Madrid a la luna: 05
En este mismo instante empezaba a nuestra espalda otra escena, que a juzgar por la cobertura, no podía menos de ser brillante y divertida. Una escogida orquesta de cencerros y esquilones, almireces y regaderas, obligada de periódicos bemoles producidos por aquel instrumento grosero, hasta en el nombre, formaba un estrépito original y extravagante que contrastaba singularmente con el silencio anterior. Semejante modo de hablar simbólico tiene esto de bueno, que expresa rápidamente, y no da lugar a dudas o interpretaciones. Así que luego que oímos el sonido del cencerro, no dudamos que aquello podía ser una cencerrada, y al escuchar los fúnebres acordes de la Lira de Medellín, luego nos figuramos que se trataba de boda o cosa tal.
Éralo en verdad; y los malignos felicitantes dirigían aquel agasajo a un honrado tabernero que en aquel día acababa de trocar sus doce lustros de vida y cuatro de viudez, con una calcetera también viuda, también vieja, y también honrada; determinación heroica y altamente social, que en vez de ser recompensada con tiernos epitalamios y coronas de laurel, celebraban sus amigos con aquella algazara que es ya de estilo para el que vuelve a encender segunda vez la antorcha del himeneo.
Un sentimiento de piedad, que sin duda produjo en Alfonso el recuerdo de su esposa, le movió a proteger la inviolabilidad de aquel primer sueño conyugal, y a disipar aquella tormenta que por los menos tendía a interrumpirle por largo rato. Consiguiólo en efecto, gracias a su persuasiva autoridad, y luego que vio desamparada la calle, no pudo resistir un movimiento de orgullo, dando a conocer al tendero el servicio que acababa de dispensarle, y exclamó: ¡Las dos y media! y... sereno.
«Gracias, amigo» -dijo a este tiempo una aguardentosa voz, escapada de una como cabeza que asomó envuelta en un gorro como verde por el ventanillo de la tienda. Y tras esto una mano amiga pasó por el mismo conducto un vaso de Cariñena que hizo regocijar al buen Alfonso, el defensor del orden público y de los derechos conyugales.
Nuevos y nuevos sucesos exigían en aquel momento nuestra franca cooperación. Una mujer desgreñada y frenética atravesaba la calle para rogarnos que fuésemos a la parroquia a pedir la extremaunción para su hijo... y por el opuesto lado un hombre, sin sombrero y sin corbata, nos acometía, empeñándonos a acompañarle para ir a casa del comadrón a rogarle que viniera a ejercer su ministerio cerca de su esposa. Fue, pues, preciso dividirnos tan importantes funciones; el compañero marchó con la mujer a la parroquia, y yo a casa del comadrón con el marido. Y al volver a encontrarnos, el uno con el nuncio de la vida, y el otro con el ángel de la muerte, no sé lo que pensaría Alfonso; pero yo de mí sé decir que me ocurrieron reflexiones que acaso no dirían mal aquí.
Una sola calle en todo el cuartel no habíamos visitado en toda la noche, negándose constantemente Alfonso a entrar en ella, no sin excitar mi natural curiosidad. Pero en fin, instado por mí, y sin duda conociendo que ya podría ser hora oportuna, penetramos en su recinto, y luego conocí la causa misteriosa de aquella reserva. Érase un apuesto galán embozado hasta las cejas, y tan profundamente distraído en sabrosa plática con un bulto blanco que asomaba a un balcón, que no echó de ver nuestra llegada, hasta que ya inmediatos a él, Alfonso tosió varias veces, y acercándose el preocupado galán: «Buenas noches, señorito.» -¿Cómo? ¿pues qué hora es? -Las tres y media acaban de dar. -Un profundo suspiro, que tuvo luego su eco en el balcón, fue la única respuesta. Y el bulto blanco desapareció, y la misteriosa capa también.
Al llegar aquí no pude menos de respetar en Alfonso el dios tutelar de aquel misterio, y comparando esta escena con la anterior, eché de ver que entre la vida y la muerte hay todavía en este mundo alguna cosa interesante y placentera.
Patética iba estando mi imaginación, sin que bastase a distraerla el sabroso diálogo que poco después entablamos con un hombre que yacía tendido en medio de la calle; el cual, inspirado por el influjo del mosto que encerraba en su interior, se soñaba feliz en brazos de su esposa, y dirigía sus caricias al inmediato guarda-cantón; asunto eminentemente clásico, y digno de la lira de Anacreonte.
