Lucía Miranda/El Paraná

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¡Qué bellas y espumosas son las plácidas corrientes que bañan las riberas de este soberbio y caudaloso río! Majestosos los bosques que sombrean sus márgenes, magníficos los árboles que bordan su costa.

El ambiente que se respira es puro, y perfumado, en un país cuya vegetación permanente de plantas olorosas, no sigue, como en otros, el curso ordinario de las estaciones.

En lugar del pasto que comúnmente tapiza los campos, se ve allí crecer a discreción, yerbas olorosas y cubrirla superficie de la tierra.

Margaritas de todos colores, diversidad de floresitas de los más lindos y variados gustos, esmaltar el sésped.

El aromo, la flor de narango, el paraíso, la acacia de los jardines, la rosa, el jazmín, la diamela, en fin, todas cuantas fragantes flores existen en el mundo, y necesitan la mano del hombre, y del hombre cultivador para vivir y producir, tienen vida, animación, procreación, en aquel vergel delicioso, sin más cuidado que el riego natural y permanente de sus correntosos ríos, la pureza del clima, y suaves y vivificadores rayos de un sol meridional.

Multitud de flores parasitas se encaraman en los espinosos árboles, entre ellas, el perfumado y delicado clavel del aire.

¡Qué cuidado especial parece haber tomado la naturaleza para producir tan exquisita y delicada flor! Ella presenta su cáliz de alabastro, y convida con sus ricos néctares al pica-flor, para que venga a beberlo en su corola.

La margen derecha del Paraná donde estaba levantada la fortaleza, era un verdadero edén.

Fuentes naturales brotan de la tierra y refrescan los bosques, cristalinos arroyos serpean por los montes de limoneros y naranjos, y dan savia a sus raíces; brazos de ríos en caprichosas ramificaciones se dilatan por los valles; pájaros de vistosos plumajes, y preciosas avesitas de melancólicos cantos son los habitantes de los bosques.

El Paraná es el más rico jardín del mundo, sus fértiles y productivas islas, se puede decir con verdad, forman un archipiélago en este soberbio y caudaloso mar de agua dulce.

El hábil botánico, que tiene la paciencia de estudiar el origen de las plantas, y conocer las razas por sus petalos, debe estudiar allí una ciencia oculta hábilmente por la mano de la Providencia en los secretos de la naturaleza.

El terreno naturalmente quebrado y caprichoso hace que la vista se dilate y pierda en sus engalanadas colinas, subiendo y bajando la falda de los montes, y plácidamente posándose fatigada en sus deliciosos valles.

Como a dos leguas de la costa, tenían los indios sus habitaciones, fabricadas de fuertes troncos, de árboles, cubiertos con pieles de los animales que cazaban en la selva, y anchas hojas de palmeras.

Estas chozas esparcidas sin orden en los valles, y sobre las preciosas colinas, ocupaban una inmensidad de terreno, pues que el cacique era señor de un crecido número de vasallos.

Colocada una persona en un lugar céntrico desde donde se pudiera observar los habitantes de la costa, y los de las selvas, sería curioso ver, la diferencia y contraste que ofrecieran las habitaciones y modo de vivir del hombre civilizado de las ciudades, con la del inculto salvaje, habitante de los bosques.

Algunas canoas bogaban por la orilla de la costa; los indios con sus vistosos plumajes habían dejado de ser ya un objeto de curiosidad para los españoles, desde que, hacía dos años vivían casi en contacto con ellos.

Era la caída de la tarde, la playa estaba desierta, y Lucía después de la dolorosa partida de Sebastián, los cabellos mal recogidos a causa de su pena, sin ningún aliño en su vestido, y bañada en lágrimas, contemplaba silenciosa desde el pié del árbol donde se hallaba sentada, la inmensidad del océano, la soledad de la costa, la no muy fuerte fortaleza de los españoles, su poco número para habérselas tal vez con los salvajes, si según las palabras de Mangora se volvían enemigos. Después, volviendo los ojos hacia el poniente, miraba las inmensas poblaciones de los indios que se extendían a lo lejos.

El panorama que se ofrecía, a su vista era encantador.

Detrás de los valles, colinas y montes, se veía un horizonte de oro, diamantes y rubíes; ¡un horizonte! Cómo no es posible a la más hábil pluma ni pincel, describir jamás.

Hay ciertas cosas que el Supremo hacedor se reserva solo para sí, y deja burladas las atrevidas pretensiones de la criatura.

