Lucía Miranda/La tormenta

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El día había amanecido nebuloso, la tarde lo estaba aún más: se preparaba una horrible tempestad.

Varios nublados oscurecían la atmósfera, soplaba fuerte el Este, una faja negrusca ceñía el inmenso Océano, sobre la cual se veían blanquiscas y cenicientas nubes de formas fantásticas, semejantes a horribles dragones, a soberbios elefantes, a espantosos caballos marinos, precedidos de uno aún más imponente todavía que parecía haber toma do la forma del ángel del último juicio con su atronadora trompeta. Al parecer toda esta soberbia cohorte, despedía centellantes y luminosos fuegos, efecto sorprendente, producido por los relámpagos que de vez en cuando iluminaban el lejano horizonte que se perdía en la inmensidad de los mares.

Del lado del poniente no era menos aterrador el espectáculo.

El sol se había puesto entre celajes, horribles nubarrones en forma de grandes montañas, de magníficos volcanes despidiendo a chorros su abrasadora lava, de góticos castillos de una antigua y exquisita arquitectura, de palacios encantados formados de granitos y adornados de topacios, rubíes, y esmeraldas, bordados todos sus contornos con dorados filetes, y reflejando resplandecientes fuegos, efecto sorprendente, producido también por los relámpagos que de vez en cuando iluminaban el lejano horizonte, que se perdía en la inmensidad de la tierra.

A cada relámpago precedido de un trueno lejano que parecía retumbar en profundidades cavernosas, se les veía avanzar como dos formidables ejércitos, o como montes y ciudades que intentan por el aire atravesar el espacio.

¿Qué iba a suceder en la tierra si tan formidables cuerpos llegaban a encontrarse? Su choque debía producir un espantoso cataclismo. ¿Que presagiaban esos monstruos en los aires? No somos fantásticos ni ilusos, pero algo de terrible y extraordinario para la humanidad iba a suceder a los pobres moradores de la costa.

Nunca se había preparado, ni había sido vista por los habitantes de la colonia tan espantosa tempestad, que debía estallar según todas las probabilidades atmosféricas, antes, o después de la media noche.

El hambre que ya se hacía sentir en la colonia a causa de la falta de víveres, la tempestad que se preparaba junto con la demora de Hurtado que no sabían a qué atribuir, presagiaba a la población del fuerte Espíritu Santo una desgracia que ellos mismos no se sabían explicar.

Mangora entre tanto, seguido de treinta soldados escogidos y cargados de subsistencias, llegó hasta las puertas del baluarte: desde allí con expresiones blandas de la simulación más estudiada, ofreció a Nuño de Lara aquel pequeño presente como gaje de su solícito afecto.

Los nobles sentimientos del general eran incompatibles con una tímida desconfianza. Mangora en aquellas circunstancias era para Lara su providencia, y por otra parte hubiera creído hacerse responsable a su nación, enajenando con ella un buen aliado.

Así fue que recibió este donativo con las demostraciones del reconocimiento más urgentes; pero algo más se prometía el celoso cacique.

La proximidad de la noche, lo tempestuoso del tiempo, y la distancia de sus habitaciones, cuadraba perfectamente a sus miras y le daban el derecho de esperar para sí y los suyos, una hospitalidad proporcionada al mérito contraído.

No le engañó su deseo, que era propio de la nobleza de Lara. Con suma generosidad le dio acogida bajo unos mismos techos, y mezclándose unas gentes con otras, cenaron y brindaron muy contentos como si ofrecieran sus libaciones al dios de la amistad.

Cansados del festín, y disipadas sus tristes impresiones a causa de haber llenado la poderosa necesidad del hambre, se retiraron.

El sueño cerró muy pronto los cargados párpados de los españoles, y los dejó a discreción de los asesinos.

Mangora entonces, a favor de la tormenta que acababa de estallar, comunicadas las señas y contraseñas, hizo prender fuego a la sala de armas, abrió las puertas de la fortaleza a la tropa, y todos juntos cargaron sobre los dormidos españoles, haciendo una espantosa carnicería.

En aquel momento sopla el viento con una horrible impetuosidad: toman incremento las llamas, los truenos conmueven los cimientos de las habitaciones; los españoles que no han sido muertos, se levantan despavoridos, ven la sala de armas ardiendo, sus compañeros muertos o heridos; quieren tomar sus fusiles, y sólo tropiezan con cadáveres, se resbalan en la sangre de sus hermanos, y caen muertos por las flechas de los indios.

Se acrecienta la tormenta, los clamores de las víctimas se confunden con los gritos de los bárbaros, crujen las gruesas vigas que sostienen los techos, y caen estos a plomo sobre la confundida multitud. La tierra tiembla, los bosques se conmueven, y el mundo para los infelices moradores de la costa, parece tocar su fin.

Lucía, sorprendida por tan espantosa confusión producida por la tempestad y por la algazara de los indios en las altas horas de la noche, no había tenido más tiempo para cubrirse, que echarse sobre sus desnudos hombros un gran manto negro guarnecido de pieles, y corrió con las mujeres de su servicio al interior de la fortaleza.

Allí arrodillada, sus vestidos y cabellos en el más completo desorden, su hermoso rostro bañado en lágrimas, aún más hermoso en la aflicción, imploraba con la más dolorosa angustia, con la fe más ardorosa, a la amorosa madre de los afligidos.

