Luchana/XXIX

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XXIX

Envalentonados por la fácil conquista de San Agustín, que aunque les resultó un guiso quemado, conquista era, emprendieron los facciosos el asalto de la Concepción, convento destinado a cuartel a la otra parte del río. Después que se hartaron de cañonearlo con las baterías de Mena y Santa Clara, y cuando ya tenían hechos polvo los débiles muros de aquel edificio, lo asaltaron con denuedo. Los bilbaínos, sin más apoyo que el que les daba el cañón situado en la torre de San Francisco y la fusilería de la Merced, les resistieron bravamente a la bayoneta. Setenta muertos se dejaron allí los carlistas y más de cien heridos, algunos de los cuales pudieron retirar. Con este feliz suceso, que levantó los ánimos, coincidió el feliz parte transmitido desde Portugalete a Miravilla por el telégrafo óptico, que decía: Continúe Bilbao defendiéndose. Pronto será socorrida.

En la defensa de la Concepción fue Martín levemente herido en el brazo izquierdo. No se contaba de él nada extraordinario: era un exacto cumplidor del deber, sin excederse nunca. La herida no tenía importancia; casi se avergonzaba de hablar de ella, refractario en toda ocasión a los alardes de valentía. Resistiose a que le hicieran la cura en el hospital, donde había que atender a casos más graves, y se fue a casa de Vildósola, buscando el arrimo de Negretti y Prudencia. Esta mandó al instante a buscar a Aura, y al verla entrar le dijo: «Nos ha caído que hacer. Tenemos a Martín herido; y aunque no parece cosa muy grave, me temo que se complique por ser del lado del corazón... Ahí le tienes tan pálido y triste que da lástima verle». Al instante procedieron las dos a curarle con gran solicitud, y él, recobrada su serenidad y buen humor, bromeaba con Aura, permitiéndose ponderar su belleza, y concluyendo con la exquisita galantería de que se conceptuaba dichoso de aquel estropicio para que tales manos se emplearan en curarle. Respondió la niña con buena sombra que la honra era para quien podía con su inutilidad prestar ayuda a la causa bilbaína, auxiliando a los héroes; rechazó con modestia el galán dictado tan sonoro, que a su hermano correspondía, y aseguró no apetecer más glorias que las de una ciudadanía decorosa consagrada al trabajo. Así estuvieron tiroteándose un ratito, hasta que llegó la criada de Gaminde con el recado de que fuera pronto allá la señorita Aura, pues Jesusita se había puesto mala y deseaba tenerla a su lado. Respondió Prudencia que más tarde iría con su tío Valentín. En vez de este llegó Sabino, con un poco de bálsamo samaritano que había ido a buscar para la cura de su hijo, y con él salió al poco rato la niña. El hombre tenía prisa, pues había quedado en acompañar el Viático que a la misma hora daban a Leonardo Allende y a Paco Amézaga, heridos mortalmente en los últimos combates. Quiso la buena suerte de Arratia que antes de llegar a la esquina de la calle del Matadero, se les apareciese Zoilo, que iba, después de tantos días, a echar un vistazo a la familia. Coyuntura tan feliz alegró al padre, que no quería más que largarse al Viático, como si pensara que éste no era eficaz sin su concurso. «¡Qué oportunamente llegas, Luchu! -le dijo-. Cuando te encontré en Santa Mónica y te mandé venir, no creí que anduvieras tan listo. Luego subirás a ver a tus tíos y a tu hermano: la herida de este es insignificante. Ahora acompañas a tu prima a casa de Gaminde, y yo me voy por aquí a Santiago».

-Corra, padre, corra; que si se descuida no alcanza...

Habíase quedado la niña de Negretti completamente paralizada de voz y pensamiento al ver a su primo. Tenía muy pensadas las expresiones que debía dirigirle la primera vez que le viese después de sus heroicidades, y todo se le borró de la memoria.

«Vamos» dijo Zoilo, viendo desaparecer a su padre por la calle de la Tendería. Y ella repitió vamos, creyendo que con esto decía bastante. -¿Por qué estará tan callado? -se preguntó cuando, recorrida toda la calle de la Cruz, llegaban al ángulo de la Sombrerería- ¿Estará enfadado conmigo?... No sé por qué podrá ser.

Al llegar a la entrada de la Plaza Nueva, dijo el miliciano secamente: «Por aquí, por aquí es por donde vamos».

-¿Qué pasa? -indicó ella-. ¿Está interceptada la calle de la Sombrerería?

-No: es que hace días, muchos días, que no nos vemos, Aura, y he dispuesto que demos un paseo... nosotros mismos.

-¡Pero, chico, si me están esperando!...

-Que esperen... Más he esperado yo... ¡Tantísimos días sin verte, y a cada instante creyéndome que llegaba mi última hora y que ya no te vería más!

-Ya sé que has sido muy valiente. Todo se sabe. Todito me lo han contado, y yo he dicho: «Se porta como quien es, y hace lo que se propone».