El sol que se ponía, despedía sus últimos rayos pero unos rayos de purísimo oro, y esmaltados de las piedras más preciosas.

Por encima de los altísimos montes, entre el espeso follaje, y bajo los festones que formaran con sus flexibles ramas los más corpulentos árboles, penetraban esos rayos en tibiados por las frescas brisas de la tarde, y se traslucía ese horizonte de tan maravillosa combinación de colores.

Lucía estaba extasiada: solo en aquel día de angustias, en aquella tarde de tristes y amargas reflexiones, su espíritu meditabundo en aquel momento contemplaba detenidamente tan maravillosa perspectiva; tan cierto es que los corazones felices y contentos, poco se prestan a la meditación. Sumamente abatida, pensaba en las últimas palabras del salvaje.

«No nombres a tu marido, porque yo lo odio.» ¡Oh! ¡Qué desgracia tan grande para ella encerraban estas palabras del apasionado indio! ¿Cuál sería su suerte...?

¿Qué desventura la esperaba en aquellas, lejanas comarcas?

El odio de un cacique, y de un cacique enamorado, no podía ser mirado con indiferencia por Lucía.

Temblaba y con muchísima razón por la vida de Sebastián. Gruesas lágrimas se desprendían de sus hermosos ojos, lagrimas del más puro amor vertidas con justísima razón por el esposo que adoraba.

Al ponerse el sol, el tiempo se había descompuesto, soplaba fuerte el sudeste, la playa estaba aun más desierta que de ordinario, las embravecidas olas se levantaban como montes, y empujadas unas por otras, venían a estrellarse en el barranco de la costa.

En otras ocasiones, Lucía feliz, sentada en una peña al lado de Sebastián, se divertía enjugar con la onda fugitiva, que avanzando y retirándose alternativamente, dejaba engañada su mano en un juego eterno, quedando sólo sobre la playa, una franja de blanquísima espuma.

En las noches de verano pasaban horas enteras contemplando la claridad de la luna, y aquel movimiento de las aguas que se llama mar.

De tiempo, en tiempo, se veía cruzar una canoa por la cristalina corriente, y perderse en los recodos de la costa.

La tarde se había puesto triste y sombría, lo estaba aún más el corazón de la española.

Sentada al pie del árbol en que la hemos visto, miraba con dolorosa angustia el cielo, y pedía consuelo a la amorosa madre de los afligidos.

Su corazón fiel, la presentia una gran desgracia, y sobrecogida de tan funesta idea se arrodillara, y con las manos puestas y suplicantes, sus cabellos desordenados por la violencia del viento flotando a discreción así como su finísimo vestido más blanco que la nieve, estaba encantadora.

Sus ojos bellísimos estaban empañados de lágrimas, su hermoso rostro había perdido en fuerza del horrible pesar que le agobiara, ese tinte sonrosado de gracia y lozanía que tanto la embellecía en sus días de ventura, y en su lugar, lo había sustituido el blanco pálido de la perla.

En su dolor, Lucía estaba celestial.

¿Era una de las huríes del serrallo de Mahoma?

No, era una de las vírgenes de Rafael. Sus labios no se movían, no articulaba una palabra; pero sus incomparables ojos elevados al cielo, su actitud humilde y suplicante y agitadas emociones de su seno, decían más que las más fervientes oraciones; oraba en secreto.

En su arrobamiento no había reparado en el indio, que, silencioso, y cruzado de brazos, la contemplara a unos cuantos pasos de ella. El cacique lanzó un gemido, Lucía volvió la cabeza, y se encontró frente a frente con el bárbaro. Dio un grito, y cayó medio desmayada al pié del árbol.

No era sin motivo el espanto de Lucía; el cacique estaba cadavérico, el color cobrizo y bronceado del indio, había cambiado en azafranado.

Sus grandes ojos estaban hundidos; pero por eso mismo eran aún más chispeantes de la pasión que los dominaba.

Había enflaquecido notablemente: no obstante, su atlético y hermoso cuerpo conservaba toda su elegancia, que realzaba aún más el vistoso plumaje que adornaba su persona, y una especie de diadema cubierta de piezas de oro primorosamente cinceladas, y piedras preciosas que ceñía su frente.

Con paso lento y mesurado se acercó a la española.

-Cristiana, -la dijo, con un acento entre triste e irónico-, ¿me tienes miedo...?