El tumulto se aumenta, los gritos y algazara de más de cuatro mil indios, junto con el estampido del trueno resuenan, en el espacio y en el silencio pavoroso de la noche, como los alegres alaridos de los demonios, resonaran en el infierno cuando por la astucia del ángel de las tinieblas, pecó la primera criatura, y se introdujo la muerte en el mundo.

En este instante, soplan con más furia los desencadenados vientos, la mar embravecida avanza, con fuertísimos golpes, y parece querer tragar la ensangrentada costa.

Los corpulentos árboles son arrancados de raíz, otros chocan fuertemente entre sí, ruge espantoso el huracán, retumba el trueno, aterrador en el espacio, el rayo se desprende de las negras y rojizas nubes, y la eléctrica y viva luz del prolongado relámpago, es débil comparada con el incendio, que abrasa la infortunada costa.

El viento hace tomar más cuerpo a las llamas, estas se comunican a todas las habitaciones de los españoles, se trasmiten a sus campos sembrados de trigo y de maíz, y la costa encantadora del Paraná, el edén delicioso, el rico jardín del mundo, no es ya más que un infierno de vivas llamas.

Añádase a esto, el zumbido de las flechas que cruzan el espacio, el silbido de las balas que atraviesan los aires, los gritos de los heridos, el llanto de los niños, el clamor de las mujeres, los gemidos de los moribundos, junto con los alaridos salvajes de los bárbaros, y aún así se tendrá una idea imperfecta del espectáculo aterrador, horrible y espantoso, que presentará la población del fuerte Espíritu Santo, en aquella noche inolvidable en la historia de la humanidad. Lucía, al oír tan espantosa confusión estaba fuera de sí, no podía darse cuenta de lo que a su alrededor pasaba, ninguno se había acercado a ella en aquella noche de horror a decirla la causa de tan aterrador acontecimiento.

En medio de su dolor se congratulaba de que Sebastián no se hallase en el fuerte; tan cierto es que el amor de la mujer es egoísta.

Sin embargo, ni tan solo un instante sólo pasó por la imaginación, que Mangora, el noble y enamorado cacique, fuera el que, con tan pérfida traición, motivara tan cruel carnicería.

En aquel momento el alboroto se acerca, los fuertes golpes de las pesadas mazas dadas con furia por los bárbaros a los maderos, conmueven hasta los cimientos, rechinan los goznes, saltan las cerraduras, nada resiste a la pujanza del salvaje, las puertas se abren y la. bárbara e indómita turba llena la espaciosa estancia.

El cacique, adornado con sus vistosos plumajes, con su diadema llena de piedras preciosas, y ricas sartas de coral y perlas que rodeaban su cuello, y caen sobre su ensangrentado pecho, no con la sangre de sus heridas, sino con la sangre española de sus víctimas, su mirada fiera y aterradora, su actitud imponente, estaba soberbio, más que un hombre era un ángel exterminador -estaba hermoso- Lucía al verlo, dio un grito, y cayó desmayada.

El bárbaro, la coge en sus brazos, la cabeza inanimada de la hermosa española cae sobre el hombro nervudo del salvaje, la palidez de la muerte está pintada en su semblante, su boca entreabierta deja ver unos dientes de marfil, sus labios antes de un carmín trasparente, están lívidos y yertos, y sus grandes ojos entrecerrados, dejan que sus largas pestañas sombreen aquel rostro de alabastro.

El manto que la cubriera ha caído de sus hombros, y su mórbido seno, así como sus hermosísimas espaldas estuvieran expuestas a las miradas profanas de los salvajes, si su hermosa cabellera de ébano no le cubriese casi toda entera, dejando sólo a la vista de las codiciosas miradas de los bárbaros, sus blancos bien torneados brazos, cayendo y uno a discreción sobre la espalda tostada del cacique, y el otro a lo largo de su inanimado cuerpo.

El bárbaro custodiado por más de dos mil indios, sale de la fortaleza cargado con su preciosa carga, y atraviesa el campo de los españoles con dirección al suyo.

Era más de la media noche, y aunque había cesado la lluvia, no por eso era menos aterradora la tormenta.

Había una gran revolución en la atmósfera, los vientos soplaban en sentido contrario unos de otros, las ramas y gajos de los árboles desprendidos por la furia del huracán cruzaban los aires, cada trueno parecía que partía los cielos, y abría bocas cavernosas en la superficie de la tierra; las plantas olorosas que tapizaban la deliciosa costa del Paraná habían perdido su precioso color de verdura, el césped estaba teñido de sangre. El cacique tropezaba con cadáveres.

En aquel instante, un trueno aun más espantoso todavía que todos los que hasta aquel momento se habían oído, presidido de un luminoso y prolongado relámpago, de esos truenos que parecen hacer pedazos el firmamento, de esos relámpagos que cruzan la esfera en todas direcciones, y van dejando un rastro de fuego en sus caprichosas ondulaciones, conmueve de espanto la desenfrenada multitud. Dos o tres truenos más iguales a éste, rompen las nubes; relámpagos de azulada claridad se dilatan por unos segundos; mas de una bola luminosa atraviesa el espacio dejando impregnado el aire de un olor azufrado.

