Luchana/II

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II

«Por aquí, por aquí -nos dijeron señalando las salas cuyos balcones dan a la plazuela llamada la Cacharrería, y allá nos fuimos mi amiga y yo, deseosas de ver y gozar las escenas que se preparaban, presumiendo, no sé por qué, que estas no habían de ser tumultuosas, ni menos sangrientas. Sonaron algunos tiros ¡ay qué miedo!; advirtieron por allí que eran disparados al aire, más en son de fiesta que de hostilidad, y el murmullo de voces que subía de la plazoleta no parecía en verdad resuello de revolución, sino más bien algo del ¡ah, ah! con que en los teatros imitan torpemente el bramido de las multitudes furiosas. La noche no era muy clara. Desde los balcones, atisbando tras de los cristales, distinguíamos el hormigueo de bultos obscuros moviéndose sin cesar, brillo fugaz de objetos metálicos, bayonetas, cañones de fusil, chapas de morriones, charreteras. Se intentaba, sin duda, la formación ordenada, y no era fácil lograr tal intento. En los vivas, que a poco de llegar los sublevados a la plazuela empezaron a oírse, alternaba la Reina con la Libertad, uno y otro grito proferidos con igual ardor, de lo que deducíamos que nuestras vidas, así como las de las Reinas, no corrían peligro alguno. Revolución que aclama a las personas que encarnan la autoridad, no viene con mal vino. 'Puede que ahora -observó mi amiga- salgan esos infelices con que han armado toda esta tremolina para pedir aumento de paga, lo que me parece muy justo, porque ya sabrá usted que ya no les dan más que nueve cuartos, de los cuales ocho son para el rancho. Reconozcamos que el soldado español es la virtud misma, pues por un cuarto diario consagra a la patria su existencia, por un cuarto se somete a los rigores de la disciplina, por un cuarto nos custodia y nos defiende hasta dejarse matar. No creo que en ningún país exista abnegación más barata. Pero ya verá usted cómo estos desdichados vienen pidiendo algo que no les importa, algo que no ha de remediar su pobreza. Verá usted cómo se descuelgan reclamando más libertad... libertad que no ha de hacerles a ellos más libres, ni tampoco menos pobres. Alguno habrá quizás entre ellos que crea que la Constitución del 12 les va a dar cuarto y medio'.

»Otra dama que se nos agregó, esposa de un General que ha hecho su brillante carrera hollando alfombras palatinas (no te digo su nombre: es feíta la pobre; tan poco agraciada, que todo el mundo cree que tiene talento... y el mundo se equivoca), nos aseguró que el escándalo que presenciábamos era obra del masonismo; que los soldados de la Guardia no entendían de Constituciones, ni sabían si la libertad se comía con cuchara o con tenedor, y que se sublevaban porque las logias les habían repartido dinero. Cuatro días antes habían llegado de Madrid doce mil duros... Mi amiga la interrumpió para decirle que no creía en esos viajes de las talegas. Yo fui de la misma opinión. Pero ella insistió, asegurando lo de los miles como si los hubiera contado. Lo sabía por la doncella de una camarista, que tenía un novio cabo de Provinciales. El domingo anterior habían salido de paseo, y él la convidó a merendar en la Boca del Asno, y le mostró piezas columnarias, de esas que tienen dos globos y el letrero que dice más allá... Dijo a esto mi amiga, revistiendo su socarronería de exquisitas formas, que con tales señas no podía ponerse en duda la venalidad de los sargentos sediciosos, y yo me vi precisada a expresar la misma opinión, añadiendo que en ningún caso es conveniente que las logias tengan dinero. Las tres hubimos de maravillarnos de que, poseyendo el Rey y la Grandeza los mayores caudales de la Nación, sean todas las revoluciones contrarias a la Monarquía y a la Aristocracia. Por fuerza tiene que haber gran cantidad de moneda oculta, repartida en muchos poquitos entre la masa enorme de gentes ordinarias, obscuras y aun descamisadas que hormiguean en ciudades y aldeas.

