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Luchana/XIV

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XIV

-Mi desgracia, lejos de enfriar la amistad con Baldomero, la hizo más firme y cordial. Y en vez de mostrarme vengativo, aproveché la ocasión que me presentó el acaso para prestar a mi desvalijador un gran servicio. Nada, que el chico de Granátula me debe su felicidad, la mayor y más bella victoria que ha ganado en el mundo. ¿Recuerdas el consejo que te he dado a ti? Pues hallándose Espartero en una situación de perplejidad semejante a la tuya, le dije: «Hijo mío, cuando encuentres un árbol de grata sombra y cargado de fruto, etcétera, etcétera...». Como tú, el buen ayacucho había encontrado el árbol, y como tú vacilaba, perdido el seso por una hermosura tras de la cual corría sin poder atraparla, una visión ideal... Pero yo, que gusto de encaminar a la juventud por las buenas vías que no supe seguir, no le dejaba de la mano, y en nuestros paseos por la Taconera, o charlando en la casa donde teníamos la timba, le enjaretaba a cada instante mi sermón fastidioso: «cuando encuentres un árbol, etcétera...». Pues el hombre, al contrario de lo que haces tú, se penetró de la sabiduría de mi consejo y se sentó a la sombra. El árbol riquísimo es Jacinta Sicilia, rica heredera de Logroño que se hallaba de temporada en Pamplona con su padre, grande amigo mío. Tuve la satisfacción de apadrinarla en su boda con Baldomero, lo que era un doble padrinazgo, porque la saqué de pila: es mi ahijada... Con que ya ves: pensé darte ahora una sola lección, y te he dado dos: la del juego y la del árbol. Mírate en ese espejo; mírate en ese general de fortuna, que hoy tiene cuanto puede apetecer un hombre: la gloria militar y la felicidad doméstica. ¡Qué mujer se ha llevado! No le echa Demetria el pie adelante en lo honrada y hacendosa, y en hermosura se queda a la zaga de Jacintita, que es, para que lo sepas, una preciosidad.

-Contesto lo mismo que antes, Sr. D. Beltrán... No hay paridad. Este D. Baldomero es el hombre de la suerte...

-Nació en Piscis: por eso ha pescado.

-Pues yo debí nacer en Escorpión, signo de la desgracia: todo se me dispone al revés de como lo deseo.

-Ríete de cuentos. Es que haces siempre lo contrario de lo que ordena la lógica.

-Dígame: ¿le ordenaba a usted la lógica ponerse a jugar con Espartero?

-En el juego no hay lógica; no hay más que suerte. Y que Espartero la tenía favorable, no puede ponerse en duda. Oye este golpe que me ha contado él mismo. Hallábase prisionero en no sé qué plaza de América y a punto de ser fusilado, cuando por intercesión de una hermosa dama, a quien obsequiaba el gran Bolívar, consiguió que le perdonasen la vida. Escapó como pudo, y estando en Quilea, en espera de un buque que le trajese a España, encontrose mi hombre sin ropa, sin alhajas, sin dinero, en situación absolutamente precaria...

-¿Y qué?... ¿le deparó Dios un árbol?

-Precisamente. Según ha contado más de una vez, encontró en su camino árboles grandísimos que le convidaban a ahorcarse... Pero no lo hizo... Dios le deparó un alemán, sí, un alemanote rico, que iba también buscando barco. Hospedáronse en un caserío, donde no había nada que comer. Buscando por aquí y por allí, encontraron una baraja, y por matar el tiempo y engañar el hambre se pusieron a jugar. ¡Cuando te digo que nació en Piscis!... En un par de horas, Espartero le ganó al alemán ¡diez y seis mil duros! Ya ves: ¿es eso suerte o lógica?

-Es lógica, porque al alemán le quedaría otro tanto, y bueno era partir para que el otro pobre se remediara.

-Puede que estés en lo cierto. En fin, me voy a darle un apretón de manos. Ya habrá pasado todo el barullo de la recepción de autoridades. Espérame aquí, que no pienso entretenerme mucho.