La aterrada multitud corre despavorida por los quebrados, llanuras y montañas, atraviesa los valles y va a esconderse en lo más oculto de las selvas. El rayo les ha hecho comprender su delito, creen que la ira divina que ellos no se saben explicar está sobre sus cabezas. Sólo Mangora no participa de su pánico terror, dichoso con el suave peso de su carga, no piensa en la justa ira de Dios, y en los abismos que se abren bajo sus pies. Tampoco ha pensado en el estado de su amada.

Al estampido horroroso del trueno, ha sentido un estremecimiento en su persona, fija una mirada en ella a la claridad de los relámpagos, flota al viento su larga cabellera, su seno y espaldas quedan en toda su desnudez, no es una mujer, es una figura de alabastro.

El bárbaro espantado, exclama: ¡Está muerta! y con un movimiento convulsivo y apasionado, la estrecha contra su nervudo pecho, y los ardientes labios del infiel, profanan los labios de la virtuosa esposa de Hurtado.

El enamorado cacique quiere hacer volver a la vida a su amada, la pone sobre el ensangrentado césped; y de rodillas a su lado, sostiene en sus brazos, y sobre su despedazado corazón, la cabeza de la cristiana.

Lucía no da ningunas señales de vida, el apasionado salvaje se desespera.

Se encuentra solo, todos los suyos le han abandonado, y su angustia crece cuando a pesar de todos sus esfuerzos, la española no vuelve de su desmayo.

En su desesperación deja un momento a su adorada, corre a un cristalino arroyo que serpentea allí cerca rodeado de frondosos sauces, trae agua en su boca, y en el hueco de sus manos, baña con ella el pálido rostro de la cristiana, y cuando ve que nada, nada puede reanimarla, y considerándola realmente muerta exclama:

-¡Dios de los cristianos! es justo tu castigo, yo he cometido los más grandes crímenes por el amor, por la posesión de esta mujer, y la muerte me la arrebata!

¡Dios de Lucía! ¡Es justo tu castigo, yo reconozco el poder de tu brazo, puesto que mi corazón es susceptible al arrepentimiento!

Yo no había nacido para el crimen, y sólo el amor, el amor por una mujer tan hermosa y perfecta, me ha hecho cometer tan horrible perfidia.

¡Dios de los cristianos! Reconozco tu providencia, salva la vida de Lucía y abrazo tu religión, salva a la española, y confieso tu fe, salva a la cristiana, y la devolveré a su marido.

En aquel instante supremo para el cacique, un hombre despavorido, con una flecha clavada en el costado y despidiendo sangre a borbotones por sus anchas y profundas heridas, acompañado de dos más, no en mejor estado que él se dirigen hacia donde estaba el salvaje.

Era el valiente Nuño de Lara, que acompañado de Pérez de Vargas, y Oviedo, pudieron lograr sus armas vendiendo muy caras sus vidas.

Lara, con un valor increíble en medio de la pelea, repartía en cada golpe muchas muertes; pero, en su concepto nada era, mientras quedaba vivo el autor de esta escena sangrienta.

Respirando estragos y venganza, buscaba diligente con los ojos a Mangora; mas habiéndose disuelto la multitud, corría casi sin aliento el espacio sin poderlo encontrar, acompañado de sus dos bravos compañeros no mejor parados que él, cuando a la luz de un relámpago divisó al cacique.

No bien le hubo visto, cuando separándose de sus compañeros, corre despavorido hasta el salvaje.

Vargas y Oviedo quieren seguirlo, pero no pudieron llegar cerca del cacique; sus heridas eran profundas y mortales, y a veinte pasos de él, cayeron revolcándose en su propia sangre.

-Defiéndete cobarde, le dice Lara; pudiera matarte a traición, pero un español nunca comete una bajeza.

El indio no tenía en su persona ninguna herida; pero partido el corazón de pesar por la muerte que él creía de su amada, hacía poco por defenderse.

No hacía más que parar los seguros golpes del valiente Lara. El español conocía que su brazo se debilitaba por la falta de la sangre, la muerte se le aproximaba por momentos sin haberse vengado del salvaje.

-Defiéndete, le repite con un arranque de furor; te juro por mi Dios, que no gustarás del fruto preparado por la más vil de las traiciones.

Mangora iba a parar también este golpe tal vez el último que pudiera dar el débil brazo del moribundo Lara, cuando le pareció oír un gemido de Lucía, quiso volverse a la cristiana, pero el afilado acero entró en su pecho, y ambos combatientes cayeron en tierra; Lara muerto, el indio aún le quedaban algunos instantes de vida. El cacique tenía el consuelo en sus últimos momentos de no haber dado la muerte ni menos hecho la más leve herida al valiente y noble caballero.

Mangora no se había engañado. Lucía volvía de su desmayo, y era suyo el suspiro que él había oído en el instante que el último y mortal golpe de Lara, atravesara su contrito pecho!

-¿Dónde estoy...? -dice la desventurada; ¿quién me ha traído a este sitio...? ¿Por qué estoy cubierta de sangre...? ¡Sebastián...! ¡Sebastián...! Esposo mío... ven a salvarme del oprobio, ven a arrancar a tu esposa del poder de los bárbaros.

