Luchana/XVIII

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XVIII

Zoilo y Churi se fueron a Lupardo, recorriendo el largo camino con la escasa comodidad que les ofrecía un solo burro para los dos. Aunque Zoilo llevaba siempre el salvoconducto que le permitía franquear sin tropiezo las regiones ocupadas por carlistas, la seguridad de aquel documento (amplio favor que Sabino Arratia debía a su grande amigo el cabecilla Sarasa) no era absoluta, y más de una vez hubieron de esquivar con grandes rodeos o veloces marchas el encuentro con la gente armada de Carlos V. Todo esto solía ser diversión para los dos muchachos, y motivo para desplegar en competencia su pasmosa agilidad y bravura. Alegres empezaban la caminata, y alegres la concluían. Llegó un tiempo ¡ay!, en que de sus caminatas debía decirse lo contrario: enojados y displicentes la comenzaban, furiosos la concluían.

Antes de la dichosa o infeliz (pues no era fácil discernirlo) aparición de Aura en la familia, Zoilo y Churi vivían unidos por una hermosísima fraternidad. Sus viajes eran un continuo juego con emulaciones que terminaban en bromas afectuosas; sus bienes terrenos, comida, moneda de plata o cobre, eran comunes, como las armas y herramientas; comían en el mismo plato, en el mismo vaso bebían, y se tumbaban en el mismo rincón de la choza donde les cogía la noche. Zoilo suplía en Churi la falta del oído, comunicándole con signos de su invención, sólo de ambos comprendidos, los hechos materiales más difíciles de exponer sin palabra, las cosas del espíritu que aun con la palabra son de dificilísima expresión. Se entendían con mugidos, con muecas y patadas, con grotescas contracciones faciales, con rápida telegrafía de manos y dedos.

Pero llegó el día fatal, y aquel amor recíproco trocose en recelo, y el libre lenguaje que los dos idearon para comunicarse su cariño, sólo sirvió para arrojarse el uno al otro centellas de rivalidad, dicterios y amenazas. La causa de este que bien puede conceptuarse como uno de los mayores desórdenes de la Naturaleza, fue la presencia inopinada de una mujer en la familia. A las dos semanas de tal suceso, Zoilo y Churi dejaron de quererse. Como los dos disimulaban instintivamente ante la familia, la rivalidad que les desunía no se reveló hasta que se hallaron solos, camino de Lupardo. Iban por la cuesta de Unzaga: Churi, sombrío, taciturno; Zoilo, con alegría febril, cantando, divirtiéndose en pegar brincos para arrancar a tirones las ramas de los árboles. De pronto le cogió Churi por un brazo, y le dijo con desabrimiento, en vascuence: «No me lo negarás: tú quieres a Aura... Aura te gusta, pillo». Más sorprendido que asustado, respondió Zoilo que sí, y todo espontaneidad y efusión, agregó que Dios había pegado fuego a su alma, y que mientras podía conseguir que la prima le quisiese, se consolaba con amarla a su modo, pensando en ella siempre... diciéndole cosas de las que se piensan más que se dicen. ¿Cómo se había enterado el sordo de este secreto que la misma Aura no conocía? Era Churi un observador prodigioso; veía en la mirada, en el gesto, en los actos y en la abstención de los mismos, la verdad de los fenómenos del alma. Su penetración era el contrapeso de su sordera.

