Maestros de barrio

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​Maestros de barrio​ de Joaquín Díaz Garcés


El inmenso entusiasmo con que la humanidad recibió la invención del aeroplano no ha igualado, por cierto, el que acogió el descubrimiento de la rueda.

Yo me figuro a ese hombre primitivo y perezoso, a quien la tribu despreciaba por su inutilidad, meditabundo, en la rama de un árbol disputándoles las nueces a los monos y viendo llegar a sus compañeros arrastrando por el suelo, sobre enormes ramas y troncos, las piedras para construir la casa y los venados muertos para acumular charqui para el invierno. Me lo figuro sonriendo con ironía de todo ese trabajo mal aprovechado y dándose esa palmada en la frente que ha precedido toda invención. Tal vez un día se marchó solo con un hacha al hombro, y volvió como un triunfador precediendo una verdadera carreta de burdas ruedas hechas de una sola pieza -como torrejas de troncos- tirada por un buey, o, si se quiere, por un toro. ¡Qué locura sería la de la tribu!

Pues bien, yo espero igual frenesí para celebrar el descubrimiento que nos permita darnos baños calientes bajo techo, con oprimir una sola vez el timbre eléctrico o dar vueltas al conmutador o arrojar un comprimido a la tina. Porque la humanidad, principalmente la humanidad santiaguina, es esclava de un reducido grupo de hombres de perversas inclinaciones y de infinita torpeza, que se dan a sí mismos el nombre de gásfiters, y no podrá prescindir del tributo de dinero y de salud que ellos le extorsionan mientras exista el calentador automático de baño llamado cálifon, sea de tipo cilíndrico o cúbico, de níquel o de cobre, de mármol o de celuloide o de papel mascado o de... cualquiera cosa.

Pero no precipitemos los acontecimientos. Hagamos un poco de historia. El origen del calentador de baños se pierde en la noche de los tiempos. Tubalcaín, que, según el Libro Santo, inventó la corneta-pistón y utilizó de diversas maneras el bronce, no soñó siquiera en esta máquina que sobre una consola, en un rincón de los hogares, trama tranquilamente nuestra ruina. Los hombres dejaban entonces al calor solar el cuidado de entibiarles el agua. Aun nosotros hemos visto, en el patio interior de las viejas casas, una tina de latón colocada bajo los rayos directos del sol y las miradas cálidas de la cocinera, preparada para el baño anual del dueño de casa. Pero también hemos conocido el sistema que siguió inmediatamente al aprovechamiento del Astro Rey -como llaman los poetas al sol cuando necesitan de tres sílabas que no los comprometan a nada-, y era el famoso calentador a carbón que tenía la apariencia de un barco de guerra y provocó en la infancia soñadora muchas vocaciones de marinos. Era un aparato de latón que fabricaba en cada hojalatería un maestro cualquiera, compuesto de un cañón chato y grueso para introducir el combustible y de otro más largo y estrecho para ventilar el interior. La máquina nadaba en el agua y lograba preparar un baño quitado del hielo, en cerca de seis horas.

Pero he aquí que la mecánica moderna, descontentadiza siempre y aconsejada por el demonio que ya había lanzado al mundo sus primeros gásfiters, vende el calentador a gas. ¡Qué lujo, qué comodidad! Así como ahora se invita a una persona para ir a ver una galería privada, se llamaba entonces a las relaciones para observar el calentador de gas en funciones. Hubo santiaguino acaudalado que recibió a sus relaciones como Marat a Carlota Corday, dentro del agua; pero sin las consecuencias. Tenía, sin embargo, esta máquina sus peligros y, como toda conquista del progreso, costó algunas vidas humanas y también algunas lágrimas. Era necesario, naturalmente, dar primero el agua y encender después el quemador de gas; pero con frecuencia se alteraba el orden de la operación y numerosas criadas andaban con el pelo y las cejas quemados, algunas con más graves deterioros a consecuencia de la explosión. Una señora retiró su calentador, pues le echó la culpa del malestar de una de sus sirvientas, que tuvo después un hijo. Algunos de estos aparatos metían más ruidos al marchar que toda una fábrica; trepidaciones sordas y a veces notas bajas de tubos de órgano llenaban el silencio del hogar.

