Luisa de Bustamante o La huérfana española en Inglaterra/Capítulo III

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Capítulo III[editar]

Nueva perspectiva. Suceso desgraciado. Otros amigos

Aunque no satisfechos con las resultas de nuestra expedición, teníamos el consuelo de haber roto de una vez con unas gentes que no eran capaces de hacer feliz a nuestra amiguita. Pero los medios de mantenerla escaseaban, al paso que el verse dependiente de la caridad de otros le era una causa continua de inquietud. No hay duda que nos amaba como si fuésemos sus padres; pero un alma tan noble y elevada como la de Luisa de Bustamante no podía tolerar el que otros se privasen por su causa de lo que pudieran emplear en satisfacer sus deseos. Por probar fortuna, pusimos avisos en los papeles públicos. Tuvimos algunas respuestas, pero hallamos que, por lo general, las gentes quieren obtener las mayores ventajas a costa de otros.

Casi estábamos sin esperanzas, cuando Mister Powell, en cuya casa, desde que Luisa quedó huérfana, había sido tratada como hija propia, volvió un día con semblante alegre diciendo que tenía esperanzas de acomodar a su hija adoptiva de un modo muy favorable a ella, aunque muy penoso para los que tanto la amaban.

Este hombre, excelente y habilísimo médico, había sido llamado a visitar a la señora de una familia escocesa que, no obstante que se hallaba en cinta, tenía que embarcarse dentro de pocos días para Calcuta, en las Indias Orientales. Su marido, el coronel Macdonel, se veía obligado a seguir su regimiento y ni él tenía resolución para dejar a su mujer a tan gran distancia en circunstancias tan críticas, ni ella valor para separarse de su esposo, a quien ardientemente amaba. La señora Macdonel se hallaba indispuesta, y, como Mister Powell tenía fama de poseer un profundo conocimiento de las enfermedades relativas al estado en que se hallaba aquella señora, la había visitado diariamente por más de dos semanas, en cuyo espacio su gran talento y su gran bondad de corazón le habían ganado el de la familia. Habíanle comunicado todas sus circunstancias y, en el discurso de tales conversaciones, le dijeron que habían tratado de llevar consigo una joven bien educada que sirviese de compañera a la señora Macdonel. Nuestro buen médico creyó que oía una voz del cielo y, sin más tardanza, trajo a su Luisita a que viese y fuese vista. No era menester mucho para agradarse mutuamente, pues la señora Macdonel era en extremo amable y entendida, y de Luisa hemos dicho lo bastante para que los lectores crean que su vista y trato cautivaría a cualquiera que pudiese juzgar de su carácter y talentos. Pronto se hicieron amigas. Mas, a pesar de las ventajas visibles que este plan tenía en sí, Luisa sentía una pena mortal en la separación de los amigos que dejaba en Inglaterra, y a nosotros nos quedaba una melancolía inconsolable. Pero, como era por bien de nuestra querida amiga, todo lo llevamos con paciencia.

Varias preparaciones eran necesarias para viaje tan largo y ausencia tan dilatada como esperábamos. Se hicieron con toda la prontitud posible, y, al cabo de quince días, fuimos todos a despedirnos de Luisita a bordo del Madrás, buque de mil trescientas cincuenta toneladas, y uno de los mayores y mejor acondicionados de la Compañía de Indias. Los que no han visto esta clase de buques no pueden concebir una idea clara de la hermosura de su construcción, de la amplitud de las cámaras en que se aposentan los pasajeros, de su limpieza, de la elegancia de los muebles, y del trato que reciben, durante un viaje de cuatro o cinco meses, las familias que toman pasaje en ellos. Cada uno de estos buques, casi más que los navíos de línea, es un pequeño mundo. Familias enteras con varios niños se hallan allí como si estuvieran en una posada grandiosa en tierra. Todas las provisiones son frescas, para lo cual llevan a bordo vacas y carneros, gallinas y otros animales de esta clase. Jamás falta leche para el té y otros varios usos. Cada día se cuece para los pasajeros y oficiales. Los niños y sus ayas tienen comida aparte, y las señoras y caballeros, a no ser en tiempo muy tempestuoso, disfrutan de los placeres de la mesa y de la sociedad como si se hallaran en un palacio. Todo esto apenas basta para aliviar el tedio de una navegación tan larga, especialmente la de Europa a las Indias Orientales, pues, a causa de los vientos constantes de ciertas latitudes, los buques no hacen escala alguna y apenas ven tierra hasta el fin del viaje. De la multitud que estos buques encierran, se podrá formar una idea por la lista de los que iban en el Madrás. Tenía a su bordo 20 oficiales, 344 soldados del Regimiento número 31, 45 mujeres y 66 niños de los soldados, 20 pasajeros y una tripulación de 148 hombres inclusos los oficiales de Marina. En todo, 641 personas.

