Madrid (Miguel Hernández)
De entre las piedras, la encina y el haya,
de entre un follaje de hueso ligero
surte un acero que no se desmaya:
surte un acero.
Una ciudad dedicada a la brisa,
ante las malas pasiones despiertas
abre sus puertas como una sonrisa:
cierra sus puertas.
Un ansia verde y un odio dorado
arde en el seno de aquellas paredes.
Contra la sombra, la luz ha cerrado
todas sus redes.
Esta ciudad no se aplaca con fuego,
este laurel con rencor no se tala.
Este rosal sin ventura, este espliego
júbilo exhala.
Puerta cerrada, taberna encendida:
nadie encarcela sus libres licores.
Atravesada del hambre y la vida,
sigue en sus flores.
Niños igual que agujeros resecos,
hacen vibrar un calor de ira pura
junto a mujeres que son filos y ecos
hacia una hondura.
Lóbregos hombres, radiantes barrancos
con la amenaza de ser más profundos.
Entre sus dientes serenos y blancos
luchan dos mundos.
Una sonrisa que va esperanzada
desde el principio del alma a la boca,
pinta de rojo feliz tu fachada,
gran ciudad loca.
Esa sonrisa jamás anochece:
y es matutina con tanto heroísmo,
que en las tinieblas azulmente crece
como un abismo.
No han de saltarle lo triste y lo blando:
de labio a labio imponente y seguro
salta una loca guitarra clamando
por su futuro.
Desfallecer ... Pero el toro es bastante.
Su corazón, sufrimiento, no agotas.
Y retrocede la luna menguante
de las derrotas.
Sólo te nutre tu vívida esencia.
Duermes al borde del hoyo y la espada.
Eres mi casa, Madrid: mi existencia,
¡qué atravesada!