Luz libre

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LUZ LIBRE

Dificil cosa seria sostener que entre la cultura moderna y las leyes de la vida existe correlación armónica.

Mas bien podria llegarse á demostrar que nunca el miedo á la luz ha sido tanto, como en este que se ha dado en llamar siglo de luces.

La verdadera luz está en derrota, ante las imposturas de las luces falsas y mefíticas: la de gas, la de aceite, la de sebo y la de sabiduria.

Entre los establecimientos de ilustración y los salones de lustrar zapatos se acentúa la analogia: se da lustre con tinta.

Como las botas y los arneses flamantes, la inteligencia charolada se impone. No seria ya muy aventurado ir tomando al pie de la letra esa atrevida paradoja, de que un hijo no debe perdonar nunca á su padre el atentado de haberle enseñado á leer.

Huir de la naturaleza parece ser la consigna civilizadora.

Es verdad que en los Colegios se presta ahora atención á los ejercicios físicos; pero estos se reducen al anhelo inglés de rivalizar con los potros en agilidad para cocear.

Los Andes que debian ser el gran gimnasio de la juventud americana, todavia son patrimonio exclusivo de bandoleros y guanacos.

A las generaciones nacientes debía imponerse esa peregrinación anual, como medio único para reconciliarlas con el sol americano y devolver á la sangre de la raza sus remotas claridades. Como en las planchas litográficas, con química de luz solar debia el pais rubricar los corazones.

Las fiestas andinas que los Incas consagraban á la pubertad, debian restablecerse.

El libro nos desarraiga, nos falsifica y nos deforma.

Por ejemplo: Cuando llegamos al Colegio Nacional, con nuestras pupilas aún predispuestas á vivir en cada aurora un siglo y en cada reverberación lunar un infinito, nos invitan á pasar por el curso de Física, verdadera encrucijada en que el profesor nos espera con un puñado de ceniza para cegarnos de por vida.

Y nos dice: El sol dista tantas y la luna tantas miles de leguas de la tierra. Los colores permitidos por la ley son siete. Los demás no hay que verlos. Son prohibidos. Las velocidades de la luz, como las del automovil, están reglamentadas. No puede viajar á más de tantos kilómetros por segundo. La luz que no tenga tal número de vibraciones por segundo, es falsa. La que no pase por estos ó estotros cuerpos, es intrusa. La que sonia de tales modos, no previstos por las leyes de refracción, es delirante. La que no se una con su consabido color complementario, es adúltera. La que al pasar por la pupila humana no diga tal ó cual frase banal, es insurrecta. La que no puede ser vista sino con los ojos bien cerrados y el corazón bien palpitante, esa es bruja loca que antes merecía exorcismos de los frailes y ahora estudio de Psicólogos.

Resultado: Cuando salimos del aula, ¡ciegos ya para siempre! el sol, la luna y los colores del iris, no merecen nuestro asombro: ¡Sabemos lo que son!

Basta abrir el viejo libro de Ganot para curarnos de esas maravillosas inquietudes que sufríamos en la infancia.

De ahí en adelante sigue siendo de mal gusto detener la atención en simplezas de esa laya.

Apenas si de tarde en tarde respondemos á un chico impertinente: Luz? ocaso...? ¿colores... Pavadas: Refracciones! Ether!

¡Prismas! ¡Escalas!

Y sin volver á ocuparnos de observación tan baladí, seguimos los estudios hasta obtener título de dictadores sobre la salud de los cuerpos ó el gobierno de las sociedades ó el itinerario del universo.

Allá en plena agonía—cuando los aletazos de la muerte despejan por un instante los inciensos de la sabiduría — solemos darnos cuenta de que derrochamos una vida sin haber gozado de la luz, es decir, del único deleite que merece el anhelo de vivir una eternidad sobre la tierra.

¿Por qué? Porque la escuela nos había quitado lo que indudablemente debe ser la gracia original: la facultad divina del asombro: esa que en la cuna nos hace cerrar los ojos para vivir siglos de gloria en el primer rayo de sol.

Culpa es de las cuadrillas de pedagogos que andan por ahí porfiando para que nadie llegue á viejo siendo aun niño.

El maestro de escuela es el gran Moloch contemporáneo.

La degollación decretada por Herodes no ha terminado todavía.

Todo esto quiere decir que nuestra civilización combate el divino don de asombro ante la vida, único que podría conducirnos al ideal de poseer en cada miembro de la humanidad un sabio.