-Perdón... perdón... le responde una voz moribunda; perdón... perdón, Lucía...

Hermana mía... tú me enseñaste que tu Dios, muriendo en una cruz, perdonó a los mismos que lo crucificaban. Perdona... perdona, cristiana, a tu hermano moribundo...

Lucía... Lucía... quiero morir en tu fe... abre, por piedad al desventurado Mangora, las puertas del cielo de tu Dios...

Lucía, hermana mía, no abandones a tu pobre hermano.

He prometido a tu Dios, que si te volvía a la vida me haría cristiano y abrazaría tu religión... Cristiano soy ya, hermana mía. Desde que tu Dios ha obrado este milagro eres libre... vive para tu esposo...

Lucía no duda ya un momento que aquella voz es la del cacique, se arrastra hasta él, y le ve cubierto de sangre.

-¡Desdichado! le dice, ¿quién te ha puesto en ese estado...? ¿Quién ha clavado el matador acero en tu pecho?

-La justicia de tu Dios... -responde el cacique; adoro su providencia... ¿Me perdonas, Lucía...? -continuó con una voz moribunda.

Mira... hermana... querida mía, tú lo sabes... yo amaba... la virtud... tú me habías... enseñado tu fe... pero... empecé a sentir algo... en el... corazón... algo que... me quitaba... el reposo... algo que... me hacía... odiar a tu... marido... y... este algo... que yo no... sabía explicarme... era... el... amor... era la pasión... que sentía... por ti, Lucía... dijo el cacique casi con un último esfuerzo.

¡Bien lo sabe... tu Dios... -añadió- cuanto... he combatido... esta pasión...! ¡Lucía...! ¡Lucía...! Yo quiero... encontrarte... en... el cielo... ¿Me perdonas...? Pide a tu Dios... cristiana... que perdone... al asesino... de... tus hermanos...

Lucía estaba deshecha en lágrimas.

-¡Mangora...! ¡Hermano mío! Mi Dios, el Dios de los cristianos, es superior a todas las miserias humanas; su caridad es superior a todos los crímenes, su justicia, es severa; pero ella es la justicia de un Dios, y su amor y caridad por sus criaturas, es superior a todas las maldades de los hombres. Pídele con fe y te perdonará.

-¿Y tú... me perdonarás... Lucía...? -dijo el indio con un acento tierno y doloroso.

-¿Y puedes dudarlo un momento, Mangora...? Piensa... piensa, hermano mío, en nuestro Dios... -Ven... ven... ángel puesto... en mi camino... -le contestó el indio con un supremo esfuerzo, ven... a... salvar mi... alma... enséñame... como puedo... llegar... hasta... la... Divinidad.

-¡Oh! Sí, sí, hermano mío, -dijo Lucía sacando de su cuello una cadena de oro, con una cruz, que le había puesto su madre al tiempo de la partida; toma, abraza, besa la cruz de nuestra redención...

El cacique apretó contra su corazón el divino crucifijo que le presentaba Lucía, después lo llevó a sus labios con una santa unción, y añadió:

-Me falta... una cosa... Lucía... para... entrar... en el... reino de los cielos... No tengo... el agua... del bautismo...

-¡Bendito seas, tú que lo recuerdas, y lo pides...! bendito sea mi Dios que te da este aviso e inspiración.

Y diciendo esto, se olvida del estado de debilidad en que estaba, de todo cuanto ha sufrido poco antes, y con un entusiasmo divino de quitar una alma al infierno, y ganarla para el cielo, dice al indio: espera.

Corre presurosa al mismo arroyo que una hora antes Mangora trajera agua para volverla a la vida, toma de la misma en el hueco de sus manos y volviendo al instante donde estaba el cacique, le dice:

-Según mi religión, un niño que tenga uso de razón, en caso que falte un sacerdote puede bautizar una criatura; con ese mismo derecho, supliendo la misma falta y con la más ferviente fe, yo te bautizo «le dijo la afligida mujer, haciendo la señal de la cruz, y derramando el agua sobre la cabeza del infiel» en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

El momento era tierno y conmovedor; el indio, cruzadas las manos sobre su ensangrentado pecho, y lleno de un sentimiento religioso, había contestado a las palabras de Lucía «¿Quieres ser cristiano?» con un Sí tierno, salido de lo íntimo del corazón, y con la fe más viva de su alma.

Lucía estaba sublime: el rostro del nuevo neófito radiaba de una alegría celestial.

Gracias... ángel de los cielos... -dijo Mangora; muero contento, pues que... me perdonas... y me abres... las puertas... de la gloria... donde un día... te encontraré... Una palabra... más... hermana... pide por mí... perdón... a tu esposo... Dile... que has... estado... en mis brazos... ¡que me... devoraba... la pasión...! pero... que... respeté... tu decoro.

-Cálmate, cálmate hermano mío, piensa que dentro de un momento vas a estar en presencia del Altísimo.

-Una otra palabra... un favor... más... Lucía... hermana... mía... y nada... faltará... ya... a la felicidad... de... tu hermano... Dime... Lucía... sentías... hacia mí alguna... compasión... ¿me... habrías... amado... si no hubieras... sido... esposa de otro... hombre...?

