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Más frutos gloriosos

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Escritos de juventud
Más frutos gloriosos

de José María de Pereda

La tarea del señor Súñer y Capdevila no concluyó en las Cortes con sus discursos tristemente célebres.

El grito de indignación de la España, católica que respondió a ellos no acabó con el blasfemo: no hizo más que aturdirle.

Las víboras no mueren generalmente a los primeros pisotones, y es muy común verlas levantar la cabeza en la agonía para destilar el veneno que les queda sobre el primer objeto que hallan a sus alcances.

Aunque parezca mentira, en la Prensa llamada española ha habido un periódico que ha ofrecido terreno y sostén para las postrimerías ponzoñosas de ese viborezno catalán.

La Igualdad es el periódico a que aludo, y bueno es que se sepa, para que nadie le dispute en buena ley la gloria que le cabe en la empresa del constituyente ateo.

El objeto primordial de la serie de cartas que éste viene publicando en aquel diario se explica bien en las siguientes palabras que constan al principio de la primera:

«Uno de mis mayores gustos es no cejar un punto en la guerra a muerte que tengo declarada a Dios».

En esta manifestación hay algo que espanta y mucho que hace reír.

Espanta la impunidad con que se blasfema a la faz de la conciencia española, y es risible hasta el ridículo la osadía del desdichado constituyente.

Pero del hombre que así se expresa, después de conocer el éxito de sus discursos en la Cámara, hay derecho a esperar algo extraordinario en lo que se propone discutir: su habilidad, ya que no su inteligencia, debe estar a la altura de su atrevimiento.

Pues he aquí las pruebas más fuertes que aduce en apoyo de su tesis cuando entra en materia: «Mateo y Lucas -dice- narran este hecho (la concepción milagrosa de la Virgen); pero ni Marcos ni Juan hablan de él una palabra».

Esta peregrina manera de argüir no tiene ni siquiera el mérito de la novedad, porque es ya muy viejo el cuento de aquel reo que, diciéndole el juez que el hurto de que se le acusaba estaba comprobado con la declaración de diez personas que lo habían presenciado, respondió: «Contra esos diez que me han visto, señor juez, puedo yo presentar diez mil que no me vieron».

Y por si aquella razón fuera poco convincente, la amplifica en estos términos:

«Me importa poco lo que digan Mateo y Lucas...; me importa la alusión que creéis encontrar en las palabras de Isaías -si queréis, os doy toda la Biblia-; me importa poco vuestra afirmación y la afirmación de todos los católicos habidos y por haber».

Es decir, lo dijo Capdevila, y basta...

¿Y cómo dudar de la autoridad de un hombre que habla de la cosmogonía china y cita a Loni Tru, y Chao-Hao, y a Hon-Su?

Pero, en esta erudición y todo, Capdevila se anticipa a la réplica de los católicos y supone que le dicen: «Esa concepción que te sorprende y niegas porque se opone a las leyes de la naturaleza que tú has estudiado como médico, en el cuerpo humano es posible y verdadera, como obra que fue del único Dios que puede cambiar cuando le plazca las leyes del Universo».

Por lo visto, Súñer no es hombre que gusta de abusar de las armas invencibles que posee. Admírese ahora su respuesta:

«Yo os probaré que vuestro Dios es una quimera. Por de pronto, os anuncio que los milagros no caben en la ciencia, esto es, en la sana razón..., y ese milagro a que aludís no se explica en ninguna cátedra ni en ningún libro de Tocología».

Aquí hace punto, sin dar más luz, y continúa echando el resto:

«Yo estoy por lo real, y vosotros por lo imaginario; yo, por la física; vosotros, por la metafísica... Entre nosotros no hay conciliación posible, porque vosotros partís del milagro, del poder de Dios, y yo parto de la fatalidad».

Y de aquí que, sin querer, ha demostrado otra vez más el cínico ateo, no lo que se proponía, que eso no está para sus fuerzas, sino que cuando la soberbia humana más se hincha se hace más pequeña.

Capdevila declara que tiene a mengua conceder que hay una inteligencia superior a la suya, capaz de crear lo que él mismo, después de estudiarlo toda la vida como médico, no ha podido comprender ni siquiera en las leyes por que se rige, y a renglón seguido se hace esclavo y adorador absurdo de la casualidad; viene el debate con ánimo de derribar de un linternazo la fe de diecinueve siglos, y confiesa al primer golpe que él y sus adversarios están separados por un abismo que hará imposible siempre el que se entiendan unos y otros.

Entonces, ¿para qué la discusión, si la discusión es la luz?

¡Ah! Quizá para lo que tantas otras que vienen ilustrando a la ignorancia desde septiembre acá.

«Para los hombres que creen por convencimiento -pensaría Capdevila-, cuanto yo pueda decir es poco; para los sabios que no creen y me admiran y han de seguirme, me sobra la mitad de lo que he dicho».

Todo lo cual no impide al desdichado catalán alardear de bondadoso y antisanguinario, como si sólo fuera cruel el hombre que mata a otro con un puñal; como si no mereciera la cadena del presidiario más el que roba la paz del alma que el que arranca la vida al cuerpo.

Pero si estas declaraciones no sirven para seducir a los cautos, prueban más y más que Súñer y Capdevila no es, por dondequiera que se le mire, otra cosa que una vulgaridad miserable que ha elegido la blasfemia y el escándalo por arma para hacerse célebre, como a imitación de otro racionalista francés de triste memoria, pudo en haber dado en comerse arañas crudas en salones y corrillos; un loco que se entretiene en escupir al cielo, sin reparar en que le mancha el rostro su propia saliva...

Me equivoco: esa saliva y otras como ella afrentan, más que a los que lo, arrojan, a los patricios ilustres que han hecho de España un corral inmundo para que le escupan impunemente hombres como Súñer y Capdevila.



(De El Tío Cayetano, núm. 30.)

13 de junio de 1869.