Fuese D. Beltrán a visitar al General en jefe, y Calpena le aguardó en la plaza charlando con algunos oficiales que conocía. Enterose de que los carlistas se cernían sobre Bilbao, lo que le puso en grande inquietud, aunque sus amigos, con optimismo juvenil muy propio de la raza, aseguraban que sería cuestión de días el hacerles levantar el cerco. Espartero no se andaba en chiquitas: hombre de formidable empuje, poseía el don divino de infundir a las tropas su bravura y llevarlas como a rastras a la victoria. No era un general de estudio, sino de inspiración, chapado a la española, hombre de arranques, de cosas, con el corazón en la cabeza. Las propias ideas le expresó D. Beltrán al regreso de su visita. Los facciosos se disponían a sitiar a Bilbao en toda regla, decididos a perecer o tomarla. Por segunda vez ponían sus ojos y su alma toda en la valerosa villa, esperando domarla al fin y hacerla suya. Pero el hueso era demasiado duro, y Espartero había jurado que allí se dejarían los dientes. Por de pronto tenía que atender a cortar los vuelos a los facciosos mandados por Sanz, que merodeaban ya en el valle de Mena y querían pasarse a Castilla la Vieja. Desbaratada la expedición, llevaría todo su ejército contra los sitiadores de Bilbao. Los elementos con que contaba eran el valor de sus tropas, su buena estrella y la ayuda de Dios.

«Después de lo que me ha dicho Baldomero -añadió D. Beltrán-, conceptúo, querido Fernando, que no hay locura comparable a la tuya si te empeñas en ir a Bilbao».

-Pues téngame usted por rematado -replicó el joven-. Antes que los carlistas establezcan su línea, he de intentar penetrar en ese pueblo glorioso que ya rechazó un sitio formidable, y rechazará también el segundo... Emprenderé mi caminata hoy mismo; y si no puedo entrar por el valle de Mena, intentaré correrme a la parte de Santander para escurrirme por la costa.

-Por una y otra parte encontrarás peligros invencibles. Ya me aflige la pena, el presentimiento de que no volveré a verte, si persistes en tu disparatado empeño. Yo que tú, me agarraría a los faldones del afortunado General, y correría la suerte del ejército de la Reina. Si este rompe el cerco, entraría con él, y si no, me quedaría tan fresco de esta otra parte, viendo venir los acontecimientos, que es la gran filosofía.

Objetó Fernando que aguardar a que Espartero entrase a socorrer la plaza, era diferir por tiempo indeterminado su empresa. Decíale el corazón que no debía perder ni un día ni una hora. Al juicioso consejo de que esperara siquiera los días necesarios para recoger en Villarcayo las cartas que de Madrid le escribirían, replicó que si Dios le favorecía en su empresa, tardaría poco en volver satisfecho y triunfante, y que entonces recogería las cartas. Estrechándole más, anunciole Urdaneta irremisible perdición si emprendía el viaje a caballo con su escudero, en el pergenio de señorito rico que viaja por recreo; y a esto contestó Fernando que él y su criado dejarían los caballos en Medina al cuidado de los servidores de D. Beltrán, y emprenderían su caminata a pie, disfrazados magistralmente. Aún no había agotado el tenaz viejo sus argumentos, y por la noche, cenando, volvió a la carga con estas marrullerías: «¿No sabes, Fernandito? Hablé de ti a Espartero, y me dijo que te conocía... No, no; no te conoce personalmente. Tanto él como Jacinta han recibido cartas de Madrid, rogándoles que se interesen por ti y que no te permitan hacer locuras. Esto sí que es raro. ¿Quién les ha escrito esas cartas? No ha querido decírmelo. Yo quedé en presentarte a él».

-A la vuelta, D. Beltrán. Por más que usted crea lo contrario, volveré pronto. Al amanecer me pongo en camino. Pasado mañana estaremos Sabas y yo en Bilbao.

-Te apuesto lo que quieras a que no.

-Lo que usted quiera.

-Has dicho que me dejas tu caballo. Pues si antes de tres días estás de vuelta en el Cuartel General, pierdes.

-Y se queda usted con el caballo. Pongo cien onzas encima.

-Cierro.

-Cerrado. Y si dentro de ocho días estoy en el Cuartel General trayendo conmigo lo que voy a buscar, ¿qué me da usted?

-No puedo darte onzas, porque no las tengo. Tuyos son mis dos mejores caballos.

-Cerrado. ¿Gano también la apuesta en el caso de no traer conmigo lo que voy a buscar?

-¿La hembra...? No, no: si no la traes, pierdes. Venga la niña, pues no hay otra manera de acreditar que has entrado en Bilbao. A no ser que traigas su cabeza o siquiera su cabellera. Retratos no valen.