Allá se las compuso Zoilo como pudo para expresarle que no admitía su injerencia en aquel asunto; que él (Churi) no tenía nada que ver con que él (Zoilo) adorase a la niña por el aquel de adorarla, y que en las soledades de su conciencia se casase con ella, y fabricara su felicidad con suposiciones o cálculos de cabeza, con un tremendo fuego de amor en toda su alma... «Lo que tú tienes que hacer -le dijo, expresando las ideas con lenguaje verdaderamente epiléptico- es no meterte en lo que no te importa. ¿Qué entiendes tú de esto? ¡Amarla tú! No puedes. Eres sordo, y ¿cómo va a querer Aura a un hombre que no oye?». Este argumento no tenía réplica, y Churi se lo tragó entre amarguras, quedándose un buen rato sin saber qué decir. De pronto saltó con una retahíla, acompañada también de gesticulación epiléptica, mezcla de torpes cláusulas castellanas y euskaras, que reducidas a un solo idioma eran así: «Pues eso es un pecado muy grande, Zoilo, y ya verás cómo se ponen los tíos y los primos cuando lo sepan... Y aunque te volvieras otro de lo que eres, aunque Dios te diera un mundo de méritos, sin fin de cosas, Aura no te querría, porque ya tiene su corazón entregado a otro amor, a un novio más guapo y más fino que tú...».

-¿Quién? -gritó Zoilo con furia, enarbolando una estaca que arrancado había de un árbol próximo.

-Madrilgo gizona (el hombre de Madrid).

Lanzó Zoilo carcajada burlona, y doblando por la mitad la fuerte rama, como si fuese junco, sin cuidarse de que Churi entendiera o no lo que decía, hablando solo más bien, exclamó: «¡Madrilgo gizona! Ese no viene, se ha muerto; y si vive y viene, ya verá Aura que debe quererme a mí, y no a él; y si así no lo hiciera, si se aferrara a querer al otro... entonces, ¡ah!, le mato, me mato... mato a todos, a ella, a mí, a ti...».

Viendo tal decisión, aunque los términos en que Zoilo la expresara no le resultaban inteligibles, se recogió en la tristeza de su mente, en aquella bóveda sin ecos, pues el verbo humano sólo producía en ella sonidos ideales, y largo rato estuvo sin articular palabra, mientras el primo, que continuaba poseído de su furor de elocuencia, hablaba con los árboles: lo mismo podían ser para estos que para Churi sus ardientes expresiones. «Mía, mía tiene que ser... para mí, para mí... o se sabrá quién es Zoilo. Aunque no le he dicho nada, conozco yo... esto se conoce... que sabe que la quiero; y yo sé que si ahora no me quiere ella, me querrá después, cuando vaya viendo... Pues cuando hay muchos en casa, al que más mira es a mí, y cuando dice algo que es de reír, me mira a ver si me ha hecho gracia... y a los demás no les mira... Y cuando llego, conozco yo que se alegra un tantico, y aunque a cada instante me llama bruto, lo dice como diciendo... 'bruto, te quiero... pues...'».

-Ven acá -le dijo Churi tras largo rato de silencio-. Cuando los tíos y tus hermanos sepan eso, verás cómo no te perdonan la desvergüenza. Porque Aura espera que venga el de allá, y si no viniere, bien puedes estar seguro de que no será para ti... Yo no oigo, pero veo, y veo más que tú, y nada de lo que piensan nuestros tíos se me escapa... siento en mí los pasos que dan los sentires, los pensares de ellos cuando andan pasando por sus almas; lo siento todo, Zoilo; dentro de mí retumba... Pues te diré una cosa para que se te quite la esperanza. La tía Prudencia, que es la que manda en el tío Ildefonso, hace ascos al novio de Madrid y quiere que no venga, porque está en la idea de casar a la niña con tu hermano Martín, que es el señorito de la familia y el que vale más, porque nosotros, tú y yo, somos unos grandes gaznápiros, y él es fino, como quien dice, ilustrado. Pues sí; esta es la idea de la tía Prudencia; yo se la he sacado por la manera como mira a Martín cuando viene, y por el modo de mirar a Aura cuando habla de tu hermano... ¿Y ahora qué dices, ganso? Porque a tu hermano no le has de matar... ¡Estaría bueno eso: matar a un hermano!... ¿Qué dices, qué piensas?