La magnitud de los preparativos para estos viajes, la esperanza de ver tierras distantes, en que la naturaleza hace alarde de sus más espléndidos tesoros y en que la sociedad humana manifiesta los contrastes más extraordinarios en la variedad de razas, religiones, de usos y costumbres, exaltan la imaginación de los jóvenes al principio del viaje. Pero la melancolía oscurece estos falsos rayos de luz y gravita como una nube sobre los que tienen que dejar lo que más aman en un país conocido y aventurarse en busca de una felicidad incierta a tal distancia que aun el consuelo de recibir cartas se desvanece con el temor de que el día en que la carta se escribió y aquel en que es leída mil acontecimientos funestos pueden haber sobrevenido. Aunque los ingleses, por sus circunstancias marítimas, están familiarizados con la idea de largos y peligrosos viajes, y cada familia es como un nido que queda desierto al punto que los pájaros se han cubierto de plumas, no obstante esto, hasta la gente común se conmueve cuando ve embarcarse tropas y otras gentes que parten para las colonias más distantes, cuales son las Indias Orientales y la Nueva Holanda. No ha mucho que un joven oficial marchaba desde los cuarteles de Chatam a Grenwich, con cerca de doscientos reclutas, a embarcarse para Bombay; por todo el camino, hasta los rústicos que los encontraban se quitaban el sombrero, usando las palabras más expresivas que tiene la lengua inglesa: «Dios os bendiga»; expresiones que, como el oficial mismo lo aseguró, le hacían saltar las lágrimas a los ojos.

Nuestra despedida fue dolorosa. Nuestro afecto a Luisa había crecido en extremo. La señora Christian, la hermana de Mister Powell, este excelente hombre, y yo, todos parecíamos dolientes en el entierro de una prenda querida. Y, en medio de la perspectiva más halagüeña, el corazón nos anunciaba desastres.

Diose al fin la señal para que las cubiertas se despejaran de los que no pertenecían al buque y se dio el último adiós. El majestuoso bajel desplegó sus velas y empezó a surcar las aguas. El grupo de los que se habían despedido a bordo se mantuvo cosa de media hora sobre la orilla, ondeando los pañuelos que apenas podían quitarse de los ojos y mirando atentamente los que ondeaban en respuesta desde el navío. Un torno del río cubrió poco a poco la nave, y los padres, las queridas esposas, los tiernos amigos que le habían confiado sus prendas más preciosas, dando curso a las lágrimas, se dispersaron desconsolados, sin saber si acaso las volverían a estrechar entre sus brazos.

De lo que pasó a bordo del Madrás he recogido las siguientes noticias, ya oyéndolas de boca de varios de los que allí se hallaron, ya por cartas de mi ahijada Luisa de Bustamante.

Un viento favorable había hecho deslizar alegremente al buque por el canal de la Mancha, deleitando a los navegantes con la vista de la costa de Inglaterra, que a la derecha les ofrecía la variedad más hermosa de perspectivas. El lujo y la riqueza de la Gran Bretaña ha adornado aquella costa de modo que, a cada momento, pueblos bellísimos, y aunque no tales en nombre, pero ciertamente en realidad ciudades que se han visto aparecer como por encanto, parecen correr hacia el navegante siguiéndose unas a otras. Yo vi, no ha muchos años, abrir los cimientos de las primeras casas del pueblo llamado San Leonardo (Saint Leonard), cerca de la antigua villa de Hastings. El sitio era falda de uno de los montes que coronan toda aquella costa, y, como tal, escabroso y desierto. Un arquitecto inglés lo habría comprado, con no menor intento que el de construir de un golpe una ciudad espléndida, confiado en el gusto que tienen los ingleses de pasar, unos el verano, otros el invierno, en la costa. Dos años después de haber visto los primeros cimientos de Saint Leonard, pasé dos o tres en la nueva población, que ya presentaba a la vista una multitud de casas bellísimas y, especialmente, un hotel o posada que, visto desde el mar, se pudiera creer que era el palacio de un príncipe.

