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Luchana/XXVI

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XXVI

No desalentó a los bilbaínos la pérdida de los fuertes de Banderas, Capuchinos, San Mamés, Burceña y Luchana; antes bien, creciéndose al castigo, sacaron de sus desventuras nuevas energías para defenderse. Ni la guarnición se acobardaba, ni la Milicia y los vecinos tampoco. Cada cual sostenía su entereza, reforzándola con la alegría, de lo que resultaba una colectiva fuerza irresistible. El 17 de Noviembre fue un día penoso: duró el fuego siete horas, sin ninguna interrupción. Era principal objetivo de los facciosos poner su mano en lo que creían llave de Bilbao, el convento de San Agustín, situado entre el Arenal y el Campo Volantín, al pie de cerros elevados y casi al borde de la ría. Las compañías de Toro, Trujillo y Compostela se portaron heroicamente, secundadas por los milicianos. Los muros del convento se deshacían, se resquebrajaban con el cañoneo enemigo, y abiertos varios boquetes entre la mampostería derrumbada o hecha polvo, intentó el enemigo con empuje el asalto. Un empuje mayor de bayonetas y pechos valerosos, les paraba la acometida. Allí se quedaban hechos trizas parte de los combatientes; pero las piedras de San Agustín continuaban bajo el poder y la insignia de Isabel II.

Sobrevino el 18 un temporal violentísimo del Noroeste, con viento y lluvia; cesó el fuego en San Agustín, ocupándose los sitiados en reparar los destrozos con sacos de tierra. Pero en el centro de la villa, y particularmente en las Siete Calles, cayeron bombas que hicieron estragos en edificios y personas. Amenazaba hundirse la casa de Busturia en Artecalle, y sus habitantes se repartieron en casas de amigos, yendo a parar a la de Arratia dos señoras y un niño. En Goienkale, hoy Calle Somera, casi todos los vecinos se habían bajado a las bodegas y sótanos. La animación era extraordinaria, mezclándose lloros de mujeres con cánticos de muchachos animosos y alegres. Ya escaseaban los víveres, y la relativa abundancia de esta familia iba en socorro de las escaseces de la otra con admirable fraternidad. Corrían entre tanta desolación frases de esperanza, fantasías del patriotismo, centelleos de la fe que nunca se apaga. Espartero recalaba ya en Portugalete con tantísimos miles de hombres, y no tardaría en reventar las líneas carlistas, en apabullar el sombrero de hule del general Eguía y hacerles a todos polvo... Caían bombas aquí y allá; lloraban las nubes; las calles eran lodo, apestando a pólvora. Rojiza claridad siniestra iluminaba la villa. El viento avivaba el fuego, lo esparcía, lo llevaba de una parte a otra. De los sótanos subían los valientes bilbaínos a las techumbres para cortar incendios; andaban por arriba como gatos; descendían negros, ahumados, y en las profundidades de las casas, refugio de los seres débiles, respiraban atmósfera de cuerpos febriles; en las calles pisaban lodo, sangre en las baterías, y si no se volvían locos en noches como aquella era porque sus cerebros se hallaban construidos a prueba de locura, y fortificados por un convencimiento más duro que todos los metales que hay en la Naturaleza.

Amenazada de incendio la casa vecina de la de los Arratias, dispuso Prudencia trasladarse con Negretti a la morada de su amigo Antonio Cirilo de Vildósola, corredor de cambios, en el Portal de Zamudio. Aura y sus amigas las de Busturia se fueron a la casa del Sr. Gaminde, ya del lector conocido, comerciante fuerte, que operaba en bacalao, lanas y otros artículos. En estas idas y venidas, hubo dispersiones. Los hombres no podrían estar en todo, pues atendiendo a la mudanza y trasiego de mujeres, habían de abandonar urgentes trabajos en la batería de las Cujas y en la Cendeja. Prudencia, con las dos señoras de Busturia, encontró a Martín en Bidebarrieta, acompañando a la esposa y niños de Ibarra; se detuvo para decirle: «No sé si Aura habrá llegado a casa de Don Francisco. Iba con Nicolás Ledesma, el organista, y Manuela Echavarri». La tranquilizó Martín, asegurando que la había visto minutos antes con las referidas personas, y con su hermano Zoilo. «Entonces no hay cuidado. Recordarás lo que te encargué -díjole Prudencia aparte-. Vas a cenar donde Gaminde, y allí tendrás a Aura en buena disposición para decirle lo que sabes... Procura ser galán, y deja a un lado la sosería». Observó el muchacho que la ocasión no era muy apropiada para las expansiones amorosas. Algo le había dicho ya por la mañana en su casa y en la de Vildósola, cuando fueron a llevar al tío Ildefonso, y por cierto que no se había mostrado la niña muy complacida de sus indirectas, que indirectas eran, pues a otra cosa no se atrevía. «Eres un santo -le dijo Prudencia-, y a los santos, en cosas de amor, hay que dárselo todo hecho».