-Sí, Mangora, -contestó Lucía, con una voz firme, y llena de sublime conmoción. Si Sebastián no hubiera sido mi marido, yo habría sido la esposa de Mangora.

-Gracias... gracias... divina criatura... vive... para hacer... la dicha... y felicidad... del... venturoso... mortal... que elegiste... por esposo...

Otro... otro único... favor... -dijo el cacique ya casi sin aliento, y haciendo un último y supremo esfuerzo- y después... hasta la eternidad Lucía...

¿Es un delito... que una hermana... de... el ósculo de... paz... a un... hermano... en el momento... de una... despedida...?

-No, dijo la joven con enternecimiento.

Lucía, estaba arrodillada, se inclinó sobre la frente del moribundo, y sus descoloridos labios dieron el ósculo de paz, al amigo, al hermano, al hombre que después de su marido, amaba más en el mundo.

El cacique no dijo ya una palabra más, apretó la cruz del Salvador contra su pecho y repitió con un santo fervor las palabras de Lucía.

La sublime, la virtuosa cristiana, ayudaba a bien morir al nuevo neófito.

Los ojos del indio estaban elevados al cielo, la sangre salía a borbotones de su profunda herida, su voz se debilitaba, casi ya no pronunciaban sus labios, pero apretaba una mano de Lucía, en señal que todavía oía sus palabras.

De súbito, hizo un estremecimiento su cuerpo, sus ojos moribundos se volvieron por última vez hacia Lucía, pero después elevándolos al cielo, su mano helada soltó la mano de la cristiana y espiró.

Todo está concluido, dijo la infortunada española, y desprendiendo la cruz de la yerta mano del cacique, se retiró, y puesta de rodillas a algunos pasos del cadáver, oró por todos sus hermanos.

¡Qué espectáculo para una mujer...! Es verdad había cesado el huracán, pero no por eso era menos horrible aquel cuadro, si se quiere, era aún más aterrador, por el contraste que presentaba.

El viento de la pampa, soberano en estas comarcas, había predominado; los celajes, nublados, y nubarrones, junto con los monstruos, y fantásticos cuerpos que dominaban horas antes la esfera, habían desaparecido empujados por él hasta el otro lado de los mares; la atmósfera estaba pura y limpia, el firmamento tachonado de diamantes, y la soberana de la noche ostentaba todo su esplendor: la luna estaba en toda su redondez y plenitud, alumbrando aquel osario, y mirándose en los lagos de sangre.

Por más que la tierra tiemble, que la naturaleza se conmueva, que los ríos salgan de madre, que se desencadenen los elementos, y que todos juntos amenacen la total destrucción de esto en que vivimos y que se llama mundo, como todo depende de la mano omnipotente e inmutable de la Providencia divina que todo lo gobierna; a la menor insinuación de su voluntad, cesan las causas, y sin destruirse el más pequeño de los eslabones de la inmensa cadena que sostiene el globo, vuelve todo a su natural y primitivo estado.

No así el hombre: el rastro que deja el horrible choque del desborde de sus malas pasiones, es inolvidable, siempre es un rastro de sangre con el que señala la destrucción de su misma especie.

La desventurada Lucía, se encontraba sola, abandonada en tierra de salvajes, y con dos cadáveres a la vista, el del noble y generoso Lara, y el del no menos noble, aunque infortunado Mangora, cuyas virtudes, y caballerescas acciones, habían sido oscurecidas por una pasión desgraciada, que lo llevara a cometer tan odioso crimen, siendo él mismo una de las sangrientas víctimas.

En aquel momento Siripo, que buscaba por todas partes a su hermano, se presentó ante la desolada Lucía acompañado de muchos salvajes.

Al verla, quedó sorprendido de su hermosura, sintiendo en aquel instante arder su corazón en la misma llama que había causado la desgracia de su hermano.

Siripo no conocía a la española, demasiado salvaje había frecuentado poco la colonia, y nunca había visto a Lucía.

Ninguno escapó a esta cruel carnicería a excepción de algunas mujeres y niños, que junto con Lucía fueron llevadas a las habitaciones del nuevo cacique.

Siripo no tenía la nobleza ni el corazón de su hermano, así es que, no sintió mucho su muerte puesto que lo dejaba en posesión de todos sus derechos y riquezas.

Desde que vio a la cristiana consintió que la cautiva haría la felicidad de su vida, se arrojó a sus pies, y con todas las protestas de que es capaz un corazón que hervía en el más vehemente amor, la aseguró que era libre, siempre que consistiera en tomarlo por esposo.

Lucía estimaba en muy poco, no digo su libertad, mas aun su vida, para que quisiera salvarla a expensas de la fe conyugal prometida a su esposo que adoraba.

Con un aire severo y desdeñoso rechazo la proposición de Siripo, y prefirió una esclavitud que le dejaba entero su decoro.

¡Pobre mujer! necesitaba una fuerza sobrehumana para no sucumbir a tantos infortunios. Sí, ella tenía la fuerza de la religión del crucificado, y desde que cayó cautiva en poder de los salvajes se había resignado al sacrificio.

Sólo pedía a Dios que se salvara su esposo. ¡Oh! ¡Cuán bello, cuán sublime es el amor de la mujer! El martirio para ella, la libertad para su amado.