Como casi todos los que salen para las colonias distantes han pasado algún tiempo en estos pueblos de la costa, no saben cómo saciar sus ojos en ellos entonces que los miran por la última vez. El tiempo, aunque todavía de invierno, pues el Madrás pasó el canal a fines de febrero, era claro y sin lluvia. Hasta el veintitrés, en que nuestros navegantes perdieron de vista a su amada Inglaterra, todos los oficiales, pasajeros y señoras habían pasado la mejor parte del día en el espacioso alcázar del buque, bajando a la cámara sólo para las comidas. Pero el día veintiocho por la tarde se levantó un temporal del sudoeste tan recio que obligó a la nave a dejar su rumbo, sólo atendiendo a su seguridad. Arreció el viento toda la mañana siguiente, y, con gran fatiga de la tripulación, se recogieron todas las velas, quedándose con sola la gavia, reducida por tres andanas de rizos. El día 1.º de marzo, el viento y la marejada eran tan violentos que fue necesario cerrar las portas y correr cuerdas a lo largo del buque para asegurar a los soldados, cuya vida estaba en peligro a cada balance. Estos balances eran en extremo fuertes a causa de un pesadísimo cargamento de balas y bombas que hacían sumergirse el buque hasta esconder las cadenas mayores.

Como ni en las cámaras ni en las bodegas había nada seguro por más aferrado que se hallase, un oficial de Marina, deseando ver si algunos barriles de aguardiente se habían soltado y deshecho golpeando unos con otros, bajó con dos marineros llevando una lámpara de seguridad. Por desgracia, apenas había bajado cuando fue necesario atizar la luz, para lo cual la dieron a otros marineros que estaban en la escotilla. En el entretanto, uno de los barriles empezó a rodar de modo que iba a estrellarse. Quiso el oficial sujetarlo, en tanto que con la otra mano tomaba la lámpara. En su azoramiento, la dejó caer, y, habiéndose al mismo instante estrellado el barril, la división de la cámara en que estaba fue anegada en un momento con el aguardiente, y, al contacto de la luz, se encendió formando una llama que ocupó toda la cubierta inferior. Empezaron unos a dirigir los caños de las bombas hacia el incendio, otros trajeron velas y cobertores mojados, con la intención de ahogarlo. Diose inmediatamente noticia al capitán, y los oficiales de Marina, no menos que los del Ejército, corrieron a asistir en dar las órdenes necesarias.

Por algún tiempo las señoras, que a causa de la tormenta estaban encerradas en la cámara mayor con los niños no supieron el nuevo peligro en que se hallaban. Pero cuando el fuego, extendiéndose al pozo de los cables, empezó a levantar nubes de humo negro y resinoso que salían por todas las escotillas, la consternación fue tan general que sólo los niños más pequeños quedaron ignorantes de su peligro inevitable.

Con una presencia de ánimo extraordinaria, el capitán dio órdenes de que se abriesen las portas y se dejase entrar el agua, porque aunque el peligro de irse a fondo era tan inevitable como el de la explosión del almacén de pólvora, el sumergirse emplearía más tiempo que el volarse, pues alrededor del almacén de pólvora se hallaban muchos barriles de la provisión de agua, y la del mar, que entró al abrir las portas, era en tan gran cantidad que los que habían ejecutado esta operación peligrosa la sentían a la altura de las rodillas en la segunda cubierta. El navío, anegado de esta manera, empezó a cabecear como para hundirse, en tanto que no tenía otro movimiento que el que le daban las olas. Con muchísima dificultad y riesgo se logró el cerrar otra vez las escotillas. Entre cubiertas no quedó nadie, sino los cuerpos de un número considerable de enfermos, mujeres y niños, que no habían podido escapar a la inundación o habían sido sofocados por el humo.