Siguieron las de Ibarra hacia la calle del Perro; Prudencia se fue al Portal de Zamudio; poco después entraba Martín en casa de Gaminde, componiendo en su mente una patética explanación de sus puros afectos para espetársela a su prima sin pérdida de tiempo. Por desgracia, había salido Aura con D. Francisco y las chicas de Orbegozo en demanda de la morada de estas, donde acababan de llevar herido a Juanito Orbegozo, de la 2.ª de Milicianos, y a uno de los chicos de Gandásegui. Hubo de renunciar Martín por aquella noche a proseguir su amorosa batalla, porque otras obligaciones le llamaban a la batería de Mallona, donde entraba de servicio. Por el camino se encontró a José Blas de Arana, que le ajustó la cuenta de las bajas de aquel día, añadiendo con acento lastimoso: «Como Espartero no se dé prisa, paréceme que tendremos que dejarnos aquí los huesos». «Si es preciso; si Bilbao lo quiere -dijo Martín-, los dejaremos, y vayan por delante los míos, que para poco sirven».

Pues en medio de tantos desastres tuvieron calma y humor aquellos hombres para celebrar los días de la Reina (19), recorriendo las calles en grupos clamorosos y vitoreándose recíprocamente tropa y milicianos, cual si se hallaran en vísperas del triunfo. Toda la tarde estuvo tocando la música en la batería del Circo, y las canciones enronquecieron las gargantas de muchos. Dios no les dejaba morir de tristeza y desconsuelo, sugiriéndoles cada día nuevas esperanzas. El 26, cuando el fuerte del Desierto anunció con salva de 21 cañonazos que Espartero había entrado en Portugalete, respiró la gloriosa villa por los pulmones y las bocas risueñas de todos sus hijos, cantando victoria, y haciendo befa y escarnio del terrible enemigo. La artillería de este enmudeció, como si lo que anunciaba el cañón del Desierto impusiera pavura en el sitiador embravecido. Pero su silencio era el sordo trabajo preparatorio de la furibunda embestida que pensaban dar al día siguiente 27. Al anochecer del 26, descansaron los carlistas en la firme creencia de hallarse en la víspera del fin. Una noche no más les separaba del premio de su constancia: la rendición de Bilbao.

Cinco días estuvo Aura sin ver a Zoilo, y tres sin saber nada de Martín. Por uno y por otro pasó intranquilidad la familia, y Sabino no hacía más que ir de fuerte en fuerte, interrogando a todo el que encontraba. Acompañole Aura en una de estas excursiones, sin temor al peligro, y al cabo, volviendo del Circo, supieron que Martín no tenía novedad y había pasado a Solocoeche. «Vaya, ya estás tranquila -le dijo su tío-. El chico vive y tú resucitas. Con esa impresionabilidad que te ha dado Dios, parecías muerta de susto y pena».

-Pero aún no debemos alegrarnos, tío: no sabemos nada de Zoiluchu.

-Es verdad; bien comprendo que ese no te llama tanto como Martín; pero también es hijo de Dios, y debemos mirar por él. Aunque parece un tarambana, mi Zoilo vale mucho; a valiente le ganan pocos; tiene su pundonor, y sabe llevar el nombre de la familia. Pero no se igualará a su hermano Martín, pues este es de los que entran pocos en libra. No podrás tú ni nadie señalar una buena cualidad que él no tenga.