»Bruscamente apartaron nuestra atención de estas filosofías a lo mujeril, el aumento de ruido en la plaza y en la entrada de Palacio, la estrepitosa sonoridad del himno de Riego, cantado por mil voces, y el movimiento que advertimos hacia la escalera principal. Pronto vimos que subían los jefes de las compañías sublevadas. San Román y el Duque de Alagón salieron a recibirles. No olvidaré nunca el breve, picante diálogo entre los generales palatinos y los jefes que tan desairado papel representaban en aquella comedia. '¡Pero ustedes...!'. '¡Mi General, nosotros...!', y no decían más. Escribían un poquito de historia con estas palabras premiosas, acompañadas de un expresivo encoger de hombros. Uno de ellos pudo al fin explicarse con más claras razones: 'Nosotros no nos sublevamos... los sargentos de todos los cuerpos son los que se sublevan... ¿Qué habíamos de hacer? Hemos tenido que seguirles para evitar el derramamiento de sangre'. Y Alagón repetía: '¡Pero ustedes!...'. 'Mi General -se aventuró a decir el comandante de Provinciales-, creemos que dejándonos llevar de esta corriente irresistible, prestaremos un servicio a la Reina... Sin nosotros, sabe Dios a dónde llegaría el movimiento...'.

»San Román, pálido, dando pataditas, estampa viva del azoramiento y la perplejidad, creyendo que era su deber incomodarse para decir las cosas más sencillas, desplegó toda su cólera en estas palabras: 'Pues ahora van ustedes a manifestar a la Reina... eso, eso... a explicarle las causas del escándalo... y eso... eso... que ustedes se han dejado llevar, se han dejado traer, para evitar mayores males... y eso... el derramamiento de sangre'.

»Más sereno Alagón, como hombre de trastienda y con más conchas que un galápago, les invitó a pasar a la presencia de Su Majestad, con el fin de darle conocimiento de lo ocurrido y de reiterarle su firme lealtad y adhesión. Adentro fueron todos, y los de fuera seguían desgañitándose con el himno, cual si lo hubieran aprendido en viernes. Poco duró la conferencia de los jefes con la Gobernadora. Al verles salir, acompañados de un Conde y un Duque, no pudimos menos de observar que si ridícula era la situación de la oficialidad dejándose mover de la indisciplina de los inferiores, más ridículamente desprestigiados resultaban los generales, cuyo papel quedaba reducido al de introductores de las embajadas que los sediciosos enviaban a la Reina.

»'Que suba una comisión, una comisión de las clases... -decía San Román-: veremos qué piden... Que suban seis'. Opinó Alagón que era excesivo este número. Bastaba, según él, que subieran uno de Provinciales y otro de la Guardia... todo lo más tres: un tercero por los granaderos de Caballería... En esto reclamaron a mi amiga de parte de la Reina. A mí se me llamó poco después, y entré con otras dos señoras en el comedor pequeño, donde estaba Su Majestad disponiéndose a cenar antes de recibir a la comisión de los amotinados. No podía disimular la ilustre señora su turbación, su miedo ante aquel problema que el pueblo le planteaba, y que tenía que resolver pronto y con entereza, sin que la ayudaran ministros ni próceres. Creo que desde las tremendas noches de Septiembre del 32, en aquel mismo palacio, cuando se vio sola junto al Rey moribundo, y enfrente la intriga de los apostólicos, no se ha visto Doña María Cristina en trance tan apretado como el de Agosto del año que corre. Quería comer, y lo dejaba por hablar y hacer preguntas atropelladas; queriendo decir algo importante, interrumpía los conceptos para comer precipitadamente sin saber lo que comía. Probó de una sopa, picó de un asado, tomaba la cuchara cuando debía coger el tenedor... Y en su exquisita amabilidad y hábito de corte, para todos tuvo una palabra grata, equivocando personas y nombres: eso ni qué decir tiene. Advertí su rostro un poco arrebatado; a cada instante se pasaba la mano por la frente... ¡y qué frente aquella más bonita!... o miraba en derredor, fijándose, más que en las personas, en los huecos que estas dejaban al moverse. ¿Qué buscaba? Sin duda lo que no tenía ni podía tener: un hombre, un Rey.

»Vestía la Reina de blanco con sencillez soberana. Ordinariamente Su Majestad come muy bien. Aquella noche, un tanto tempestuosa para la Corona, la inapetencia, la nerviosa ansiedad del primer tripulante del bajel del Estado, revelaban que no era insensible al malestar del mareo. Verdad que los tumbos del barquito eran horrorosos: la caña del timón había venido a ser irrisoria, como la que le pusieron a Cristo en su santa mano. Tan turbada estaba la Señora, que nos preguntó muy sorprendida que por qué no cenábamos, sin reparar que no cenábamos porque no nos servían. La servían a ella sola. Pronto echó de ver su inadvertencia, lo que fue causa de endulzar con un poco de risa forzada los amargores de la situación. Algo dijo la Reina, no lo entendí bien, de que luego cenaríamos chicos y grandes con formalidad, si la revolución nos dejaba llegar a media noche con vida; y de aquí tomaron pie los presentes para bromear un poco, mientras seguía por dentro de cada uno la tumultuosa procesión. Ni aun en aquel caso se eclipsaba la sonrisa ideal de María Cristina; sonrisa que era como un astro siempre luminoso en medio de tales tristezas. Los hoyuelos lindísimos de su cara, el repliegue de aquella boca, no tienen semejante, ni creo exista en humanos rostros un anzuelo tan bien cebado para pescar corazones. Cuantos españoles han visto a esta Reina se sienten dominados por su atractiva belleza. Es, creo yo, entre todas las testas coronadas, la única que posee el secreto del estilo gracioso, con preferencia al grave, para la expresión de la majestad.