A este tiempo, presentaba la cubierta una escena que apenas puede pintarse. Aglomeradas hacia la popa, y huyendo del humo y calor de la proa, se veían de seiscientas a setecientas personas, muchas de ellas en un estado de total desnudez, como habían escapado de los entrepuentes. Habíase hecho cuanto las circunstancias permitían, y no quedaba más que esperar la muerte en total inacción. En el ardor de una batalla sólo los muy tímidos tienen tiempo de pensar en su propio riesgo, pero, en la situación de estos pobres navegantes, era imposible que la imagen de la muerte no los atemorizase a cada instante. La conducta de cada cual fue según su carácter natural y la educación moral que había recibido. Varias personas, tanto hombres como mujeres, casi enloquecidas por el terror, clamaban, lloraban y se encomendaban al cielo a voces, haciendo votos y plegarias según la religión de cada uno. Pero es de notar que este total abatimiento se vio rarísima vez entre las gentes de educación. La que reciben entre los ingleses las clases superiores (no hablo de la educación que consiste en leer, sino de la que nos acostumbra a pensar y sentir de cierta manera, de la que establece la superioridad de la razón sobre los afectos y sentimientos), esta educación práctica, es generalmente muy buena. Las señoras se acostumbran desde niñas a mirar con desprecio los gritos y aspavientos que son tan comunes entre las mujeres de otros países. Los ejemplos de fortaleza femenil que se vieron a bordo del Madrás podrían honrar las historias de Grecia y Roma. Los testigos de vista aseguran que, en los momentos más terribles de esta gran desgracia, cuando no aparecía ni aun el más remoto indicio de escape, las más de las pasajeras continuaban sentadas, sin ademanes, ni alaridos, las madres abrazando tiernamente a sus hijos, algunos de los cuales eran tan pequeños que no conocían su propio peligro. Con vergüenza de los hombres de valor, se veían algunos de los soldados llenos del más vil temor y algunos de los marineros que se habían dado prisa a emborracharse para no temer la muerte. Un grupo de marineros de verdadero temple inglés se sentaron sobre la parte de la cubierta que correspondía al almacén de pólvora, diciendo tranquilamente que allí estaban seguros de morir con prontitud.

Pero no nos olvidemos de nuestra Luisita. El espíritu que manifestó desde su niñez no se desmintió en esta ocasión terrible. La señora, su amiga, había apenas salido de la cuarentena cuando se embarcó. El delicado infante parecía en los brazos de su madre una tierna flor que, apenas ha despuntado del suelo nativo, es sobrecogida de una furiosa granizada que a cada instante amenaza quebrar su tallo. La desconsolada pero firme madre lo apretaba inadvertidamente al pecho a cada movimiento del buque y a cada bramido del viento. Luisa, los ojos brillantes con las lágrimas que asomaban sin correr por las mejillas, estrechaba con una mano la de su amiga y con la otra parecía querer abrigar al niño y defenderlo del soplo violento y frío del furioso huracán. Más de media hora duró esta penosa incertidumbre entre una muerte que estaba a la vista y la esperanza remotísima de salvamento que la naturaleza mantiene en todos hasta el instante de expirar.

Antes por ocuparse en algo que con la expectación de descubrir algún buque a lo lejos, el capitán mandó a un marinero que subiese a la gavia con el anteojo. Varios de entre los desconsolados pasajeros tuvieron valor de dirigir su vista a donde se había apostado el marinero. Otros no querían dar alas a su esperanza, temiendo el dolor de verla frustrada, y parecían no prestarle la menor atención, aunque, en verdad, tenían el alma concentrada en el oído por saber lo que diría.

¡Oh, cielos! ¡Qué gozo!

-¡Vela a sotavento! -gritó el marinero.

Mientras que los oficiales principales subían a ver el buque que se presentaba en el horizonte, mientras que se averiguaba si el pequeño bajel (un bergantín de doscientas toneladas) podía y quería exponerse al riesgo de dar socorro a un grandísimo navío que estaba para volarse a cada instante, la congoja de los infelices a bordo del Madrás antes se puede concebir que expresar. Hiciéronse las señales de desastre y empezáronse a disparar cañonazos de minuto en minuto para pedir socorro. Mas no pasaron muchos instantes sin que se viera que el bergantín viraba hacia el buque incendiado, pues, como se averiguó después, las nubes de humo que exhalaba habían dado al bergantín anticipada noticia del inminente peligro.

