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Luisa de Bustamante o La huérfana española en Inglaterra/Prólogo

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Bien quisiera yo, amigos lectores españoles, tener la pluma de Cervantes para con ella ganar vuestra benevolencia en favor de la narración que me propongo escribir. Pero, aunque el mismo suelo y cielo vieron nacer al célebre ingenio que ha sido y será por siglos la admiración de Europa y al oscuro individuo que esto escribe, la naturaleza dotó al uno con sus mejores dones y dejó al otro, si no desheredado enteramente, a lo más con un corto patrimonio en la república de las letras. Añádase a esto una ausencia de treinta años que casi lo han hecho extranjero en su patria, y no será difícil conjeturar con qué poca confianza emprende, enfermo y casi moribundo, la composición de una obra en español.

Pronto, me temo, vendrán muchos a preguntarme: ¿por qué la emprendes? A esta pregunta responderé diciendo que la naturaleza es más poderosa que la costumbre y que es ley bien conocida de la condición humana que, a medida que envejecemos, se rejuvenecen las impresiones de la niñez y de los verdes años. Nada, paisanos míos: me empecé a convencer, algunos años ha, que había entrado dentro de los términos de la vejez con el perpetuo revivir que noté en mí de imágenes y memorias españolas. Hasta mis sueños, que por muchos años habían sido, por decirlo así, en mi lengua adoptiva, comenzaron a mezclar con el otro idioma el castellano. Desde entonces he sentido un vivo deseo de probar si el cielo me concedería, en el corto espacio que me puede quedar de vida, la satisfacción de dejar siquiera una obrita a España en que sus hijos hallasen tal cual entretenimiento unido con algún provecho.

Es muy probable que mi última hora me hubiera cogido en medio de estos vagos deseos a no ser por la voz de triunfo que desde los Pirineos vino no ha mucho a despertarme de mi entorpecimiento. Pero apenas oí que el representante de la tiranía, la superstición y la ignorancia había dejado de anublar la atmósfera española con su presencia, cuando el amor de mi suelo nativo se desplegó a la luz de la esperanza, como ciertas flores abren su seno al primer albor del día. La luz de la esperanza, diré, mas no mía. No; el sepulcro está casi cerrado sobre mí, y, aunque no lo estuviere, aunque me hallara en el vigor de mi vida, España no me recibiría sino con condiciones. No diré más. Basta que la esperanza de libertad aparece cada día más y más gloriosa sobre el horizonte español. Esto es suficiente para animarse a las puertas mismas de la muerte. El deseo de hablar por última vez a los españoles parece rebosarme en el pecho. Vedme, pues, aquí cediendo a una especie de inspiración que, si no es delirio, espero me sostendrá en esta, para mí, no pequeña empresa. Mi intento es éste.

La historia de una joven emigrada en Inglaterra, vengan de donde vinieren las noticias de los acontecimientos que han de relatarse, sea cual fuere el verdadero nombre de la heroína, no puede menos de interesar a los españoles que, más dichosos que ella, han podido, durante las tempestades políticas de su patria, quedarse al abrigo de sus hogares. La condición del emigrado, aun en las circunstancias más favorables, es siempre tristísima; cuánto más las de las infelices mujeres, dejadas a la compasión de los extranjeros. Es cierto que no hay nación en el mundo más pronta a socorrer a los infelices que Inglaterra, pero ¿cómo puede la caridad más sincera aliviar las heridas que el corazón recibe en tales calamidades? ¿Cómo puede un corazón hablar a otro en una lengua extraña? Los alivios pecuniarios, escasos a proporción del número de los necesitados, son inevitablemente insuficientes para el acomodo exterior de los fugitivos; ¡cuánto más lo serán para las necesidades del alma, la necesidad de confianza, de sociedad doméstica, de amor sincero! El más ilustre sabio de la Grecia alegó a sus amigos que le ofrecían salvarlo de la muerte, a que una atroz justicia lo había condenado, que prefería morir al prolongado dolor de oírse llamar extranjero todo el resto de su vida; y esto no obstante que el lugar de su refugio distaba muy pocas leguas de Atenas, su patria, no obstante que en él se hablaba con poquísima diferencia la misma lengua. Si este mal fue bastante a aterrorizar a un Sócrates, ¡con cuánta violencia se hará sentir en el alma de una pobre mujer que nunca imaginó tener que alejarse fuera de la sombra de la ciudad o pueblo que la vio nacer! Pero dejemos generalidades. Si no me faltaren enteramente las fuerzas del ingenio, todo esto se verá con más viveza en mi cuento histórico.

Sólo me queda que advertir que, si con los acontecimientos se hallasen mezclados algunas reflexiones que parezcan invectivas contra alguna clase y, mucho más, contra una nación entera, no se deberán tomar en ese sentido. Pasajes de este género no tendrán en mi escrito otro objeto que el de manifestar cómo ciertas circunstancias pervierten a las personas que tal vez se hallan especialmente favorecidas de la fortuna y de quienes se podrían esperar los más preciosos frutos de la virtud. La experiencia de una larga vida me ha convencido de que ni el mal ni el bien se encuentran puros en este mundo. No hay nación tan degradada que no pueda presentar virtudes que le son propias; no hay clase tan pervertida en que no se encuentren individuos dignos de respeto.

Lejos, lejos de mí las pasiones nacionales que se fundan en el orgullo individual, el orgullo que a poca o ninguna costa se celebra a sí mismo con achaque de exaltar la nación a que el panegirista pertenece. Yo infiero que vendrá el día cuando, sin romper los lazos nacionales que hacen a los hombres capaces de gobierno y sin el cual los hombres tendrían poca más unión que los granos de un montón de arena, las varias nacionalidades se respetarán mutuamente, sirviendo de lazos fraternales no de alaridos y armadas hostiles. Después de siglos de guerras encarnizadas entre la Inglaterra y la Francia, el saber y la civilización y, más que todo, el descrecimiento del fanatismo religioso han hecho desaparecer de estas dos grandes naciones la rivalidad personal y el odio y rencor de hombre a hombre. Aun en el país amable y desdichado de Irlanda, en que por desgracia las pasiones religiosas se alimentan de los intereses políticos, aun en Irlanda se suavizan de día en día los furores de partido, y pronto se extinguirían del todo si no fuese por la ambición y el orgullo de los protestantes, que están acostumbrados a mirar a los naturales católicos como una clase de idiotas.

La actividad con que los españoles han cultivado las ciencias y la literatura, aun cuando una guerra cruel devastaba una gran parte de la Península, asegura el aumento de la civilización bajo el dominio de la paz interna y externa que el cielo parece ya inclinado a concederle. Quiera el Dios de paz preservarla en España; pueda la luz de la razón, don supremo de la divina inteligencia, penetrar las almas de los españoles haciéndoles ver que en la unión consiste la fuerza moral que la libertad recién plantada requiere para echar raíces. Acuérdense, sobre todo, de que la verdadera libertad procede del interior del hombre, y que nada meramente exterior puede dársela. Cultiven la inteligencia y no teman la pérdida de la libertad política.

Mas, no sea que el lector empiece a recelar que mi intento es escribir declamaciones, emprenderé mi historia sin más tardanza.