Zoilo no pensaba sino que el firmamento se le venía encima, y alzó las manos como para detenerlo antes que le aplastara. «Eso no es verdad -dijo-; tú me engañas, Churi; tú eres un envidioso... Pero conmigo no juegas». Momentos después, en gran abatimiento, lloraba como un niño. Puestos de nuevo en marcha, no hablaron más en todo el camino. Alojados en un caserío humilde, no se acostaron en el mismo montón de paja de maíz. Metiose Churi en el lugar más escondido, con la cabeza apoyada en un yugo, y allí se pasó la noche en triste monólogo, oyendo la respiración de su primo que profundamente dormía. «Yo también la quiero -decía entre otros mil peregrinos conceptos-. ¿Cómo no, si es tan preciosa como los ángeles, o más?... ¡Que no me digan a mí de ángeles ni ángelas!... Donde está ella, que se quiten todos... ¿Pero qué caso ha de hacer de mí?... ¿Cómo ha de querer a un sordo... a quien no le oye su voz?... Pues si yo oyera, Dios, ¿quién me la quitaba? ¡Ay, no hay mujer bonita ni fea que quiera al hombre falto de oído!... pues aunque se puede ser buen marido sin oír nada, no quieren ellas, no quieren... y yo me pongo en lo justo... Pero si para mí no es, para este bestia de Zoilo tampoco... ¡Estaría bueno! ¿Qué ventaja me lleva mi primo? Que oye... ¿Y quién me asegura que a él no le falta también algo? ¡A saber!... Y si no le falta nada, le sobra fatuidad... No, no será suya, sino del caballero de Madrid... ¡Ojalá viniera mañana, para que se la llevara, y nos quitáramos todos de este suplicio!... ¡Cómo me reiría yo de este tontaina, fantasioso, fullero!... Echa roncas porque oye; que a lo demás no me gana, porque yo puedo más que él, y soy más valiente, y hasta más guapo... ¿Qué tiene Zoilo de más guapo que yo? Nada. Los ojos que le brillan... ¡Vaya una gracia! También me brillaban a mí antes de venirme el silencio... pero ahora... con el silencio, todo se le apaga a uno. Y Zoilo es un descarado que se está siempre riendo, enseñando los dientes... Pues eso no debe de gustarle a ninguna mujer... Que venga, que venga pronto ese caballero de Madrid... ¿Y el tal cómo será? Seguramente que silencioso no es... Pero será elegante, y tan fino, ¡arre allá!, que se meterá por los ojos de las mujeres... ¡Mundo maldito! Debiera uno morirse para no verte».

A los pocos días de esto, hallándose Zoilo en Lupardo y Churi en Bermeo, se enteró este del encuentro del tío Ildefonso con Calpena, y le faltó tiempo para ir a contárselo a su rival. En aquel viaje llegó el pobre burro lleno de mataduras; tanto le arreó el jinete para llegar pronto. Y llevando aparte a su primo, le soltó la tremenda noticia. «Ya está; ya pareció... ya viene... ¿No caes en ello? Zopenco... ¡Madrilgo gizona!... Habló con Ildefonso en Oñate... Ya viene... mañana... verás».

-Es mentira -replicó Zoilo blandiendo las tenazas-. No viene... Y si viene, sin ella se volverá. Juro que no se la lleva...

Al día siguiente fue Churi a las Encartaciones a contratar leña, y los dos primos estuvieron dos semanas sin verse. Pasó en este tiempo Zoilo algunos días en Bermeo, donde tuvo la satisfacción de ver que fallaban los anuncios de la próxima llegada del señor de Madrid, príncipe o archipámpano. Observó en Aura tristeza, duelo, reproducción de los arrechuchos nerviosos, y viéndola llorar se decía: «Llora, llora, que lo que es a ese no le verás más... Aquí está el hombre que ha de consolarte, tu Zoilo, a quien has de querer, porque él se lo merece... y si no, pruébalo y verás... Este que te mira sin atreverse a decirte nada, por cortedad, te tiene guardado un amor como el de todos los corazones que hay en el universo... de todos juntos en uno. El corazón mío es de un tamaño como de aquí al sol, o un poco más allá, según voy viendo... Llora, llora, que tras mucho llorar, vendrá el olvidar... Con tanta lágrima se te lava el alma del amor viejo, y vendrás a tu Zoilo, a quien has de querer y adorar como él te adora y te quiere, que así lo manda la Divinidad».