Siripo encomendó al tiempo, al buen tratamiento, y a los regalos y riquezas con que rodeó la existencia de la soberbia española, el cuidado de vencer su resistencia, lisonjeándose de que la misma fortuna era su cómplice.

Al día siguiente de la horrorosa catástrofe, llegó al fuerte, Sebastián Hurtado.

Su dolor y desesperación no pueden pintarse; ellos fueron igual a su sorpresa, cuando después de encontrar ruinas y cadáveres en lugar de la colonia y la fortaleza, buscaba a su amada Lucía y sólo tropezaba con cadáveres, y los destrozos de la muerte.

En él no se había verificado que el primer momento de la posesión es una crisis del amor, el tiempo mismo lo afirmaba y lo hacía necesario a su existencia.

Su desesperación llegó a su colmo cuando supo que su amada Lucía, su esposa idolatrada, se hallaba entre los Timbúes, no dudó un momento entre morir o rescatarla.

Cuidadosamente burló la vigilancia de sus amigos, y se escapó precipitadamente de los suyos, llegando hasta la presencia de Siripo.

Jamás un alma sintió con más fuerza el horrible aguijón de los celos, que la del bárbaro al ver el esposo de la cristiana. Su muerte fue decretada en el momento.

Bien podía la infeliz esposa de Hurtado tener preparada su constancia para otros infortunios; todas las fuerzas de su alma la abandonaron en el peligro de una vida que estimaba más que la suya propia.

Renunciando por esta vez al tono altivo que inspira el heroísmo, tomó a los pies de Siripo el de la súplica, y el ruego en favor de su marido.

Ella abrazó las rodillas del odioso cacique, regó sus pies con sus preciosas lágrimas, y suplicándole del modo más tierno y conmovedor le ofreció su propia vida en cambio de la de su esposo que adoraba.

Al fin consiguió ablandar el corazón del salvaje, y la revocación de la sentencia, bajo la dura condición de que Hurtado eligiese otra mujer entre las doncellas Timbúes, y que en adelante no se verían los esposos, ni se tratarían con las licencias del amor conyugal.

Acaso por ganar tiempo en el corazón de Lucía, y tal vez conseguir su amor por medio de la condescendencia y el agasajo, fue que Siripo, como algunos afirman, la tratara con bondad haciéndola servir por sus vasallos, y ofreciéndola presentes de ricas pieles, y cantidad de piezas de oro, y plata. ¡Pero qué es todo esto para una mujer que no vive sino para el hombre que su corazón ha elegido!

¿Qué era para Lucía la posesión de todos los tesoros del mundo, si se veía separada de su Sebastián? ¿Y qué era para el enamorado español las más hermosas doncellas Timbúes, si sólo vivía para amar a su adorada Lucía?

Sólo vosotros, fieles y venturosos esposos, que sabéis lo que es la unión conyugal, podréis comprender el amor de Lucía y Sebastián.

Dos años hacía apenas que eran casados, y su amor lejos de entibiarse como comúnmente sucede, se aumentaba cada vez más.

El sacrificio que Lucía hiciera dejando su patria, el amor de su madre y familia por seguir a su esposo, hacía tanta fuerza en el corazón de Sebastián, que amaba doblemente a Lucía, puesto que, junto al amor que le inspirara sus virtudes y belleza, se unía otro amor que ningún hombre siente por la mujer que ama -amor de agradecimiento.

Bajo la horrible condición que le impusiera Siripo, los enamorados esposos no podían verse más que de lejos; pero ellos habían inventado un medio de hacer menos horrible su separación, escribiéndose mutuamente. Sebastián había podido hacer llegar a manos de Lucía la mitad de su cartera. Lucía, por su parte, había escogido un árbol para sentarse después de un pequeño paseo que todos los días daba acompañada del cacique y de varias mujeres de su servicio.

Sentada allí, al pie del árbol, introducía en la cavidad de su tronco la carta para Sebastián, y después como jugando con las hojas secas, cubría esta abertura de modo que era imposible sospechar de tan inocente estratagema.

Sebastián corría por la noche al sitio indicado, tomaba la carta de su esposa, y ponía otra en su lugar.

-Amado mío -le decía Lucía-.

-Suframos, suframos con valor y resignación tan crueles padecimientos e infortunios, roguemos ambos a la divina madre de los desterrados y cautivos para que mueva a compasión el corazón del infiel, y se apiada de nosotros-.

Hurtado la contestaba:

-Ángel de mi vida, sin tus amorosas cartas, sin los consuelos que tan tiernamente me das en tan repetidas ocasiones, ya habría arrancado en presencia de tantos miles de indios el corazón al odioso cacique-.

-Yo espero, amada mía, ver si la suerte se cansa de sernos adversa, y nos proporciona algún medio para poder evadirnos, y tomar la costa donde se hallan algunos amigos, o si algún refuerzo llega de España a la arruinada fortaleza y viene a rescatarnos. Si no fuera por esta esperanza, mi amada Lucía ya habría encontrado la muerte, arrancando la vida al aborrecido Siripo.

Pero tú sola, amada mía, ¿qué harías entre los salvajes? Si yo muero, ¿quién te libertaría de los bárbaros? Suframos, suframos Lucía mía, como tú dices; suframos, tierna compañera de mis infortunios, pues que no nos queda otro remedio para ablandar, si es posible, el corazón del salvaje-.