¿Cómo no íbamos a recibir alborozados el invento del cálifon? ¡Oh, gran cálifon...! Pero no avancemos demasiado. Esta máquina tenía la ventaja inapreciable de calentar el agua por el simple acto de dar vueltas a la llave que tiene la indicación Hot. Usted mueve la Hot y se enciende una parrilla de luces silenciosa. El agua comienza en el acto a despedir vapor. Naturalmente, antes de esto, ha debido encenderse un pequeño quemador o mariposa que corre horizontalmente sobre la parrilla. Pero antes todavía, usted ha debido arreglar su cañería de gas y de agua y hasta cambiar el medidor, si es preciso. Es decir, el cálifon en marcha representa la friolera de seiscientos pesos (en 1916).

El cálifon es un aparato moderno y, como moderno, sujeto a intermitencias de salud y de carácter. Además, es inglés y sufre de spleen. El cálifon necesita hacer diario ejercicio, estar aseado, no tener nada alemán por delante. Es de una susceptibilidad atroz, y tan pronto se introduce una mano de obrero en sus entrañas, cuando se apoderan de su funcionamiento disturbios verdaderamente irlandeses. Así como el sistema parlamentario se aplica solamente a los países muy civilizados, los califones de todos los sistemas son aconsejables solamente para las personas que se bañan con regularidad. Pero ocurre que todo el mundo se ausenta de la casa por una temporada. Al regreso de vacaciones, el cálifon ha adoptado siempre esta actitud prescindente, que causa la desesperación de sus clientes.

Desde entonces tomé yo conocimiento personal del gásfiter amaestrado o en libertad. El hermoso, el radiante, el bruñido cálifon que había adquirido, en legítima moneda de 18 peniques, había perdido su voluntad. Era tan inútil dar vueltas a la llave Hot como a la llave Cold; el aparato daba pequeños resplandores y se extinguía, o bien no se alteraba en absoluto, como si fuera un bloque de cobre electrolítico. Entonces pregunté por un gásfiter entendido. El amigo a quien consulté lanzó una carcajada histérica como en las novelas; pero no estaba loco como todos los que lanzan carcajadas histéricas en ellas. Me dijo enseguida que era más fácil encontrar un buen Ministro de Hacienda que un buen gásfiter. Pero como la cosa era urgente resolví llamar al primero que me deparara la suerte, así, sin adjetivo; bueno, regular, malo o pésimo. Después he comprendido que todo gásfiter tiene un mismo grado de preparación, como los compositores de los campos, y que sus éxitos dependen de la casualidad.

El primero llegado a casa era «el compadre Juandinacio», llamado así por el sirviente. Venía acompañado de un perrito negro y de algunas tenazas y llaves inglesas, más un tarro con pintura y un puñado de estopa. Olía todo entero a gas y a agua potable, a cañería y a carbón de piedra. Sonrió con visible aire de superioridad al ver mi cálifon descompuesto. Depositó ruidosamente sus herramientas en el suelo y comenzó a retirar tuercas y a sacar tornillos. ¡Qué competencia demostraba ese modesto obrero! Yo escribí ese mismo día un artículo nacionalista exaltando las cualidades de inventiva de nuestra raza; porque «el compadre Juandinacio» retiró dos o tres varas de cañería por inútiles. «Cosas de los gringos» -dijo con aire despreciativo-. Enseguida me manifestó que todo estaba bien y que el agua salía a 40º a la sombra. Cobró por esto la módica suma de veinticinco pesos. En efecto, el agua salía caliente, pero en escasa cantidad; la llave parecía un gotario. El compadre Juandinacio había aumentado la temperatura disminuyendo el líquido. Pero esto no habría sido nada, porque, a poco andar, comenzó a salir del interior de mi cálifon un lamento desgarrador y después el bullicioso e isócrono resoplido de un émbolo. Cuando me acercaba a observar tan extraños síntomas una explosión me paralizó y luego brotó un verdadero penacho de volcán, compuesto de lava, agua caliente y metales derretidos. Escapé de las quemaduras y cerré las llaves precipitadamente.

Fuíme entonces a la casa importadora donde había comprado mi máquina y encontré allí otras muchas aguardando a los clientes incautos y admiradores del moderno confort, cuya tranquilidad iban a perturbar. Precisamente, el vendedor le decía en ese momento a una señora del sur que ostentaba: dos brillantes en sus orejas, un pequeño marido en el brazo derecho y una gran bolsa de mostacilla repleta de dinero en la mano izquierda:

-Llévese usted este grande, señora; hemos vendido cien en la semana. Doña Isabel Andonaegui de Irriberrizaga ha pedido dos por teléfono, uno para sus sirvientas y el otro para su hijo que se casa con una millonaria del Tucumán. No tema usted interrupciones ni descomposturas. Este cálifon es eterno...

