la dedico, amada mía, acógela, no como una invención de mi imaginación sino como un hecho verdadero.

Acuérdate, Elena mía, que leyendo ambas este patético episodio de la Historia Americana, nuestros corazones se han conmovido vivamente, y lágrimas de compasión y de ternura han corrido por nuestras mejillas.

¡Pobre Lucía! Después de más de tres siglos y medio, la lectura de tus desgracias en estas mismas comarcas donde fue consumado tu martirio, hacen derramar lágrimas a todos cuantos las leen, y, ¡cosa singular! Dos mujeres también de estas mismas regiones, sin tratarse, sin comunicarse sus ideas, herida en lo más vivo su imaginación por tus desgracias, toman tan tierno y doloroso argumento para basar cada una su novela, cuya lectura conmoverá los corazones menos sensibles.

Sabes tú, Elena mía, ¿dónde yo he escrito mi novela?

Bajo del magnífico Bacará, que está a un costado del jardín, hacia a la izquierda, frente a las ventanas del salonsito de estudio; el que tú y Rosalía decían, era mi árbol, pues siempre que se me buscaba, me encontraban allí.

Sí, allí, bajo la divina influencia de una naturaleza dulce y melancólica, a la vista de ese mismo río que surcarán un día las naves españolas ha más de trescientos sesenta años; mi imaginación me trasportara, a la cercana costa del Paraná, donde la flota de Gaboto desembarcara su expedición atrevida.

En mi fantástico trasporte, yo veía al astrónomo veneciano lleno de inmarcesible gloria por haber arribado a la deseada playa, y también a todos aquellos hombres resplandecientes con sus armaduras orgullosas, los más de ellos por haber peleado bajo las órdenes del gran capitán, y llenos de un sublime entusiasmo al emprender la conquista de un nuevo mundo.

Yo veía, ya al valiente gobernador don Nuño de Lara, a quien Gaboto había encomendado el gobierno de la colonia, a su partida a España, impartir órdenes, y con su talento, prudencia y urbanidad, guardar buena armonía entre los Españoles y Timbúes.

Ya al valeroso Sebastián Hurtado pasearse por la fortaleza de Santi-Espíritu, acompañado de Pérez de Vargas, Oviedo y Rodríguez Mosquera, conferenciando sobre su gigantesco plan de llevar adelante la conquista.

Y después, hacia un lado, en un baluarte de la misma fortaleza, vuelta al oriente, a la hermosa y simpática Lucía, en dulces y sabrosas pláticas con el cacique Mangora, contrastando maravillosamente su vestido a la europea, con el singular traje del salvaje.

Por uno y otro lado las habitaciones de los españoles, unas construidas, otras acabándose de construir, y todos ocupados en proporcionarse las comodidades de los pueblos civilizados; y a los indios con sus vistosos plumajes, bajar por las laderas y colinas, esparcirse por los valles, bogar en sus canoas, doblar los pequeños cabos, y perderse en los recodos de la costa.

Si, si, yo veía todo con el fuego de mi ardiente imaginación; pero no te quiero decir, que veía también el desenlace sangriento de ese dulce drama de la vida, cuya felicidad y ventura debía destrozar el crimen más horrendo.

Mi historia te lo dirá.

¡Cuántas veces al leer los episodios que acababa de escribir, me sentía bañada en lágrimas, caer estas sobre el papel y borrar los caracteres!

¡Cuántas otras, he sacudido mi cabeza abrasada por el calor del estío, y entorpecida por el cúmulo de reflexiones que la abrumaban, apartar el espeso ramaje del Bacará para respirar la fresca brisa de la tarde!

Sí, mi Elena, mi corazón siempre en armonía con los que sufren, y mis lágrimas prontas a mezclarse con los que lloran, no puede menos de conmoverse el uno, y vertirse abundantes las otras al contemplar aún las pasadas desgracias.

Muchas veces tu voz querida, me arrancaba de mis tristes cavilaciones, -«venga aquí me decías, ¿qué hace ahí tan solita?»

A tu voz tan deliciosa para mí, trataba de componer mi semblante, secaba mis lágrimas, y me sentaba contigo en las gradas de mármol de la galería, frente al río, teniendo delante de nosotros el jardín.

Tú hacías tu crochet, mirabas de vez en cuando a la puerta de hierro; yo te miraba; tú adivinabas mi mirada significativa, soltábamos ambas la risa, escondías tu cabeza en mi seno: nos habíamos comprendido.

¡Oh, Elena querida! Que la lectura de las desgracias de mi Lucía, no altere en nada la alegría de tu corazón; de ese corazón tierno, noble y generoso, que yo tan perfectamente conozco.

Adiós, dulce amiga mía, acepta este obsequio de mi amistad, y estad firmemente persuadida, que después de tus padres, nadie te ama con un amor más leal y desinteresado, que tu mejor amiga.

Rosa Guerra