Aquí fue el ver la mezcla de esperanzas y temores que se manifestó a una entre la multitud que la muerte no podía menos de diezmar. El bergantín no podía acercarse por miedo de la explosión del Madrás, que, con más o menos tardanza, era inevitable. Los que habían de escapar tenían que aventurarse poco a poco en los botes del buque. Mas echarlos al agua, en una marejada tan violenta que, cuando las dos embarcaciones se hallaban en los huecos formados a un lado y otro de una hilera de olas, el Cambria (así se llamaba el bergantín) perdía de vista al enorme Madrás, era cosa de mucho riesgo y muy dudoso éxito. Pero, en tales casos, la disciplina militar y naval de los ingleses es incomparable. Un corto número de oficiales basta a contener el ímpetu de una multitud de soldados y marineros. La maniobra de alijar el cutter (el mayor de los tres o cuatro botes de a bordo) se comenzó con el mayor orden y presencia de ánimo. El comandante militar colocó cerca del bote cuatro oficiales con las espadas desnudas, dándoles orden de atravesar a cualquiera que se quisiese arrojar fuera de su turno. Las señoras con sus niños habían de salir primero; después las mujeres de los soldados con sus pequeñuelos, luego los soldados y marineros y, últimamente, los oficiales en orden de funeral, es decir, los de grado inferior precediendo a los de grado superior y dejando a éstos el puesto de mayor peligro.

No se dilató el momento angustioso de colgar el bote en los ganchos del aparejo por medio del cual, cargado con las más de las señoras y sus hijos, con un oficial que lo mandase y un número suficiente de remeros, empezó a descolgarse lentamente hacia las furiosas olas que parecían empeñadas en devorarlo. Para precaver el riesgo de que, trabándose los cables, tomase una dirección vertical y arrojase su animada carga al mar, se pusieron dos marineros experimentados con machetes junto a los cabos principales, con orden de cortarlos si el capitán lo creyese necesario. Embarazóse uno de los motones y, no dejando correr las cuerdas, llegó la proa del cutter a tocar las olas antes de que la popa bajase igualmente; y se vio, con el mayor horror, que las pobres señoras que no estaban, como las más lo habían sido, estivadas bajo los bancos, apenas podían mantenerse sin caer al agua. Si la buena fortuna no hubiera traído una ola furiosa que levantó la proa y, aligerando el aparejo de popa, desenganchó el bote, todos los que estaban en él hubieran perecido en un momento. Los padres, los esposos, que se quedaban en el buque incendiado, miraban la frágil barca subir y descender con las enfurecidas olas como si quisiesen impelerla con sus ojos. Pero la distancia era tal, por miedo del incendio, que el bote tardó veinte minutos en ponerse a la borda de Cambria. Aferrarse a él era imposible sin astillar el bote, combatido como lo estaba por la marejada. Pero había a bordo de treinta a cuarenta mineros, hombres forzudos del condado de Cornwallis, que iban a Méjico empleados por una de las compañías de minas de aquel país. Con la mayor prontitud se colocaron en las cadenas de las jarcias y, sosteniéndose con la mano izquierda, esperaban, confiados en su gran fuerza, que los del bote, valiéndose de la oportunidad de las olas, saltasen hacia ellos. Las pobres mujeres, aun las más tímidas, tenían ánimo para este aventurado salto de que dependía su vida. El primero que se salvó del peligro inminente fue el tierno infante hijo de la señora Macdonald. La última que dejó la peligrosa barca fue nuestra Luisa Bustamante, que, como por milagro, se hallaba en ella. Cómo se salvó del Madrás no se puede pasar en silencio.

Ya iba a alejarse el cutter cuando un joven oficial del Regimiento Treinta y Uno la sacó casi por fuerza de la carroza de la cámara, gritando a los del bote y llamando repetidamente al coronel Macdonald, quien, desconsolado al ver a su mujer y a su hijo en tan inminente riesgo, aunque en vía de salvación, no se movía de a bordo del bajel, de que el bote se iba ya a separar. Macdonald y su esposa, en medio de tan grande confusión y prisa, no habían echado de menos a Luisita o suponían que estaba empaquetada en el fondo del cutter. Al verla expuesta a quedarse en el buque hasta al vuelta del bote, que no sería en menos de tres cuartos de hora, corrió a la joven amiga de su mujer, a quien estimaba como a hija propia y, echándola en cara su tardanza, entre él y el oficial la tomaron en brazos y, valiéndose de la subida del cutter en la cresta de una ola, la dejaron caer en él sobre las espaldas de uno de los remeros. De éstas se deslizó hasta fijarse entre dos de las señoras. Pero tal iba de apretada la infeliz y atemorizada carga que la Sra. Macdonald no supo que tenía a su amiga junto a sí hasta que algunos minutos después oyó su voz.