Yo me ruboricé ligeramente y disparé mi obús:

-Necesito en el acto un gásfiter que vaya a componer mi cálifon que ha hecho explosión.

El vendedor da un salto, me mide con la mirada, llama en voz alta, apunta palabras incongruentes en una libreta, derriba una barra de níquel al avanzar, la apoya contra la señora en vez de dejarla en la mesa; en fin, la confusión y el pavor. En dos palabras, se me promete un gásfiter y corro a mi casa.

El nuevo gásfiter agrega a su nombre la palabra Míster, llega en bicicleta, usa casquete de paño verde metido hasta las cejas y anteojos de automovilista. Una vez colocado frente al aparato pronuncia su sentencia:

-Aquí ha estado un animal.

-Sí, efectivamente, un maestro de barrio.

-¿Dónde están los cañones que sacó?

-Helos aquí.

-Pues bien, hay que ponerlos.

Los cañones quedan puestos y la máquina marcha regularmente.

-Lo que se necesita -dice con lenguaje sentencioso-, es un medidor más grande; hay poco gas. Llame a la Compañía.

-¿Cuánto vale este trabajo?

-Cuarenta pesos.

Una vez que el Míster colocó los billetes en su cartera, me dijo:

-Olvidaba recomendarle que, cuando esté prendido el cálifon, no prendan la cocina al mismo tiempo.

Y se marchó tocando la sirena de su bicicleta.

Entró, pues, en un nuevo régimen. Dan las diez de la mañana, enciendo el cálifon, doy vuelta a la llave Hot y despacho un mensajero o mensajera que grita en la escalera:

-¡Emperatriz! (mi cocinera se llama Emperatriz). No pongas los huevos porque el patrón se va a meter al baño.

Otras veces el extraño diálogo tiene lugar en la mesa.

-Estos pejerreyes parecen crudos.

-Tú tienes la culpa. Has estado en el baño toda la mañana.

Un visitante que oyera estas palabras creería que yo me alternaba en el agua con una familia de pejerreyes. Aunque el modus vivendi podría prolongarse, esta situación subalterna del baño ante la cocina se me hace insoportable.

Me olvido decir que vivo en una casa moderna. La casa antigua produce pulmonías, dolores reumáticos y otros males; pero la casa moderna produce toda clase de pequeñas incomodidades. Las puertas y ventanas de la casa moderna se hacen por grandes cantidades y son todas iguales en todas las casas edificadas en los últimos cuatro años. Tienen la propensión de dar estampidos por la noche y de abrirse, en las más caprichosas grietas, por las cuales puede asomarse un ojo entero y ver lo que se hace en el interior de un cuarto. Además, tienen todas aberturas en la parte superior, llamadas tragaluces. Estos tragaluces no tienen otro objeto que obligar a taparlos con un género azul plegado o con cualquiera otra substancia que no deje pasar el sol o la luz donde no es necesario tragarlos. Además, si la puerta tiene cristales hasta abajo, la chapa estará al término de los cristales, a la altura de la rodilla del hombre. Como usted se inclinará cien veces en el día para abrir o cerrar una puerta, adquirirá un mal de cintura que no se aliviará por el Urodonal. Pero esto no sería nada si quedara una sola perilla en su sitio, un solo picaporte o llave sin quebrarse, después de diez días de usar la casa. No, la ferretería de lujo queda hacinada en un cajón y no será posible en pocos días asegurar ninguna puerta. Entre estas novedades de la casa moderna figura el capricho de no poner ventilador alguno en el cuarto de baño. A pesar de mis reclamos no lo obtuve y como el quemador de gas lanza al techo una menuda lluvia de hollín, el vapor de agua de mis baños calientes me lo devuelve sobre la cabeza en forma de lluvia. Por las paredes, por las puertas, corren los hilos de agua, arrastrando el carboncillo, y dejan una serie de pequeñas fajas grises que son un encanto.

Otra peculiaridad de la casa moderna es el ascensor que trae del tercer piso la comida y los platos y devuelve enseguida todo el servicio. Yo he visto de estos ascensores en muchas partes del globo terráqueo y son suaves, silenciosos, livianos. La industria nacional ha inventado uno que hace la tortura de las gentes. Unas veces el biftec se queda paralizado en el segundo piso y es necesario ir a comérselo a domicilio o mandar hacer otro más cerca. Otras veces son los platos que resuelven no llegar hasta el comedor. El sirviente, que es un mozo de cordel, tira en vano de un cable. Es una verdadera operación náutica. Después de inútiles tentativas pide refuerzos y entra de la calle el vendedor de fruta, hombre hercúleo que se cuelga a dos manos de la soga. De pronto el ascensor se desprende bruscamente y cae contra el suelo. Los platos se quiebran todos. Hay que decir, eco sí, en honor de la verdad, que se quiebran medio a medio, en dos partes perfectamente iguales. Un día sacamos de debajo del aparato a una criada que había cambiado de forma.