Aura no dijo nada, y sintiendo Sabino la necesidad imperiosa de practicar dentro de un recinto sagrado las devociones con que diariamente alimentaba su fe, propuso a la joven entrar en la primera iglesia que hallasen abierta. Por fortuna, en la capilla de la Misericordia estaba el Señor de Manifiesto, y allí se metieron, empleando ambos como una media hora en rezos y meditaciones. Sentose Aura; permaneció Sabino de rodillas larguísimo rato. «He pedido al Señor dos cosas -dijo a su sobrina, tomando al fin asiento junto a ella, todavía con la boca llena de sílabas de rezos-. Primera, que nos conserve la vida del pequeño como nos ha conservado la de su hermano, y que igualmente, ellos y nosotros lleguemos vivos y con salud a la terminación del sitio, sea cual fuere la solución que Su Divina Majestad le dé. Segunda, que me conceda el cumplimiento de un deseo santísimo que me alienta, tocante a Martín y a ti...».

Aura no chistaba. Entráronle súbitas ganas de rezar, y se puso de rodillas, dejando un tanto cortado al buen Sabino. Pero este no se abatía por tan poco; echó también a media voz, en pie, cruzadas las manos, una larga oración; y poco después cuando estuvieron al habla para salir, volvió al ataque. «Comprendo que la cortedad, el pudor, la timidez propia de una doncella pura, no te permitan manifestar tus sentimientos... pero tú quieres a mi hijo, ¿verdad?, tú reconoces en Martín el único marido práctico que te corresponde... ¿verdad?... Confiésamelo, dímelo aquí delante de Jesús Sacramentado».

-¿Qué quiere que le diga? -murmuró Aura con expresión dolorosa-. Que las cualidades de Martín son muy buenas... únicas.

-Eso ya lo sé... dime lo otro; dime que aprecias esas cualidades, y que quieres hacer con las tuyas y las de él un hermoso ramillete de...

No le salía la figura. Sacole de sus apuros retóricos la hermosa doncella, declarando que no quería oír hablar de casorios con Martín ni con nadie, porque estaba resuelta a no casarse más que con...

No acabó. Sabino le quitó la palabra de la boca para poner la suya: «Quien vive de ensueños, hija mía, soñando muere. Tú lo pensarás... No has nacido para vestir imágenes, sino para que a ti te vistan de felicidades. A Martín no le faltan partidos; pero te quiere a ti... Ten compasión, que es la madre del cariño, y este el padre del amor... Conviene que seas práctica, a estilo de todos nosotros; conviene que no mires tanto a lo pasado, pues el que mira mucho atrás, atrás se queda... y el que vive entre fantasmas en fantasma se convierte... o en estatua de sal, como la otra... no me acuerdo cómo se llamaba... En fin, no te digo más, que aquí vienen Doña María Epalza y Juanita».

Dos señoras, madre e hija, que acababan sus prolijos rezos, se les agregaron, y a todas dio agua bendita con sus dedos glaciales el bueno de Sabino. Picotearon un rato en la puerta sobre los desastres del sitio y la escasez de víveres. Ya no había carne, ni aun salada. «Si ese generalote no viene pronto -dijo la señora mayor-, ¡pobre Bilbao!... Pero quieren que perezcamos todos gritando ¡viva Isabel II!, y aquí estamos también las mujeres dispuestas a cumplir el programa».

-Será, señoras mías -manifestó Sabino con fervor terciándose la capa-, lo que disponga el de arriba, que es quien dicta los programas. ¿Qué hemos de hacer más que acatar la Divina voluntad?

-Y la voluntad divina -afirmó la señora menor, viudita joven muy guapa- ordena que Bilbao perezca antes que rendirse.

-No, hija: que ni se rinda ni perezca... pues pereciendo no tiene gracia. Hay que sacar adelante a la niña, a nuestra angélica Reina... ¿No piensa usted lo mismo, Sabino?

-Señora, yo pienso...

En la punta de la lengua tuvo ya el conocido dicho de quien con niños se acuesta... pero se abstuvo de soltarlo, por escrúpulos de lenguaje y respeto a las damas. Propuso la viudita que pues aquel día no tiraban, podían correrse pasito a paso hacia la Cendeja, para ver todo lo que allí habían hecho los nuestros, las defensas magníficas, imponentes, donde se estrellaría el coraje faccioso. Dudaba la señora mayor; manifestó Sabino recelo de andar por tales sitios; pero tan decidida y entusiasta curiosidad mostraron las muchachas, que allá se fueron por toda la calle de Ascao y la de la Esperanza, hasta que ya en el término de esta les estorbaron el paso lo desigual del piso desempedrado, los charcos y lodazales, los montones de escombros. Por encima de un espaldón de tablas, reforzado con fajinas, vieron que asomaba una cabeza desmelenada; la cabeza de un diablo guapísimo, alegre, que llamaba con fuertes voces. Era Zoilo. Aura fue la primera que le vio. «Tío Sabino, mire dónde está ese pillo».