No es insensato un niño cuando alarga su manecita para armarse de un reflejo ó cuando porfia por pelizcar la luna, confundiendo esa blancura con la dulce y sabrosa del seno de la madre.

Estúpidos nosotros cuando llegamos á creer seriamente que los planetas distan miles de leguas de nosotros.

Las damos de muy vivos cuando alardeamos de no comulgar con ruedas de molino, y mil veces al día nos metemos íntegro el sol por las pupilas, sin darnos cuenta de que con toda holgura nos hemos devorado al más importante de los mundos, quedando en disposición de devorarnos por la noche la bandeja de la luna, con todo su reguero titilante de bombones y grajeas.

Ese trastorno en la sensibilidad y esa fotofobia reinante, son indudablemente producidos por nuestra prolongada permanencia en las ciudades.

Los techos y los muros de piedra nos aislan del celeste ritmo rutilante.

La luz nos llega contaminada en el vapor opaco de las fiebres humanas, rota por la pizarra de las azoteas y adulterada por el cristal grotesco de las claraboyas turbias.

Es luz muerta y podrida, sin los ardores y melodías indispensables, para que nuestros átomos reciban el mensaje de los astros.

Los corpúsculos solares llegan á nuestros glóbulos sanguíneos, con las alas destrozadas y sin fluidos musicales suficientes para enseñarnos la canción suprema.

La sombra nos herrumbra los nervios.

La nauseabunda luz artificial engendra en nuestro cerebro vegetaciones enfermizas y colonias de larvas ponzoñosas.

Los buhos ominosos del hastío se aposentan en el cráneo.

Los claveles acancerados del sensualismo triunfan allí sobre los lirios del ideal. La cúpula del pensamiento se puebla de vampiros traicioneros; y de lo que debía ser el nido de la alondra, se escapan en vuelo taciturno las mariposas negras del terror.

Bañarse el espíritu en luz de las ciudades, es como bañarse el cuerpo en estanques de agua sucia.

A fuerza de vivir en la penumbra, los ojos llegan á ser tan insensibles como esos de cristal que nos sonríen con estupidez de piedra en el muestrario de los oculistas.

Así se explica uno el que se tope de repente con personas muy ilustres, cuya sensibidad es un verdadero calabozo. Si uno se les asoma por las pupilas, tiene que retroceder horrorizado ante el soplo de fiemo con que la tiniebla de su pecho nos insulta.

La neuralgia facial que acomete á ciertos señoritos á la moda, cuando reciben una dosis de sol libre en la cabeza, es explicable: son los mordiscos de las sabandijas cerebrales en apuro de fuga ante la luz.

La decadencia de nuestra energia, se debe en gran parte al abandono de los cultos solares.

El cristianismo nos ha hecho doblegar demasiado la cabeza.

En cambio de la tradición araucana, de pedir gracia al dios Pillan, al gran sol, en la cima de la montaña, hemos aprendido á rezar de rodillas en la penumbra de los templos.

Al himno triunfal de las «vírgenes del sol» en las mecetas de los Andes, corresponde hoy el coro gemebundo de novicias esterilizadas en la sospechosa obscuridad de los conventos.

El íntimo parentesco sudamericano con el Dionyso griego ya no existe.

Nuestra juventud todavia sufre doblegada bajo los cintarazos deprimentes de Cortés y de Pizarro. Desde entonces vivimos sin comunicación directa con el Sol.

En tanto que las iglesias importadas rebosan de fieles macilentos, en nuestra gran cordillera ya no se envían besos ni se saluda con desnudeces, flores y esmeraldas al Dios.

Nuestros caciques ya no se cubren de oro en polvo para su inmersión sagrada en las agunas; pero nuestros caudillos se hunden con monedas y todo en la cloaca electoral.

Y así salen!

A los niños se les engaña cuando se atrewen á mirar al sol bien frente á frente; y en cambio á todo espíritu en desgracia se le cuore de crespones.

Cualquiera sin nuestras preocupaciones supondria, que si al moribundo se le confia en cuarto obscuro, es para que no le sea an dolorosa la transición á la sombra de la muerte. Y no es así: Tal barbaridad se hace, porque se ha convenido en suponer que el lor debe estar siempre aislado de la luz, Siendo ésta al contrario el único lazo que tenemos con las radiaciones de la vida.

No es extraño que á un enfermo se le recluya en la tiniebla de la alcoba, y se le consterne con bolsas de oxígeno y negrura de sotanas, cuando luego, estando ya indefen so, se comete el incalificable abuso de emparedarlo por siempre en un sepulcro—diz que porque está muerto y huele mal—como si la sociedad no estuviese colmada de muertos ambulantes y de vivos mal olientes.