Esta pequeña digresión sirve para demostrar la cantidad de mecánicos que deben entrar a una de estas casas que podríamos llamar «artificiales». Después de la visita del Míster a que me he referido más arriba, han venido a la mía dieciséis gásfiters de diversas edades, nacionalidades y tarifas. La dolorosa experiencia de los primeros me ha manifestado la necesidad de no pagar a ninguno mientras mi cálifon no quede reparado. Uno de estos últimos visitantes es orador y partidario de la jornada de ocho horas. Pero no debe de ser muy sincero porque si a él lo obligaran a trabajar siquiera cuatro, bien trabajadas, se moría. Cada diez minutos descubre que se ha quedado algo olvidado en el taller y sale a la calle. Dirige piropos a las criadas, frases insidiosas a la gente que pasa en coche y miradas de entendido a los carteles que anuncian nuevas películas. Demoró tres días en declararse impotente para hacer más daño a mi cálifon. Ya no tenía tuerca que echar a perder.

¡Oh, jóvenes que escucháis la vocación escénica cuando llegan a Santiago actores que pronuncian mal! ¿Por qué no hacéis una revista en que salga un coro de salvajes que canten: «Somos los gásfiters», con la música de «los marineritos» de la Gran Vía, para que nadie la conozca?

Y, a propósito; noto que se me viene encima una atroz responsabilidad. ¿Se puede decir gásfiter? Se lo preguntaremos a don Perfecto, como dicen en una pieza de Echegaray. Declaro formalmente a los autores de «vocablos propios», o de «locuciones impropias», que escribo no para entrar a la Academia o sentar fama de atildado, sino para que me entiendan cuantos quieren darse el trabajo de leerme. Tengo un Diccionario a la mano, precisamente la decimotercera edición del de la Academia. (Vean ustedes; ya se pasó de moda porque hay otra). Si quisiera decir palabras con patente y dejar con la boca abierta a mi público, tengo allí de donde sacar por docenas, como ocurre con las guindas, que es difícil tomar una sola. Podría haber dicho plomero; pero yo no quería significar «al que trabaja o fabrica cosas de plomo». En cambio, como el Diccionario habla de gas, gasómetro, gaseoso y gasolina, habría querido llamar gasterópodos a los gásfiters; pero si me habría dado el placer de significar que eran «moluscos terrestres o acuáticos que tienen en el vientre un pie carnoso mediante el cual se arrastran, su cabeza es más o menos perceptible y su cuerpo se halla cubierto por una concha», nadie habría entendido que deseaba vengarme de los daños que me han hecho.

Volvamos tranquilamente a la casa moderna. Algo que llama la atención del observador y mucho más del arrendador, por los cabezazos que han de darse, es la concupiscencia con que el instalador eléctrico coloca el tablero de distribución con los tapones en el sitio más importante de la casa, en el lienzo de muro más aprovechable para un cuadro. De la misma manera, los enchufes que podrían estar en el suelo se colocan en la pared, salientes como callampas.

La casa moderna tiene, finalmente, otro grave error. Se economiza demasiado espacio en la puerta de entrada. Yo no he visto en ningún país puertas más angostas. Un amigo mío tuvo que dejar en la calle y desprenderse de sus servicios, un armario no desarmable, una suegra en regular estado de uso y un autopiano. No cabían ni por la puerta ni por las ventanas. En muchas de esas casas llamadas «para diplomáticos» hay que entrar de costado y quedarse después de comer hasta que haya terminado la digestión.

No crean mis lectores que soy exigente y que pretendo una casa fantástica, humorista, con sorpresas. No; se ha descubierto que cuesta la misma cantidad de dinero hacer una casa en que el arquitecto haya discurrido, que una improvisada y sin pies ni cabeza. Si yo pusiera mañana una plancha: Ángel Pino, Arquitecto, no inventaría nada, copiaría lo bueno, lo simple, lo cómodo que en todas partes, menos en Chile, abunda y a mucho menor precio. Y, enseguida, oiría las observaciones justas del que va a habitarla y piensa pagar puntualmente sus cánones.