¿Por qué has dado un grito cuando me has visto...?

¿Me aborreces...?

¿No soy ya tu hermano...?

¿Qué hacías de rodillas...?

¿A quién rogabas...?

¿A tu Dios...?

Le has pedido enternezca tu corazón por el pobre Mangora...?

Ya lo ves como me ha puesto tu indiferencia... ¡soy apenas la sombra de lo que era!

-Yo no te aborrezco, hermano, contestó con suave acento la Miranda, y no te engañas cuando me preguntabas si rogaba a Dios por ti. Por ti rogaba, mi buen hermano, para que mi Dios te aparte del mal camino que llevas, y que tanto mal te hace a ti y a mí, queriendo que falte a mis deberes y juramentos, amándote en mengua, de mi honor, y del de mi esposo... Mangora, eso es imposible...

-¿Por qué es imposible...? -repuso el cacique.

¿Y si no me amabas, por qué me adormecías con las dulces palabras de tus labios, que destilan más miel que los panales de nuestras colmenas...?

¿Si no me amabas porqué me mirabas con esos ojos que me hacen entrever los cielos, y el Dios que tú adoras...?

¿No veías que tus palabras me hechizaban, que tus miradas hacían arder mi corazón en vivas llamas del más intenso amor, y que me quitaban, el reposo...?

No conocías que la relación que me hacías de tu felicidad al lado del hombre que adorabas, hacía latir mis arterias y enloquecer mis sentidos...?

¿Si no me amabas, por qué me arrullabas como a un niño en el regazo de su madre, con las dulces melodías de tus amorosas canciones...?

¿Creías que porque era indio no tenía corazón...?

Mira cristiana; yo también te adoro de rodillas como poco antes adorabas a tu Dios.

Y esto diciendo, se arrodilló a los pies de la española.

-Yo también te suplico, te invoco, cristiana, y te ruego que me ames.

Al concluir estas palabras, asió una de las blancas y frías manos de Lucía, y la estrechó con un movimiento convulsivo.

Lucía se había propuesto calmar al cacique, y dejó fríamente su mano entre las suyas.

-Ya lo ves como no te aborresco, Mangora, -contestó Lucía-; te amo siempre como a hermano, y si tú quieres como ya te lo he propuesto otras veces, te casarás con una joven española, que te amará, y te hará feliz como tú mereces y deseas.

-¡Oh! Tú no tienes compasión del pobre indio...! Tú no me amas cuando me ofreces otra mujer, Lucía...?

¡Yo te amo a ti sola...! -continuó con frenesí. ¡Yo quiero que seas tú, la mujer del cacique...!

Esta tribu y muchas otras me pertenecen. Soy dueño de inmensas riquezas que pondré a tus pies; toda esta comarca es mi patrimonio, veinte mil indios tengo por vasallos; todo, todo es tuyo Lucía si me tomas por esposo.

Ven, hermosa mía, si tienes miedo de Sebastián nos ocultaremos en lo más espeso de la selva, ¡y nadie! ¡nadie! Te arrancará de los brazos de Mangora...!

¡Te adoraré como a mi Dios...! ¡Besaré la tierra que tú pises...! ¡Mis vasallos te servirán de rodillas, y tendrás mil esclavos para tu servicio...!

Cuando quieras visitar nuestros bosques, te llevaré en mis brazos; si el calor te fatiga, apagaré tu sed con las cristalinas aguas de la fuente, te formaré una cabaña de ramas, y de flores, a la sombra de nuestras palmeras, te posaré sobre mis rodillas, tu cabeza descansará sobre el pecho de Mangora, y yo beberé la felicidad de tus labios.

Lo oyes Lucía, desde hoy quiero que me sigas; deja ese soberbio español, y ven a traer la dicha y la alegría a la choza del cacique.

-Tú, estás malo hermano, tu cabeza tiene calentura, y por eso te expresas así. Yo no puedo seguirte, Mangora, yo tengo a mi marido Sebastián a quien pertenezco, yo no amo ni amaré a otro hombre más que a mi esposo, y sin ser perjura no podría separarme de él. Yo te amaré como hasta aquí, es decir, como un hermano, como un amigo, al fin tú conocerás que tu amor es imposible, te calmarás y viviremos en armonía, siendo como siempre buenos amigos.