»Como anunciara el Duque que los sublevados habían elegido ya su comisión, y que esta esperaba la venia de la Soberana para presentarse a ella, se discutió en qué departamento de Palacio se recibiría tan singular embajada. No por humillar a los sargentos, sino por alejarse lo más posible de las estancias donde se sentía el temeroso bullicio militar y el insufrible sonsonete del himno, dispuso la Reina recibir a la comisión en una de las salas del archivo, que están en la parte del Norte, lo más desamparado, triste y recogido de la casa. Te daré una idea de la estancia en que se efectuó el imponente careo entre pueblo y Rey, que, según dicen, ha de cambiar la faz del país... (Puede que varíe la cara nacional; el alma poco variará...) Es el archivo una pieza larguísima, como de doce varas, con la mitad de anchura, rodeada toda de armarios de madera rotulados, que supongo estarán llenos de papeles del Patrimonio, los cuales tengo para mí que no servirán para nada. El cielo raso del techo se ha caído en algunas partes, mostrando la armadura y tillado; el suelo está cubierto por esteras de las más ordinarias. Los muebles son una mesa de nogal y otra de mármol, arrimada a un lado como un trasto que estorbaba en otra parte y lo han metido allí, donde también estorba. Elegida esta pieza para parlamentar la Corona y la Revolución, llevaron un sitial para la Reina, dos grandes candelabros con bujías, y creo que nada más. Pusieron guardias de Alabarderos en todo el trayecto desde la escalera hasta el archivo; en la puerta de este dos guardias de Corps, y un número grande de ellos en la pieza inmediata. Preparado todo, se dijo a la plebe armada que podía pasar.

»Formaban la diputación de los sublevados dos sargentos. El soldado que entró con ellos creímos que venía representando la clase de tropa; después supimos que, movido de la curiosidad, la cual debía de ser en él tan grande como su frescura, se había colado, agregándose a los sargentos sin que nadie le dijera nada. Así andaban las cosas aquella noche. En la escalera les recibieron el Duque de Alagón y el general San Román, que después de mandarles dejar las armas, les echaron la correspondiente exhortación a la prudencia, no como autoridades inflexibles, sino como compañeros, pues se había borrado toda jerarquía, aunque los signos de estas permanecieran adornando las personas, sin más valor que el que podrían tener los botones y ojales de la ropa. Dijéronles que miraran bien lo que decían ante la augusta persona de la Reina; que doblaran ante ella la rodilla y le besaran la mano respetuosamente, y que si Su Majestad, siempre bondadosa, les recomendaba que se retiraran a sus cuarteles, lo hicieran calladitos y sin ningún alboroto. A esto dijo uno de los sargentos con bastante firmeza: 'Mi General, si no hemos de poder manifestar a la Señora las causas de esta revolución y lo que pide España, excusado es que entremos'. A este golpetazo de lógica, nada pudo contestar el jefe de la guarnición. El Duque añadió: 'Sí, sí, entrad... Su Majestad quiere veros y que le digáis las razones de haber dado vosotros este paso, sin que nadie os lo mandara... Entraréis; ¡pero cuidado, cuidado...! No nos deis una noche de vergüenza, ni nos pongáis en el caso de...'. Lo demás no se oía... Precedidos de los generales, acompañados, escoltados más bien por los jefes de Provinciales y de la Guardia, avanzaron de sala en sala los dos sargentos y el soldado intruso. El nombre de este no lo supimos; los de los sargentos nos los dijeron ellos mismos a la salida: el uno se llama Alejandro Gómez y tiene veintidós años; el otro Juan Lucas y dos años más de edad. Ya ves qué pronto y con qué poco trabajo han entrado en la Historia estos dos caballeros: ¡Alejandro Gómez, Juan Lucas! ¿Qué significa esto?, te pregunto yo. ¿Cómo se entra en la Historia? Y tú me responderás que en la Historia, como en todas partes donde hay puertas, gateras o ventanillos, se entra... entrando».