Corrió el padre, corrieron las damas. Alargando su cabeza por encima del tablón todo lo que podía, el miliciano les dijo: «Aura, padre, ¿han visto el letrero que hemos puesto por la parte de afuera de la batería para que lo vean ellos?».

-Ya, ya sabemos -dijo Aura mirándole gozosa-. Una calavera con dos canillas, pintada sobre negro.

-Y un letrero que dice: Tránsito a la muerte, o lo que es lo mismo: que todo el que venga a tomar esta barricada, muere, y que los que la defendemos, aquí estaremos hasta que nos maten.

-Bien, hijo, bien: no hemos visto el letrero; pero nos figuramos lo bonito que será. Dios te la depare buena. No sabíamos de ti.

-Oye, Zoilo -dijo la señora mayor-: ¿está aquí Luisito Bringas, el hijo de mi sobrina, sabes?

-¿Luis el del indiano? Sí, señora. Aquí cerca, en las Cujas está. Hace un rato comimos juntos él y yo.

-Dirasle que a su mamá le supo muy mal que pidiera venir aquí, donde hay tanto peligro, y que no hace más que llorar.

-Ese es de los temerarios, locos, como mi hijo -observó Sabino-. Dios cuida de ellos.

-¡Bravo, Luchu! -exclamó Aura-. ¿Desde cuándo estás aquí?

-Dos días llevo ya. No salgo, no sea que el puesto me quiten.

-¿Por qué no avisaste a casa, hijo? Estábamos con cuidado. Tu prima y yo venimos del Circo y de Mallona, donde hemos preguntado por ti. Dime, ¿no tienes miedo?

-Sí, señor: un miedo tengo, uno solo. Temo que esos cobardes, después de tanto boquear, no nos ataquen mañana, como dicen.

-¡Tránsito a la muerte! -repitió Aura con admiración, sintiendo no ver el lúgubre letrero-. Pero no morirán... Eso se dice...

-Y se hace.

-Vámonos, vámonos... -dijo Sabino-. Este no es sitio para señoras. Zoilo, por si no lo sabes, José María y yo dormimos en casa de Melquiades Echevarri. Vámonos, no sea que...

-¡Si ahora no tiran! Están rezando el rosario.

Al despedirse Sabino tiernamente de su hijo, se le saltaron las lágrimas, y Aura, de verle llorar, lloraba también.

«¡Ay, qué hijos estos! -decía suspirando la señora mayor-. ¡Lo que inventan! ¡Tránsito a la muerte!».

-Es cosa de los de Trujillo, de los de Compostela -indicó la viudita.

-Y de estos, de los nacionales. Todos son unos.

-¡Sangre de chicos, corazones de hombres!

Y Doña María Epalza, con súbito arranque impropio de sus años y de su obesidad, se cuadró, y elevando sus brazos con frenesí convulsivo hacia el tablero por donde asomaban varias cabezas, gritó: «Sí, cachorros de mi tierra. ¡Viva Bilbao, viva Isabel II!».

Se alejaron pisando fango, escombros, astillas... oíanse lejanos disparos de fusilería; por la parte del barranco de San Agustín venía una humareda negra, olor de pólvora... Hasta el convento de la Esperanza fue Aura mirando para atrás para ver los aspavientos que hacía Zoilo, alargando medio cuerpo fuera del espaldón de tablas. La señora mayor, agarrándose a la capa de Sabino, le decía: «¡Ay, me descompuse; me entró como un furor de alegría, de entusiasmo al ver el tesón de esos chicarrones!... No se puede remediar... está en la sangre bilbaína...». Y la señora menor completó el pensamiento con esta frase: «Bilbao muere, pero no se rinde».

-Así sea -dijo Sabino-. Y por encima de todo, la voluntad de Dios... Por de pronto, señora Doña María, hoy tenemos las alubias a veintiséis cuartos, y el bacalao a siete reales... Pero dicen que no importa... No somos nada; el pueblo es todo, y el pueblo dice: «Morir antes que rendirse».

Doña María, que apenas tenía movimiento después del esfuerzo que hizo para engallarse y soltar los furibundos vivas, modificó el concepto: Morir, tal vez; rendirse, nunca.