Mi amado Sebastián:

-Es bastante adelantada la noche, el cacique acaba de salir de mi habitación, donde no lo recibo sino acompañada de mis mujeres. Lo trato con bondad por bien de ambos.

Mi Sebastián, creed a vuestra Lucía, primero moriría mil veces, mi amigo querido, como ya te lo he dicho tantas ocasiones, que complacer en lo más mínimo las impuras pasiones del cacique.

¡Qué soledad, esposo mío: no tengo más compaña que tus amadas cartas, que beso mil veces a cada instante, y guardo sobre mi corazón como una parte de mi existencia!

¡Qué tristes son mis días, Sebastián mío, mis noches me son insoportables; tu separación me parte el corazón de dolor, y no hago más que llorar.

No te aflijas, no, amado mío, aún me quedan lágrimas y fuerzas para soportar tantos pesares, si algún día tengo la dicha de abrazarte.

Se empieza el día, y sólo te veo de lejos, llega la noche y me encuentro solitaria. Hacen tantos días, mi Sebastián, que no oigo tus palabras de amor, que no recibo tus caricias y que no oigo pronunciar mi nombre por tus queridos labios.

¡Oh Sebastián! Sebastián por qué no estás al lado de tu Lucía.

Te acuerdas, esposo mío, ¡qué felices éramos cuando arribamos a la costa...! ¿cuántas noches pasábamos a la claridad de la luna contemplando la inmensidad del océano?

¡Qué feliz era yo a tu lado! sabes Lucía me decías, ¿cuántos miles de leguas nos separan de nuestra querida España?

¿Sientes, amada mía, haber dejado tu madre, tu familia, y tantas afecciones que hacían parte de tu dicha?

¿No sientes haberme acompañado a tan temeraria empresa? ¿Me perdonas si algo sufres por mi causa?

¿Y qué te respondía yo, mi Sebastián? Por toda respuesta, enlazaba mis brazos a tu cuello, y te colmaba de caricias.

¡Sebastián! ¡Sebastián! ¿por qué estamos separados...? Y no es por tu causa que sufrimos mi querido Sebastián, sino por la mía. ¿Por qué he tenido la desgracia do inspirar amor a estos salvajes.?

¡Oh, mi bien amado esposo! perdona, perdona a tu Lucía los males que sufres: por mi causa-.

.....

-¿Y eres tú, mi dulce y tierna amiga, la que se hace tan fuertes reconvenciones por los males que sufrimos?

No, no, Lucía mía. Sí alguno tiene la culpa de nuestras desgracias, soy yo; pues que, por contentar mi amor te expuse a tantos males haciéndote atravesar ese inmenso océano, y trayéndote a tierra de salvajes. Mía es la culpa, querida de mi corazón, y, si en mi dolor no me entrego a la desesperación, es sólo por no dejarte abandonada entre los bárbaros.

«¡Conserva como hasta aquí tu virtud y la fe que me juraste, y está firmemente persuadida, mi amada Lucía, que si faltando a éstos, pudieras darme la vida y la libertad, tan entendido que nunca un español! ¡Tu esposo, el soldado Sebastián Hurtado! Aceptaría la vida y la libertad a trueque de tamaña infamia.»

El cacique ardía de día en día en la impura llama que lo abrasaba.

Hostigaba a Sebastián a que tomase una esposa, creyendo que de este modo Lucía quedaría más libre, pues que el principal obstáculo creía él, de que Lucía no lo tomara por esposo, era su marido.

Para el efecto hacía rodear a Sebastián de las más hermosas doncellas Timbúes, pero el corazón del esposo de Lucía era inaccesible a otro amor que el de su esposa.

El infame cacique para hallar un medio de matar a Sebastián, urdió la más inicua de las intrigas, haciendo que por conducto de una de las mujeres que servían a Lucía, tuviera ésta una entrevista con su marido, y entonces, estando él oculto, sorprenderlos, y decretar en el instante la muerte de Sebastián.

Lucía fuera de sí de gozo, escribe a su marido estas líneas:

«Esposo mío.»

«Parece que la suerte quiere dar una tregua a nuestro dolor.»

«Una de mis buenas indias, enternecida de mis lágrimas, y de tanto verme padecer, quiere endulzar mi cautiverio proporcionándonos esta noche una entrevista.

«Ven amigo mío, mi idolatrado Sebastián, a los brazos de tu adorada

LUCÍA.»

Sebastián toma el papel, y devorándolo con la vista, besa mil veces aquel escrito precioso, sale de su habitación con todas las precauciones imaginables, y guiado de la india, se dirige adonde su esposa, llena de júbilo, lo esperaba.

Lucía al verlo cayó desmayada en sus brazos ¡tanto había sufrido la infeliz separada del esposo que adoraba!

Sebastián la llena de caricias, y poniéndola sobre sus rodillas quiere hacerla [falta] aquel momento de felicidad cuantos tormentos ha sufrido.

-¡Sebastián!

-¡Mi idolatrada Lucía!

Fueron las primeras palabras que se dijeron los infortunados esposos.