Siquiera la cremación cadavérica es misericordiosa y más alegre: Con mortajas ágiles de púrpura, despedido por nuestro carnal chisporroteo, se embarca uno en cualquiera góndola de aire, con rumbo al Sol y escala en las estrellas.

Tal lobreguéz en nuestra manera de pensar y de sentir, está indicando que nuestras comunicaciones con la luz están destruidas.

Vuelven los tiempos en que para sentir hondo y pensar alto es preciso un periodo de vida solitaria en el desierto.

Las Universidades bulliciosas tienen que ceder su misión á las ermitas.

El regreso á la montaña se impone.

El bastón de los pisaverdes y doctores debe restituir su predominio al bordón del peregrino.

A pesar de los kistes hidatídicos, va siendo preferible la compañía de los perritos de San Roque, á la de ciertos amigos de más contagiosa virulencia.

Tebaidas, las tenemos de sobra. Nuestra cordillera permanece solitaria, á pesar de sus escalas de alabastro para conducirnos á planicies que son verdaderos vestíbulos del Sol.

A poco avanzar en esas soledades nuestras pupilas principian á recobrar su primitivo don de asombro.

La brisa nos arranca el lente artificial incrustado por la escuela. La obsesión de lineas cómicas y rampantes, se desvanece en contemplaciones de curvas soberanas, cuyo dibujo restablece el pensamiento á órbitas de amplitud indefinible.

Las líneas rectas no fatigan, porque cualquiera de sus extremos conduce la mirada con ágil suavidad al infinito. Las sinuosidades no evocan recuerdos de reptiles fugitivos, sino de majestuoso ritmo de astros.

El corazón no se siente palpitar con timi deces de conejo agazapado, sino con impulso de corcel rijoso.

A medida que la pupila se va purificando, el aire va descubriendo su profundidad maravillosa.

Las distancia entre el cerebro y el sol desaparece, porque cada hilo de luz llega templado con las vibraciones de su origen, y al penetrar en las arterias, bruñe los cristales de la sangre, y de cada glóbulo hace un prisma donde quiebra iris sutiles y ricos en matices indecibles.

Esa luz así descompuesta inicia la retina en la visión de un mundo interno, donde cada átomo de aire estalla como cristalina bomba de colores, y donde cada chispazo de la idea que nace relampaguea entre la red nerviosa, como el rayo en una selva.

El mundo de la línea se multiplica inmensamente, porque en vez de percibir tan sólo los contornos de los cuerpos opacos, la vista descubre los perfiles movibles de las ráfagas de aire, y el juego infinito de los lampos solares entre las flexibilidades femeniles de la humedad flotante en suspensión.

La misma sombra nos sorprende, con su mundo de tonos superpuestos y su riqueza de claridades latentes.

En la vida interior también cumple la luz fenómenos de purificación profunda: Como las flores y las frutas bajo los rayos caniculares, el pensamiento se aterciopela, se tiñe de matices nítidos, cada uno con la temperatura, el significado y el aroma que le corresponde en la correlación de las escalas.

Como las aves del trópico, las ideas coloran su plumaje con pétalos de flores y jugos de racimos, hasta que ebrias de perfume, compenetradas de nectar y maduras para el canto, en ellas se cumple el desborde armonioso del gorjeo.

Esa gota de miel que todo rayo de luz filtra en el pecho, cuaja entre la sangre sus prismas azucarados, y es en estos donde se reflejan las estrellas y donde bruñe la bondad sus perlas, y donde las chispas de la alegria brillan en ritmos floridos y electrizan los timbres de la risa.

Entre los iris atmosféricos y los metales sanguíneos, se establece un cambio de refle Jos, que por cada pulsación ofrecen un deslumbramiento espiritual.

Es entonces cuando se dá uno cuenta de que para el hombre de pupila pura y alma blanca, hay en la vida tantos paisajes diferentes, como número de saltos le haya dado el corazón.

Y para recuperar esas virtudes eximias, no hay como despertar del ensueño babilónico, y restregándonos los párpados como los niños cuando saltan del lecho, irnos á los Andes, no solo á ver sino á respirar luz primitiva y á tender el alma al sol sobre los ventisqueros ó las fresas, ni más ni menos que si se tratara de cualquier trapo campestre.

La vida intensa es facil, pero hacer cosas fáciles se va haciendo dificil.