-Cristiana, ¡tú te burlas de mis sufrimientos...! ¿Sabes cómo hace cerca de un año paso yo las noches? ¡En el desvelo y el insomnio...!

¡Tu sombra me persigue...! ¡Tu sonrisa me atrae...! ¡Tus miradas me llaman...! ¡Tus palabras resuenan en mis oídos como el más melodioso de los cantos...!

¡Te tiendo los brazos...! ¡Quiero estrecharte contra mi pecho...! ¡Prodigarte y recibir tus caricias...! ¡Pero esto no es más que un sueño, Lucía...! ¡Un delirio de mi imaginación...! ¡Y cuando me despierto conozco mi soledad y mi infortunio...!

¡A media noche, dejo mi estera solitaria y salgo a vagar por la desierta costa...! ¡Llego hasta tu habitación...! ¡Más de una vez en el frenesí de mi amor, en el parasismo de mi pasión, he creído oír palabras de ternura...! ¡Recíprocas caricias...! ¡Y en mi desesperación, he querido derribar tu puerta, y arrancarte de los brazos del castellano...!

¡Lo oyes, Lucía...! ¡Es preciso que dejes a ese hombre...! ¡Yo lo quiero, porque si no le mataré...!

-No hables así Mangora, -repuso Lucía-; tú tienes un buen corazón, eres de noble raza, y no puedes ser un asesino. Si tú matas a Sebastián, yo también te aborreceré.

-Nada me digas, cristiana; hace un año lucho con esta frenética pasión, y al fin he resuelto que seas mía; yo no puedo vivir sin ti.

Lucía comprendió en medio de su dolor, que era imposible luchar con la fuerte pasión del cacique, trató de disimular engañándole para tomarse tiempo y dar lugar a que volviese su marido, decirle cuanto había ocurrido con el indio, a ver si secretamente podían dejar la costa y volverse a España.

-Dadme, le dijo con una voz suave y cariñosa, unos días para resolverme, y pensar si debo seguirte. Deja esos arrebatos, toma mi mano y jurame que no matarás a Sebastián.

-Jura tú también que amaras a Mangora.

-Lo juro, respondió la española.

En esto no mentía; ella le amaba como un hermano, y sentía que una pasión desordenada le llevase a cometer quizá algún horrible crimen.

-Te juro también Lucía, contestó el cacique, no matar al castellano, e inclinándose arrodillado como estaba besó los pies de la española.

Un rayo de esperanza brilló en las amortiguadas facciones del salvaje; su mirada fija y penetrante se dilató en los ojos aterciopelados de la cristiana. Lucía temblaba de terror, el indio estaba radiante, su rostro se había animado, su color amarillento se había encendido de un subido carmín.

Después, sentándose a los pies de la cristiana, tomó apasionadamente sus dos manos, y lleno de respeto las llevó a sus labios.

Lucía acongojada temía haberse comprometido demasiado.

-Cristiana, siguió diciendo el indio, -sin reparar en su angustia-; ¡qué hermosa eres...! ¡Qué feliz soy aquí, a tus pies...! ¿Porque tiemblas...? Deja que descanse mi cabeza abrasada sobre tus rodillas y adorméceme con la melodía de tus cantos.

Y reposaba su cabeza sobre las temblorosas rodillas de Lucía.

-¡He sufrido tanto...! ¿Me amas, hermosa cristiana...? Mira como late mi corazón de amor... pon tu mano sobre mi abrasada frente... Y llevaba la helada mano de la esposa de Hurtado, sobre su volcánico corazón, y calenturienta frente. -¡Mírame...! ¡Mírame...! -continuaba, con esos ojos celestiales-. ¡Qué dichosos vamos a ser...! ¿No es verdad, Lucía...?

Te haré traer joyas preciosas de tu país para adornarte, pedirás a tu gusto las más costosas galas, y llamarás las mujeres y los hombres de tu España para formarte una corte donde tú serás la soberana, y el más humilde vasallo, tu enamorado Mangora.

Si quieres un palacio haré venir de tu tierra donde nace el sol, los hombres sabios para construirlo con el oro que está guardado en el corazón de esta tierra, que es mía, y que desde este momento tú sola eres la dueña.

¡Lucía! ¡Lucía! tú me acariciarás como a un niño, mi cabeza se adormirá en tu seno, mis párpados se cerrarán a tus palabras de amor, y yo quedaré aletargado en tus brazos.