Lucía al verse en los brazos de su marido, dudaba de tanta dicha, y para convencerse de su felicidad, estrechaba su cabeza contra su seno, acariciaba su espesa barba, jugaba con sus sedosos bigotes, y entrelazando sus blancos y delicados dedos con sus ensortijados cabellos, le hacía mil amorosas preguntas.

-Cómo pasas los días, Sebastián mío, le decía. Quien endulza tus noches:

¡Qué haces, esposo mío, sin tu Lucía!

Como has enflaquecido, Sebastián. ¿Por qué estás triste ahora que me tienes en tus brazos? Ríete, ríete Sebastián mío; estemos contentos y alegres, pues que nuestro cautiverio va a finalizar.

¡Oh! cuanto sufro separada de ti; qué felices somos en este momento, mi Sebastián; es verdad que nos libertaremos de los bárbaros.

Lucía estaba loca: la dicha de ver y estar en los brazos de su esposo, la tenía enajenada.

Sebastián la contemplaba extasiado, la apretaba contra su pecho y colmándola de caricias le daba esperanza y consuelo de evadirse pronto del poder de los salvajes.

-Pobre mi Lucía, la decía; ángel mío, cuánto has padecido por mi causa, yo te prometo que una vez en España, no más expediciones ni arriesgadas empresas; viviré solo, mi Lucía, para hacerte olvidar con mi amor y mi ternura, tan horribles padecimientos.

Es preciso, Lucía mía, ver el modo de evadirnos, esa buena india puede facilitarnos la fuga, la llevaremos con nosotros, la colmaremos de bienes por el bien tan grande que nos hace.

A Lucía le parecía cierto que se hallaba lejos de los bárbaros, en su amada España, y olvidándose de que estaban entre los indios, no pensaban en el peligro que corrían si eran por casualidad descubiertos.

Ambos esposos se entregaban a la dicha de verse juntos después de tantos padecimientos, y las horas se deslizaban para ellos como en sus primeros días de ventura.

Distraídos por un pequeño ruido vuelven la cabeza, y se encuentran con el cacique que los observa.

Todas las odiosas pasiones dominaban al indómito salvaje; sus ojos estaban inyectados en sangre, sus facciones desfiguradas por la ira y la venganza, los celos le devoraban.

En esta descomposición del estado normal del hombre ocasionado por el desborde de las pasiones, un hombre pierde su dignidad y se pone espantoso; el salvaje parecía un demonio.

Al verlo, los desventurados esposos comprendieron toda su desgracia, y por un movimiento instintivo de conservación por el objeto amado, ambos cayeron de rodillas a los pies del cacique, implorando su clemencia.

-¡Que muera azaeteado ese infame cristiano! -dijo con voz aterradora el indio a sus inhumanos soldados-, y tú mala cristiana, soberbia española, -continuó dirigiéndose a Lucía, esta misma noche serás mía.

-¡No lo seré malvado! -contestó con resolución y valor la fiel esposa, lanzándose en los brazos de su amado: yo quiero morir contigo, Sebastián.

-No morirás, -respondió el odioso infiel-, y vivirás para hacer las delicias del cacique.

¡Arrancadla de sus brazos!

-No, no me soltéis, bien amado mío, muramos juntos; y se estrechaba con todas sus fuerzas al cuello de su amado.

-No, no te dejaré, ángel mío, muramos juntos; le respondía Sebastián, y la apretaba contra su pecho.

-Mira que el infiel me quiere para su querida. ¡Salvadme! ¡Salvadme del oprobio! esposo mío; muramos juntos ya que tanto hemos sufrido separados.

-Sí, sí, idolatrada esposa, mi ángel, mi amada Lucía, suframos el martirio, no te abandonaré ya que esta suerte nos estaba preparada, y en brazos el uno del otro, lanzaremos el último suspiro.

-¡Separadlos! ¡separadlos! gritaba desatinado el salvaje a la odiosa soldadezca.

Todas las fuerzas de los bárbaros no pudieron desunir aquellos dos cuerpos tan estrechamente, unidos, como lo estaban sus amantes corazones.

-¡No, no nos separarás, bárbaro salvaje! -decía en su delirio Lucía; yo no amo más que a mi marido.

Y para más incitar las pasiones del cacique, y provocar sus celos, para que la mandara matar junto con su esposo, colmaba a éste de caricias en presencia de Siripo.

-¡Matadlos a mi vista! -gritó el salvaje-, ¡que mueran en mi presencia!

A esta orden, cien flechas partieron de la odiosa turba, y cien flechas atravesaron aquellos dos cuerpos, que aún después de muertos no fuera posible separarlos.

La hoguera estaba ya ardiendo, medios vivos los arrastraron a las llamas, aún les quedaba un momento de vida, éste lo consagraron para disponerse a comparecer en presencia del Altísimo.

En la hoguera, se les vio arrodillados, Sebastián con más fuerzas, sostenía a su esposa moribunda: ambos tenían los ojos y las manos elevados al cielo en actitud suplicante.

Las llamas parecían respetarlos como a los tres jóvenes en el horno de Babilonia, mandados echar por Nabucodonozor.

Por más de media hora se les pudo ver al travez de las llamas en tan religiosa actitud.

-¿Fueron unos mártires? ¿Quién puede dudarlo?

Mártires de su deber, y del amor conyugal.