Madrid a la luna: 03

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Madrid a la luna de Ramón de Mesonero Romanos
III - El sereno

III - El sereno


No se puede negar que la persona de un sereno considerada poéticamente tiene algo de ideal y romancesco, que no es de despreciar en nuestro prosaico, material y positivo Madrid, tan desnudo de edad media, de góticos monumentos y de ruinas sublimes.

Un hombre que, sobreviniendo al sueño de la población, está encargado de conservar su sosiego, de vigilar su seguridad, de conjurar sus peligros, tiene algo de notable y heroico, que no hubieran desdeñado Walter Scott ni Byron si hubieran vivido entre nosotros. Dejemos a un lado el mezquino interés que sin duda le mueve a abrazar tan importante misión; no por ser recompensado con otro más alto, deja de ser noble la tarea del defensor armado de la seguridad del país; la del abogado, escudo de la inocencia; la del público funcionario, autorizado servidor de los intereses del pueblo.

Cuando todo el vecindario, abandonando sus respectivas tareas, entrega sus cansados miembros al necesario reposo; cuando los gobernantes abandonan por algunas horas el peso de su autoridad, y los gobernados buscan en el recinto de sus hogares el grato premio de sus fatigas, el uso positivo de sus más halagüeños derechos, el sereno abandona su modesta mansión, y se arranca a los brazos de su esposa y de sus hijos (que también es padre y esposo), viste su morena túnica, endurecida por los vientos y la escarcha, toma su temible lanzón, cuelga a la punta el luciente farolillo y sale a las calles ahuyentando con su vista a los malvados, que le temen como al grito de su conciencia, como al espejo de sus delitos y acusador infatigable de la ley.

Durante su monótono paseo, ora reconoce una puerta que los vecinos dejaron mal cerrada, y les llama para advertirles del peligro; ora sosiega una quimera de gentes de mal vivir, rezagadas a la puerta de una taberna; ya impide con su oportuna llegada la atrevida tentativa de un ratero, y salva y acompaña hasta su casa al miserable transeúnte a quien asaltó; ya presta su formidable apoyo al bastón de la autoridad para descubrir un garito o proceder a una importante captura. Noblemente desinteresado en medio de tan variadas escenas, deja gozar de su reposo al descuidado vecino, sin exigirle siquiera el reconocimiento por el peligro de que le ha libertado, por el servicio que acaba de prestarle sin su noticia; y cuando todavía en su austero semblante se notan las señales del combate que acaba de sostener, o de la tempestuosa escena que acaba de presenciar, alza sus ojos al cielo, mira la luna, muda, quieta, impasible, como su imaginación; presta el atento oído al reloj que da la hora, y rompe el viento con su voz, exclamando tranquila y reposadamente: ¡La una menos cuarto! y... sereno.