En esto un perro ladró, y luego ladraron dos perros, y después cuatro, y en seguida diez, y por último ladraron todos los perros del barrio, y Alfonso exclamó con alegría: -«Ya viene Colás, y el día no puede tardar tampoco.» -¿Y quién era (exclamarán sin duda mis lectores) este anuncio del sol, este héroe matinal, a quien aclamaban en coro todos los cuadrúpedos vivientes? -¿Ahí que no es nada!... Era Colás, el investigador de misterios escondidos entre el polvo y la inmundicia, el descubridor de ignoradas bellezas, químico analizador de la materia; sustancia que se adhiere a las sustancias de valor; disolvente metal que sabe separar el oro de la liga y vengar con su ciencia la injusticia de la escoba. Armado con su gancho protector, recorre sucesivamente los depósitos que los vecinos han colocado a sus puertas, y busca su subsistencia en aquellos desperdicios que los demás hombres consideran por inútiles y arrojadizos. Y como la raza canina cuenta también con aquellos mismos desperdicios como base de su existencia, y la ley (¡injusta ley al fin hecha por los hombres!) ha investido al trapero de una autoridad perseguidora hacia aquella clase, no hay que extrañarse del natural encono con que le miran, ni que las víctimas saluden a su paso al sacrificador, con aquel interés con que lo harían si él fuera ministro de Hacienda, y ellos fueran los contribuyentes.
En sabrosa plática departían Alfonso y Colás sus mutuos sentimientos, entre tanto que yo, apoyado en una esquina, saboreaba las consideraciones que me inspiraba aquella escena, y ya me disponía a abandonarla y a despojarme de mi misterioso disfraz, cuando el sonido de una campana extraña llamó rápidamente la atención de Alfonso, que con el mayor interés interrumpe su diálogo: aplica el oído, cuenta uno, dos, cuatro, cinco golpes: y exclama... ¡Las cuatro menos cuarto!... y ¡fuego en la parroquia de Santa Cruz!
Inmediatamente corren precipitados todos los serenos; cuáles a avisar a los obreros, cuáles a reunir a los aguadores de las fuentes; éstos a acompañar las bombas, aquéllos a dar aviso a la autoridad. En un momento las calles se pueblan de gentes que corren hacia el sitio del incendio; los carros de las mangas parten precipitados para alcanzar el premio de la que llega primero; cruzan las ordenanzas de los puestos militares; aparecen las autoridades con sus rondas; y unos y otros refluyen por distintos puntos al sitio del incendio. Esta escena era majestuosa e imponente: iluminada de un lado por los últimos rayos de la luna, de otro por el lúgubre resplandor de las llamas; animada por un conjunto numeroso de operarios que acudían a hacer trabajar las máquinas, a extraer las personas y muebles, a cortar el progreso del incendio, ofrecía un golpe de vista por manera interesante y animado.
No faltaban en verdad sus grotescos episodios; no faltaba manga que exhalaba su respiración por un lado, dirigiendo su benéfico raudal a la pared de en frente, no sin grave compromiso de los curiosos vecinos que campeaban en los balcones; no faltaba hombre aturdido que para salvar de las llamas un precioso reloj, lo arrojaba violentamente por el balcón; ni quien propusiera apagar el fuego a cañonazos; ni quien derribar una casa inmediata para ponerla a cubierto de todo temor.
Pero el celo era grande; la filantropía de la mayor parte de los operarios, digna del más cumplido elogio. Los serenos, colocados en semicírculo delante de la casa incendiada, custodiaban los efectos; las patrullas dispersaban a la parte innecesaria de la concurrencia; los vecinos prestaban sus casas a los infelices, víctimas de aquella catástrofe; la autoridad procuraba regularizar los movimientos de todos y dirigirlos al fin común. Por último, después de un largo rato de inútiles tentativas pudo llegar a cortarse el vuelo de las llamas; y sucesivamente todo fue entrando en el orden, hasta que ya disipado el peligro, cada uno pensó en retirarse a descansar.
Los cantos de las aves anunciaban ya la próxima aparición de la aurora; las puertas de la capital daban entrada a los aldeanos que acudían a proveer los mercados; las tiendas de aguardiente se entreabrían ya para ofrecer su alborada a los mozos compradores; los ancianos piadosos seguían el misterioso son de la lejana campana que anunciaba la primera misa; y los honrados guardas nocturnos iban desapareciendo y apagando sus ya inútiles faroles.
Alfonso a este tiempo hizo alto delante de una modesta habitación, y con mayor alegría que en el resto de la noche exclamó: ¡Las cinco en punto! y...
«Ya bajo» -le contestó desde la buhardilla una voz que supuse desde luego ser la de su cara mitad.
Conocí que era llegado el momento de separarnos; entreguele chuzo y capotón, y restituido a mi forma primera, volví a ser actor en un drama agitado, del que toda la noche había sido sereno e indiferente espectador.