-Para eso está uno en este mundo, dilo. Se hace siempre lo que se debe, y con voluntad se tiene cuanto se desea.

-¿Y qué tienes? ¿Qué has ganado con tus heroísmos?

-¿Qué he ganado?... ¿Pues te parece poco? Algo que vale lo que el mundo entero, y más. Te gano a ti.

-¡A mí!... ¡Qué cosas tienes!... Pero di, tonto, ¿a dónde me llevas? ¿Salimos por aquí al Arenal? No vayamos muy lejos. Que el paseo sea cortito.

-El paseo será del tamaño que disponga yo mismo.

-Arrogante estás.

-¿Cómo no, llevándote conmigo?

-Un ratito corto.

-O largo...

-Si tardo, me reñirá tu tía.

-A ti no tiene que reñirte mi tía ni ninguna tía del mundo, porque en ti nadie manda más que una persona.

-Pero esa persona no está aquí.

-Esa persona está aquí, y soy yo -afirmó el miliciano, parándose en firme...

-Zoiluchu, no digas tonterías; yo no te pertenezco.

-Tú me perteneces. Te he conquistado... Que he sabido ganarte, sábeslo tú, sábelo Dios... Sigamos hasta la Ribera, que aún tenemos mucho que hablar.

-Cuidado... ¡Si nos ven solos por aquí...!

-Si nos ven solos, dirán: «Ahí va Zoilo Arratia, pues, con su mujer».

-¡Jesús, qué barbaridad!

-Porque si no lo eres todavía, lo serás, sin que nadie pueda evitarlo, porque yo lo quiero, y también tú... tú y yo, que es como decir nosotros en uno mismo... Puede que mi padre y mi tía lo lleven a mal, porque otros planes tienen; pero ni mi tía, ni mi padre, ni la familia entera, ni todo el género humano, impedirán lo que yo quiero, llamándome nosotros, lo que debe ser y será.

La firme voluntad de Zoilo, tan categóricamente formulada, sin atenuación alguna; poder incontrastable, irreductible, del orden de los hechos fatales o de las leyes de la Naturaleza, actuaba sobre el espíritu de Aura como una fascinación, como un exorcismo, más bien como la atracción sideral. Era ella el cuerpo pequeño que se veía arrancado de su órbita, asumido a la órbita del cuerpo mayor. El inmenso querer, el inmenso desear de Zoilo la envolvía y se la llevaba consigo en un giro infinitamente grande.

«¿Pero qué estás diciendo?... Que tú... que nosotros... que yo...».

-Digo que eres mi mujer, y dilo tú; que pues yo lo he querido, es así... y ante esto, Aura, la familia y el mundo entero tienen que bajar la cabeza... Lo que vas a decirme, ya lo sé.

Sonó un cañonazo. Albia despidió un proyectil curvo; a los pocos segundos disparó otro Landaverde. El uno se pasó; el otro vino a caer en la ría, más abajo del Arenal.

«Vámonos por Barrencalle a coger los Cantones... Por aquí... No tengas miedo. Esos mentecatos tiran a esta hora por las Ánimas benditas... No temas nada. Dios ha dicho que ni tú ni yo moriremos en el sitio. Porque lo sé soy animoso, no por valor propiamente... ¿me has entendido? Mi valor es Aura, mi fe es Aura, dilo... y creyendo en Aura y teniéndola, no hay balas, no puede haber balas que a uno le toquen».

-Sí, fíate... -murmuró la doncella queriendo reír.

-Pues sí; ya sé lo que a decirme vas: que si el compromiso, que si D. Fernando... Don Fernando no viene ya... o se ha muerto, o no es caballero... Y aunque venga... ¿qué?... Reino abandonado, reino perdido. En su trono me he sentado yo, Zoilo Arratia, y a ver si me echa él... con sus manos lavadas... con sus manos bonitas... Las mías, quemadas y oliendo a pólvora, más que las suyas podrán.

-Eso no... Luchu, eso no... -dijo la niña muy apurada, no sabiendo encontrar en su mente fecunda más que aquella denegación anodina, infantil...

-Yo digo que sí... Nada temo. Estorbos para mí no hay. Voy contra un ejército si es necesario... No sé lo que es desconfianza; lo que es miedo no sé... Ni a ti misma te temo. Sé que he de triunfar de todo, y nada me importa D. Fernando, venga o no venga. Ni el mismo San Fernando, si del cielo bajara, me importaría.

-¡Cómo te creces, primo! -exclamó Aura pensativa, subyugada por aquel torrente irresistible de voluntad-. Arrogante estás.

-¡Que si me crezco! Di que tengo vida de sobra... ¡Y lo que falta! Aura, por mucho que yo suba, aún estás tú más alta. Y verte tan arriba no me pesa... Mejor, así crezco yo más.