Pero ¿cuál había sido la causa de la tardanza de Luisa? Muchos habrá que apenas la crean, aunque les puedo asegurar que no es ficción mía.

Al primer agolpamiento de las señoras hacia el bote, Luisita estaba entre ellas. En tanto que otras entraban, una pobre mujer de un soldado se acercó a nuestra hermana tan llena de terror que parecía iba a perecer con su exceso. Sus lamentos, sus exclamaciones, movieron la compasión de Luisita de tal modo que, sin poder contenerse, le dijo:

-¡Pobrecita, no te aflijas; ponte aquí en mi lugar! En la confusión presente sólo se cuentan las personas que han de ir en la primera carga. Yo me esconderé en la carroza, y el cielo te salve de la muerte. Por lo que hace a mí, no la temo.

Diciendo esto, se retiró y, sentada en los escalones de su cámara, sacó un librito que llevaba en la faldriquera y se puso a leer tranquilamente.

Pero, aunque Luisa creía que en el peligro universal nadie se acordaba de ella, su propia modestia la engañaba. Desde el momento que entró en el Madrás hasta el instante presente, un joven oficial irlandés, llamado O'Connor, había fijado los ojos en ella, tan encantado con su gracia, su afabilidad y sus talentos que, si la noche lo separaba del objeto de su admiración, su pensamiento no la dejaba un instante. Las atenciones del joven habían sido notadas de todos, a excepción de Luisa, pues, no teniendo vanidad alguna, creía que si O'Connor se sentaba siempre junto a ella a la mesa era por casualidad y que, si hablaba más con ella que con las otras señoras, era curiosidad nacida de ser ella española.

Sucedió, pues, que en medio del incendio, aunque O'Connor excedió a todos en sus esfuerzos por contenerlo, casi jamás perdió de vista a la hermosa criatura que había encantado su alma entera. La vio, pues, retirarse y dar su puesto a la mujer del soldado y, comprendiendo su generosa intención, dijo lo que pasaba al coronel Macdonald, quien le suplicó (y no fueron menester muchas instancias) que fuese sin tardanza a traerla al bote. El enamorado joven no gastó muchas palabras, pues, tomándola en sus brazos, la puso sobre la cubierta. Luisa, por no hacerse notar, cesó en su resistencia y, dando la mano al oficial, se dejó conducir y echar en el bote, pero no sin susurrar al oído de su libertador:

-Quedo reconocida a Vd.

Palabras que se grabaron al punto en el corazón del joven, de tal modo que sólo la muerte pudo borrarlas.

No nos detendremos en acabar por menor la horrible pintura de la suerte final del navío Madrás y sus habitantes. En la confusión y desorden que se siguió al primer embarque, los cinco botes que quedaban además del cutter se hallaron bien pronto astillados y haciendo tanta agua que sólo podrían servir de llevar al fondo a los que aturdidamente se confiaron a ellos.

El fuego se había adelantado tanto hacia popa que, cuando volvió el cutter y un bote del Cambria, ya era imposible que se atracasen a la banda. En tal estado nadie podía escapar sin exponer su vida, pues el bote tenía que quedarse a cierta distancia de la popa, y no había otro recurso que el de cabalgar sobre el botalón de mesana y deslizarse por dos cuerdas que los del bote procuraban mantener tirantes. Atáronse las mujeres que quedaban dos a dos o con los niños, y los marineros que no se habían entregado a una embriaguez brutal o a una inacción estúpida las descolgaban poco a poco. Pero las olas tenían el bote en continuo movimiento, apartándolo y acercándolo al navío. Las infelices mujeres y más infelices niños se hallaban frecuentemente sumergidos y, aunque los marineros tiraban de las cuerdas, no lo podían hacer tan pronto que evitasen la sofocación de aquellas personas débiles y fatigadas durante tantas horas de frío, de hambre y de terror. Muchos perecieron en esta tentativa. Cerró en tanto la noche, y los oficiales, viendo que sus servicios eran ya inútiles, trataron de salvarse deslizándose al bote. Varios marineros veteranos se echaron a nado de las ventanas de popa y fueron recogidos por sus compañeros. Para que los pudiesen descubrir si caían al agua, los experimentados de tales peligros se ataron pañuelos blancos a la cabeza, y de este modo se salvaron varios. Pero quedaban aún muchos sobre la cubierta del navío, presentando la imagen más dolorosa de la debilidad humana. Poseídos de terror, no había persuasiones que los moviesen a apresurarse sobre el botalón y echarse al bote. Inmóviles y con ojos desencajados, se quedaban en las garras de la muerte por miedo de la muerte misma.

