Lucía Miranda/Sebastián Hurtado
Era Sebastián Hurtado el amante esposo de Lucía. Su amor había crecido desde niños, y cuando Gaboto arregló su expedición para América, Hurtado y Lucía hacía un mes eran casados. Invitado Sebastián por el atrevido veneciano a tomar parte en la empresa al Nuevo Mundo, consultó con Lucía. La enamorada esposa no tenía otra voluntad que la de su marido, y ambos se embarcaron en la flota, formando parte desde aquel momento como se ha visto por la sencilla relación de esta historia, de los poseedores del Fuerte Espíritu Santo.
Era Hurtado uno de los más cumplidos caballeros españoles. Alto, garboso, y bien proporcionado. Su tez algo morena, pero de ese moreno limpio y lleno de vigor que se adquiere en la vida de soldado, y casi aventurera de aquellos tiempos; pues al nombre de América, junto con el deseo de adquirir fama, la mayor parte de los pobladores del Río de la Plata, como lo aseguran los más verídicos historiadores, fueron hijos de principales familias, hombres de nobles casas, hidalgos, caballeros y comendadores, que con el deseo de alcanzar renombre, se lanzaban a los mayores peligros.
Sus cabellos eran negros y ensortijados, y sus sedosos y retorcidos bigotes, si daban a su fisonomía, todo el aire y la rudeza de un soldado, su mirada tierna, larga y apasionada, suavizaba un tanto su natural fiereza. Tenía un rostro verdaderamente varonil, nada de afeminado ni risueño; nada de esas palabras melozas, y empalagozas, que tanto contrastan con el serio uniforme del soldado. Sus ojos grandes y rasgados, eran de un pardo oscuro, la nariz un poco aguileña, la boca grande, pero perfecta.
Sus labios no tenían nada de finos, pero eran frescos, y de un carmín subido, y sus bigotes graciosamente retorcidos sobre la parte superior de la boca, dejaban ver toda la perfección de sus labios. La frente bastante blanca por el continuo uso de llevar cubierta la cabeza, contrastaba con todo el resto de sus facciones, quemadas por la intemperie de las estaciones, el rigor y crudeza del tiempo.
Algunos cabellos graciosamente ensortijados caían sobre ella, que él gustoso dejaba, porque Lucía se entretenía en acariciar con sus finos y preciosos dedos.
Vestía el traje militar, que tan bien sienta a los españoles, y sus grandes hazañas lo habían adquirido entre sus compañeros de armas el nombre de valiente.
Lucía era entusiasta por su marido, y a la verdad, los dos jóvenes esposos parecían formados el uno para el otro.
Cuando, se les veía, a los dos juntos, no se podía menos que admirarlos.
Era una pareja preciosa: El verdadero tipo de hermosura y belleza en la mujer, el garbo y gentileza en el hombre. Nunca amantes más felices, llegaron al pié de los altares.
Todo el tiempo que precedió antes de su casamiento, no tenía que arrepentírse Sebastián de haber dado el más mínimo pesar a Lucía, una lágrima no había corrido de sus ojos por su causa; y Lucía por su parte nunca había dado el más pequeño motivo de celos a su amante.
¡Oh criaturas felices y bienaventuradas! Gozad de vuestra incomparable dicha, antes que el demonio desenfrenado de las malas pasiones, salga del abismo y venga a sumergiros en el más horrible de los infortunios!
¡Pobre Lucía! Dejaste tus risueñas campiñas de Andalucía, las alegres y juguetonas aguas del Guadalquivir; tu cielo tan puro y sereno como el de estas preciosas comarcas; su temperatura deliciosa, una madre amorosa y familia, tierna que os amaba, sólo por seguir a un hombre; pero ese hombre era el esposo y el amado de tu corazón, y no vacilaste un momento en acompañarle y seguirle en sus peligros.
¡Oh verdadero corazón de mujer! Tu abnegación es digna del hombre que has elegido, no serás tú, la sola víctima! Tu esposo te acompañará en tu desgracia, juntos seguiréis la misma suerte, un mismo golpe os derribará a ambos.