Muy poco adelantaban en su paseo, porque se paraban a cada frase para poder verse las caras frente a frente, y aumentar con la vista y el mutuo llamear de sus ojos la expresión de lo que decían.

«¿De modo -dijo Aura- que tú nada temes?».

-Nada. Dios me dice que tendré todo lo que quiero, porque lo sé querer.

-¿Según eso, tú, Zoilo... no dudas?

-¡Dudar yo! ¿De qué? Eres mi mujer, te tengo... Nadie te apartará de mí...

-Muy pronto lo has dicho. ¿Y si yo, suponiendo que quisiera ser tuya, no pudiera serlo?

-¡No poder... queriendo!... ¡Ah!, ya sé por qué lo dices... ¿Crees que hago caso de esa bobada de mi tía Prudencia, que quiere casarte con Martín?... Yo me río; ¿y tú?

-También.

-Pero no has tenido valor para decirle a la tía Prudencia y a mi padre que eso no puede ser.

-¡Oh, no me atrevo!

-Pues yo sí. Ahora mismo voy y se lo digo.

-¡Oh, no por Dios!... Lo que has de hacer ahora mismo es llevarme a casa de Gaminde. Basta ya de paseíto. ¡Qué dirán, qué pensarán!...

-Pensarán que debemos casarnos pronto.

-¡Dale!

-Nada: ¿no tiene D. Francisco un hermano cura?

-Sí, D. Apolinar: allí está siempre.

-Pues voy a verte, y después hablo con él para que nos case.

-¡Zoilo! -exclamó Aura, dando un paso atrás aterrada de tan extraordinaria decisión. No había visto ella nunca una fuerza que a la de su primo se asemejara. El fogoso chico era la acción misma; no imploraba los favores del Destino, sino que cogía por el pescuezo al propio Destino y lo hacía su esclavo. Mientras dio la niña aquel paso en retirada, dijo Zoilo que si D. Apolinar no quería casarles, él conocía un capellán de tropa que lo haría en menos que canta un gallo. La atracción, gravitación o lo que fuera, actuó de nuevo sobre el espíritu de Aura, que dio el paso adelante, sin atreverse a decir más que esto: «Bueno, primo; creo que debemos irnos ya...».

-Como quieras... Quedamos en que iré a verte a casa de Gaminde.

-¡Oh, cuánto hablaron de ti ayer, y cómo te ponían en las nubes! Yo, naturalmente, estaba muy orgullosa... por la familia, por ti...

-Di que por ti más...

-También contaron lo del café; el brindis que echaste, lo que te dijo Arana al regalarte la pistola, y el beso que te dio, en nombre de Bilbao, el viejecito Ansótegui.

-El beso no era para mí, Aura.

Diciendo esto, y sin darle tiempo a retirarse, le cogió la cabeza, y apretándola fuertemente, le estampó como unos veintitantos besos en diferentes partes, desde la coronilla a la garganta.

«Por Dios, ¡ay, ay!, no seas bruto... ¡Qué atrevido, qué...! Déjame... Ya no más... Me haces daño... No, no; quita, quita... Que pasa gente... ¡Ay, no!».

-Si pasa gente, que pase -dijo Zoilo al concluir-. Estaría bueno que no pudiera uno acariciar a su mujer donde se proporciona...

Ocurriéronsele a la niña razones de gran fuerza para protestar de aquella bárbara violación de la compostura, del respeto que ella merecía; pero entre la mente y los labios perdiéronse las razones, y cuando quiso buscarlas no parecían... Sólo pronunció entrecortadas voces que eran, empleando un símil guerrero, como migas de pan arrojadas contra un baluarte de granito. La joven siguió su camino temblando, como una brava res cogida y amarrada por potente cazador.

«Eres muy atrevido, Zoilo -dijo, rehaciéndose cuando pasaban de la soledad de la calle de la Torre a la plazuela de Santiago-, y eso no está bien... Te repito que no está bien... Llegaré muy tarde, y me reñirán».

-No hagas caso. Yo soy tu dueño, y no te riño, pues.

-Y a ti te regañará tu padre, si sabe...

-Soy hombre... Mi padre me respetará como yo le respeto a él... Si algo me dice, que estoy casado le responderé.

-Eres atroz, Luchu.

-Soy terrible... Cuando me convenzo de que tengo que ir a un punto, voy. Nada me acobarda... Nadie me domina, y yo domino todo lo que quiero, y más.

-Es mucho decir...

-Más hago que digo... Yo hablo con las acciones.

En esto llegaron a la casa de Gaminde, y él fue tan juicioso que no la detuvo en el portal. «Súbete pronto. Ya sabes que vendré a verte cuando el servicio me lo permita».

-Adiós... No hagas barbaridades. Bastante te has lucido ya.

-Yo no quiero lucirme... Me ejercito; me lo pide el cuerpo... y el alma... Así se hace uno fuerte para lo que venga, Aura. Adiós.

-Adiós... Me subo volando.