¡Infeliz el hombre que no se acostumbra desde temprano a mirar la muerte con firmeza! ¡Aun más infelices los que, entregados a una superstición arraigada que espera milagros sin hacer nada de su parte, se entregan a lágrimas y plegarias, bebiendo dos veces las más amargas heces del cáliz de la muerte! Actividad y presencia de ánimo son los verdaderos auxilios que la naturaleza nos ofrece contra los infortunios y riesgos extremados a que está expuesta la vida humana. Por desgracia, la mala educación priva a los más de las ventajas que la recta razón nos ofrece. La superstición, en primer lugar, se apodera de la facultad más expuesta a extravíos, que es la imaginación. Al paso que la llena de pinturas sensibles, le presenta por antídotos los remedios más caprichosos. En vez de enseñar a los jóvenes a avergonzarse de su timidez sin límites y acostumbrarlos a mirar frente a frente el peligro, que es el único modo de aminorarlo, los enseñan a levantar clamores al cielo, como si el Ser Supremo se moviese a fuerza de lágrimas y alaridos. La verdadera religión no aprueba estos absurdos. Ella nos dirige a la fuente eterna del bien, ella nos enseña a poner una confianza racional en Dios, que es el único origen de la raza que nos distingue. Pero, al mismo tiempo, nos dice que Dios manda que pongamos en uso las facultades que nos ha dado, por medio de las cuales el hombre debe combatir con las ciegas fuerzas de la naturaleza visible y no postrarse cobardemente en el momento mismo en que los peligros requieren todos sus mayores esfuerzos para vencerlos. No hay duda que el carácter natural tiene grande influjo sobre la miserable pasión del miedo, pero la persona más tímida por naturaleza, bien dirigida desde los primeros años, puede adquirir un valor reflexivo que, en varios respetos, es superior al valor animal. La imaginación es el domicilio del terror. Si esta facultad toma las riendas, la razón tiene que retirarse, abandonándonos a la suerte. Contra este mal gravísimo no hay otro remedio que el de persuadirse habitualmente de que el temor está en estrecha y continua alianza con el riesgo y acostumbrarse a buscar los auxilios naturales que pueden salvarnos. «Ayúdate y Dios te ayudará» es una máxima que jamás debe olvidarse. Lejos de ser una máxima antirreligiosa, está dictada por la religión más pura, que reconoce en los medios que el Cielo ha puesto en nuestras manos la voluntad de Dios de que los usemos. Pedir medios sobrenaturales, abandonando los que poseemos, es un insulto al Autor de nuestra vida.

Antes de pasar a otra cosa, quiero referir la conducta final de los marineros que, como he dicho anteriormente, se sentaron sobre el almacén de pólvora para sentir menos la muerte que les parecía inevitable. Estos valientes continuaron quietos en su puesto por dos o tres horas, pero, como la explosión tardaba, y la cercanía del Cambria les daba algunas esperanzas racionales de vida, de común acuerdo y con el buen humor que casi nunca abandona al buen marinero inglés, se empezaron a desnudar para echarse al agua y nadar hacia el bote, diciendo que, supuesto que la pólvora no se hallaba dispuesta a volarlos, tratarían de ver si el bote haría el favor de recibirlos. Es de notar que estos hombres resueltos escaparon todos con vida.