-Pues sostengo la apuesta. Tres días para volverme si no puedo entrar.

-Pongamos ocho días para el pro y para el contra. Si vuelves sin ella, pierdes. Si la traes, mis caballos son tuyos, y de añadidura seré tu padrino de boda, siempre y cuando tus ideas sean matrimoniales.

-Lo son... Ya verá qué árbol, D. Beltrán.

-Árbol que va y viene, no tendrá muchas raíces.

-Lo veremos. Tenga presente que el padrinazgo es parte integrante de la apuesta.

-Que cerrada entre los dos es como escritura pública. Mis dos mejores caballos y padrino de boda. No hay más que hablar.

-Mi caballo y cien onzas encima.

-¡Cerrado!

A la mañana siguiente, hallándose Calpena con Sabas en un caserío próximo a Medina tratando de la adquisición de unos vestidos para disfrazarse, vieron al sordo que aparejaba su borrico majo para montar en él. Al verles llegar, dejó el animal atado a un árbol y entró presuroso en la casa; Sabas fue tras él, y le vio de rodillas junto a un arcón, muy atento a lo que con dificultad escribía con lápiz en un arrugado papel. «Señor -dijo el escudero a su amo-, está haciendo palotes, y le cuesta, le cuesta, sin duda porque son palotes vascuences». Al poco rato viéronle montar en su pollino y partir a la carrera sin mirar atrás. Una mujer se llegó a Calpena, y dándole un papel le dijo que Churi había dejado para él aquella escritura, la cual era tan tosca, que a duras penas pudo descifrar Fernando sus groseros trazos. Con dificultad pudo interpretar este concepto: «Señor Don Fernando: bayga sarri sarri Bilbo». «Ese tonto -dijo Calpena- me recomienda que vaya a Bilbao, y pronto, pronto, pues cosa de prontitud creo que significan las palabras sarri, sarri. Ha querido decírmelo en castellano; pero a la mitad le ha faltado la suficiencia». Discutieron amo y criado si aquella misteriosa indicación era de amigo o de enemigo, inclinándose D. Fernando a lo primero. Opinó Sabas que debían andarse con tiento en hacer caso de tal advertencia, que bien podía ser reclamo de ladrones o de facciosos para armarles una celada en las revueltas del camino. A esto hubo de objetar D. Fernando que no sabía que en ningún tiempo empleasen los bandoleros tales añagazas. Obra de un pobre demente, más que de un malvado, era el tal papelejo, que ni le quitaba las ganas de ir a Bilbo, ni a darse prisa le estimulaba.

Cerca de la Nestosa volvieron a encontrarle, sin que mediara entre unos y otros manifestación alguna, y más adelante, mucho más, próximos a Ontón, en la costa cantábrica, cuando se vieron detenidos por una imponente banda de carlistas, apareció de nuevo el sordo. A la ligereza de sus pies debieron Calpena y Sabas, con otros trajinantes que les acompañaban, salvar la pelleja en aquel conflicto, y mal lo hubieran pasado si no buscaran pronto refugio en una estrecha garganta por donde salieron a las Encartaciones. En su veloz huida pudo Sabas advertir que al sordo le quitaban el jumento. ¿Perdió también la vida? Esto no trataron de averiguarlo, atentos a poner en seguro la propia. Tenaz hasta la temeridad loca, intentó D. Fernando tres días después atravesar la línea por Valmaseda, y allí, con mayor riesgo de perecer, hubo de darse por vencido, retrocediendo al valle de Mena con el pesar de ver frustrado su audacísimo intento. «¡Cómo se va a reír mi amigo Urdaneta cuando nos vea llegar! -decía recorriendo con Sabas veredas y atajos, temerosos aún de ver salir tras de cada mata el odiado fusil del guerrillero carlista-. ¡Y cómo se alegrará de haberme ganado la apuesta, pícaro viejo!... ¿Querrás creer que no puedo apartar de mi pensamiento al maldito sordo? ¿Le mataron? ¿Pudiste observar si escapó como nosotros, o si acabaron allí sus correrías?». «Señor -dijo el escudero-, cuando le quitaron el pollino acometió a los facciosos. O es loco rematado, o más valiente que el Cid, pues solo la emprendió a patadas y mordiscos con un tropel de ellos. Juraría que en pelea tan desigual le vi caer patas arriba».