¡Cristiana! ¡Cristiana! El cielo de tu Dios se abre para el pobre indio, yo adoraré lo que tú adores, creeré lo que tú creas, y sea al cielo, o al infierno donde tú me lleves, iré contigo.

En ese momento el cacique era tan feliz, su actitud tan humilde, su acento tan tierno y apasionado, que era preciso que Lucía estuviera tan enamorada de su marido, y que Sebastián fuera tan tiernamente enamorado de Lucía, para que la virtuosa esposa no faltará a sus juramentos.

Ella sintió haberle engañado hasta ese punto, y deseando cortar una conferencia para ella va bastante embarazosa, le contestó:

-Sí, sí, Mangora, estoy convencida de tu amor, ya hablaremos en adelante de tus proyectos, ahora déjame, que ya es demasiado tarde, y mis gentes vienen a buscarme.

-Dime algunas palabras de amor, Lucía, -le contestó el cacique, dime que me amas, dime que me seguirás, gustosa a mi tierra, que serás mía, la esposa amante de Mangora.

Y al decir estas palabras, el enamorado indio abrazaba las rodillas temblorosas de la española, que puesta de pié, no podía dar un paso aprisionada como lo estaba por los brazos del cacique. Los ojos del indio la miraban de un modo tan tierno, de un amor tan puro, intenso y abrasador, que casi Lucía cayó desmayada; pero haciendo un supremo esfuerzo, se deshizo blandamente de sus brazos, y no quedándole, más recurso para libertarse del apasionado cacique que seguirle engañando, le dijo, poniendo su blanca y delicada mano entre las tostadas del salvaje:

-Sí, sí, Mangora, yo también te amo.

Tranquilizate, amigo mío, y cree que Lucía va a rogar mucho a su Dios por ti.

-Adiós, Mangora-, añadió queriendo desacir su mano de entre las del enamorado cacique, que, arrodillado, y fijas sus pupilas, ardientes y suplicantes en la hermosa española, la contemplaba extasiado.

-¡Adiós Lucía! ¡Adiós cristiana! ¡Adiós la más hermosa de las hijas de los hombres!- contestó el cacique enajenado, llevando respetuosamente a sus labios la mano de Lucía... Por piedad, -añadió-, mírame otra vez con esos ojos celestiales.

Ella le miró, y el indio besó agradecido la tierra que sus pies pisaban. Lucía se alejó y el salvaje, lleno de un santo y religioso arrobamiento, permaneció arrodillado contemplándola hasta que la perdió de vista; después abrazó el tronco del árbol donde Lucía había estado recostada, y besó el lugar donde había descansado su cabeza.

No bien la infortunada esposa se encontró sola en su habitación, cuando prorrumpió en ahogados sollozos.

¿Por qué no estaba su esposo...? ¿Dilataría mucho Sebastián...? El indio lleno de amor y de esperanza la obligaría a seguirle...? Tal vez ella se había avanzado demasiado. ¿Qué hacer...? ¿Qué partido tomar...?

¡Pobre Lucía! ¡Cuanta, cuanta desesperación... porque no estaba su marido...! ¡Quién la salvaría de las persecusiones del bárbaro! Para no recibir las visitas del cacique se fingió enferma, creyendo por este medio tomarse tiempo, y dar lugar a que llegase su esposo.

Se pasaban días, Sebastián no volvía, y el indio asediaba a la española a que le cumpliese la palabra.

La infortunada Lucía no sabía qué hacer para seguir engañando al cacique, desesperada escribió a su marido:

«Esposo mío, mi amado Sebastián.»

«Si quieres conservar a tu Lucía, si me amas, ven a librarme del cacique Mangora.»

Esta carta dada a un fiel servidor, el que [llevaba el preciso encargo de buscar al valeroso Hurtado, y entregarle la carta donde le encontrara, y si era sorprendido por los bárbaros, tragársela antes que cayera en las manos del cacique.

Mangora empezaba a sospechar de las falsas promesas de la cristiana, y vigilaba con sus indios el fuerte de los españoles.

El hombre que enviara Lucía fue tomado por los espías del cacique y conducido a su presencia.

El fiel soldado según las instrucciones de su señora, debía tragarse primero el papel antes que permitir cayese en poder del salvaje; pero habiendo sido boleado su caballo, cayó, y dando su cabeza en el tronco de un árbol, quedó sin sentido. Lo registran, le sacan la carta y lo llevan a la presencia del cacique.