No así los miserables que, reducidos por el temor a una entera debilidad de alma, se obstinaron en no hacer esfuerzo alguno para dejar el navío. Once horas continuó el fuego devorando varias partes del enorme buque antes de llegar al almacén. A eso de la media noche, se vieron arder los palos del Madrás como antorchas gigantescas que, consumiéndose de un cabo al otro, caían en pedazos encendidos sobre los costados del navío. A las tres de la mañana, la explosión tanto tiempo temida puso término a esta terrible escena. Los que habían conseguido entrar en el Cambria la vieron con terror y agradecimiento. Las astillas encendidas, que el impulso de la pólvora hizo subir a una grande altura, fueron causa de que se salvasen once hombres más. Recobrándose algún tanto de su espanto, vieron cerca del navío una balsa que había sido construida para facilitar la entrada a los botes, y se determinaron a prolongar la vida por algunas horas, aunque sin esperanza de recibir socorro. Echáronse al agua y se aferraron a la balsa, logrando al fin colocarse en ella y separarse suficientemente del navío para no perecer en la explosión que esperaban por instantes. Por su buena fortuna, un pequeño buque inglés vio a distancia considerable los fragmentos encendidos, y el capitán, convencido de que un navío se había volado, movido de sentimientos de humanidad, dirigió su curso a aquel punto, por ver si podía salvar algunas vidas. Y así fue. Recogió once infelices a bordo, que, a no ser por él, hubieran perecido de hambre.

Regocijados como debían estar los que se habían acogido al Cambria, su alegría se hallaba mezclada con temor y con la aflicción de verse en la mayor miseria. Imagínese cuál sería la situación de seiscientas personas encerradas en un buque pequeño, a más de doscientas millas del punto más cercano de Inglaterra y con provisiones sólo para cuarenta o cincuenta. Añádase a esto la gran fatiga que habían sufrido, especialmente las mujeres y niños, en el tránsito del uno al otro buque, medio sumergidos en el agua que casi llenaba los botes, inmóviles los más debajo de los bancos y oprimidos unos contra otros. La bodega del Cambria estaba ahora llena de gentes absolutamente estibadas como si fueran sacos de lana. El vapor que exhalaban sus cuerpos y respiraciones salía por la escotilla como una nube. En la cámara, donde diez o doce no se hallarían muy a sus anchas, se habían encerrado treinta señoras. La cubierta estaba como empedrada de hombres, muchos de ellos tan desnudos como cuando se echaron a nado para salvar sus vidas. Aderezar la comida era imposible, y poco menos lo era el distribuirla. El único modo era darla de mano en mano, bien fuese galleta, bien pedazos de carne salada, que los que tenían estómago capaz de ello devoraban cruda. Si el viento hubiera amenazado o mudado de dirección, la suerte de tantos infelices como se habían creído salvados pocas horas antes hubiera sido mucho más horrorosa que la que los amenazó al principio, pues no podían pasar muchos días sin que los acometiese una mortandad terrible en que los vivos no podrían separarse de los muertos. Pero el vendaval continuaba soplando en popa hacia Inglaterra, y el capitán hombre resuelto, desplegó todo el velamen del buque a riesgo de que el viento se llevase los palos y, de este modo, logró entrar en el puerto de Falmouth a las doce y media de la noche del segundo día después de haber recogido a los náufragos.

No se perdió un momento en dar noticia al comandante militar de aquel pequeño puerto. A pesar de la hora intempestiva y del frío excesivo, no sólo se pusieron en requisición todos los botes del puerto, sino que, despertados que fueron los habitantes del pueblecito por el ruido indispensable para libertar a más de seiscientos infelices de su horrible mazmorra marina, los más acudieron con el mayor celo a dar la asistencia que cada cual podía. Vestidos de todas hechuras y clases, cobertores, camisas y cuanto podía cubrir y abrigar a los náufragos, todo fue puesto en manos de los que dirigían su desembarco. Pero nadie se distinguió tanto por su benevolencia como los llamados quákeros o, más propiamente, los amigos. Esta gente caritativa, no contenta con casi desnudarse a sí propia para vestir a los infelices que la Providencia había traído a sus puertas, las abrió sin tardanza para alojarlos. Lo mismo hicieron los más de los habitantes a proporción de sus medios. Pero la calamidad era tan grande que, a pesar de todos estos esfuerzos, un gran número de individuos se vieron arruinados. El coronel Macdonell fue uno de los que más perdieron. Iba con grandes esperanzas a la India Oriental, pero esta desgracia se las desvaneció. Aunque no quedaba en entera pobreza, las mercancías que había perdido en el Madrás le cargaron de deudas y tuvo que abandonar su viaje por mucho tiempo. Con lágrimas sinceras de una parte y otra, la Sra. Macdonell y Luisa tuvieron que separarse. Pero la casa del buen Powell estaba pronta a recibir a ésta. En ella tomó asilo entretanto que nos empleábamos otra vez en buscarle acomodo.