Tales eran sus mudas declaraciones siempre que junto a ella se veía. En esto llegaron las tristes noticias del disfavor de Negretti, de las acusaciones con que la ignorancia o la perfidia le denigraron, de su prisión y de la causa que por infidencia o masonismo le formaban. Fácilmente se comprenderá la desazón que estos hechos causaron a toda la familia, particularmente a Prudencia, que adoraba a su esposo. Valentín rugía de cólera, Sabino ponía el grito en el Cielo. Y esta es la ocasión de referir que el buen Sabino era el único de los Arratias que sentía inclinaciones hacia el absolutismo, siquiera fuesen platónicas, determinadas por móviles religiosos más que políticos. Hombre piadoso, formulista y un tanto santurrón, disentía de su hermano Valentín, algo dañado de volterianismo, lo que no impedía que, profesadas una y otra opinión con tibieza y en el terreno ideológico, viviesen los dos en armonía perfecta, sin significarse públicamente por uno ni otro partido. Nunca llevó a mal Sabino que sus hijos perteneciesen a la Milicia Urbana, pues sus ideas retrógradas en ciertos y determinados puntos cedían ante la suprema devoción de la ciudadanía bilbaína. Pero si nadie podía tacharle de carlista, tampoco él podía negar sus grandes amistades en el campo enemigo, de las cuales supo obtener alguna ventaja para los negocios de la casa de Arratia. El comandante general de la división de Vizcaya, Sarasa, era su íntimo y cariñoso amigo desde la infancia, y amigos eran también Guergué, los coroneles Urréjola y Altolaguirre, el brigadier Tarragual, de la división navarra, y el jefe de la división cántabra, Don Cástor Andéchaga. A estos conocimientos debía el paso franco por la zona comprendida entre Bilbao y Bermeo, y el favor inapreciable de que le permitieran trabajar en la ferrería de Lupardo, con la obligación de ceder a la Maestranza de Vizcaya cierta cantidad de hierro a precio bajo, forma indirecta de canon o impuesto de guerra.

Fiado en sus excelentes relaciones, corrió Sabino al interior del reino carlista, y ni en Durango, donde estaba el Rey, ni en Tolosa, donde sufría Negretti la prisión, pudo conseguir nada en pro de su hermano político, el cual no habría concluido en bien sin la decidida protección del ilustrado Príncipe don Sebastián. Y en tanto que esto ocurría, la familia continuaba agobiada de pesadumbres, pues para que nada faltase, ni parecía el D. Fernando, ni de los motivos de su tardanza se tenía noticias, dando lugar este singularísimo caso a que se le creyera muerto en alguna escaramuza o lance de guerra. Mientras Aura languidecía, mostrándose al fin como fatigada de tan larga espera, con habilidad trataba su tía de infundirle el convencimiento de que el galán de Madrid había pasado a mejor vida, y era locura aguardarle más tiempo y subordinar una lozana juventud a las idas y venidas de un fantasma. Bien podía la niña excusarse de llorarle más, pues todo lo que suspirado había por la ausencia se le tomaría en cuenta por el fallecimiento. Que este debió de ser glorioso no podía dudarse, siendo Calpena un noble caballero esclavo del honor. A pesar de que esto pensaba y decía, Prudencia, consecuente con su nombre, no se lanzaba a determinaciones radicales, y esperaba la eficaz ayuda del tiempo para proponer a su sobrina, resuelta y gozosa, los desposorios con Martín Arratia.